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Número 467-468

Serie XLVI

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40 años de la encíclica Humanae Vitae: La tensión entre naturaleza y libertad

40 AÑOS DE LA ENCÍCLICA HUMANAE VITAE:
LA TENSIÓN ENTRE NA TURALEZA Y LIBERTAD
POR
GONZALOIBAÑEZ(*)
In t ro d u c c i ó n
Hace cuarenta años, S.S. Paulo VI escribió y enseñó para la
Iglesia y el mundo la doctrina católica acerca del uso de la sexua-
lidad humana en función tanto del bien de las personas, como del
bien de sus hijos, y del bien de toda la humanidad. Lo hizo en un
documento de la máxima trascendencia, la Carta En c í c l i c a
“ H umanae Vi t a e”, esto es, “So b re la Vida H u m a n a”. El impacto
de este documento fue enorme y ello por varios mo tivo s .
Durante los meses precedentes el mundo había sido sacudido
por el descubrimiento de un compuesto químico que bloqueaba
la ovulación femenina y que, por ende, hacía infecund a la re l a c i ó n
sexual sin importar el período en el cual ella se produjera. Esta
sustancia, comprimida en una píldora –denominada, desde en-
tonces, “la píldora”–, fue prontamente objeto de una masiva
c o m e r cialización y de un creciente consumo. En apariencias, per-
mitía asumir la sexualidad ex c l u s i vamente como fuente de placer
o de comunicación interpersonal hasta un punto que nadie antes
había podido imaginar. Ap oyados en ella, las parejas evitaban las
discusiones en torno a si cabía o no sostener una relación sexual
en atención precisamente al riesgo que significaba traer al mundo
Verbo, núm. 467-468 (2008), 561-578. 561
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(*) Agradecemos muy sinceramente a nuestr o ilustre y querido colaborador el pro-
fesor chileno Gonzalo Ibañez, que nos haya confiado este ex celente estudio en el cua-
dragésimo aniv ersario de Humane Vitae(N. de la R.).
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un nuevo habitante que podía venir enfermo, que podía ser difí-
cil de mantener y educar, o que simplemente era no deseado. La
l i b e rtad de los cónyuges se veía fuertemente re f o rzada po rq u e ,
ahora sí, ellos decidirían de manera responsable e informada
cuándo correspondía traer hijos al mundo y cuándo no. Era, apa-
rentemente, el triunfo de la paternidad responsable sobre la ir re s-
ponsabilidad de las épocas pretéritas. Así, se tendrían tantos hijos
cuantos el presupuesto familiar permitiera prudentemente ali-
mentar y formar. De esa manera, se argüía, el nivel de paz dentro
de los matrimonios se iba a ver sustantivamente ac re c e n t a d o. El
amor conyugal pasaba, entonces, a ser el principal beneficiario de
este nuevo avance de la química. Ya no iba a ser necesario re c u r r i r, como antaño, para evitar los
nacimientos no deseados, al viejo y sangriento recurso del abor t o.
En fin, muchos c re ye ron que con la píldora se había encontrado
la panacea para evitar el crecimiento desmesurado de la población
mundial. La amenaza de las predicciones malthusianas en el sen-
tido de que los recursos presentes en la naturaleza se p re ve í a n
insuficientes para alimentar una población cuyo número aumen-
taba a tasas muy altas, estaba siempre latente. Por eso, además, la
desnutrición y la mortalidad infantil aparecían como las grandes
p e rdedoras de esta nueva época. La Iglesia, por su parte, venía recién saliendo del S e g u n d o
Concilio Vaticano en la cual ella se había a g g i o rn a d o, esto es, se
había puesto al día; no, por cierto, en materias dogmáticas, pero
sí en materias de índole pastoral, esto es, en la forma de llevar a
la gente el mensaje divino. Por ejemplo, era habitual, en el discur-
so habitual de muchos eclesiásticos, que el mundo fuera mencio-
nado, junto al demonio y a la carne, como uno de los grandes
enemigos de la persona humana. Ahora en cambio, sin perjuicio
de insistir en los riesgos y amenazas que él encierra, se advier t e
como él encierra también un cúmulo de oportunidades que la
persona debe administrar y enriquecer de modo de hacer de él un
lugar más apto para la vida humana. F u e ron muchos, con todo,
los que entendieron que a través de este proceso de modernización
y adaptación, la Iglesia simplemente sacralizaba al mundo ter re n a l
con todos sus matices y, por eso, la irresistible creencia de que la
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Iglesia iba a doblegarse ante el nuevo estado de cosas en materias
de sexualidad y de que simplemente se iba a adaptar a las tenden-
cias del “m e rc a d o”.
El Papa nombró una comisión para estudiar la situación y ésta
m a yor itariamente se inclinó por aceptar los hechos y plegarse a
ellos. Sin embargo, S.S. Paulo VI, gran adalid del espíritu conci-
liar y del cambio dentro de la Iglesia, decidió al contrario publi-
cando esta Encíclica que no hizo sino confirmar la doctrina
tradicional de la Iglesia sobre el sentido y el uso de la sexualidad
humana. Con esto, se echó encima una ola gigantesca de críticas
y la desafección de un número importante de clérigos y de laicos
que se habían embarcado ya, de cuerpo y de alma, en la nave de
lo que denominaban “el p ro g reso humano”.
La Iglesia siempre ha estado muy atenta al pr o g reso humano,
p e r o de aquel que le permita a la persona cumplir con su fin y así
alcanzar su salvación eterna. Se trata de llevar a los hombres al
reino de Cristo, pero como el mismo Cristo enseña, su reino “ n o
es de este mundo”; pero sí es cierto que se gana o se pierde aquí
a b a j o . Como nos dice Jorge Manrique en las Coplas a la M u e rt e
de su P a d re: “Este mundo es camino para el otro que es morada
sin pesar; mas cumple tener buen tino para andar esta jornada sin
e r r a r ”. Por eso, a la Iglesia, barca de salvación, no le es indife re n-
te cuál sea la conducta que mantengamos en esta vida. En esto no
hay misterio: para la Iglesia, la conducta debida es aquella que se
conforma con los rasgos propios de nuestra naturaleza y que tien-
de a la perfección de ésta. La religiosidad no impone obligaciones
estrafalarias o puramente externas. Exige de sus miembros que lle-
ven una conducta acorde con su propio ser, de manera que así la
obra de Dios, la creación, llegue a su máximo esplendor. Por eso,
S.S. Paulo VI insistió en la doctrina tradicional: la sexualidad
humana está naturalmente ordenada a la pr o c reación de nu eva s
vidas humanas, y no de cualquier manera, sino a través del uso del
matrimonio, esto es, la unión de por vida, indisoluble, entre un
h o m b r e y una mujer destinada precisamente a p ro c re a r, a vivir
juntos y a auxiliarse mutuamente. El amor humano entre un hombre y una mujer es ve rd a d e r a-
mente tal en la medida en que se sustenta en un compromiso de
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e n t rega total del uno al otro y que, por su propia índole, no puede
ser sino por toda la vida, hasta que la muerte los separe. Y que,
entonces, se proyecte en la creación de nuevas vidas humanas; que
sea, pues, plenamente fecundo. El uso de la sexualidad expresa ese
a m o r , pero no puede ser disociado de su apertura a nuevas vidas.
De lo contrario, se transforma en un instrumento de placer pura-
mente material que de a poco va encerrando a cada persona en
una cápsula de egoísmo que no sólo la aparta del otro con quien
mantiene esa relación, sino que va transformando a ambos en
auténticos y mutuos enemigos. Esta es básicamente la doctrina de la Encíclica y, de ahí su
c o n c l u s i ó n :
“La Iglesia, sin embargo, al exigir que los hombres observen las
n o r mas de la ley natural interpretada por su constante doctrina, ense -
ña que cualquier acto matrimonial (quilibet matrimonii usus)d e b e
quedar abierto a la transmisión de la vida” (N° 11). “ En conformidad con estos principios fundamentales de la visión
humana y cristiana del matrimonio, debemos una vez más declar a r
que hay que excluir absolutamente, como vía lícita para la re g u l a c i ó n
de los nacimientos, la interrupción directa del proceso generador ya
i n i c i a d o , y sobre todo el aborto directamente querido y pro c u ra d o,
aunque sea por r a zones terapéuticas. Hay que excluir igualmente,
como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la esteri -
lización directa, perpet ua o temporal, tanto del hombre como de la
m u j e r ; queda además excluida toda acción que, o en previsión del
acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus con-
secuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer
imposible la p ro c re a c i ó n”(N° 14).
N aturaleza y libertad: ¿Conflicto o armonía?
Como señalaba más arriba, la enseñanza moral de la I g l e s i a ,
esto es la enseñanza acerca de cómo debemos ordenar nuestra
conducta libre, tiene un solo gran fundamento: procurar el b i e n
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humano en concordancia con lo que efectivamente es el s e rh u m a-
n o . Es decir, la libertad no autojustifica sus propias decisiones,
sino que lo hace en la medida en que en ellas se ajuste a los re q u e-
rimientos propios de nuestra naturaleza. Este principio, la I g l e s i a
no lo enuncia a partir de datos re velados ni porque se le ocurra.
Es una vieja enseñanza que la Iglesia y la humanidad entera re c i-
ben de la civilización griega en lo que ésta tiene de más clásica. Es,
en definitiva, el resumen de obras como las que constituyen los
textos sobre Ética escritos por Aristóteles (384-322 a.C.), origina-
rio de la localidad de Estagira, ubicada al norte de Atenas, y que
por su sabiduría y sus conocimientos recibiría el honor de ser lla-
mado a la capital de Macedonia para hacerse cargo de la educa-
ción de quien la posteridad denominaría Alejandro Ma g n o.
Haz el bien y evita el mal es el gran principio que condensa lo
que venimos diciendo. Lo cual significa, ni más ni menos, que en
el uso de la libertad siempre debemos procurar ser en plenitud
todo lo que somos en potencia; esto es, de llevar nuestro ser a su
máxima actualidad. Por eso, antes de adoptar una decisión lib re ,
a la persona le compete r e f l e x i o n a ra c e rca de las consecuencias que
ese acto u omisión libre puede llegar a provocar en su propio ser
o naturaleza. Somos lo que somos, gústenos o no; por eso, es pru-
dente ajustar nuestra conducta a los requerimientos de nuestro ser
dejando de lado los caprichos de la voluntad. Lo cual, por lo
tanto, implica saber qué somos y, sobre esa base saber qué es lo
bueno y qué es lo malo. En este sentido, lo primero que ad ve rt i-
mos es cuán incapaces somos de actualizar todas nuestras poten-
cias de manera individual y cómo necesitamos la comunidad con
varios para alcanzar ese objetivo. Por eso, lo propio de la persona
humana –lo natural– es vivir en sociedad con sus semejantes hasta
el punto de quedar en condiciones de procurar entre todos la ple-
nitud del bien humano que, por este motivo, es un bien común.
Así, Aristóteles concluye que el bien de cada individuo es una par-
ticipación pr o p o rcional en el bien común, y que procurar a cada
uno la debida p ro p o rción tanto en bienes, cargas, cargos, penas u
h o n o res es la tarea más re l e vante en la ciudad, re s e rvada a la jus-
ticia: “La comunidad compuesta de varias pueblos o aldeas es la ciu -
dad. Ésta ha conseguido al fin el límite de una autosuficiencia
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v i rtualmente completa, y así, habiendo comenzado a existir simple -
mente para proveer la vida, existe actualmente para atender a una
vida buena... La ciudad, en efecto, es el fin de las otras comunida -
des... Según esto, pues, es evidente que la ciudad es una cosa natura l
y que el hombre es por naturaleza un animal político... La justicia es
el lazo que une a los hombres en las ciudades, porque la administra -
ción de la justicia, la determinación de lo justo, es el principio del
o r den en toda sociedad política” ( 1 ).
El hombre es un ser naturalmente social, por lo que el juicio
moral sobre sus actos debe versar acerca de cuán ordenados o des-
o r denados estén en vistas del bien común. En este sentido, la
moral humana es primariamente política; pero, la política no
opera en el vacío, sino que, para cumplir con su cometido de ser-
vir de orientadora de la conducta humana, llama en su auxilio a
t o d a s las demás ciencias. Ya lo había notado Aristóteles: “...al legis -
lar acerca de qué se debe hacer y qué se debe evitar, el fin que persi -
gue la Política puede invo l u c rar los fines de las otras ciencias, hasta el
e x t r emo de que su fin sea el bien supremo del hombre” ( 2 ).Y esto es
p r ecisamente lo que hace. En primer lugar, como decíamos
recién, el conocimiento y determinación de lo justo; pero, no sólo
eso: porque el bien común supone la buena salud de los miemb ro s
del cuerpo social, la política descansa, además, en lo que enseña la
medicina. P o rque el bien común no es alcanzable sin las obras de
i n f r a e s t ructura material que las personas re q u i e ren para vivir bien,
la política se apoya asimismo en la ingeniería, en la ciencia de la
c o n s t rucción, en la mecánica, en la física, etc. P o rque no es posi-
ble el bien común sin hacer producir a la tierra los frutos que ella
puede dar y que necesitamos para alimentarnos, la política llama
en su auxilio a la botánica y a la agricultura, entre otras. Y, por eso
mismo, en conclusión, el principio moral “Haz el bien y evita el
m a l ” se prolonga en lo que las distintas ciencias van enseñando
como conveniente o inconveniente para la persona en cada campo
de la vida humana. La moral no es así ni producto de las determinadas c re e n c i a s
religiosas de cada persona ni de estrafalarias concepciones del
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(1) La P olítica, Lib. 1, Cap. 1.
(2) Etica a N icómaco, Lib. I, Cap. 2.
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mundo que cada uno pueda fabricarse, sino simplemente de lo
que cada ciencia enseña como conveniente o inconveniente para
el bien humano. Un ingeniero falta a la moral si falta a lo que su
ciencia le enseña para construir bien sus obras; un médico, si no
obedece a lo que le enseña la medicina y así sucesivamente. En
d e f i n i t i va, eso que denominamos la “voz de la conciencia” no es
más que la inteligencia que juzga una determinada conducta en
relación con lo que sabemos objetivamente, por la re s p e c t i v a cien-
cia, acerca de qué debemos hacer o qué debemos evitar. A nuestra
inteligencia no le compete sino juzgar sobre esa base y por tal
m o t i vo no se engaña ni nos engaña. Otra, por supuesto, es la
situación que se produce si carecemos de los conocimientos nece-
sarios para adoptar una decisión en una determinada materia, en
c u yo caso la inteligencia nos dirá que debemos abstenernos o
seguir los consejos de quienes saben en esa materia. Pe ro, digámoslo sin ambages, a la libertad de que cada uno es
dueño le hace violencia tener que dejar de lado los gustos perso-
nales y sujetar su dictamen a lo que enseñe la inteligencia y, por
eso, muchas se veces se la salta a pies juntillas. El juicio de la inte-
ligencia orienta nuestra conducta, pero no la determina; y ello
hasta el punto de que podamos decidir contra él, esto es, contra
la voz de la conciencia. Es la tensión nunca resuelta entre natura-
l e za y libertad. Tensión que, por lo demás, nos acompañará inde-
fectiblemente durante toda esta vida terrenal. Es el drama en que
estamos insertos mientras peregrinamos por este mundo: la
dependencia que la realidad impone a nuestra libertad por la vía
de la inteligencia se nos suele hacer insoportable y de ahí la tenta-
ción a veces irresistible de “salirnos con la nuestra” a cualquier
e v e n t o . En este afán, por cierto, nos vemos enfrentados a múlti-
ples situaciones. Si una persona ha ingerido una comida muy opí-
para no por eso intentará bajarla con una copa de arsénico. Sa b e
que una sustancia como esa le destruirá tejidos esenciales para su
vida. Ante esa perspectiva, es seguro que no tendrá dificultades
para subordinar la decisión libre al juicio de su inteligencia.
Como tampoco las tendrá quien estando en un piso elevado de un
edificio sienta la necesidad de bajar de manera rápida: por muy
urgido que esté de seguro no saltará por la ventana. P e ro, la acep-
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tación del dictamen de la inteligencia como conductor de la deci-
sión libre no suele ir, por desgracia, mucho más lejos.Si no es tan difícil comprender la necesidad de orientar el uso
de la libertad en lo que se re f i e re estrictamente al bien individual
de cada uno, sobre todo si es físico, la situación se complica cuan-
do está en juego no sólo el bien común político sino algún tipo de
bien común que implique el respeto por determinadas r e l a c i o n e s
e n t r e personas. Por ejemplo, la subordinación de la voluntad de
un hijo a la inteligencia de sus padres; o de un subordinado a la
de su jefe, o la mutua subordinación de los cónyuges al interior de
un matrimonio. Es aceptable que la naturaleza juegue algún papel
en el bien individual; pero, presumir que pueda haber algo natu-
ral en determinadas relaciones, parece francamente inaceptable,
por lo que esas relaciones, para este pensamiento, deberán r e g u-
larse libremente por la vía de un contrato entre las partes pudien-
do ser sus cláusulas aquéllas que las voluntades de las par t e s
pacten libremente. Un ejemplo claro de esta situación lo p ro p o r-
ciona la suerte seguida en Chile por el matrimonio.
E l matrimonio en Chile: su paulatina destrucción
En 1855, en el Código Civil, don Andrés Bello definió al
matrimonio como “un contrato solemne entre un hombre y una
mujer por el cual se unen actual e indisolublemente, y por toda la
vida, con el fin de vivir juntos, de p ro c rear y de auxiliarse mutua-
m e n t e ” (art. 102).
Sin perjuicio de la perfección de esta definición, no está
demás a cla rar que u n nombre como “ m a t r i m o n i o” no es u na
determinada realidad (unión entre un hombre y una mujer. . .)
sino que una determinada realidad se denomina por ese nombr e .
Es decir, para ser perfectamente claros es menester in ve rtir la defi-
nición: “La unión actual e indisoluble, por toda la vida, entre un
h o m b r e y una mujer, con el fin de vivir juntos, de p ro c rear y de
auxiliarse mutuamente, pactada en un contrato solemne, se deno-
mina matrimonio”. Lo que interesa es la realidad y no tanto el
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n o m b re, lo cual no es una distinción banal, teniendo en cuenta
que la discusión contemporánea sobre esta materia hace creer que,
para algunos, la ve rdadera realidad es, al contrario, la del nombre
y no la de aquello que es significado con ese nombre. Es decir, se
c ree, con total ingenuidad que, manteniendo el nombre, pero
modificando su definición, esta nueva definición asumirá la “ re a-
l i d a d” que se asigna al nombre. En el análisis que sigue, nuestra
p reo cupación apunta a saber qué ha pasado no con el nombre
sino con la realidad definida bajo ese nombre. El resultado es
poco alentador. Cuando en 1855 entró en vigencia el Código Civil contenien-
do la definición ya reseñada y a la cual se le aplicó el nombre de
“ m a t r i m o n i o ”, la celebración del r e s p e c t i vo contrato solemne se
l l e vaba a efecto entre los contrayentes ante un re p resentante auto-
rizado de la Iglesia Católica quien oficiaba de Mi n i s t ro de Fe ,
tanto de la Iglesia y como del Estado. Si los contrayentes no eran
católicos o no querían contraer matrimonio católico, el re p re s e n-
tante de la Iglesia operaba sólo como un funcionario estatal. En
todo caso, los libros de re g i s t ro se llevan en las re s p e c t i vas parro-
quias. En 1884, con las denominadas Leyes Laicas, entre ellas la
de Matrimonio Civil, esta situación cambió. Se creó el Se rvicio de
R e g i s t r o Civil y todos los matrimonios debieron celebrarse, para
los efectos civiles, delante de los r e s p e c t i vos Oficiales. Con todo,
más importante que el funcionario que entraba desde entonces a
operar como Mi n i s t ro de Fe, fue el hecho de que las causas por
nulidades matrimoniales pasaban de los Tribunales Canónicos a
los Tribunales Civiles Ordinarios. Con esta medida, el Estado se
h i zo garante no sólo del debido r e g i s t ro de los matrimonios sino,
además, de la integridad del vínculo matrimonial y de su efectiva
indisolubilidad, pues la única forma de desanudarlo era p ro b a n d o
que se había incurrido en una causal legal que invalidaba el con-
sentimiento desde el momento mismo en que éste se prestó. A
este respecto, la nueva ley no hizo sino repetir las causales de nuli-
dad establecidas en el De recho Canónico.
No más de cuarenta años duró la capacidad del Estado para
garantizar esa indisolubilidad. En la década de los años veinte del
siglo pasado comenzó a ser aceptada por los Tribunale s Ord i n a r i o s
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de la República una causal de nulidad que en la inmensa mayo r í a
de los casos no era real: la incompetencia del Oficial de Re g i s t ro
Civil, para demostrar la cual bastaba con la declaración jurada de
testigos que afirmaban que la residencia de quienes iban a ser cón-
yuges, al momento de prestar el consentimiento matrimonial, no
c o r r espondía al territorio jurisdiccional del Oficial ante el cual se
celebraba el contrato r e s p e c t i vo. Fue el inicio de las denominadas
nulidades “ f r a u d u l e n t a s ”. Como lo he dicho en otra oportunidad (3),
no hubo de parte de los Tribunales la intención de practicar un
fraude, sino simplemente el reconocimiento de que ésta no es
materia que pueda re s o l verse ante ellos. O los cónyuges están dis-
puestos a cumplir con sus promesas matrimoniales o no hay nada
que hacer. P e ro, en todo caso, el Estado se manifestaba incompe-
tente para r e s g u a rdar una de las notas esenciales de esa unidad que
se denominaba matrimonio: el que fuera para toda la vida, esto es,
su indisolubilidad. Después, en 1968, vinieron precisamente el descubrimiento y
la aplicación de los métodos anticonceptivos artificiales. Con su
uso masivo, esta relación entre hombre y mujer comenzó, lenta-
mente al principio y a toda velocidad en los últimos veinte años,
a perder otra de sus notas distintivas: la de que su finalidad fuera
la p ro c reac ión de nuevos seres humanos. De hecho, en nuestro
país, nos encontramos ahora con un brutal descenso de la natali-
dad y un explosivo envejecimiento de la población. En fin, el año
2004, se dictó la nueva Ley de Matrimonio Civil que consagra de
manera oficial al d ivo rcio como una manera de poner término al
vínculo matrimonial y así elimina legalmente su carácter de indi-
soluble, aunque, por paradoja, la nueva legislación no toca para
nada la definición del art. 102 del Código Civil. En todo caso, el
paso que ha significado la nueva Ley de Matrimonio Civil abrió
de inmediato el camino para el siguiente: la discusión acerca de la
última nota esencial del matrimonio que para nuestra legalidad
aún permanece vigente, esto es, el que sea entre un hombre y una
m u j e r . Hoy, se abre paso de manera cada vez más pronunciada la
idea de que también puede ser entre personas del mismo sexo. Si
la relación “ m a t r i m o n i a l ” no tiene por finalidad la p ro c reación ni
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(3) Revista Humanitas, P. U niversidad Católica de Chile, junio de 2007
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tiene como nota distintiva la fidelidad entre los cónyuges, sino
sólo la demostración temporal de afecto, ¿por qué no puede ser
ella entre dos va rones o entre dos mujeres? Y, todo esto, bajo el
n o m b re de “ m a t r i m o n i o”, como si este nombre tuviera la capaci-
dad mágica de transformar las realidades que buscan cobijarse
bajo su alero.
En general, todos estos cambios han sido presentados como
un triunfo de las libertades personales; a través de ellos la liber t a d
se emancipa de la sujeción a una naturaleza que, para esta corrien-
te, prácticamente deja de existir. Se libera, entonces, de todo jui-
cio que quisiera ordenar su uso, porque al haber un juicio hay una
re f e rencia a una naturaleza a la cual la conducta libre deba ajus-
tarse. P e ro ¿ha sucedido ello sin consecuencias para el bien de la
misma persona? Temo que la respuesta sea negativa. De hecho, en
Chile, para el crecimiento y desarrollo del país, hoy nos faltan los
t res o cuatro millones de jóvenes que hubieran visto la luz en los
últimos cuarenta años de no haber sido porque su concepción se
f r ustró por el uso de los r e s p e c t i vos métodos anticonceptivos. Y
en Chile, como en otras partes del mundo donde ha sucedido más
o menos lo mismo, no son pocos los jóvenes que, obser va n d o
cómo se reduce su número y agobiados ante la perspectiva de
tener que asumir la carga de tantos viejos, piensan que no es una
mala solución la que proveería una aplicación masiva de la euta-
nasia, bajo el disfraz de un derecho a la “ m u e rte digna ” .
Por otra parte, y más llamativo, esta conversión de la sexuali-
dad en un instrumento de puro placer ha provocado que los que
se relacionan a través de ella se definan, el uno para el otro y vice-
versa, sólo como instrumentos para ese placer, dejando de lado
todo ve rd a d e r o amor que se constr u ye, al revés, sobre un pr oye c-
to común de vida abierto a nuevas vidas. De ahí, la enorme ines-
tabilidad que caracteriza la vida en común de estas nuevas p are j a s ;
el aumento explosivo de las rupturas y de los consiguientes d ivo r-
cios. Y, lo que es más grave, el enorme aumento que han tenido
los delitos provocados por la mal llamada “violencia intrafami-
l i a r”: de hecho, sólo con dificultad puede ser llamado familia el
lugar donde éstos se cometen. Por ejemplo, en los últimos meses
se han multiplicado los maltratos infligidos a menores por convi-
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vientes de uno de sus pro g e n i t o res, en especial si esos convivien-
tes son va rones. La misma violencia entre los convivientes ha
aumentado de manera sideral, muchas veces con resultado de
m u e r te para uno de ellos. Y, qué decir, del aumento masivo de los
maltratos y aun de muertes causadas por los celos cuando quien
fue pareja de otro o de otra las emprende contra su ex-pareja al
a d v e r tir que un extraño o extraña ha venido a ocupar su lugar. P o r
c i e r to, las mujeres han sacado la peor parte, hasta el punto de que
un nuevo delito ha venido a engrosar el catálogo de los antiguos:
el femicidio. La conclusión, a mi entender, es clara: la naturaleza vuelve
s i e m p r e por sus fueros y no hay posibilidad, para una libertad que
se ha querido desligar de ella, de evitar las consecuencias que en
ella se producen. En el caso que comentamos, las relaciones ínti-
mas entre personas, esto es, las que implican el uso de la sexuali-
dad, son deficientes y aun negativas para el bien de los que así se
relacionan, para el bien de los hijos que puedan concebir y, en
último término, para la misma sociedad política, cuando ellas no
se materializan en el contexto de un matrimonio tal como lo defi-
nía Andrés Be l l o. Es cierto que, en este punto, las consecuencias
n e g a t i v as no aparecen de inmediato y que, a veces, pueden no
a p a r ecer o mitigarse; pero, en el promedio, su realidad y el daño
que causan son cada día más evidentes. En cambio, en el contex-
to de la unión matrimonial caracterizada según lo hace el art. 102
del Código Civil, las personas encuentran indudablemente más
garantía de perfeccionamiento y de crecimiento personales. Es
c i e r to que se dan casos de fracasos; pero, en el promedio, el re s u l-
tado es mejor para las personas, para sus hijos y para toda la socie-
dad, mostrando así de que madera estamos hechos.
La v erdad nos hace libr es
La situación que estamos analizando es muy explicativa acer-
ca de las relaciones entre libertad y naturaleza. La reflexión de la
que hablábamos más arriba sólo tiene sentido cuando el uso que
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hagamos de nuestra libertad no nos es indiferente; esto es, cuan-
do nos puede traer consecuencias beneficiosas, pero también
n o c i vas. Lo cual, en buen romance, significa que estamos dotados
de una entidad objetiva cuya consistencia no depende del uso que
hagamos de la libertad. Si, al contrario, ese uso que nos fuera indi-
f e ren tes o si creyéramos que él nos será siempre beneficioso, toda
reflexión se vuelve inútil y se convierte en una manera de p erd e r
el tiempo. P e ro, no nos autoengañemos: el ejercicio de la liber t a d
que no va precedido de esa reflexión o que se aparta de lo que ella
nos aconseja, no es propiamente un acto humano; ni siquiera ani-
mal. Es un acto disparatado cuyas consecuencias son también dis-
paratadas. En esto, la experiencia no deja lugar a la menor duda:
el saber es condición de nuestra libertad. Sólo es libre el que sabe
y saber no significa otra cosa que poseer en nuestra inteligencia el
ser de lo que es conocido; en primer lugar, de la misma persona
humana. Como ese ser en cuanto es conocido adopta el nombre
de ve rd a d, podemos concluir con toda cer t eza en la misma con-
clusión que nos enseñaba Cristo: la ve rda d os hará libr e s .
La naturaleza, contra lo que suelen pensar algunos, no es la
a d ver saria de la libertad sino lo que le sirve de sustento y lo que
da sentido a su ejercicio, pero ello en la medida en que es p re v i a-
mente conocida. Un ejemplo nos ilustrará al respecto: si en un
g r upo humano, uno de sus miembros sufre un colapso en su salud
y los demás no saben de medicina, éstos últimos nada sacan con
a l a rde ar de su libertad pues, al no saber cómo actuar, simplemen-
te no van a poder actuar. Si lo hacen, podemos con facilidad ima-
ginar las consecuencias. Lo único prudente es llamar a quien sabe,
un médico, para que él determine cuál es el mejor camino a
seguir; para él sí que se presentan caminos entre los cuales tendrá
que elegir, pero sobre la base de que todos tienen un mínimo de
p r udencia. Prescindir de la ciencia es una pura y simple barbari-
dad. Por eso, nos preocupamos en nuestra vida de dotarnos de los
conocimientos que después nos permitirán ser efect iva m e n t e
l i b re s . Sucede que la libertad en nosotros es una facultad que va
e s t r echamente asociada a la inteligencia y que no puede actuar
separada de ésta. Los animales están dotados de instinto y éste,
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a c t i vado por los estímulos del exterior, determina necesariamente
cuál es la respuesta. En la persona, en cambio, si bien es cierto que
esos estímulos también provocan una reacción instintiva, ésta no
es necesaria. Puede y debe ser r e f rendada por la inteligencia para
permitir que aparezcan las alternativas y para dotarse de un mejor
conocimiento de ellas de modo de quedar en condiciones de ele-
gir cual se aprecie como más conveniente. Cuando la persona, al
contrario, inhibe la reflexión no sólo no le da paso a la liber t a d
sino que la inhibe pues deja el campo abierto a una respuesta uni-
lateral, puramente instintiva o pasional, la cual nunca puede ser
otra que la que de hecho es. Con un agravante: en los animales
esta respuesta está internamente equilibrada de modo que a través
de ella el animal procura lo que objetivamente es su bien. En cam-
bio, en el hombre, el equilibrio debe ser puesto por la inteligen-
cia, por lo que al ser ésta inhibida, el instinto produce una
respuesta desbocada que puede terminar por destruir a la misma
persona. Por eso, en definitiva, la persona que se niega a la re f l e-
xión, se niega a ser libre y se convierte no en un animal sino en
algo mucho peor. La libertad en este evento pasa a ser casi una
maldición, pues para lo único que sirve es para negarse a sí misma
y entregarse en manos de una animalidad desprovista de todo
contrapeso interno. No es difícil aceptar, como subrayaba más arriba, ciertas evi-
dencias de nuestra naturaleza, como su fragilidad frente al arséni-
co o frente al hecho de desplomarse desde un lugar ubicado en
altura. P e ro, es más difícil aceptar otros aspectos, aunque sean tan
o más evidentes que los anteriores. En t re éstos, se ubican los re l a-
t i v os al uso de la sexualidad, a las relaciones de pareja y de fami-
lia; y se ubican de manera privilegiada, pues en el mundo
contemporáneo ellos son presentados como el campo a d - h o cp a r a
hacer experiencias de libertad versus naturaleza. Como se apr e c i a
en tanto discurso y en tanto debate, es para este campo que se
re s e r va la sentencia final: cada uno tiene su moral; cada uno tiene
sus va l o r es y corresponde no sólo no inmiscuirse sino, ni siquiera
decir nada. Es cierto que en estos casos, tal vez, las consecuencias
de las conductas adoptadas sobre tal base no se perciban de inme-
diato, pero tarde o temprano se producen, permitiéndonos así ad-
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ve rtir cuál es nuestra específica constitución. Por supuesto, apare-
ce mucho más fácil tomar caminos como el del uso de la sexuali-
dad sólo para darse un gusto pas ajero; el uso de los
a n t i c o n c e p t i vos para impedir la p ro c reación de los hijos y así que-
dar libre de las responsabilidades consecuentes; la ruptura matri-
monial cuando sobreviene cualquier problema. P e ro, el paso del
tiempo no deja de dar su ve re d i c t o. Hoy, cuarenta años después
de la publicación de la Encíclica Humanae Vi t a e, hay suficientes
indicios para saber sin lugar a dudas acerca de la índole de nues-
tra propia naturaleza en estos aspectos de la vida humana.
Con todo, la tendencia a vivir a contrapelo de lo que enseña
nuestra naturaleza, buscando así privilegiar una engañosa liber-
tad, tiene una raíz que va más allá de la simple búsqueda del pla-
cer o de hacer “lo que nos da la gana”. Como veíamos al principio,
la filosofía de Aristóteles y la de Santo Tomás, a pesar del tiempo
que media entre uno y otro, concuerdan en afirmar que la nota
principal de la naturaleza humana es la de su sociabilidad y que
esa es la única base sólida a partir de la cual se puede ordenar el
resto de la conducta humana; se puede, entonces, ad ve rtir con
claridad qué es lo natural y qué no. La ordenación al bien común
exige el cuidado de nuestro propio bien en cuanto éste par t i c i p a
de aquél: no hay bien común sin el bien de las partes, esto es, sin
que ellas alcancen al interior del cuerpo social la debida pr o p o r-
ción que a cada una le corresponde. De ahí, la importancia capi-
tal de la justicia. P e ro, el bien común es fin; esto es, es una t are a
para ser cumplida; es el fin al cual servimos en lo inmediato y, a
través de él, a un fin superior, esto es, el bien del orden u nive r s a l
en cuanto éste refleja de modo óptimo la gloria, la inteligencia y
la bondad de nuestro Creador: “La multiplicidad y la distinción de
las cosas ha sido concebida e instituida por la inteligencia divin a, a
fin de que la bondad divina estuviese r e p resentada con diversidad por
las cosas creadas, y éstas, en su diversidad, participasen de ella en dife -
rentes grados; de tal suerte que de esta divers idad ordinaria de los ser e s
resultase en la naturaleza una belleza que fuese como una manifesta -
ción de la sabiduría divina” ( 4 )Por eso, en fin, que tanto en el
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(4) Santo Tomás de Aquino, Compendio de Teología,Cap. 102
.
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mundo de la Grecia y de la Roma clásicas como en el mundo cris-
tiano, el amor a los padres y el amor a la patria –la tierra de los
p a d res– es una forma privilegiada de amor a Dios: la p i e t a s.
Lo que decimos es de la máxima importancia. La natural ez a
puede ser asumida como parámetro de conducta en ciertos aspec-
tos y, en otros, rechazada. Por ejemplo, un asaltante de bancos o
un asesino serán cuidadosos hasta el extremo en los medios para
ejecutar sus propósitos, ajustándose en todo a los r e q u e r i m i e n t o s
de la naturaleza; pero, en su propósito final se apartan de ella de
manera manifiesta. Por eso, la necesidad de afirmar sin ambages
que nada de más natural en la criatura humana que su o rd e n a c i ó n
a Dios y, sin embargo, nada hay que se quiera rechazar más pro-
fundamente. La vieja tentación a la que fueron sometidos nues-
t ros padres: seréis como dioses se repite una y otra vez y el r e s u l t a d o
sigue siendo el mismo. Como decía Pascal, quién busca hacer el
ángel, termina convirtiéndose en una bestia. ¡Cuánto más, cuan-
do se quiere desplazar a Dios y ocupar su lugar! Es pr e c i s a m e n t e
Dios el que da la correcta lección: para llegar a ser como él no hay
o t ro camino que ser hombre de manera integral. Ese y no otro es
el camino que es Cr i s t o. Nunca Cristo es más plenamente huma-
no ni más plenamente libre que cuando acepta vo l u n t a r i a m e n t e
su pasión y su muerte. No es que Cristo se autoinfiera la muer t e
sino que la afronta, porque para seguir viviendo hubiera tenido
que renunciar a su compromiso con su P a d re y a su compr o m i s o
con los demás hombres. Vivir conforme a nuestra naturaleza, a toda nuestra naturale-
za y no sólo a una parte de ella, no es fácil, nunca lo ha sido ni
nunca lo será; pero, no es imposible. Por eso, en definitiva, la
l i b e r tad se reconoce más en la capacidad de renunciar a alternati-
vas que si bien nos ofrecen un resultado positivo inmediato, a
poco andar, sin embargo, muestran su ve rdadera realidad: un fra-
caso en el camino de ser plenamente hom bre .
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Conclusión: Vigencia actual de la encíclica humanae vitae
En este contexto, la actualidad de la encíclica que comenta-
mos es innegable. No se trata ahora, por supuesto, sólo de cam-
b i a r , por ejemplo, la nueva ley de Matrimonio Civil que autoriza
el d ivo rcio, ni combatir únicamente para que en los consultorios
públicos de salud los anticonceptivos sean retirados. Centrar ahí
el esfuerzo es confundir las consecuencias con las causas. Es cier-
to que la encíclica emplea un lenguaje autoritativo, pero no hay
que confundir. Como siempre, en este caso el magisterio pontifi-
cio alerta a la humanidad frente a la tentación de seguir caminos
fáciles, pero que más temprano que tarde traerán consecuencias
dañinas tanto para la comunidad como para los mismos indivi-
duos. La destrucción de las familias, la violencia creciente, el
abandono de los niños y jóvenes y la drástica reducción del núme-
ro de éstos son, como lo mencionábamos más arriba, algunos de
los amargos frutos que hoy rinden las semillas que se sembr aro n
hace cuarenta años. La ligereza y desaprensión con que una mayoría muy grande
de la población, incluyendo numerosos católicos, se embarcó en
el camino que le ofrecían estos nuevos productos fue doblemente
g r a ve, porque además de lo que en cualquier caso significa despe-
gar la libertad de la orientación que le p ro p o rciona el conocimien-
to de la naturaleza, en este caso se da el hecho de que el objetivo
en el consumo de los anticonceptivos consiste en frustrar el que,
sin la menor duda, es el proceso más hermoso de toda la c re a c i ó n :
la producción de semillas de vida humana a partir de la más
humilde materia. Es un proceso donde se conjugan una inteligen-
cia portentosa, un amor sin límites y una tremenda alegría y al
cual se invita a las personas humanas a participar en su etapa final:
la unión del espermatozoide masculino y el óvulo femenino para
dar forma a la materia apta para recibir un alma inmortal y for-
mar así el embrión: microscópico en un comienzo, pero dotado
desde el inicio con todos los atributos que permiten denominarlo
persona humana sin lugar a la menor duda. Y es en este momen-
to que las personas, encandiladas con nuestro propio poder, le
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decimos no a Dios y no a la vida. Las personas no nos re p ro d u c i-
mos simplemente. Eso queda para los animales y para el resto de
las criaturas vivas . Las personas p ro c reamos; es decir, contribui-
mos a la creación de una nueva realidad, porque por la infusión
del alma inmortal, lo que ahí brota no es una nueva forma de una
materia antigua, sino un nuevo ser que nunca antes existió y que
nunca más vo l verá a existir. Un ser absolutamente único.
En esa dirección apunta la encíclica: reencantar a la humani-
dad con la tarea en vistas de la cual Dios nos creó: ser sus colabo-
r a d o res conscientes para llevar la creación a su máxima plenitud.
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