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Número 373-374

Serie XXXVIII

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De la cruzada

DE LA CRUZADA
POR
FRAN\;OIS V ALLAN\;ON c•J
A la memoria de Michel Vi/ley
Introducción
"¡Dros LO QUIERE!".
Todo el mundo sabe que con este grito, unas turbas innu­
merables se fueron a combatir allende los mares y a conquistar
en dura lucba Jerusalén, que habla caldo en manos de los musul­
manes.
Pero también todo el mundo sabe que esas cruzadas, que hay
que llamar por su nombre, después de haber levantado el entu­
siasmo
de pueblos enteros, suscitan. en nuestros dias una exten­
sa reprobación. Hasta el punto de que se echa en cara a la Iglesia
el haberlas suscitado.
La Iglesia, condenada de antemano en uno de esos procesos
trucados de los que el Estado
de Derecho no nos ha desembara­
zado, tendria como penitencia
que pedir perdón por unas faltas
que habrían cometido sus miembros hace novecientos años.
Hermoso caso de responsabilidad, de culpabilidad colectiva
y de imprescriptibilidad.
¿Cómo
-cabe preguntarse-un Dios de amor puede querer
la guerra? ¿Cómo unos cristianos
que han aprendido a ser man-
(•) Con mucho gusto damos a nuestros lectores la versión castellana de un
artículo de nuestro amigo el profesor Fran<;ois Vallani;on, de la Universidad de
Pañs II, publicado originalmente en la revista Sedes Sapientiae, núm. 53, de otoño
de 1995, a propósito del IX centenario del Concilio de Clermont (N. de la R.).
Verbo, núm. 373-374 (1999), 233-252. 233
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FRAN(:OJS VALLAN(:ON
sos y humildes de corazón pueden manejar la espada con tanta
desenvoltura? ¿Cómo la Iglesia,
que conquistó el Imperio romano
derramando su sangre1 puede querer evangelizar a los musulma­
nes derramándoles su propia sangre? ¿Cómo ha podido penetrar
en la mente de tantos papas que un Dios de paz se responsabi­
lice
de una iniciativa belicosa?
O nuestros antepasados eran unos tontos, quizá cristianos,
pero incultos, mientras que nosotros ...
O eran positivamente deshonestos y hablan desviado para su
provecho temporal un mensaje esencialmente espiritual, 1nientras
que nosotros ...
La dificultad está en que no vemos santos en nuestras filas
supuestamente pacíficas, mientras que vemos muchos1 y de los
más grandes, en las tropas de los cruzados. Y que si nosotros les
reprochamos que no se parecen a nosotros, ellos podrían recri­
minarnos no proceder tan bien como ellos.
Entonces, ¿debemos avergonzarnos
de nuestros antepasados?
¿O serian ellos los que tendrian razones para avergonzarse de
nosotros?
En estos tiempos, que vuelven a traer la guerra religiosa que se
creía haber extinguido mediante capitulaciones, quisiéramos ayudar
a contestar a esas preguntas, sin evadimos hada un pasado ideali­
zado u oscurecido, pero sin disimulamos la dificultad de esa tarea.
La historia de las cruzadas ha sido hecha, y bien hecha: no
añadiremos nada a las grandes obras clásicas (1).
También la teoría de la cruzada ha sido muy bien estudiada
y presentada, especialmente
por Michel Villey (2). No propon­
dremos hacer otra nueva.
Apoyándose en esos dos pilares sólidos, pero humanos,
luego
no infalibles, quisiéramos reflexionar sobre las razones por
las cuales una institución nacida después de diez siglos de cris­
tianismo, y posteriormente sostenida por lo menos durante seis
(1) Cfr. R. GROUSSET1 R. PERNOUD, Z. ÜLDENBOURG, J. HEERS, P. ALPHANDERY y
A: DUPRONT, P. RoussET.
(2) La. croisade, Essai sur la formation d'une tbeorie juridique, Ed. Vrin,
París, 1942 (obra en trámite de reimpresión).
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DE LA CRUZADA
siglos a escala de un continente, el europeo, e incluso de tres,
África (del Norte) y Asia (Menor), se ha convertido en tema de
perplejidad e incluso de escándalo.
Y de qué manera este escándalo
puede y debe cesar, puesto
que no es tal.
En primer lugar, la cruzada
es una guerra desencadenada por
una autoridad espiritual -una bula papal-, con un fin espiritual
-una peregrinación---, utilizando los medios más sobrenatura­
les, como la oración, y menos sobranaturales, como la espada.
Se
trata de liberar la tumba de Cristo. Es una guerra de liberación de
raíz teológica.
En segundo lugar, la cruzada es
una guerra en la que no par­
ticipan más que voluntarios. Se va a ella para hacer penitencia
por los pecados propios y con vistas a ganar indulgencias pro­
metidas expresamente
por el papa. Es una guerra voluntaria, de
motivación jurídica, porque la penitencia y la indulgencia surgen
del derecho canónico, como veremos.
En tercer lugar, la cruzada es una guerra, no de todos contra
todos, bellum omnium contra omnes, tal como Hobbes describe
su estado de naturaleza del
que surge el Leviathan, es decir, el
Estado moderno, sino
una guerra a la que son arrastrados desde
los más altos príncipes a los últimos siervos.
Se va a lo lejos, para
concentrar sobre los infieles unas manifestaciones de violencia
que de otra manera desgarrarían al pueblo cristiano. Es una gue­
rra popular con horizonte político
que ha contribuido no poco a
la constitución de Europa al asignarle una meta única, grandiosa,
exterior y desinteresada.
Consideraremos, pues, sucesivamente, la cruzada como gue­
rra de liberación, insistiendo en las causas teológicas de tal
empresa; como guerra de justificación, insistiendo en los aspec­
tos jurídicos;
y co1no guerra de unificación, insistiendo en sus
prolongaciones políticas.
Lo haremos, aunque esos tres aspectos estén, más que enla­
zados, fundidos unos con otros, y aunque
se pase de unos a otros
más fácilmente que de un color del arco iris a otro.
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FRANCOIS VALLANCON
l. Una guerra de liberación de origen teológico
Cualesquiera que sean las desviaciones o los sentidos latos
que el término "cruzada" ha sufrido después, designa en princi­
pio una guerra que tiene por meta principal liberar la tumba de
Cristo, caída
en poder de los infieles.
Resulta que esos infieles son musulmanes, sarracenos, pero
esa es una circunstancia contingente. Lo esencial es que los cris­
tianos tienen cerrado el acceso al lugar donde Cristo ha muerto,
ha sido amortajado y ha resucitado.
Se discutirá siempre si la llegada de los turcos seleúcidas es,
o no, lo
que ha determinado ese cierre, o lo que lo ha hecho
temer; porque se sabe que durante varios siglos, estando ya
Jerusalén bajo dominación musulmana, los cristianos
han podido
peregrinar a ella.
Pero, ¿por
qué los cristianos y el primero de ellos, el papa,
no han podido soportar que Jerusalén les sea prohibida?
Hasta el siglo
XI, se conocía la guerra justa y la guerra injus­
ta, la guerra santa y la guerra profana. No
se conocía ese par­
ticular tipo de guerra que, después se llamará cruzada.
El papa entiende que con esta cruzada posibilita nuevamen­
te el acceso, de manera pacífica y pública, a la tumba de Cristo,
la cual
queda abierta a todos, y especialmente a las miserabi/es
personae.
Con esta peregrinación pública se trata de fomentar el
derecho público cristiano, y
el manantial de la fe, es decir, la
tumba de Cristo, donde
beben principalmente los que no tienen
otra cosa.
De ahí nacen tres preguntas: ¿Qué es una tumba, y tal tumba?
¿Qué es una peregrinación, y tal peregrinación? ¿Qué es una gue­
rra, y tal guerra?
Concentrémonos
en la primera pregunta: ¿Qué es una tumba,
en general, y la tumba de Cristo, en particular?
Confesemos
que en este final del siglo xx se da a las tumbas
una importancia sentimental, familiar, pero se está dispuesto a
prescindir de ellas si así
lo requieren unos motivos que se juz­
guen más poderosos, de higiene, de economía, o de urbanismo.
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DE LA CRUZADA
No es, pues, un asunto fácil intentar comprender por qué la
posesión
(y la desposesión) de una tumba ha podido movilizar
tanta energía.
Esto
es, en cierto sentido1 incomprensible porque es cuestión
de fe. Pero la fe, si bien supera infinitamente al hombre, le ilu­
mina. Así
que tratemos de comprender desde la fe.
La tumba es el lugar exacto donde un viviente salido de la tie­
rra
ha vuelto a la tierra. Es el lugar donde ese bien, que es el hom­
bre, llegado del cielo
al encuentro con la tierra, ha dejado de cre­
cer
y dejado para siempre esa tierra por ese crecimiento. La tumba
es como la firma
que el hombre echa sobre la tierra, y es la marca
del cielo sobre la roca;
y es también un zarpazo de la materia sobre
el espíritu, una dentellada de lo mortal a lo inmortal.
En
una tumba queda consignado, definitiva e irreversible­
mente, que
un hombre ha sido aplastado, pero que es más gran­
de que lo
que le aplasta. Por poco sentido que tenga la vida de
un hombre, tiene más que el resto del universo.
Todo hombre es, ciertamente, una historia sagrada. Pero tam­
bién es, y especialmente en la tumba, una geografía sagrada, en
sentido de que la marca que imprime sobre la tierra y la que reci­
be, son incomprensibles sin una referencia a lo sagrado. El hom­
bre es una medida sagrada de la tierra, como lo habían percibi­
do los saoerdotes egipcios y como lo repetirá Platón después de
su regreso de Egipto. Es un templo que hace, generación tras
generación1 que la tierra se parezca a él mismo1 a la vez que él
mismo es imagen de Dios.
Es este sentido, la losa de la tumba es sagrada porque recibe
para siempre, a
un viviente cuya vida es testimonio de la vida de
Dios,
y una prueba de que la vida es un bien superior a la
muerte.
En el mismo momento y lugar en que ese ser viviente desa­
parece,
la tumba hace ver como que ese viviente continúa de
alguna manera en la memoria de los hombres. La tumba es la
expresión y
el soporte de esa memoria.
Pero en el caso de la tumba de Cristo, al menos si se adopta
la fe cristiana, esa losa no es solamente un testimonio del tránsi­
to de la vida a la muerte, sino que, además, es testigo del tránsi-
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FRAN(:OIS VALLAN(:ON
to de la muerte a la vida, y de la vida humana a la divina, de la
vida mortal a la inmortal.
La tumba de Cristo es el lugar absolutamente único donde la
vida
ha sido amortajada y donde la muerte ha sido asumida por
la resurrección; donde se ha cerrado la sepultura de un muerto,
y donde el viviente ha abierto definitivamente ese sepulcro.
¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?
La losa funeraria ha sido el único testigo de esa noche mara­
villosa, y de
ese tránsito maravilloso.
Salvo el Salmo 113 (Vulg.), ninguna lengua
puede cantar lo
que han visto esos muros, lo que el sudario ha recogido, lo que
ha hecho rodar la losa. Los hombres pueden callarse, pero las
piedras hablarán.
La tumba de Cristo es, pues, una especie de agujero sagrado,
el
pozo más profundo de todos, al que abocan todos los muer­
tos para encontrar su sentido, y del que nacen todas las resu­
rrecciones. Es el punto de tránsito obligado para ir al Paraíso, es
decir, a la Jerusalén celestial.
Clausurar esa tumba es privar de sentido a todas las otras
tumbas
y es retrotraer a la humanidad al rango de la animalidad.
Cerrar el acceso a
esa tumba, es impedir que llegen a todos
los hombres los caudales de agua viva sin los cuales 1norirían sin
resucitar; es impedir o hacer lo más difícil posible el recurso de
ese bien sin igual.
Ir
en peregrinación a la tumba de Cristo, es ir a la fuente de
la vida, el recordar el tiempo
y el lugar en que brotó esa fuente,
y es abrir de par en par las compuertas para su desafío.
Desplazarse desde la propia casa hasta Jerusalén
es desplazarse
uno a sí mismo como centro, en el espacio y aún más espiritual­
mente, para hacer de Cristo el centro de su vida.
Impedir semejante peregrinación a la tumba de Cristo
no es,
evidentemente, prohibir la predicación del Evangelio,
pero es
preparar su prohibición. Durante diez siglos se ha predicado
mucho más allá del ámbito
de una hipotética peregrinación a
Jerusalén. No obstante,
se sabe que tales peregrinaciones han
existido siempre, desde Santa Elena
en el siglo N hasta Roberto
el Magnífico
en el siglo XI.
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DE LA CRUZADA
A partir del día en que la mayor parte de Europa fue evan­
gelizada, peregrinar
se ha hecho más familiar y fácil para el pue­
blo cristiano sencillo. Es conocida la magnitud y la importancia
de las grandes peregrinaciones a las tumbas
de los apóstoles, San
Pedro y San Pablo
en Roma y Santiago en Compostela.
Todos estos movimientos populares
suponen en los que los
realizan
un sentido particularmente agudizado de la inserción de
lo sagrado
en la piedra, y de lo divino en lo terrestre. Que esos
movimientos se detengan,
no es solamente un síntoma de que la
fe disminuye, sino que además dice que se ha hecho más difícil
la percepción de la
unión entre lo corporal y lo espiritual, entre
la cruz y la gloria.
Se empieza a perder el recuerdo de uno de los
momentos más impresionantes de la encarnación. Al final, y
sobre todo para las gentes sencillas, es
como un muro que se
derrumba entre lo humano y lo divino, es una separación que se
levanta, y es el camino expedito para el maniqueísmo.
Por lo cual
se comprende la cruzada contra los albigenses, sin
que ello obligue a su total aprobación. En función de su mani­
queísmo, separaban el principio diabólico del principio divino,
oponían lo espiritual a lo corporal, el bien al mal,
y, en conse­
cuencia, prohibían todo paso de Dios hacia el hombre,
la encar­
nación, y del hombre hacia Dios, la redención.
Marcharse a la cruzada es querer volver a colocar al alcance de
todos, y sobre todo de los humildes, un testimonio y un manantial
sensibles de la única liberación válida para todos los hombres.
Liberar la tumba de Cristo es hacer una guerra de liberación
en el sentido teológico de que Cristo muriendo y resucitando ha
liberado a los hombres de
la muerte y del pecado de una vez por
todas. El sepulcro es testigo de que se ha pagado el rescate, de
que está abierto el camino de la gloria, y de que a condición de
entrar en él muerto, como Cristo, todo el mundo sin excepción
puede salir de él vivo, como Cristo.
Liberar la tumba de Cristo es impedir que se haga desapa­
recer
un testigo, la losa sepulcral, tanto más irrecusable y fiel
cuanto que es 1nudo; y es impedir que se ciegue una fuente que
es la fuente. Porque si la fuente se ciega, ¿dónde irán los que
tienen sed?
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PRAN90IS VALLAN90N
Descuidar este asunto es repetir el pecado de Moisés y olvi­
dar la gracia
de Maria. Como es sabido, Moisés fue presa de la
duda en el momento de golpear la roca, ¿cómo va a poder salir
agua de
una piedra? Fue severamente castigado porque la fe esta­
ba aquí más resguardada que en otro sitio, y porque la vacilación
estaba aquí menos permitida
que en otro lugar. Porque se trata­
ba también de prefigurar la maternidad virginal de María; la losa
funeraria
y el sudario del santo sepulcro se parecen a ella por
haber dejado paso al resucitado sin haber sido tocados por hom­
bre alguno.
Para el pueblo cristiano
de entonces, dejar profanar la tumba
de Cristo, hubiera sido de alguna manera soportar impávidos
que
se ofendiera a su señora, Nuestra Señora, a su reina, a su madre.
Hubiera sido, si se disponía de medios para impedirlo, hacerse
cómplices
de un parricidio. Solamente un papa podía arriesgarse
a decir
que se disponía de medios. Y es lo que Urbano II hizo
y dijo.
La teología que instirucionalizó la cruzada fue, si se quiere,
una teología de la liberación, pero una teología total, animada,
iluminada
y vivificada por la fe en Cristo. Esto es incomprensible
para cualquiera que no la comparta, pero comprensible, aun
siendo un misterio,
para el que camina bajo su oscura claridad.
Por esto se convocaba a los que combatían a los infieles.
En definitiva,
no ha sido la espada la que ha tomado la cruz,
sino la cruz la
que se ha valido de la espada.
II. Una guerra que se justifica por razones jurídicas
La cruzada no ha sido solamente una guerra teológica, sino
también
una guerra juridica, por dos razones que adujeron el
papa y todos los autores de aquel tiempo.
Para los cristianos se trata, de una parte, de recuperar una
tierra que les pertenece y que les ha sido quitada injustamente;
de otra parte, de comprometerse con un voto, con espíriru de
penitencia, a marchar allende los mares y de responder a las
indulgencias prometidas
por el papa.
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DE L4 CRUZADA
Por otro lado, cualquiera que sea su ignorancia del derecho
y de la teología, los cristianos creen
que Cristo les ha _rescatado;
la palabra latina
emptio, que quiere decir "compra", ha originado
la palabra redención. Creen también que ha pagado
por ellos un
alto precio, el de su propia sangre. De este planteamiento resul­
ta como
en toda compra del tipo do ut des, yo te doy para que
tu me des, que Cristo ha adquirido toda la humanidad y todo lo
que pertenece a la humanidad.
Cristo
no solamente puede aplicarse la palabra del Salmo 23
(Vulg.): "Domini est terra et plenitudo ejus orbis terrarum et uni­
verse qui habitat in ed' ("La tierra y todo lo que ella contiene
son del Señor, de Él son el universo y todos sus habitantes"), sino
que además esto puede aplicarse muy especialmente a Ji tierra
que ha pisado, y al lugar que ha bañado con su sangre. De una
manera singular, y singularmente justa, Jerusalén pertenece a
Cristo,
en el sentido de que la gran explosión del gran precio de
la redención se proyecta
sobre todos los demás precios subordi­
nados y los justifica más o menos.
Si Jerusalén pertenece a Cristo, también pertenece a la Iglesia
y a los miembros de esta Iglesia.
Es una iniquidad que no puedan
ir más allá libremente, cuando es su casa. Ya se ha intentado paó­
ficamente que cese esa iniquidad. Se ha intentado mucho, desde
Pedro
El Ermitaño a Francisco de Asís, pasando por las cruzadas
de los niños.
Si allá se asesina a los peregrinos y a las turbas desar­
madas de los primeros cruzados,
seña una injusticia por parte de
los
que tienen fuerza para evitarlo, tolerarla por más tiempo.
Se puede discutir cuál es la naturaleza exacta de la expresión
"Tierra Santa"i es decir, que moralmente pertenece a los cristia­
nos: ¿también poHtica y económicamente? Las respuestas han
variado y pueden envolverse en razones tanto buenas como
deleznables. Se sabe, por ejemplo, que Godofredo de Bullón no
quiso el título de Rey de Jerusalén precisamente para resaltar
bien la especificidad de su posesión. Se sabe igualmente, que
otros cruzados no tuvieron los mismos escrúpulos.
Las pretensiones de los cruzados nos parecen, por de pron­
to, abusivas y hasta xenófobas} a nosotros los que hoy en día
reducimos de buena gana la vida política interior a una cuestión
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FRANr;OIS VALLANr;ON
de poder -lo conquisto y ejerzo con exclusión de los demás-,
y la vida política exterior a una cuestión de soberanía -inde­
pendencia en la propia casa y rechazo de la injerencia de los
demás-.
Sin embargo, es preciso constatar que las relaciones entre los
hombres, al menos si no se las limita a consideraciones materia­
les o espaciales, son, por el contrario, ricas y matizadas; y que un
intento, siempre inacabado, de inventariarlas, necesita todos los
recursos de la mentalidad jurídica.
Desde el deber de intervención hasta los abandonos relativos
de soberanía, comprendemos que el todo o nada· impide a los
hombres entenderse
y vivir juntos. Todas esas maneras disyunti­
vas, to~dos esos "o bien, o bien", co1no son, la independencia o
nada;
el Estado, o nada; la democracia o nada; instituyen y bana­
lizan a la vez la visión maniquea y hegeliana de la política y la
de la justicia. Conducen a hacer de cada particularidad
una causa
de separación
con la particularidad vecina, y con la totalidad de
la que
se escapa esa particularidad: se considerará a un musul­
mán como totalmente separado de un cristiano y de la cristian­
dad.
La particularidad se opone a todo lo demás, y trata de domi­
narlo y de constituir
una totalidad en beneficio propio, o una
universalidad que reduce a la más completa homologación todo
lo
que ha anexionado después de vencido: combate al musul­
mán, le vence y le mata o esclaviza si no se hace cristiano; de la
misma manera
trata de vencer al Islam y de aniquilar cuanto
encuentra en él, porque según esa hipótesis no hay en él nada
más
que mal.
Por ese camino se constituyen unos bloques que hemos
hecho en el siglo xx, y que despreocupadamente trasplantamos
al pasado, unos bloques tan compactos como imbatibles; o se les
quiebra, o
uno se quiebra en el intento. No hay término medio.
Se es cristiano, no se es más que cristiano, o si no, no se es
absolutamente nada cristiano. O
se es santo, o se va uno al infier­
no.
De lo cual resulta, dicho sea entre paréntesis y a pesar de
ciertos historiadores conte1nporáneos, que la invención teológica
y jurídica del purgatorio es un antídoto acreditado contra el mani­
queísmo y el hegelismo.
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DE LA CRUZADA
Una política es cristiana y nada más que cristiana. O no es
cristiana de ninguna manera. De ahí vienen esas indignaciones
virtuosas contra los príncipes cristianos de antaño, que preten­
dían ser cruzados y eran lujuriosos y sensuales. No se compren­
de y se condena que uno no sea mejor; y, sin embargo, se es
maniqueo, o hegeliano, o kantiano.
Se acaba considerando, lógicamente, que un jefe cristiano es
necesariamente injusto con
un no cristiano, que un guerrero es
necesariamente sanguinario
con sus enemigos, y que un cruzado
no puede a la vez combatir al musulmán como infiel, respetarle
en cuanto adversario, y amarle en cuanto hombre.
Igualmente, no hay por qué negarse a admitir que si bien
todos lÜs cruzados ·no eran unos santos, los hubo que sí que lo
fueron, como
San Luis, a quien los propios musulmanes desea­
ron tener como pr!ncipe. La categor!a no es homogénea, porque
un cruzado puede ser mejor o peor; no hay contradicción en que
un cristiano pueda gobernar bien a -unos musulmanes en tierra
del Islam. Quinientos años más tarde, los descendientes de éstos,
los propios tnuSuhnanes de Egipto, reaccionarán de manera
semejante ante Dessaix, a quien llaman
"el sultán justo", que, sin
embargo, estaba lejos de ser un cruzado.
Sigue siendo verdad que, santo o no, solamente era un cru­
zado el que lo quer!a sinceramente. La marcha a la cruzada era
voluntaria, y con excepción de las guerras civiles, cuesta hoy en
día concebir que vayan a la guerra en el extranjero los que quie­
ren y que no vayan los que no quieren.
A esta anomalía aparente de la cruzada respecto de las gue­
rras clásicas, se añade otra que explicaría la primera si no fuera
todavía
1nás incomprensible a nuestros ojos: la marcha a la cru­
zada, era recompensada, en ciertas condiciones, con indulgencia
plenaria, es decir, que en caso de muerte, especiahnente en cotn­
bate, se obtenía la remisión completa de las penas temporales
que corresponden al pecado según la teología católica.
¿Cómo es que no hay ninguna obligación estricta y sanciona­
da de responder al grito de "¡Dios LO QUIERE!"? Cuando el pue­
blo, supuestamente soberano, o sus pretendidos representantes,
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FRAN(::OIS VALLA.N(::ON
quieren algo, se desencadena una oposición tal que aparecen los
genda.rmes o el pelotón de ejecución para castigar cualquier des­
fallecimiento.
Y, sin embargo, es así. Urbano II no ordenó la movilización
general. Y obtuvo algo superior a
una movilización general. No
sedujo a los
hombres con el fulgor de la gloria temporal, que rige
habitualmente a las gentes
de armas, sino con la gloria celestial.
Y fue obedecido.
Todo esto es incomprensible a menos
que se admita que la
obediencia es
una virtud típicamente humana a la cual no tienen
acceso los animales; y que
en la obediencia hay varios grados; de
ellos, el inferior, el más imperativo y el más asociado a una sanción,
es el más próximo a lo animal, mientras que el más alto, el más cer­
cano a lo divino, es el más
libre y ennoblecedor, es el que no cono­
ce castigo y
sl únicamente recompensas, y unas recompensas del
mayor rango espiritual que existe:
post mortem, indulgentiam.
Obedecer por precepto es virtuoso, pero común, y más bien
un comienzo de virtud. Obedecer por consejos, más que virtuo­
so,
es la perfección, y esto es raro. Obedecer por exhortación es
un término medio: más perfecto si los motivos son más desinte­
resados,
y su cumplimiento más penoso; menos perfecto si se
piensa en el botln o en la gloria.
Pues bien.
Se hadan cruzados como respuesta a la exhorta­
ción
papal (o a la predicación; las dos palabras se emplean habi­
tualmente
en cronistas y canonistas), o al consejo evangélico de
perfección, y haciendo voto de responder del compromiso hasta
el final.
Todos los autores
señalan la exhortación y la obediencia, el
voto y la indulgencia, como características del "cruzamiento".
Formular un voto, o entregarse, "votum, devotio", es un dere­
cho en la medida en que es realizar esa forma particular de jus­
ticia que Aristóteles
denomina la igualdad aritmética: por el
"votum" se toma sobre sí un mal, o la renuncia de un bien, para
inclin;ir la balanza a su favor, de manera que Dios no pueda ree­
quilibrarla más que colocando en el otro platillo un equivalente
mejor.
Se toma una cantidad de males para obtener por equiva­
lencia
una cantidad de bienes. Esto es lo que hace el cruzado.
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DE LA CRUZADA
Obedecer, obaedire, ob audire, escuchar por algo, sigue sien­
do un derecho, en cuanto realizaba una forma de igualdad geo­
métrica o de proporción, siempre
según Aristóteles. Al obedecer
a Urbano II o a Godofredo de Bullón, se responde al llamamiento
de alguien que
se reconoce que está situado entre Dios y voso­
tros, Juego
por encima de vosotros en cuanto al bien. Recibís de
ellos más de
Jo que podéis restituirles. Pero devolvéis más a quie­
nes
os han dado más. No es la igualdad aritmética del tipo a -b,
sino la igualdad geométrica del tipo
a/a' -b/b'. Obedecer es una
especie del género ars boni et aequi, porque el que manda o
exhorta lo invoca y hace ascender
al que llama, "ars boni", y tam­
bién hace que el que obedece recoja una elevación porcionada
a su obedencia, ars aequi.
Conceder una indulgencia es siempre un derecho, de dere­
cho canónico,
por cuanto que es dispensar de una pena a alguien
que la merecía por su culpa y que, por sus combates y su san­
gre, evita a otro el sufrir, porque en cierto modo atrae sobre sí la
misericordia divina de la cual se hace instrumento respecto de
otro.
La visión de las miserias de los peregrinos determinó al papa
a hacer un llamamiento a su favor. El conocimiento de esas mise­
rias por viajeros y cronistas impulsó a innumerables cristianos a
volar a socorrerles. Y la visión de sus propias miserias, para las
cuales también necesitaban otra tanta ayuda, les hacía aspirar a
la indulgencia.
La misericordia compartida por pueblos enteros, fue el origen
de la cruzada.
Su recompensa fue la misericordia impartida por
el papado.
Mas la misericordia no es un sentimiento vago y pueril que
ofusque las exigencias del derecho. Es un consentimiento libre y
claro para hacer más, para
dar más, para sufrir más de Jo que la
mera justicia pide. No quita
nada al rigor ni a la igualdad aritmé­
tica o geométrica de la justicia. Hace dar cien pasos a
quien se
rogaba
que diera cincuenta. Hace dar, por añadidura, el abrigo a
quien se pedía la túnica. No quita nada al esplendor propio de la
justicia, sino
que la hace brillar con un resplandor todavía mayor.
Hace a la justicia todavía más bella, todavía más visible a los ojos
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FRAN,;OIS VALLAN(:ON
de los sencillos. Es la institutriz de los pueblos en el ámbito de la
justicia y del derecho.
La misericordia justifica a la cruzada y a los cruzados en cuan­
to ha sido, en su corazón y en sus actos, como un sol que tu­
viera por estrellas a otras justicias.
Apagad la llama
de la justicia, y su luz se debilitará hasta
hacerse imperceptible, como el resplandor
en el que cada uno no
ve más que su propio interés.
A partir de ahí, el derecho se convierte
en objeto de reivin­
dicaciones y de guerras continuas.
Bien sabe Dios
que también hubo guerras continuas en
Europa a finales del siglo XI. Precisamente el papa lanzó esos
ejércitos hacia Palestina para desviarlos hacia fines más útiles
para el bien común, y más justos.
En este sentido, la cruzada
ha sido una guerra popular o de
unificación, ct>n un horizonte político.
m. Una guerra de unificación con horizonte politico
La Iglesia ha trabajado antes, durante y después de las cru­
zadas
en prohibir, relativamente, la guerra, proscribirla de ciertos
lugares,
en ciertas épocas y a ciertas personas. Se puede lamen­
tar
que no lo haya hecho mejor, y que no haya sido más escu­
chada. Después de las cruzadas, muchas gentes
han intentado prohi­
bir absolutamente la guerra y condenarla solemnemente.
En
general el resultado ha sido hacerla más mortífera, cuando no
más frecuente, porque siempre hay alguien que se aprovecha de
esa prohibición.
Por otra parte, la vitalidad, la afición
por la aventura, y la
atracción del peligro son una realidad que sigue estando ahí; si
se les deja sin utilizar, se dedicarán a peores causas.
Si a un príncipe belicoso y fuerte no se le presenta un adver­
sario adecuado, atacará al principe vecino c9n las represalias
que son de suponer, o a sus súbditos, a los que aplastará como
a moscas.
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Fundaci\363n Speiro

DE LA CRUZADA
En cuanto a las gentes que no son ni principales ni belicosas,
¿habrá que abandonarlas a
su mediocridad, y dejarlas rebajarse
cada vez un poco más? Eso sería despreciarlas, con el disimulo
de no rozar su libertad. ¿O habrá más bien que elevarlas por enci­
ma de lo que hubieran sido capaces de hacer solas?
¿Vais a lavaros las manos ante lo que el animal humano es
cuando finalmente se libera de toda constricción? ¿O vais a tocar
la fibra noble, incluso principal
y divina que late en el corazón
de todo hombre y que le hace aspirar mientras vive a hacer algo
grande
y desinteresado?
Para los barones, la cruzada
ha sido la manera de canalizar el
desbordamiento
de sus fuerzas en beneficio de los humildes. Y
para los pequeños ha sido una ocasión de elevarse de su menta­
lidad
de campanario hasta las alturas de Jerusalén.
Poner la fuerza al servicio de la debilidad, es justo, y alinear
a los particulares bajo lo universal, es prudencia.
En
una palabra, lanzar a la conquista de Jerusalén a una masas
de ignorantes y de bandidos que de otra manera se pasarian la
vida
en sus terruños y en sus cavernas; colocarlos bajo los estan­
dartes
de unos principes que sin eso les matarian y se matarian
entre sí, y colocar todo ese mundo a la sombra de la cruz, es hacer
una obra politica. Es una especie de obra maestra politica.
Se exagera cuando se ve en las cruzadas un movimiento excep­
cional de entusiasmo popular.
Es raro que una excepción dure
siglos.
El entusiasmo no es un estado de ánimo del peregrino.
No
se abandonan mujer, hijos y confort por una cabezonada,
sino abrazando la cruz. Esa señal simbólica
que une la tierra y el
cielo, el Norte y
el Sur, el Oriente y el Occidente, manifiesta
mejor
que muchas palabras, que la cruz ha sido el fermento de
unidad
de esas masas humanas.
Si ha habido algún caso en que la fe mueve montañas, y
montañas de hombres, es, ciertamente, éste. Si ha habido algún
caso en que un hombre ha podido decir a un árbol, y a hom­
bres encadenados a la servidumbre y a sus costumbres como a
raíces, "¡arrójate al mar!", es decir, vete allende los mares, a
ponerte en peligro de muerte por el nombre de Cristo, es, cier­
tamente, éste.
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FRANt;OIS VALLANt;ON
Y además, ¡qué diversidad, qué abigarramiento!, ¡qué algara­
bía
en esas tropas: granujas, prostitutas, ladrones, mendigos,
niños, barones, reyes, emperadores!, y ¡cuántas disputas entre
esas gentes del gran mundo!
Pero, precisamente, ¿qué es
el arte de la pol!tica sino hacer
convivir para
un bien que no se valora hasta que se pierde, a
toda clase de hombres, sin esperar a que sean santos, haciendo
servir a sus vicios y virtudes para algo bueno?
Los pol!ticos de hoy quisieran una unidad pol!tica que no
estuviera basada en lo sagrado. Pero sólo obtienen uniformidad,
jacobinismo o estatismo y pensamiento único.
Otros quisieran una diversidad polltica que no estuviera basa­
da en lo sagrado. No consiguen más que la atomización y unos
egoísmos exacerbados de individuos y naciones.
Poned varios hombres a discutir quién tendrá razón, viene a
decir aproximadamente Saint-Exupéry, y se autodestruirán. Con­
fiadles la construcción de una torre, y se ayudarán mutuamente.
A condición (ya se ve a Saint-Exupéry guiñando un ojo) de
no confundir Babel con Jerusalén.
Precisamente
en tiempos de Urbano II, Babel había empeza­
do a desacreditar a Jerusalén. Porque los cristianos orientales vin­
culados a Constantinopla se habían separado de los cristianos
vinculados a Roma. Este desgarro era intolerable.
Se había ensa­
yado resolver los conflictos teológicos y diplomáticos con toda
clase
de negociaciones. Tiempo perdido. Cuanto más se hablaba,
menos se entendía.
Como en Babel.
La cruzada le pareció a Urbano II el medio de cortar por lo
sano esas disputas inútiles y amargas y de movilizar todas las
energías contra el enemigo común.
La empresa era atrevida, pero digna de un verdadero pol!ti­
co. Como es sabido, tuvo largas consecuencias. Pero, a pesar de
la malicia de los hombres, cuyas responsabilidádes serán siempre
las delicias estériles de los historiadores, ha servido más
que difi­
cultado a la causa
de la unidad de Europa. No se vislumbra que
esa unidad pueda hoy hacerse de otra manera que por una
empresa de la misma envergadura y altura.
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DE LA CRUZADA
Parece ser que algunos sabios quieren construir la unidad de
Europa partiendo
de la econonúa y de la moneda. Les desearia­
mos muchos éxitos si no corrieran el riesgo de causamos tantos
enojos. Porque el dinero y la finanza, y lo que gravita a su alre­
dedor,
son principios de multiplicidad. Si no reciben desde otra
parte un principio de unidad, serán causas de división e incluso
de explosión.
La Bolsa, la del CAC 40, o la de la City o del Dow Janes, es
como
una bomba atómica para tiempos de comercio y de empleo
civil. A la vista están las reacciones en cadena de desgracias que
produce.
La cruzada, al arrastrar a los pueblos por de pronto en un
camino de cruz y al final en un camino de gloria les ha situa­
do también, volens nolens, volentes no/entes, en el camino de
la unidad. Esos pueblos de peregrinos que por Cristo han
aceptado perderlo todo, no han abandonado de repente sus
violencias
y debilidades. Al menos han demostrado que les
empujaba la fe, y que esta fe, con peligro de vida en Oriente,
con peligros marítimos como en el Monte San Michel, o en
Santiago de Compostela, flnts terrae, con peligros atmosféricos
cuando lanzaban al mismo tiempo las flechas de las catedrales,
con el peligro de la inteligencia cuando inventaban de golpe
las universidades, esta fe, digo, les ha empujado no solamente
a dilatar los límites de
su Europa, sino que, además, ha consti­
tuido positivamente a esta Europa
sobre el único principio de
unidad capaz de resistir a las tensiones y a las nivelaciones,
porque les es enviado a los hombres, y, por tanto, escapa a su
iniciativa.
Europa ha sido relativamente unida por y para la cruzada.
Europa ha rebosado energía, relativamente, por y para la cru­
zada.
¿Quién dará
un impulso a una empresa tan grande y tan
audaz y tan desinteresada, cuya esencia no radica en los mando­
bles que da, sino en que prefiere la muerte al deshonor de ser
perjura de Cristo e indiferente al destino de los pobres?
Porque esta muerte conduce a la vida como la cruzada a
Jerusalén,
y de la Jerusalén terrestre a la Jerusalén celestial.
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FRAN90IS VALLAN(:ON
Conclusión
Entonces, ¿tenemos que avergonzarnos de nuestros antepa­
sados que hicieron la Cruzada?
Si, si han conducido una cruzada sin fe, una cruzada sin cruz,
porque
en ese caso no se trataria de una cruzada.
Pero si somos nosotros los que hacemos cruzadas sin fe, cru­
zadas sin cruz, entonces somos nosotros los que somos unos
hijos degenerados.
Desde que Europa ha renunciado a tener abierto al público
el acceso a la tumba de Cristo, no ha cesado de desgarrarse en
luchas fratricidas, y la propia Francia que hubiera debido, como
antaño, dar ejemplo,
ha sembrado por todas partes la cizaña, dis­
tribuyendo
un mensaje que ha pretendido borrar la fe y enterrar
la cruz.
Si, Francia se ha puesto a la cabeza de una cruzada sin
fe y sin cruz. No se puede denominar de otra manera la sustitu­
ción
en el derecho público francés de la fe por la Ley, expresión
de
una supuesta voluntad general, y de la cruz por el derecho,
expresión de la supuesta voluntad individual. ¿Cómo compren­
der, si no, que se ofrezca como recompensa a cualquier impa­
ciente, ego!sta y seguro de si, no ya cualquier indulgencia sino la
gloria, "le jour de gloire est arrivé", y no una gloria cualquiera
sino la gloria sin la cruz?
¿Acaso
no es una desviación de los tesoros de bravura y de
entrega de los cuales Francia ha sido siempre pródiga?
A
su llamamiento a la guerra, individuos y naciones se han
puesto en pie, y han combatido tanto, que para sobrevivir han
tenido que atrincherarse detrás de unas fronteras cada vez más
consistentes, y tanto más imperrneables cuanto
que son menos
visibles. Las gentes ya
no se hablan más que detrás de mamparas de
cristal, evidentemente blindados, a salvo
de cualquier recuerdo
de que la unidad viene de la fe en un padre común y no a
salvo
de las adscripciones de los "yo", todos los cuales, más o
menos,
han matado al padre, es decir, han renegado de su
pasado.
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DE LA CRUZADA
Pero en el fondo de este reducto del que creemos escapar
extendiéndolo a todo el planeta, continúa brillando
la esperanza
invencible
en la unidad de los hombres, y a su luz todo puede
renacer.
Ciertamente, no puede predicar una cruzada todo el que
quiere. Se necesitan circunstancias favorables. Hacen falta un
papa y unos santos. Urbano II no está en los altares, pero si que
están Gregario VII, que le ha precedido e inspirado, y San
Bernardo, que le
ha continuado, y Santa Catalina de Siena, y ...
tantos otros.
El papa, o el santo, se consiguen con oraciones. Todo el
mundo
puede rezar.
Las circunstancias favorables se preparan en la vida de cada día.
Cada
uno puede contribuir a ello en función de lo que haya
comprendido de este episodio evangélico: "¡Quitad
la losa!", dijo
Jesús a los amigos
de Lázaro, muerto y amortajado.
Urbano II, y a
su voz los cruzados, han comprendido estas
palabras y las
han puesto en práctica.
Quitad
la losa y Lázaro saldrá vivo.
Si dejáis la tumba cerrada, Jesús no entrará y la vida no vol­
verá a salir.
Estas palabras,
que Jesús dirige a cada uno de nosotros, las
dirige también a cada
uno. de nuestros paises, y particularmente
a Francia,
que el día de su bautismo ha salido de la tumba.
La losa ha sido girada: revolutum lapidem, dice San Marcos
(16, 4), de "revolverse" de
donde viene la palabra "revolución".
Algo nos indica
que un Ángel de luz ha vuelto a cerrar, o casi,
la losa
de la tumba.
Y a continuación, la fuente de la vida se
ha cerrado al públi­
co.
La fe y la cruz quedan permitidas, pero confinadas en la esfe­
ra privada, mientras
que las leyes y los derechos llamados huma­
nos monopolizan el ordenamiento público. Y como los humildes
van a beber en el ordenamiento público como a una fuente, ya
no tienen acceso colectivo y fácil a las fuentes de la misericordia.
Únicamente quedan, para sacarles de quicio1 las urnas y las pape­
letas de voto, de las cuales sacan cuantas leyes y derechos
quieren1 pero no el agua viva. y se mueren de sed.
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Fundaci\363n Speiro

FRANt;OJS VALLANt;ON
Como antes de la cruzada, cuyo noveno centenario celebra­
mos, los poderosos pisotean a los débiles y
se matan entre ellos
espiritual y cotporalmente. Los poderosos continúan exigiendo
los mayores sacrificios a los débiles, es decir, a
la mayoria, sin
darles explicaciones, y sin que reciban compensaciones. Y las
masas rugen sin comprender que sus desgracias vienen de que
les han cerrado la tumba y la fuente. ·
Que los poderosos y los débiles se reúnan de nuevo y la
abran de nuevo. Nuevos Lázaros
que estaban muertos saldrán de
ella vivos.
Acaso
no hemos oido a un sucesor de Urbano II decimos:
"abrid de par
en par las puertas de vuestra nación, de vuestra
familia, de vuestro corazón,
que son otras tantas tumbas de las
que Cristo nos quiere sacar como de la suya". Y los muertos se
levantarán. Y las leyes de
la muerte volverán a ser las leyes de la
vida. Y los derechos del "solo yo" se animarán y se suavizarán
con el beso de la justicia y de la misericordia. Y Francia, que ago­
niza, Volverá a levantarse.
Gesta Dei per francos. Dios ha confiado a los franceses sus
grandes obras, deáa con admiración el historiador de las cruza­
das Guibert de Nogent. No es un enlucimiento del pasado, sino
la salvación para hoy.
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