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Número 373-374

Serie XXXVIII

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Testem benevolentiae. (Carta de S.S. León XIII al Emmo. Card. James Gibbons sobre el «americanismo»

TESTEM BENEVOLENTIAE
(CARTA DE S.S. LEÓN XIII AL E>!Mo. CARD. JAMES GIBBONS,
SOBRE EL 11AMERICANISMO") (")
A nuestro-querido hijo, james Gibbon1, Cardenal
Presbítero del Titulo tÚ Santa Maria del Trtntévere, Arzobispo
de BalfiT!Zf)t'e:
Querido hijo, Salud y Bendición Apostólica. Os enviamos
por medio de esta carta una renovada expresión de esa buena
voluntad que no hemos dejado de manifestar frecuentemente a
lo largo
de nuestro pontificado a vos, a vuestros colegas en el
Episcopado
y a todo el pueblo americano, valiéndonos de toda
oportunidad que nos ha sido ofrecida por el progreso de vues­
tra Iglesia o
por cuanto habéis hecho para salvaguardar y pro­
mover los intereses católicos. Por otra parte, hemos frecuente­
mente considerado
y admirado los nobles regalos de vuestra
nación, los cuales permiten al
pueblo americano estar sensible
a todo
buen trabajo que promueve el bien de la humanidad y
el esplendor de la civilización. Sin embargo, esta carta no pre­
tende, como las anteriores, repetir las palabras de alabanza tan­
tas veces pronunciadas, sino más
bien llamar la atención sobre
algunas cosas que han de ser evitadas y corregidas, y puesto
que ha sido concebida en el mismo espíritu de caridad apostó­
lica
que ha inspirado nuestras anteriores cartas, podemos espe­
rar que la toméis como otra prueba de nuestro amor; esto más
C") Se cumple este año de 1999 el centenario de la condena del "america­
nismo" por León XIII. Damos a nuestros lectores con este motivo el texto de la
carta Testem benevolentiae, muy poco conocida y cuya doctrina resulta tan
vigente hoy como entonces (N. de la R).
Verbo, núm. 373-374 (1999), 207-218.
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LEÓN XIII, PAPA
aún porque busca acabar con ciertas disputas que han surgido
últimamente entre vosotros para detrimento de la
paz de
muchas almas.
Os es conocido, querido hijo,
que el libro sobre la vida de
Isaac Thomas Hecker, debido principalmente a los esfuerzos
de
quienes emprendieron su publicación y traducción a una lengua
extranjera, ha suscitado serias controversias por ciertas opiniones
que presenta sobre el modo de vivir cristiano.
Nos, por consiguiente, a causa de nuestro oficio apostólico,
teniendo que guardar la integridad de la fe y la seguridad de los
fieles, estamos deseosos de escribiros con mayor extensión sobre
todo este asunto.
El fundamento sobre el que se fundan estas nuevas ideas es
que, con el fin de atraer más fácilmente a aquellos
que disienten
de ella, la Iglesia
debe adecuar sus enseñanzas más conforme
con el espiritu de la época, aflojar algo de su antigua severidad
y hacer algunas concesiones a opiniones nuevas. Muchos pien­
san que estas concesiones deben ser hechas
no sólo en asuntos
de disciplina, sino también en las doctrinas pertenecientes al
"depósito de la
fe". Ellos sostienen que seria oportuno, para
ganar a aquellos que disienten de nosotros, omitir ciertos puntos
del magisterio de la Iglesia que son de menor importancia, y de
esta manera moderarlos para que no porten el mismo sentido
que la Iglesia constantemente les ha dado. No se necesitan
muchas palabras, querido hijo, para probar la falsedad
de estas
ideas si se trae a la mente la naturaleza
y el origen de la doctri­
na
que la Iglesia propone. El Concilio Vaticano dice al respecto:
"La doctrina de la fe que Dios ha revelado no ha sido propuesta,
como una invención filosófica, para ser perfeccionada por el
ingenio
humano, sino que ha sido entregada como un divino
depósito a la Esposa de Cristo para ser guardada fielmente y
declarada infaliblemente. De aquí que el significado de los sagra­
dos dogmas que Nuestra Madre, la Iglesia, declaró
una vez debe
ser mantenido perpetuamente, y nunca hay que apartarse de ese
significado bajo la pretensión o el pretexto de una comprensión
más profunda de los mismos"
(Constitutio de Pide Catholica,
cap. IV).
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«TESTEM BENEVOLENTIAE·
No podemos considerar como enteramente inocente el silen­
cio que intencionalmente conduce a
la omisión o desprecio de
alguno de los principios de la doctrina cristiana, ya que todos los
principios vienen del mismo Autor y Maestro, "el Hijo Unigénito,
que está en el seno del Padre" (Jn.,I, 18). Éstos están adaptados
a todos los tiempos y a todas las naciones, como
se ve claramen­
te
por las palabras de Nuestro Señor a sus apóstoles: "Id, pues,
enseñad a todas las naciones; enseñándoles a observar todo lo
que os he mandado, y he aquí que yo estoy con vosotros todos
los días, hasta el fin del mundo"
(Nt., 28, 19). Sobre este punto
dice el Concilio Vaticano: "Deben ser creídas con fe divina y cató­
lica todo aquello que está contenido
en la Palabra de Dios, escri­
ta y transmitida, y
es propuesto por la Iglesia para ser creído como
divinamente revelado, ora por solemne juicio, ora por su ordina­
rio y universal magisterio" (Constitutio de Fide Cathollca, cap. III).
Lejos
de la mente de alguno el disminuir o suprimir, por cual­
quier razón, alguna doctrina
que haya sido transmitida. Tal polí­
tica tendería a separar a los católicos
de la Iglesia en vez de
atraer a los
que disienten. No hay nada más cercano a nuestro
corazón
que tener de vuelta en el rebaño de Cristo a los que se
han separado de Él, pero no por un camino distinto al señalado
por Cristo.
La regla de vida afirmada para los católicos no es de tal natu­
raleza
que no pueda acomodarse a las exigencias de diversos
tiempos y lugares.
La Iglesia tiene, guiada por su Divino Maestro,
un espíritu generoso y misericordioso, razón por la cual desde el
comienzo ella ha sido lo que San Pablo dijo de sí mismo: "Me he
hecho todo con todos para salvarlos a todos" (1 Cor., 9, 22).
La historia prueba claramente que la Sede Apostólica, a la
cual
ha sido confiada la misión no sólo de enseñar, sino también
de gobernar toda la Iglesia,
se ha mantenido "en una misma doc­
trina, en un mismo sentido y en una misma sentencia" (Consti­
tutio de Ftde Catholica, cap. IV).
Ahora bien, en cuanto al modo de vivir, de tal manera se ha
acostumbrado a moderar su disciplina que, manteniendo intacto
el divino principio de la moral, nunca ha dejado de acomodarse
al carácter y genio de las naciones que ella abraza.
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LEÓN XIII, PAPA
¿Quién puede dudar de que actuará de nuevo con este
mismo espíritu si la salvación de las almas lo requiere? En este
asunto la Iglesia
debe ser el juez, y no Ios individuos particula­
res, que a menudo se engañan con la apariencia de bien. Eri esto
debe estar de acuerdo todo el que desee escapar a la condena de
nuestro predecesor, Pio
VI. Él condenó como injuriosa para la
Iglesia y el Espiritu de Dios
que la guia la doctrina contenida en
la proposición LXXVIII del Sinodo de Pistoia: "Que la disciplina
creada y aprobada
por la Iglesia debe ser sometida a examen,
como
si la' Iglesia pudiese formular un código de leyes inútil o
más pesado de lo
que la libertad humana puede soportar".
Pero, querido hijo,
en el presente asunto del que estamos
hablando, hay
aún un peligro mayor, y una más manifiesta opo­
sición a la doctrina y disciplinas católicas, en aquella opinión de
los amantes de la
novedad según la cual sostienen que se debe
admitir una suerte tal de libertad en la Iglesia que, disminuyendo
de alguna manera
su supervisión y cuidado, se permita a los fie­
les seguir más libremente la guia de sus propias mentes y el sen­
dero de su propia actividad. Aquéllos son de la opinión de que
dicha libertad tiene su contraparte en la libertad civil reciente­
mente dada,
que es ahora el derecho y fundamento de casi todo
estado secular.
Hemos discutido largamente este punto
en la carta apostóli­
ca sobre la Constitución
de los Estados dada por nosotros a los
Obispos de toda la Iglesia, y allí hemos
dado a conocer la dife­
rencia
que existe entre la Iglesia, que es una sociedad divina, y
todas las otras organizaciones sociales humanas que
dependen
simplemente de la libre voluntad y opción de los hombres.
Es bueno, entonces, dirigir particularmente la atención a la
opinión que sirve como el argumento a favor de esta mayor liber­
tad buscada para los católicos y recomendada a ellos.
Se alega que ahora que ha sido proclamado el Decreto Vati­
cano sobre la autoridad magisterial infalible del Romano Pontí­
fice, ya no hay más de qué preocuparse en esa línea y, por con­
siguiente, desde que esto ha sido salvaguardado y puesto más
allá de todo cuestionamiento, se abre a cada uno un campo más
ancho y libre, tanto para el pensamiento como para la acción.
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«TESTEM BENEVOLENTIAE·
Pero tal razonamiento es evidentemente defectuoso, ya que, si
hemos de llegar a alguna conclusión acerca de la autoridad
magisterial infalible de la Iglesia, esta seria más bien la de
que
nadie deberla desear apartarse de esta autoridad, y más aún, que
llevadas y dirigidas de tal
modo las mentes de todos, gozarían
todos de una mayor seguridad
de no caer en error privado. Y
además, aquellos que se permiten tal modo de razonar,
parecen
alejarse seriamente de la providente sabiduría del Altísimo, que
se dignó dar a conocer por solemnlsima decisión la autoridad y
derecho supremo
de enseñar de su Sede Apostólica, y entregó tal
decisión precisamente para salvaguardar las mentes de los hijos
de la Iglesia de los peligros
de los tiempos presentes.
Estos peligros, a saber, la confusión de licencia y libertad, la
pasión
por discutir y mostrar contumacia sobre cualquier asunto
posible, el supuesto derecho a sostener cualquier opinión
que a
uno le plazca sobre cualquier asunto, y a darla a conocer al
mundo por medio de publicaciones, tienen a las mentes tan
envueltas en la oscuridad que hay ahora más que nunca una
necesidad mayor del oficio magisterial de la Iglesia, no sea que
las personas se olviden tanto de la conciencia como del deber.
Nosotros ciertamente no pensamos rechazar todo cuanto han
producido la industria y el estudio modernos. Tan lejos estarnos
de eso,
que damos la bienvenida al patrimonio de la verdad y al
ámbito cada vez más amplio del bienestar público a todo lo
que
ayude al progreso del aprendizaje y la virtud. Aun así, todo esto
sólo podrá ser de algún sólido beneficio, es más, sólo podrá tener
una existencia y un crecimiento real, si se reconoce la sabidutia
y la autoridad de la Iglesia.
Ahora bien, con respecto a las conclusiones que
han sido
deducidas de las opiniones arriba mencionadas, creemos de
buena fe que en ellas no ha habido intención de error o astucia,
pero aún así, estos asuntos en sí mismos merecen sin duda cier­
to grado de sospecha. En primer lugar, se deja de lado toda guia
externa por ser considerada superflua e incluso negativa para las
almas que luchan por la perfección cristiana -siendo su argu­
mento que el Espíritu Santo derrama gracias más ricas
y abun­
dantes que antes sobre las almas de los fieles,
de manera que, sin
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LEÓN XIII, PAPA
intervención humana, Él les enseña y los guía por cierta inspira­
ción oculta. Sin embargo, es signo de
un no pequeño exceso de
confianza el querer medir y determinar el modo de la comunica­
ción divina de la humanidad, ya
que ésta depende completa­
mente de
su propio bien parecer y Él es el más libre dispensador
de sus propios dones ("El Espíritu sopla donde quiere" -Jn., 3,
8. "Y a cada uno de nosotros la gracia nos es dada de acuerdo a
la medida de la donación
de Cristo"-Ef, 4, 7).
¿Y quién que recuerde la historia de los Apóstoles, la fe de la
Iglesia naciente, los juicios y muerte de los mártires
-y, sobre
todo, aquellos tiempos antiguos tan fructíferos
en santos-osará
comparar nuestra era con aquellas, o afirmar
que aquellos reci­
bieron menos de aquel divino torrente del Espíritu
de Santidad?
Para
no extendernos en esta asunto, no hay nadie que ponga en
cuestión la verdad de que el Espíritu Santo ciertamente actúa
mediante
un misterioso descenso en las almas de los justos y que
asimismo los mueve con avisos e impulsos, ya que, a menos que
éste fuera el caso, toda defensa externa y autoridad seria ineficaz.
"Si alguien se persuade de que puede asentir a la verdad salvifi­
ca, esto es, evangélica, cuando ésta es proclamada, sin la ilumi­
nación del Espíritu Santo, que da a todos suavidad para asentir y
perseverar, ese tal es engañado
por un espíritu herético" (Segundo
Concilio
de Orange, can. 7).
Más aún, como lo muestra la experiencia, estas mociones e
impulsos del Espíritu Santo son las más de las veces experimen­
tados a través de la mediación de la ayuda y luz de
una autori­
dad magisterial externa. Para citar a San Agustín: "Él (el Espíritu
Santo) coopera
con el fruto recogido de los buenos árboles, ya
que Él externamente los riega y los cultiva con el ministerio exte­
rior de los hombres, y
por Sí mismo les confiere el crecimiento
interno"
(De Gratia Christi, cap. XIX). Ciertamente pertenece a la
ley ordinaria de la providencia amorosa de Dios que, así como
Él
ha decretado que los hombres se salven en su mayoria por el
ministerio
de los hombres, ha querido también que aquellos a
quienes
Él llama a las alturas de la santidad sean guiados hacia
allá
por hombres; y por eso declara San Crisóstomo que "somos
enseñados
por Dios a través de la instrumentalidad de los hom-
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·TESTEM BENEVOLENTJAB.
bres (Homilía I, in Inscr. Altar). Un claro ejemplo de esto nos es
dado en los primeros días de la Iglesia. Pues aunque Saulo,
resuelto entre venganzas y matanzas, escuchó la voz misma de
nuestro Señor y preguntó, "¿Qué quieres que yo haga?", le fue
declarado
que entrara a Damasco y buscará a Ananías: "Entra en
la ciudad y allí te será dicho lo que debes hacer" (Hcb., 9, 6).
Tampoco
podemos dejar fuera de consideración el hecho de
que quienes están luchando por la perfección, y que por eso
mismo no transitan un camino trillado o bien conocido, son los
más expuestos a extraviarse,
y por eso tienen mayor necesidad
de un maestro y guía que otros. Dicha gwa ha sido siempre obte­
nida en la Iglesia, ésta ha sido la enseñanza universal de quienes
a través de los siglos han sido eminentes por su sabiduría y san­
tidad. Así, pues, quienes la rechazan lo hacen ciertamente con
temeridad y peligro.
Para quien considera el
problema a fondo, incluso bajo la
suposición de que no exista guia externa alguna, no es patente
aún cuál es en las mentes de los innovadores el propósito de ese
influjo más abundante del Espíritu Santo
que tanto exaltan. Para
practicar la virtud
es absolutamente necesaria la asistencia del
Espíritu Santo, y, sin embargo, encontramos a aquellos aficiona­
dos por la novedad dando una injustificada importancia a las vir­
tudes naturales,
como si ellas respondiesen mejor a las necesi­
dades y costumbres
de los tiempos, y como si estando adornado
con ellas, el hombre se hiciese más listo para obrar y más fuerte
en la acción. No es fácil entender cómo personas en posesión de
la sabiduría cristiana pueden preferir las virtudes naturales a las
sobrenaturales o atribuirle a aquéllas
una mayor eficacia y fecun­
didad que a éstas. ¿Puede ser
que la naturaleza unida a la gracia
sea más débil que cuando es abandonada a sí misma? ¿Puede ser
que aquellos hombres ilustres por su santidad, a quienes la
Iglesia distingue y rinde homenaje, sean deficientes, sean menos
en el orden de la naturaleza y sus talentos, porque sobresalieron
en su fortaleza cristiana? Y aunque se esté bien maravillarse
momentáneamente ante actos dignos de admiración que hayan
sido resultado de la virtud natural -¿Cuántos hay realmente fuer­
tes
en el hábito de las virtudes naturales? ¿Hay alguien cuya alma
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no haya sido probada, y no en poco grado? Aún así, también para
dominar y preservar
en su integridad la ley del orden natural se
requiere de la asistencia
de lo alto. Estos notables actos singula­
res a los
que hemos aludido, desde una investigación más cerca­
na mostrarán con frecuencia más una apariencia que la realidad
de la virtud. Incluso concediendo que sea virtud, salvo que
"corramos en vano" y nos olvidemos de la eterna bienaventuran­
za a la que Dios en su bondad y misericordia nos ha destinado,
¿de
qué nos aprovechan las virtudes naturales si no son secun­
dadas
por el don de la gracia divina? Así, pues, dice bien San
Agustín: "Maravillosa es la fuerza, y veloz el rumbo,
pero fuera
del verdadero camino". Pues así como la naturaleza del hombre,
debido a la calda primera está inclinada hacia el mal y el desho­
nor, pero por el auxilio de la gracia es elevada, renovada con una
nueva grandeza y fortaleza, así también la virtud, que no es el
producto de la naturaleza sola, sino también de la gracia, es
hecha fructifera para la vida eterna y toma
un carácter más fuer­
te y permanente.
Esta sobreestima de la virtud natural encuentra
un modo de
expresarse
al asumir una división de todas las virtudes en activas
y pasivas, afirmándose que mientras las virtudes pasivas encon­
traron
un mejor lugar en tiempos pasados, nuestra época debe
estar caracterizada por las activas. Es evidente que tal división y
distinción no puede ser sostenida, ya que no hay, ni puede
haber, una virtud meramente pasiva. "Virtud -dice Santo Tomás
de
Aquino-designa la perfección de una potencia, pero el fin
de esa potencia es un acto, y el acto de virtud no es otra cosa
que el buen uso del libre albedrío", actuando -hay que agre­
gar-bajo la gracia de Dios, si el acto es el de una virtud sobre­
natural.
Sólo creerá
que ciertas virtudes cristianas están adaptadas a
ciertos tiempos y otras a otros tiempos
quien no recuerde las
palabras del Apóstol:
"A quienes de antemano conoció, a éstos
los predestinó para hacerse conformes a la imagen de su Hijo"
(Rom., 8, 29). Cristo es el maestro y paradigma de toda santidad
y a
su medida deben conformarse todos los que aspiran a la vida
eterna. Cristo
no conoce cambio alguno con el pasar de las épo-
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·TESTEM BENEVOLENTIAE·
cas, ya que "Él es el mismo ayer, hoy y siempre" (Heb., 13, 8). A
los hombres de todas las
edades fue dado el precepto: "Aprended
de mí,
que soy manso y humilde de corazón" (Mt., 11, 29). Para
toda
época se ha manifestado Él como obediente hasta la muer­
te;
en toda época tiene fuerza la sentencia del Apóstol: "Aquellos
que son de Cristo han crucificado su carne con sus vicios y con­
cupiscencias" ( Gál., 5, 24). Desearía Dios que hoy en día: se prac­
ticasen más esas virtudes
en el grado de los santos de tiempos
pasados, quienes
en la humildad, obediencia y autodominio fue­
ron poderosos "en palabra y en obra" -para gran provecho no
sólo de la religión sino del estado y el bienestar público.
Dado este menosprecio
de las virtudes evangélicas, errónea­
mente calificadas como
pasivas, faltaba un corto paso para llegar
al desprecio de la vida religiosa
que en cierto grado se ha apo­
derado de algunas mentes.
Que esto sea sostenido por los defen­
sores de estas nuevas visiones lo inferimos de algunas afirmacio­
nes suyas sobre los votos que profesan las órdenes religiosas.
Ellos dicen que estos votos se alejan del espíritu de nuestros
tiempos, ya que estrechan los limites de la libertad humana;
que
son más propios de mentes débiles que de mentes fuertes; que
lejos de ayudar al perfeccionamiento humano y al bien de la
organización humana, son dañinos para uno y otra; pero cuán
falsas son estas afirmaciones es algo evidente desde la práctica y
la doctrina de la Iglesia,
que siempre ha aprobado grandemente
la vida religiosa. Y no sin una buena causa se han mostrado pres­
tos y valientes soldados de Cristo quienes bajo el llamado divino
han abrazado libremente ese estado de vida, no contentos con la
observancia de los preceptos sino yendo hasta los consejos evan­
gélicos. ¿Debemos nosotros juzgar esto como una caracteristica
de mentes débiles o podemos decir que es algo inútil o dañino
para
un estado de vida más perfecto? Quienes atan de esta mane­
ra sus vidas
mediante los votos religiosos, lejos de haber sufrido
una disminución en su libertad, disfrutan de una libertad más
plena y más libre, a saber, aquella
por la cual Cristo nos ha libe­
rado
(Gál., 4, 31).
Este otro parecer suyo, a saber,
que la vida religiosa es o
enteramente inútil o de poca ayuda a la Iglesia, además
de ser
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injuriosa para las órdenes religiosas, no puede ser la opinión de
nadie
que haya leído los anales de la Iglesia. ¿Acaso vuestro
país, los Estados Unidos,
no debe tanto los comienzos de su fe
como de su cultura a los hijos de estas familias religiosas? -a uno
de los cuales últimamente, cosa muy digna de alabanza, habéis
decretado le
sea erigida públicamente una estatua. E incluso en
los tiempos presentes, dondequiera que las familias religiosas son
fundadas, ¡qué rápida y fructuosa cosecha de buenos trabajos
traen consigo! ¡Cuántos dejan sus casas y buscan tierras extrañas
para impartir allí la verdad del Evangelio y ampliar los límites
de
la civilización! Y esto lo hacen con la mayor alegría en medio de
múltiples peligros. Entre ellos, no menos ciertamente que en el
resto del clero, el mundo cristiano encuentra a los predicadores
de la Palabra de Dios, los directores de las conciencias, los maes­
tros
de la juventud, y la Iglesia misma los ejemplos de toda san­
tidad. Ninguna diferencia de dignidad debe hacerse entre quienes
siguen
un estado de vida activa y quienes, encantados por la
soledad,
dan sus vidas a la oración y mortificación corporal. Y
ciertamente cuán buen reconocimiento han merecido ellos, y
merecen, es conocido con seguridad por quienes no olvidan que
"la plegaria continua del hombre justo" sirve para traer las ben­
diciones del cielo cuando a tales plegarias se añade la mortifica­
ción corporal.
Pero si hay quienes prefieren formar
un cuerpo sin la obli­
gación de los votos, dejadles seguir ese rumbo. No es algo nuevo
en la Iglesia ni mucho menos censurable. Tengan cuidado, de
cualquier manera, de
no colocar tal estado por encima del de las
órdenes religiosas. Por el contrario, ya
que en los tiempos pre­
sentes la humanidad es más propensa
que en anteriores tiempos
a entregarse a sí misma a los placeres, dejad
que sean tenidos en
una mayor estima aquellos "que habiendo dejado todo lo suyo
han seguido a Cristo".
Finalmente, para no alargamos más, se afirma que el camino
y método que hasta ahora se ha seguido entre los católicos para
atraer de nuevo a los
que han caído fuera de la Iglesia debe ser
dejado de lado y debe ser elegido otro. Sobre este asunto, basta-
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.. TESTEM BENEVOLENTIAE·
rá evidenciar que no es prudente despreciar aquello que la anti­
güedad en su larga experiencia ha aprobado y que es enseñado
además por autoridad apostólica. Las Escrituras nos enseñan
(Eclo., 17, 4) que es deber de todos estar solícitos por la salva­
ción de nuestro vecino
según las posibilidades y posición de
cada uno.
Los fieles realizan esto por el religioso cumplimiento
de los deberes de su estado de vida, la rectitud de su conducta,
sus obras de caridad cristiana, y su sincera y continua oración a
Dios.
Por otro lado, quienes pertenecen
al clero deben realizar esto
por el instruido cumplimiento de su ministerio de predicación,
por la pompa y esplendor de las ceremonias, especialmente
dando a conocer con sus propias vidas la belleza de la doctrina
que inculcó San Pablo a Tito y Timoteo. Pero si, en medio de las
diferentes maneras de predicar la Palabra de Dios, alguna vez
haya de preferirse la
de dirigirse a los no católicos, no en las
Iglesias sino
en algún lugar adecuado, sin buscar las controver­
sias sino conversando amigablemente, ese método ciertamente
no tiene problemas.
Pero dejad
que quienes cumplan tal ministerio sean escogi­
dos
por la autoridad de los obispos y que sean hombres cuya
ciencia y virtud hayan sido previamente probadas. Pensamos
que
hay muchos en vuestro país que están separados de la verdad
católica más
por ignorancia que por mala voluntad, quienes
podrán ser conducidos más fácilmente hacia el único rebaño de
Cristo si la verdad les es presentada de
una manera amigable y
familiar. Dicho todo lo anterior
es evidente, querido hijo, que no
podemos aprobar aquellas opiniones que en conjunto se desig­
nan con el nombre de "Americanismo". Pero si por este nombre
debe entenderse el conjunto de talentos espirituales que perte­
necen al pueblo de América, así como otras características perte­
necen a otras diversas naciones, o si, además, por este nombre
se designa vuestra condición política y las leyes y costumbres por
las cuales sois gobernados, no hay ninguna razón para rechazar
este nombre. Pero si por éste se entiende que las doctrinas que
han sido mencionadas arriba no son sólo indicadas, sino exalta-
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das, no habrá lugar a dudas de que nuestros venerables herma­
nos, los obispos de América, serán los primeros
en repudiarlo y
condenarlo como algo sumamente injurioso para ellos mismos
como
para su país. Pues eso producirla la sospecha de que haya
entre vosotros quienes forjen y quieran
una Iglesia distinta en
América de la que está en todas las demás regiones del mundo.
Pero la verdadera Iglesia es una, tanto
por su unidad de doc­
trina como
por su unidad de gobierno, y es también católica. Y
pues Dios estableció
el centro y fundamento de la unidad en la
cátedra del Bienaventurado Pedro, con razón se llama Iglesia
Romana, porque "donde
est.á Pedro alli está la Iglesia" (Ambro­
sio, In Ps., 9, 57). Por eso, si alguien desea ser considerado un
verdadero católico, debe ser capaz de decir de corazón las mis­
mas palabras que Jerónimo dirigió al Papa Dámaso: "Yo, no
siguiendo a nadie antes que a Cristo, estoy unido en amistad a
Su Santidad; esto es, a la cátedra de Pedro. Sé que la Iglesia fue
construida sobre
él como su roca y que cualquiera que no reco­
ge contigo, desparrama".
Estas instrucciones que os damos, querido hijo, en cumpli­
miento de nuestro deber,
en una carta especial, tomaremos el cui­
dado de que sean comunicadas a los obispos de los Estados
Unidos; así, testimoniando nuevamente el amor
por el cual abra­
zamos a todo vuestro país,
un país que en tiempos pasados ha
hecho tanto por la causa de la religión, y el cual, con la ayuda
de Dios, hará
aún mayores cosas. Para vos y para todos los fie­
les de América impartimos con gran amor, como promesa
de la
asistencia divina, nuestra bendición apostólica.
Dado en Rrmt4, desde San Pedro, el vigéJimo segundo dít:1 de enero, año 1899, vigési­
mo primero de nuestro pontificado.
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