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Número 467-468

Serie XLVI

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Carlismo y tradición política hispánica

CARLISMO Y TRADICIÓN POLÍTICA HISPÁNICA
POR
MIGUELAYUSO
1. In c i p i t .
V e r b o no es una revista c a rl i s t a. Es una revista, según reza su
subtítulo, “de formación cívica y acción cultural según el d ere c h o
natural y cristiano”. Es pues una revista católica í n t e g ra, esto es,
ajena a las deletéreas empresas del liberalismo católico y la demo-
cracia cristiana, hoy campantes. Es además, al mismo tiempo,
desde el inicio, una revista t radicionalista (1). Ambas cosas deri-
van derechamente de su inspirador, Eugenio Vegas Latapie, el
h o m b r e de Acción española , que siempre se mantuvo en su imagi-
nario como el modelo, por más que los cambios de los tiempos le
determinaran a seguir otros cánones cuando a fines de los cin-
cuenta dio vida a Ve r b o (2). Cierto es que la impronta de otro de
los fundadores, Juan Vallet de Goytisolo, fue también siempre visi-
Verbo, núm. 467-468 (2008), 579-612. 579
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(1) Cfr . Miguel Ayuso, “El lugar intelectual de Verbo”, Razón española (Madrid)
n.º 22 (1987), págs. 205 y sigs. (2) Puede verse, en primer lugar, el número monográfico que le dedicó Verboa su
fallecimiento, el n.º 239-240 (1985), con colaboraciones de Gabriel Alfér ez, José
Antonio García de G ortázar, Estanislao Canter o, Francisco Canals, Andrés G ambra,
Miguel Ayuso, F rancisco José Fernández de la Cigoña, F rancisco de Gomis, Rafael
Gambra, J ean Ousset y J uan Vallet de G oytisolo. Así como, después, las colaboraciones
con ocasión de distintos aniv ersarios: n.º 247-248 (1986), primero del fallecimiento,
con trabajos de J uan Vallet de Goytisolo y F rancisco José Fernández de la Cigoña; n.º
337-338 (1995), décimo de la muer te, donde escribieron Juan Vallet de G oytisolo,
Gabriel Alfér ez, Francisco de Gomis, F rancisco José Fernández de la Cigoña, Estanislao
Cantero y Miguel Ayuso; y n.º 451-452, centenario del nacimiento, con escritos de
Miguel Ayuso y F rancisco José Fernánde z de la Cigoña.
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ble, y andando los años decisiva. Vegas, que procedía del “integris-
m o”, esto es, de una escisión de la Comunión Tradicionalista, que
terminó volviendo a ésta, fue en cambio siempre dinásticamente
alfonsino, por más amarguras que le dieran sus príncipes, y doctri-
nalmente tradicionalista, por más disgustos que le causaran la
mutación de los tiempos (3). Quizá por “realismo político” (4),
nunca pensó viable (hab lamos a partir de los años veinte del siglo
de igual número) el restablecimiento de la monarquía tradicional
en la familia real carlista. Más aún, en el centenario de 1833, hace
setenta y cinco años, y en el seno de juicios laudatorios para el car-
lismo, no dejaba de avizorar en Acción española (5) la tesis de lo
que luego un carlista ra l l i é llamó “el noble final de la escisión
d i n á s t i c a ” (6). Vallet de Goytisolo, por su parte, se situó exq u i s i-
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(3) En particular sus Memorias políticas tienen un gran interés. S on tres tomos, que
llev an por subtítulos El suicidio de la monar quía y la II República, Madrid, 1983; Los
caminos del desengaño , Madrid, 1987, y La frustración en la victoria, Madrid, 1995.
(4) Rafael G ambra, “El realismo político de Vegas Latapie ”, Verbo (Madrid) n.º
239-240 (1985), explica la paradoja de un tradicionalista-integrista defensor de la
dinastía liberal. (5) Cfr . Eugenio Vegas, Escritos políticos, Madrid, 1940, págs. 93 y sigs. El texto
en cuestión se titula “Un centenario (1833-1933)” y vio la luz originalmente en Acción
española (Madrid) n.º 37 (1933). Escribe Vegas: “Sería ofender la memoria de nuestr os
abuelos el sostener que estas guerras [las carlistas] tuvier on por causa principal los dere-
chos de una determinada persona a la Corona de España. N o. Lo que se ventiló en los
campos de batalla fue una ver dadera guerra de religión […]. En [ellas] lucharon dos
principios […] el tradicional […] y el principio r evolucionario” (pág. 94). Y prosigue:
“E l partido tradicionalista pudo ser vencido r epetidamente en los campos de batalla;
per o los principios no mueren; podrán haber per dido fuerza en cuanto encarnaban la
pr etensión de entronizar a una familia determinada, per o las catástrofes sobrevenidas
por el desconocimiento de sus principios fundamentales siguen argumentando a favor
de su instauración ” (pág. 106). A continuación, sin embargo, desliza discretame\
nte que
“ no existe un fatalismo histórico que irr emisiblemente pese las personas ni sobre las
familias, obligándolas, por un falso sentido de tradición, a conserv ar una que la expe-
riencia demostró nefasta y que apenas cuenta con un siglo de existenc\
ia ”. Para concluir:
“La historia y la herencia, para salv ar los inconvenientes funestos del régimen electiv o,
señalan la persona en quien debe recaer el mando supremo; pero en momentos en que
el Trono está derr ocado y el Poder en manos de los enemigos del bien común, no debe
nadie r esucitar litigiosos y muy discutidos derechos que signifiquen solamente \
derechos
‘personales ’, sino que debemos procurar ciña la Corona aquel que, teniendo por heren -
cia der echo a ella, garantice el cumplimiento de un pr ograma contrarrevolucionario
–que es lo esencial–, y r eúna las máximas posibilidades condiciones de for taleza espiri-
tual y física para lograr coger en sus manos el timón del Estado […]” (págs. 107-108).
(6) Se trata de Francisco de M elgar, hijo del que fue secretario de Don Jaime III.
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tamente al margen de la misma, aunque albergara notables simpa-
tías por el carlismo y sus hombres, así como por lo mismo contri-
b u yera a alguna de sus empresas, con servicios en ocasiones
e x t rem adamente delicados (7).
V e r b o , como Acción española , y más aún, sí ha contado con
i m p o r tantes colaboradores carlistas. Hasta el punto de que Rafael
Gambra, Francisco Canals y Manuel de Santa Cruz –desde el ini-
cio–, Francisco Elías de Tejada y su escuela –un poco más adelante–
y finalmente Ál va ro d´Ors, han dejado en Ve r b o p a rte impor t a n-
te de su producción. Todos ellos, salvo quizá Canals, por disponer
de su propia revista Cr i s t i a n d a d, encontraron en nuestras páginas
su ve rd a d e r o hogar intelectual durante los años a que alcanzó su
colaboración. Sin embargo, sólo en contadas ocasiones tuvo
entrada en Ve r b o la temática estrictamente carlista (8). P ro c e d e r
d i s c r eto que admite, claro está, excepciones, como la que hoy
hacemos. Es posible que alguno de los apretados juicios que ofre-
cemos en lo que siga no sean compartidos por todos. Es lógico.
Pues si ocurre también con juicios de otra índole no puede ser de
o t r o modo con los que, como los aquí estampados, están condi-
cionados en buena parte por el contexto y la interpretación histó-
r i c o s .
2. El carlismo, entre la vivencia y la te ori z a c i ó n .
Igual que en el número anterior conmemorábamos los dos-
cientos años del alzamiento del pueblo de Madrid contra los fran-
ceses, en este nos vemos delante de los ciento setenta y cinco del
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E l libro se publicó con ese título en Madrid el año 1964 y figura como editado por el
Consejo privado del Conde de Barcelona. No hace falta decir más. (7) A través de su amistad con F rancisco Elías de Tejada tomó parte en muchas de
sus iniciativas, de las sobre todo académicas, como las Jornadas Hispánicas de Der echo
N atural, a las más comprometidas como las J ornadas Culturales Catalanas. Pero tam-
bién, en esta ocasión por su r elación con José Arturo Márquez de Prado, en su estudio
notarial se gestaron algunos de los documentos más importantes de S. A. R. Don Sixto
E nrique de Borbón respecto de la defección de su hermano Carlos Hugo .
(8) A unque son más los ejemplos que pudieran alegarse, baste con citar los\
artícu -
los de Rafael Gambra y Manuel de Santa C ruz, replicando a Gonzalo Fernández de la
M ora a pr opósito de la significación del régimen de de F ranco y su relación con el tra-
dicionalismo, publicados en el n.º 189-190 (1980).
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grito “¡Vi va Don Carlos V!”. Lo dio un empleado de corr e o s ,
Manuel Go n z á l ez, en Ta l a vera de la Reina, el dos de octubre de
mil ochocientos treinta y tres, a los pocos días de la muerte del
Rey Fernando VII. P e ro detrás estaba más de media España, o
quizá estaba casi toda España. Por eso se iniciaba una larga histo-
ria. Que no ha concluido (9). Porque el carlismo no fue sólo un fenómeno dinástico. En puri-
dad hallábase incoado desde el Manifiesto de los persasrealista (10).
Quizá en los años primeros fuera difícil deslindar la protesta legi-
timista contra lo que se consideraba la u s u r p a c i ó ndel conjunto de
ideales que estaban detrás y con los que estaba inextricablemente
unida. Aunque ya muy pronto, escasamente unos meses, la
matanza de los frailes pusiera en evidencia los objetivos de l a re vo-
lución, y por contraste también los de la tradición, separando
netamente los dos campos. El propio M e n é n d ez Pe l a y o, anticar-
lista como conservador que fue, lo escribió en párrafos memora-
bles de su Historia de los heter o d oxo s:
“Y desde entonces la guerra civil creció en intensidad, y fue gue -
r r a como de tribus salvajes lanzadas al campo en las primitivas eda -
des de la historia, guerra de exterminio y asolamiento, de degüello y
r e p r esalias feroces, que duró siete años, que ha levantado después la
cabeza otras dos veces, y quizá no la postr e ra, y no ciertamente por
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(9) La más completa apr oximación histórica, que aunque de conjunto es porme -
norizada y casi exhaustiva, pese a que le afeen las numer osas erratas, es la obra de
M elchor F errer,Historia del tr adicionalismo español , 30 vols., Sevilla, 1941-1979. Que
llega hasta el año 1936. Y que ha sido prolongada en el período que se extiende entr e
1939 y por 1966 por M anuel de Santa Cruz, Apuntes y documentos par a la historia del
tr adicionalismo español, 28 tomos, alguno con dos volúmenes, Madrid-S evilla, 1977-
1991. Desde el ángulo doctrinal es siempre apreciable el libr o, curado por Francisco
E lías de Tejada, Rafael Gambra y F rancisco Puy, aunque la par te mayor se deba al pri-
mero, ¿Qué es el carlismo?, Madrid, 1971. Mi modesto Qué es el carlismo. Una introduc -
ción al tr adicionalismo hispánico, Buenos Aires, 2005, busca sólo ponerlo al día en
algunos de sus puntos piadosa y problemáticamente al tiempo .
(10) F ederico Suárez Verdeguer , “Las tendencias políticas durante la guerra de la
Independencia ”, en II Congr eso Histórico Internacional de la guerra de la I ndependencia
y su época, Zaragoza, 1959, atribuy e la difusión de la conexión a Melchor Ferrer. Luego
la desarrollaron C ristina Diz-Lois, El manifiesto de 1814, P amplona, 1967, y Francisco
J osé F ernánde z de la Cigoña, “E l manifiesto de los persas ”, Verbo (Madrid) n.º 141-142
(1976), págs. 179 y sigs.
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interés dinástico, ni por interés fuerista, ni siquiera por amor muy
d e c l a rado y fe rvo roso a este o al otro sistema político, sino por algo
más hondo que todo eso; por la instintiva reacción del sentimiento
c a t ó l i c o , brutalmente esca rn e c i d o, y por la generosa repugnancia a
m e zclarse con la turba en que se infamaron los degolladores de los
f r ailes y los jueces de los degolladores, los r o b a d o res y los incendiarios
de las iglesias y los ve n d e d o res y compr a d o res de sus bienes” ( 1 1 ) .
La posteridad fue perfilando siempre más la disyunción, pese
al juego interno del régimen liberal con un partido m o d e ra d o,
c o n s e r vador de la re volución que hacía el p ro g re s i s t a. Balmes, no
sin matices, o Vicente Pou, más netamente, lo anotaron al descri-
bir los hechos que pasaban (12). Y Donoso Cortés pareciera que
si hubiera contado con algunos años más de andadura te rre n a
hubiera completado el camino (13). Por eso, cuando se hizo evi-
dente lo anterior y l a re volución fue g l o r i o s aa todas las luces, arri-
b a ron al campo de la tradición quienes deseaban de ve rdad el
respeto del principio católico (14). La figura legendaria de otro
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(11) M arcelino M enéndez Pelay o, Historia de los heter odoxos españoles, libr o VIII,
capítulo I, 1. (12) J osep María M undet, “Vicenç P ou, ¿un antecedent de Balmes? La política
r eligiosa dels moderats vista per un carlí (1845)”, Analecta Sacr a Tarraconense (Barcelo-
na), vol. 75 (2002), págs. 341 y sigs. F rancisco Canals, en varios de los artículos com-
pilados en Política española: pasado y futuro, Bar celona, 1977, y basta repasar el índice,
se ha detenido tanto en P ou como en Balmes de modo bien acer tado.
(13) Es la tesis de don F ederico Suárez Verdeguer, Evolución política de Donoso
Cortes , Santiago de Compostela, 1949. Se trata del discurso inaugural del curso acadé-
mico 1949-1950 de la U niversidad de Santiago de Compostela. P ero hay que ver su
magna Vida y obr a de Donoso Cor tés, P amplona, 1997. La idea, como quiera que sea, se
halla partout. Cfr ., ad exemplum, F rancisco Elías de Tejada, Antología de J uan Donoso
Cortés , Madrid, 1953, págs. 9-10 y S antiago Galindo Herrero, Donoso Cortés, M adrid,
1953, pág. 30. (14) Son los llamados “ neocatólicos”, de los que M elchor Ferrer, en su Breve his -
toria del legitimismo español , Madrid, 1958, pág. 55, da un juicio despiadado aunque
pr obablemente justo genéticamente: “Y allí, con los carlistas, fueron a refugiarse los
antiguos neocatólicos, que después de haber intentado destruir al carlismo, ahora esta -
ban muy contentos de encontrarlo para poderse acoger a él ”. Otra cosa, claro está, es el
discurrir posterior . En el que algunos como Aparisi persev erarán de modo admirable en
la Causa. Mientras que otros, como el hijo de N ocedal, terminarán saliendo de l a
Comunión, aunque para que sus inmediatos sucesor es terminaran reintegrándose a ella
en los años treinta del siglo XX. Con todo, siempre coexistieron en el seno del carlismo
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Carlos, nieto del primero, parecía atraer los mejor de las energías
nacionales. Aparisi y Gu i j a r ro lo puso incluso en el título de uno
de sus libros (15). Y aunque no faltaron las discusiones sobre su
i n t e g r i d a d, en el interior ahora de los “ínteg ro s”, y ahí están las
vicisitudes de Ramón Nocedal para r e c o rdarlo (16), no puede
desconocerse la continuidad venerable de esa tradición en el seno
de –como se decía y se dice– la Causa. Cierto es que su pujanza
vital descaecía por momentos, con un régimen liberal asentado,
ya que no consolidado, pues eso era –en las palabras del G a rc í a
M o ren te converso (17)– un imposible histórico, y de resultas con
la desesperanza política campante tras el tercer fracaso bélico. P e ro
no lo es menos que al tiempo se afinaba la doctrina, siempre más
depurada. Como ha escrito Rafael Gambra,
“si el tradicionalismo de la primera mitad del XIX se hallaba
demasiado envuelto por la historia concreta, todavía viva en una r e a-
lización imperfecta, el tradicionalismo actual de este siglo se encuen -
t r a desarraigado de los hechos, de las concreciones reales y viables,
envuelto en las brumas de un r e c u e rdo lejano e idealizado”.
En t r e ambos momentos aparece Mella como “un punto lumi-
noso, tradicionalista y carlista, es decir, político teórico y político
h i s t ó r i c o ” (18). El lamentable desencuentro con Don Jaime y la
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distintas sensibilidades, como muy agudamente describe Rafael G ambra en su Melchor
F errer y la “Historia del tr adicionalismo español”, Sevilla, 1979.
(15) El libro de A parisi es El Rey de E spaña, Madrid, 1869. P uede verse en Obras
completas , Madrid, 1873-1877, tomo IV , págs. 89 y sigs.
(16) La Historia del tr adicionalismo español de Melchor F errer, tomo XXVIII,
S evilla, 1959, lo trata a las páginas 131 y sigs. P ueden verse también los estudios
F rancisco J osé Fernández de la Cigoña “La U nión Católica”, Verbo(Madrid) n.º 193-
194 (1981), págs. 395 y sigs., y “Ramón N ocedal, el parlamentario integrista”, Verbo
(M adrid) n.º 255-256 (1987), págs. 603 y sigs., ambos con buena información y de
gran interés, si bien los juicios del primero respecto del pidalismo, a juicio del autor de
esta nota, r esulten en exceso compr ensivos.
(17) Manuel García M orente, “Ideas para una filosofía de la historia de España ”,
en I dea de la hispanidad, 3.ª ed., aumentada, Madrid, 1947, pág. 238. Rafael Gambra
lo ha ilustrado magistralmente en “E l García Mor ente que yo conocí”, Nuestro tiempo
(M adrid) n.º 32 (1957), págs. 131 y sigs.
(18) Rafael Gambra, La monarquía social y repr esentativa en el pensamiento tr adi -
cional, M adrid, 1954, introducción.
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e volución apocalíptica, que denunció con v i spolémica Luis H e r -
nando de Larramendi, no llegan sin embargo a empañar la cabal
t r a y ectoria (19).
Esa t e o r i z a c i ó n s i e m p re más alejada de la v i ve n c i afue cre c i e n-
do con el discurrir del siglo XX, en algunos casos incluso con un
signo ecléctico, fuera dinástico, político o teórico. El caso de V í c -
tor Pradera es colacionable a este respecto (20). Aunque la vuelta
de nocedalinos y mellistas a la casa solariega en vísperas de la
conspiración contra la República impía, aportando el concurso de
una Comunión reunida a la guerra de liberación consiguiente,
con su fulgor, entre tantas sombras, compensara momentánea-
mente las derivas en el fondo conformistas con la generosidad de
la oblación de la vida. Manuel Fal Conde, junto con el Rey D o n
Alfonso Carlos, muerto en los primeros compases bélicos, m arc a n
el período (21).
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(19) Luis H ernando de Larramendi, Omisiones y desvaríos de Mella. La salud de la
Causa, Madrid, 1919. Sobr e la posteridad del asunto, véase Juan Ramón de Andrés, El
cisma mellista: historia de una ambición política , Madrid, 2000.
(20) Pradera fue siempre carlista sincero, aunque el paso del tiempo lo tornara más
bien ecléctico. El mellismo le llevó discretamente a los posibilismos (por cierto no dema-
siado posibles) de la Unión Patriótica y, aunque de otro orden, sin duda, de Acción espa -
ñ o l a . Franco, luego de su asesinato en 1936 por nacionalistas vascos, lo manipuló, como
de costumbre, a vo l o n t é, según puede verse en el “ p r ó l o g o” que antepuso a las Ob ras com -
p l e t a s, tomo I, Madrid, 1945, págs. V-XIII, del escritor nava r ro. Y recientemente, Jo s é
Luis Orella, en libro estimable, Víctor Pra d e ra. Un católico en la vida pública de principios
de siglo, Madrid, 2000, se ha esforzado sin embargo en maquillar, cuando no silenciar, el
decidido signo anti-democristiano de sus últimos años, concretado en consiguientes ata-
ques a Ángel H e r rera y El De b a t e. Para quien albergue dudas, bástele con leer el primer
tomo de las Memorias políticas de Eugenio Vegas, antes citado, con cumplidos testimo-
nios y r e f e rencias. En part i c u l a r, este párrafo del prólogo que Pradera antepuso a un libro
del P. P e d ro M. V é l ez, OSA, “lib ro márt i r”, pues asesinados fueron autor y pr o l o g u i s t a ,
y destruida la edición, de la que se salva ron un par de jemplares: “El mal de hoy –dice el
P. V é l ez– se engendró ya en otro tiempo y lo engendró tal doctrina, tal hecho y tal hom-
b re. Al escuchar se siente una intensa satisfacción porque nos asfixiaban los eufemismos
y los repulgos… La doctrina causa de nuestros males es la del bien posible; el hecho, la
separación de las fuerzas de la derecha provocada por la CEDA para participar en el
gobierno como auténtico partido republicano, y el hombre don Ángel H e r re r a” (pág.
305). Quizá por esto, Rafael Gambra, desde el carlismo puro aunque no extremado, lo
trató con simpatía en su “Víctor Pradera en el pórtico doctrinal del Alzamiento”, Re v i s t a
de Estudios P o l í t i c o s( Madrid) n.º 192 (1973), págs. 149 y sigs.
(21) Cfr . Melchor F errer,Historia del tr adicionalismo español , tomo XXX, vol. I,
Sevilla, 1979, págs. 92 y sigs.
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El éxito bélico fue el único. Pues la Comunión conoció, al
mismo tiempo, las incer t i d u m b res dinásticas y las disc re p a n c i a s
p o l í t i c a s . Las primeras, inevitables, con el agotamiento de la rama ma yo r,
por más que la regencia de Don Javier de Borbón Parma sólo pudie-
ra concluir, como concluyó, con su aceptación y asunción de la suce-
sión regia (22). Don Javier era un príncipe inteligente, culto, bueno,
piadoso y tradicionalista di ferro. Quizá el último gran príncipe de la
Cristiandad, en el sentido del último que vivió el papel social de la
r e a l e za en un mundo que la desconocía, pero aún la respetaba. F u e
educado en el legitimismo más estricto por su padre, el D u q u e
R o b e rto, último reinante de Parma, con el re c u e rdo constante del
conde de Chambord, que lo había recibido en F ro h s d o rff cuando la
unidad italiana lanzó al exilio al Duque niño, y de la tercera guerra
carlista, en que había participado al lado de su cuñado el Rey Carlos
VII (23). Y el hijo no fue infiel a esa herencia. Pues estuvo pr e s e n t e
en todos los teatros de operaciones de su tiempo: luchando contra la
r e v olución en las sublevaciones miguelistas portuguesas de princi-
pios del XX, buscando la paz separada con Austria en el desenlace de
la primera guerra europea, dirigiendo la conspiración contra la
República española y luego –hasta su expulsión por Franco– las fuer-
zas tradicionalistas durante la guerra, sirviendo a su amigo Pío XII
en delicadas misiones de orden temporal (24)…
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(22) El libro más significativ o, y sólido al tiempo, es el de F ernando Polo, ¿Quién
es el R ey? La actual sucesión dinástica en la monar quía española, Madrid, 1949. En los
tomos corr espondientes a los años 1952 y 1965 de la obra de Manuel de Santa Cruz,
A puntes y documentos par a la historia del tradicionalismo espñol (1939-1966), se explican
pormenorizadamente los detalles de esa asunción de la r ealeza de España. El juanismo,
entr e otras réplicas menos académicas y más agresivas, hizo editar el libro inteligente,
bien construido y un punto sofístico de J esús Pabón, La otr a legitimidad, M adrid, 1965.
E l libr o vio la luz en una colección de P rensa Española, empresa editora de ABC, diri -
gida por G onzalo Fernández de la M ora.
(23) Ante la ausencia de una biografía de Don Javier , es preciso acudir a caracte-
rizaciones de otras figuras del legitimismo de su tiempo .Véanse, por ejemplo, Philippe
Amiguet, La vie du prince Sixte de Bourbon P arme, París, 1934, o Manuel de
Bettencourt e G alvão, Dom Miguel II e o seu tempo, O porto, 1943, con inter esantes
r eferencias a nuestro hombr e.
(24) De ahí que resulte escandaloso, por mendaz, el libr o de María Teresa de
Borbón Parma, Josep Carles Clemente y Joaquín Cubero, Don Javier, una vida al servi -
cio de la libertad , Barcelona, 1997. Baste citar el mottopropagandístico: “La apasionan-
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Si acaso era demasiado delicado de alma y dubitativo de cabe-
za. También tenía la conciencia de la dificultad de una sucesión a
la Corona de España, que no por legítima en la or t o d oxia tradi-
cionalista, era bien difícil de explicar en España y fuera de ella. La
segunda guerra mundial y sus escrúpulos, amén de algunas opera-
ciones atizadas desde el P a rdo (25), le irían levantando re s i s t e n c i a s
en el interior de los leales, que pese a todo lo permanecieron en
su gran mayoría. La debilidad tendría trágica secuencia, en su
senectud, por tanto con su responsabilidad limitada, en el com-
p o rtamiento de su hijo Carlos Hugo, un ve rd a d e ro ave n t u re ro
que se halla entre los principales actores del desfondamiento del
carlismo (26). Don J a v i e r, se le opuso en ocasiones, hizo lo contra-
rio en otras, para que finalmente fuera su esposa, Doña Ma g d a l e n a
de Borbón-Busset, de una familia de blancs d´Espagne ( 2 7 ) ,m u j e r
f u e r te, la que desautorizara al primogénito y alzara al cadete, D o n
Sixto Enrique, digno sucesor de su padre (28). El infor t u n i o
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te historia del hombre que osó enfrentarse a Franco y situó al carlismo en la izquierda”.
Donde lo primero, cier to en un primer momento, y discutible en otro posterior , se
scambia impúdicamente con lo segundo, imputable a su hijo mayor .Véanse las críticas
de M anuel de Santa Cruz, en recensión del libro publicada en Aportes(Madrid) n.º 35
(1997), págs. 25 y sigs., y Miguel Ayuso, “U na biografía falsa”, ABC(Madrid) de 11 de
no viembre de 1997.
(25) El llamado “ octavismo” supone una deriva injustificada del “Núcleo de la
Lealtad ”, constituido durante el reinado de Don Jaime para cerrar el paso al peligr o de
la sucesión alfonsina y priv ado de sentido tras la regencia de Don J avier. Recientemente
ha escrito su historia en clave de leyenda rosa F rancisco Manuel de las Heras Borrero,
U n pr etendiente desconocido: C arlos de Habsburgo, el otro candidato de Franco , Madrid,
2004. Sin embargo, en la obra de M anuel de Santa Cruz está asépticamente documen-
tada tanto la inconsistencia como su funcionalidad franquista. Cfr .A puntes y documen -
tos par a la historia del tr adicionalismo español (1939-1966) , a partir del tomo 2 (1940),
hasta el 15 (1953), fecha del fallecimiento del archiduque Carlos de A ustria, y todavía
algunos años más con sus epígonos. (26) A demás de la bibliografía ad usum sequacibus, puede verse la interesante y
descriptiv a al tiempo, con un punto de desencanto final y hasta de ajuste de cuentas,
de J avier Lavardin, El último pretendiente, P arís, 1976. El pseudónimo esconde a un
secretario despechado, et pour cause, aunque no bien orientado, de Carlos H ugo de
Borbón P arma.
(27) Cfr . Guy Augé, Les Blancs d´E spagne, París, 1994.
(28) Las páginas 221 y ss. de La familia rival, Barcelona, 1994, de J uan Balansó,
con refer encia a cartas de Don J avier conservadas en el archiv o de Parma, resultan par-
ticularmente reveladoras.
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dinástico no pudo, pues, ser mayo r. Máxime cuando el general
Franco había instaurado (c e rtus an incertus quando) una monar-
quía electiva, que a la larga recayó, y no sin luchas, aunque en el
fondo se hubiera sabido siempre, en la familia de los enemigos
u s u r p a d o re s .
P e ro hemos hablado también de discrepancias políticas. La
dictadura del general Franco, singular e inclasificable, pero no
desde el derecho público o la teoría política, sino desde el tribu-
nal de la praxis, chocó inmediatamente con el programa político
de la Comunión Tradicionalista (29). En una primera fase, por-
que la restauración de la sociedad y los poderes cristianos no se
cohonestaba con las proclividades totalitarias del incipiente siste-
ma, re vestido de las exterioridades fascistas m o ref a l a n g i s t a .
Luego, porque la lógica del poder personal, entre las distintas
familias actuantes, difícilmente podía avenirse con la que por t a b a
la doctrina más neta, y la más alejada del espíritu del tiempo, de
e n t r e las que coexistían tanto como contendían. También po rq u e
Franco, pese a su particular concepción de la monarquía, nunca
dio beligerancia a otra familia que no fuera la del destronado por
la República, al que primero sirvió y luego maltrató. En esta coyuntura, era difícil que la Comunión se conser va s e
inconsútil. La naturaleza humana (el cansancio, las legítimas aspi-
raciones, etc.) y la acción de Franco desgarraron poco a poco el
tejido y el carlismo activo y encuadrado quedó coartado en su cre-
c i m i e n t o . Con todo, el puesto del carlismo durante el período a
que nos contraemos en modo alguno puede despreciarse. Sólo la
combinación de estas causas políticas con la confusión dinástica,
anteriormente considerada, y –sobre todo– con el decisivo influ-
jo deletéreo del II Concilio Vaticano y su “ e s p í r i t u” sobre el cato-
licismo patrio (30), junto con las reacciones controladas frente al
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(29) Tampoco aquí se puede prescindir de la obra, r epetidamente citada, de
M anuel de Santa C ruz, junto a la que habría de ponerse la clásica indicación de passim.
Rafael Gambra, en Tr adición o mimetismo, Madrid, 1976, limó en gran medida su anti -
franquismo con la finalidad piadosa y constructiv a de salvar lo salvable ante la no sólo
pr evisible sino abierta ola r evolucionaria que, de paso que se llevaba por delante al “ régi-
men ” del G eneral, amenazaba de paso anegarlo todo.
(30) Rafael Gambra, en un artículo de prensa de 1970, titulado “El maleamiento
interno del Carlismo”, aborda la historia del deterior o de la Comunión Tradicionalista,
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mismo por parte de ciertos grupos eclesiales tachados de “c o n s e r-
va d o re s ”, aunque esencialmente liberales, explica el paso desde
una situación difícil a otra ya desesperada. Pe ro las desgracias dinástica y política aguzaron el espíritu crí-
tico y el carlismo de la segunda mitad del siglo XX se caracteriza
por haber alcanzado altísimas cotas de elaboración doctrinal, mer-
ced a un grupo de pensadores como Rafael Gambra, F r a n c i s c o
Elías de Tejada, Francisco Canals o Ál va ro d´Ors. Débese a ellos,
como dentro de pocas líneas vamos a leer con sus palabras, el
e s c l a rec imiento de que el signo del carlismo no reside sólo en la
bandera del legitimismo dinástico, por más que hiciera en su día
CA RL IS M O Y T R A DI C IÓ N P O L Í T I CA H I SP Á NI C A
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desde el ángulo de las r elaciones personales. Comienza diciendo que “ el grado de malea-
miento a que han llegado las r elaciones internas dentro del carlismo es inv erosímil: no
se detiene ante la calumnia, ante la difamación, ante la misma violen\
cia”. Sin embargo,
hasta el inicio de nuestra guerra “ el carlismo, forjado en la comunidad de fe, en la lucha
y en la persecución, llegó a constituir una especie de gran familia dentro de la sociedad
española, con relaciones de caridad y mutuo apoy o evidentes”. Así, el nombre de
Comunión, comunión en una misma fe religioso-política, fr ente a partido, “se justifi -
caba también por una comunión de caridad entr e sus miembros, partícipes de una
misma suerte a lo largo de generaciones ”. Los veinticinco años que siguieron al conflic -
to, en cambio, “ no fueron favorables para el mantenimiento de este espíritu de comu-
nión ”: “Influyó, ante todo, la indecisión durante muchos años en la cuestión dinástica,
con la consiguiente falta de autoridad y la formación de núcleos de opinión forzada-
mente rivales. I nfluyeron también las apetencias de poder, de un poder relativamente
cercano que se erigió, en gran parte, por el esfuerzo carlista y que nunca rehusó la cola-
boración de éstos bajo ciertas condiciones. Esta tentación permanente originó, lógica-
mente, tensiones y r encores internos. Sin embargo –ha de r econocerse– todas aquellas
grietas y rivalidades se mantuvieron dentr o de los límites de la corrección y de la pru-
dencia, como habría de esperarse de un grupo humano formado por caballeros y por
cristianos católicos”. ¿Por qué, se pregunta, ese radical maleamiento actual? Y apunta la
siguiente r espuesta: “C uando en un combate naval se hunde al buque enseña, el que
dirige y pr otege, los demás barcos van cayendo uno a uno bajo el poder enemigo. Ese
buque principal era, para nuestra común civilización, la Iglesia católica. Los demás,
España, N avarra, el Carlismo…, eran buques menores de una misma flota. D e la gran
flota de la Cristiandad. La victoria sería común, como también el naufragio.
(Entiéndase bien: cuando hablo de la Iglesia Católica y de su actual naufragio no me
r efiero a la Iglesia esencialmente considerada –que sabemos por la fe \
que per vivirá hasta
el fin de los tiempos–, sino de la I glesia aquí y ahora, histórica, que puede muy bien
naufragar como r ealidad ambiental y visible, y mantenerse sólo en algún pequeño
núcleo)”. P uede verse en M iguel Ayuso (ed.), Rafael G ambra, digital, primer volumen
de la Biblioteca Virtual de Pensadores Tradicionalistas, que forma parte de las
Bibliotecas Virtuales Ignacio Larramendi, M adrid, 2002.
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de banderín de enganche y después de precinto de la pureza doc-
trinal y del cuerpo político que la sirve. No, el carlismo es la con-
tinuidad de la tradición de las Españas, reducida a una Comunión
que la pre s e rva entre los acosos del siglo.
Veamos esta realidad compleja más por lo menudo.
Lo primero que se presenta ante nuestros ojos, es cierto, es el
pleito dinástico. En tal sentido, puede decirse que la tradición
española, durmiente durante el siglo XVIII, halló en tal disputa la
ocasión propicia para, ante la agresión de la re volución liberal,
d e s p e rezarse y movilizar a todo un pueblo, con sus monarcas, sus
p a s t o r es y sus sabios. De ahí que el legitimismo no resultara pura-
mente instrumental y carente de valor en sí mismo. Al contrario,
debe al mismo no sólo su origen sino también su prolongación y
hasta su super v i vencia. Las ideas no vagan por el cielo empí re o ,
sino que encarnan en personas e instituciones. Además, no esta-
mos delante de cualquier idea, sino de la monarquía legítima, ele-
mento esencial de nuestra constitución histórica. El p ro f e s o r
Á l v a r o d´Ors en un artículo pugnaz escribió a este r e s p e c t o :
“ B ajo el título de tradicionalismo hay mucho turbio y eq uívo c o,
hasta el extremo de cobijar los que, si en su día fueron secuaces de la
buena Causa, hoy andan perdidos por laberintos de liber a l i s m o.
S o b r e todo por haber olvidado que la legitimidad es la garantía del
contenido ideal, algo así como el tapón precintado del vino de mar c a .
Ya se sabe: salta el tapón y no hay quien responda del vino. Lo más
n a t u r al, que se corrompa. Ca rl i s m o , pues, de pura legitimidad, pues
sin ella las ideas se corrompen. Por algo el posibilismo, que cierra los
ojos a las exigencias de la legitimidad, suele ser el peor enemigo de la
C a u s a ”( 3 1 ) .
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(31) Álvaro d´Ors, “Lo que el Carlismo nav arro puede dar al mundo”, Montejurra
(M adrid) n.º 22 (1962). Con gran consternación hube de compr obar una suerte de
“revisión en sede testamentaria ” de don Álvaro, en el artículo publicado en El Boletín
C arlista de Madrid n.º 69 (2002), titulado “La actualidad del Dios-P atria-Rey”, que fue
r eplicado con contundencia en el número siguiente (2003) por Rafael G ambra y por
M anuel de Santa Cruz en Siempre p´alante (Pamplona), n.º 468 (2003), y que he glo-
sado en mi “Álv aro d´Ors y el tradicionalismo . A propósito de una polémica final”,
A nales de la F undación Elías de Tejada (Madrid), tomo 10 (2004), págs. 183 y sigs.
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Por eso, el carlismo supone la continuidad venerable de la tra-
dición hispánica. Es la christianitas minima, una vez que la c h r i s-
tianitas minor de la monarquía hispánica, en lucha por defender
la christianitas maior de los siglos medios, fuese derrotada por el
enemigo “ e u ro p e o”, o sea, “ m o d e r n o” (32). En tal sentido, no fue
nunca, y menos al principio, una ideología. Fue primariamente
un pueblo, que vivía una tradición, esto es, un orden here d a d o.
De los que, conforme eran negados, fue adquiriendo pr o g r e s i va
conciencia. Al principio es apenas un grito: “Dios, Patria, F u e ro s ,
R e y ”. Luego se repara que la invocación a la divinidad no es per-
sonal, sino comunitaria, política: la aspiración a que la comuni-
dad política, en unidad, confiese la re a l eza de Jesucristo como su
único S e ñ o r. Y que la patria grande se levanta sobre el respeto de
la autonomía de los órdenes jurídicos propios de cada cuerpo
social, esto es, el principio del fuero, expresión de la libertad civil
y, antes del nacimiento del Estado moderno, de lo que la doctri-
na social de la Iglesia ha llamado subsidiariedad, hoy por cier t o
desnaturalizada en tantos discursos (33). Pe ro mejor que extendernos es recoger algunos textos, bien
e x p re s i vos de cuanto las líneas anteriores sólo aspiran a p re s e n t a r,
CA RL IS M O Y T R A DI C IÓ N P O L Í T I CA H I SP Á NI C A
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(32) Es una de las claves interpretativas de toda la obra del profesor Elías de
T ejada, como a continuación tendremos ocasión de extender . En el libro antes citado
¿Qué es el carlismo? , está suficientemente tratado .
(33) Q uizá el carlismo contemporáneo no ha llegado a comprender en toda su
amplitud el significado del Estado moderno. Cier to es que tal observación, para ser
justa, debe extender el reproche a las demás escuelas de pensamiento, así como salvar
la obra de Álvar o d´Ors, particularmente aguda en este punto. Véase, por ejemplo, La
violencia y el or den, Madrid, 1987. Aunque también, más en un plano de comprensión
general que institucional, algo haya intuido Rafael G ambra, que tituló uno de sus libros
Eso que llaman E stado, Madrid, 1959. P or mi parte, he buscado integrar tal perspecti -
va con las comunes del tradicionalismo hodierno . Creo que ahí podría residir algún
interés, si es que lo tiene, de mi ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo,
Madrid, 1996. De ahí derivan muchas consecuencias para una teoría política tradicio-
nalista con signo, respecto de la unidad católica, de las r elaciones “sociedad-Estado”
(más allá de la manida repetición de la frase “ más sociedad, menos Estado”, hoy no
totalmente exacta), del fuero . Lo he explicado en “Lógica de la subsidiariedad y quie-
bra de la soberanía ”, Razón española (Madrid) nº 118 (2003), págs. 226 y ss. Fuera del
tradicionalismo, aunque con impor tantes puntos de convergencia, está la obra de
D almacio N egro, Gobierno y E stado, Madrid, 2002 y , algo menos, Sobre el Estado en
España, M adrid, 2007.
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de destacados colaboradores de Ve r b o s o b re el tema del carlismo,
su sentido y su relación con el tradicionalismo.
3. Tradicionalismo y carlismo (I): la visión histórica de E l í a s
de T e j a d a .
Vamos a valernos para ilustrar, en primer lugar, el juicio
del profesor Francisco Elías de Tejada, de un texto inédito, de
mediados los años cincuenta, titulado “El tradicionalismo políti-
co español” (34), que resulta singular, pues à la lettrep a rece afir-
mar lo contrario de lo tantas veces y tan ve h e m e n t e m e n t e
estampado por él: la identidad entre carlismo y tradicionalismo
h i s p a n o . Aunque en el fondo, como comentaremos, quizá no
resulte tan distinto. Y que tiene la ventaja añadida de ser sintéti-
co a la vez que propedéutico, razones por las que vamos a r e p ro-
ducirlo a continuación en lo esencial. El primero de sus epígrafes lleva por título “T r a d i c i o n a l i s m o
y carlismo”, que comienza distinguiendo así:
“Aunque el tradicionalismo político español suele ser confundido
con el ca rl i s m o, trátase de dos cosas completamente distintas. El car -
lismo encarnó al tradicionalismo en un momento dado de la historia
de España, el que se inicia en 1833; pero las raíces de la Tr a d i c i ó n
son seculares, no ya sólo en lo sociológico, en que la tradición es el
legado vivo de los antepasados, sino en lo doctrinal, pues las primer a s
exposiciones del pensamiento tradicional español son muy anterior e s
al car l i s m o.
Fue el carlismo disputa dinástica iniciada en 1833 con ocasión
de la sucesión del rey F e rnando VII. A su muerte pretenden la c oro n a
la hija Isabel y el hermano C a rlos […]. Es c r i t o res eminentes como
Magín F e r rer (Exame n de las leyes de sucesión a la Corona, 1 8 3 9 ) ,
Juan Bautista Cos y Durán (Le droit legitime au trone d´Espagne
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592
____________
(34) Aunque lo cité en mi libr oLa filosofía política y jurídica de F rancisco E lías de
T ejada, Madrid, 1994, no se incluyó por inadvertencia en la edición por mí curada
Fr ancisco E lías de Tejada, digital , Biblioteca Virtual de P ensadores Tradicionalistas,
M adrid, 2008.
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exposé aux souverains et aux cabinets de l´Eu ro p e, Lyon, 1850) y
Antonio Aparisi y Gu i j a r ro (La cuestión dinástica, Madrid, 1869),
han dado la razón a Don Ca rlos al estudiar con serenidad im parc i a l
los argumentos pertinentes […]. P e ro lo importante en la cuestión
sucesoria fue si a la muerte del monarca absoluto que F e rnando V I I
e r a se implantaría el liberalismo en boga por Eu ropa, aquí cuajado
ya en la Constitución de 1812, o se r e t o rnaría al tr a d i c i o n a l i s m o
político español[…]” .
Tras hacer una bre ve historia del carlismo, que saltamos, con-
c l u y e con apuntes críticos a la nueva situación producida tras la
sustitución de Fal, y su línea de intransigencia, que le par e c e
“puede conducir a disociar la equiparación entre carlismo y tradi-
cionalismo, identificados durante ciento veinte años” (35).
CA RL IS M O Y T R A DI C IÓ N P O L Í T I CA H I SP Á NI C A
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(35) Como en E lías de Tejada el pathosaguijoneaba el logosno puede excluirse la
discrepancia que tenía con la política cultural, y también con la política-política, que
en esos años iniciaba la Comunión de descongelación de sus r elaciones con el franquis-
mo, agotada la fase de pura oposición, como origen de ese juicio. Que tiene cier ta per-
sistencia en el polígrafo extr emeño, pues ya antes del cese de F al Conde como Jefe
D elgado en 1955, encontramos afirmaciones semejantes en una car ta a su amigo el pro-
fesor paulista J osé Pedro Galvão de Sousa, de 28 de febrero de 1953, que se encuentra
en el ar chivo de la F undación Elías de Tejada, y que reprodujo Manuel de Santa Cruz,
en el tomo 15 (1953), M adrid, 1987, de sus Apuntes y documentos par a la historia del
tr adicionalismo español (1939-1966) : “Sí, hay ahora en España un grupo que, por nota -
ble paradoja, no siendo políticamente carlista, hace la política cultural que los carlistas
no sabemos, no podemos o no queremos hacer . Errados en lo dinástico, acier tan en la
actitud de intransigencia que necesitamos ahora en que las izquierdas, al ampar o de la
F alange, inician su reconquista de las posiciones perdidas en 1936” (pág. 86). Todavía
insiste en ello en unos “P untos para una política cultural carlista ”, remitidos al Rey Don
J avier con ocasión del Consejo N acional de la Comunión Tradicionalista de 17 de ener o
de 1956, que transcribe Manuel de S anta Cruz en el tomo 18 (I), contraído a ese año,
Madrid, 1988, págs. 122 y sigs. Alude al equipo de la r evista Arbor, que hasta la defe-
nestración de Calv o Serer a fines de 1953, y antes de su errática ev olución posterior,
r ealizó una inteligente política cultural tradicionalista, y en el \
que E lías de Tejada, erró -
neamente, par ece incluir a Vegas Latapie, que en cambio no formaba parte del mismo,
aunque compartiera los traz os principales de su línea cultural. N o son de olvidar, sin
embargo, al mismo tiempo, las acertadas críticas que E lías de Tejada enderezaba con-
temporáneamente a lo mismo y los mismos que aquí pondera, nada men\
os que en cabe -
za de su libro La monarquía tr adicional, Madrid, 1954, editado además por Calvo o,
más adelante, aunque ya disuelto el grupo, en su réplica al libro \
de Vicente Marrero, La
guerr a española y el trust de cer ebros, Madrid, 1963, de la que me he ocupado en el obi-
tuario de éste impres o en los Anales de la Fundación Elías de T e j a d a( Madrid) n.º 6
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Pasa a continuación, en un segundo epígrafe, intitulado “El
tradicionalismo hispano”, a desarrollar ese concepto:
“ Pues la significación auténtica del tradicionalismo político espa -
ñol se halla muy por encima de la ocasional contienda dinástica entre
c a rlistas e isabelinos; los carlistas son un grupo que, en la lealtad a
una línea de r e yes, sostienen los principios de la tradición. El tr a d i-
cionalismo político español nace en el instante en que en Oc c i d e n t e
hace crisis el viejo concepto medieval de la Cristiandad y brota la r e a-
lidad nueva de E u ropa. Tal tiene lugar cuando el orden armónico del
m e d i e v o, trabado en torno a los dos luminares del sol del pontificado
de Roma y la luna del imperio ro m a n o - g e rm á n i c o, quiebra al finali -
zar la edad media, siendo Eu ropa el nuevo concepto mecanicista,
i n d i f e r ente en lo r e l i g i o s o, voluntarista en extremo o en extremo r a c i o-
nalista en política, que cristaliza definitivamente en ese tipo huma -
no que Gu i l l e rmo Dilthey definió para el siglo XVIII como el de un
h o m b r e nuevo.
La Cristiandad muere para nacer E u ropa cuando aquel pe rf e c t o
organismo se rompe desde 1517 hasta 1648 en cinco ru p t u ras sucesi -
vas, que son cinco puñaladas por donde se desangra hasta la mu ert e
el cuerpo histórico de la Cristiandad. Tales son: la r u p t u ra re l i g i o s a
del prote stantismo luter a n o, cuyo triunfo suplanta al organicismo
espiritual de los siglos medios por un equilibrio mecanicista entr e creen-
cias dispares que simplemente coexisten sin acercamientos dogmáticos
de armonía; la ru p t u ra ética de Ma q u i a ve l o , quien paganiza la
m o r al sustituyendo a la v i rt u sescolástica y ascética que ejercitaba al
yo en el señorío de sus pasiones, por cierta v i rt ùneopagana cuyo v a l o r
es todo lo contrario a una renuncia, antes bien expansión desen fre n a-
da en los apetitos de la ambición; la ru p t u ra política por manos de
B o d i n o , quien al secularizar la idea del poder de mando, separ a n d o
al poder real de cualquier contenido r e l i g i o s o, establece la posibilidad
de obedecer a un príncipe sin tomar en cuenta a Dios; la r u p t u ra
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(2000), págs. 299 y sigs., con el título “ A propósito de una polémica sobre el pensa-
miento tradicional y sus concr eciones”. Es precisamente esa crítica al “ menéndezpela-
yismo político ”, que alcanza incluso a Acción española, y que subraya el laz o que anuda
la vinculación al carlismo con la perseverancia en la intransigencia, la más característi -
ca de su obra.
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jurídica en Grocio y en Hobbes, quienes extreman las dos corri entes
c a rdinales de la Escolástica medieva y secularizan cada cual por su
lado a la filosofía del der e c h o, viendo el primero en el derecho natu -
ral la ley interna de la máquina cósmica sin tener en cuenta a su
divi no fabricante, y refiriéndole el segundo a la voluntad humana
s e p a r ada del orden creado por la voluntad de Dios, r e s p e c t i va m e n t e
Santo Tomás y Duns Scoto de dos escolásticas ateas; y la definitiva
ru p t u r a del orden místico de la Cristiandad en los tratados de
Westfalia, donde se canoniza la política internacional de las alianzas
o contraalianzas, tan lejana de la jer a rquización de pueblos en el
o r den med ieva l .
El tradicionalismo político español surge en el momento en que
un conjunto de pueblo, las Españas, enarbolan bajo la capitanía de
Castilla el afán de mantener el sistema de la Cristiandad contra la
E u ropa re vol ucionaria. El contenido del tradicionalismo político
español se hallará para siempre fijado en esa antítesis histórica e ideo-
lógica entre E u ropa y la Cristiandad, y para definir sus contenidos
más allá de las circunstanciales coincidencias dinásticas bastará sin
más sujetar los principios que se abanderen en cada caso, con inde -
pendencia de la hipocresía de las proclamas, a los cánones constantes
que sir v i e ron de pauta a los hombres hispanos en su pugn a contra
E u ropa desde 1517 hasta 1648.
En este sentido cabe afirmar que E u ropa es mecanicismos, centra -
lización del poder, coexistencia formal de credos, paganización de la
mor al, absolutismos, democracias, fascismos, comunismos, liber alismos,
g u e r r as nacionales o de familias, concepción abstracta del hombr e ,
Sociedad de Naciones, ONU, par l a m e n t a r i s m o, constitucionalismo
l i b e r al, pro t e s t a n t i s m o , repúblicas, soberanías ilimitadas de príncipes
o de pueblos . Mi e n t ras que la tradición política española, her e d e ra del
caudal de la Cristiandad, será organicismo social, visión cristiana del
p o d e r , unidad de la fe católica, pode res templados, cruzadas misione -
ras, concepción del hombre como ser concr e t o, cortes re p re s e n t a t i v as de
la realidad social entendida cual cuerpo místico, fueros como sistemas
de libertades políticas concr e t a s .
La hostilidad intolerante entre lo europe o y lo tradicional español
sella la índole exc l u s i va de los movimientos de este signo en las
Españas. Sólo aquí persiste bajo la mudanza de los tiempos un idea -
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rio compacto, coherent e y sólido, ligado directamente a un mundo que
d e s a p a reció hace trescientos años. Ningún país ni pueblo alguno posee
estas r e s e rvas porque todos se euro p e i z a ron por entero, salvo los de la
península ibérica. En Alemania el romanticismo político es hijuela
del ro m a n t i c i s m o, ida cuando el romanticismo pasó; en Francia supo -
ne una reacción contra la r e volución, pero tarada de la herencia abso -
lutista de los Luises y por ende olvidadiza de la libertad cristiana; en
Polonia misma cuaja en una ilusión independentista, sin que la per -
cepción lejana de la gran monarquía de los Segismundos, obscur e c i d a
doscientos años atrás, permita distinguir con claridad lo que haya de
e u ropeo o de polaco en las tesis de Andrés Frycz Mo d rzewski o en la
pirámide dibujada por Stanislaw Cr ze c h owski, ya que no es dable
t r azar hilo directo hasta nuestros días desde los textos de la De re p u-
blica emendanda o de laC h i m e r a .
V e rda d es que la tradición política española, que hasta 1648 fue
b a n d e r a desplegada a los vientos de la universal historia, se re t ra e
desde esa fecha al interior del mundo español y dentro de él sufre cons -
tantemente los asaltos del espíritu de la E u ropa ve n c e d o r a. Tres inten -
tos sucesivos se han operado en los pueblos hispánicos de ambos
continentes para desarraigar los restos del tradicionalismo político his -
p a n o , y ello siempre valiéndose de la cómoda añagaza de pr e s e n t a r
como tradición española auténtica lo que no era más que la ideolo -
gía provisionalmente triunfante en el orbe euro p e o. Las tres f órm u l a s
s u c e s i vas de cada uno de los tres últimos siglos han penetrado en los
pueblos españoles impuestas por los poderes oficiales como si fueran la
v e rd a d e r a tradición hispana; pero en cada co y u n t u ra hasta el pre s e n-
te la tradición ha poseído fuerza bastante para resistir el azote de los
e q u í v ocos funestos. El absolutismo aparece en el siglo XVIII y Fe l i p e
V lo implanta proclamando es la tradición hispana; el liber a l i s m o
está definido por los legisladores congrega dos en Cádiz en 1812 como
la tradición nuestra; y en el siglo actual se ha pre t e n d i d o, con fort u-
na pasajera en alguna parte, que el fascismo o el comunismo er a n
nada menos que el re t o rno a la tradición común de las Es p a ñ a s .
Mas el absolutismo constituía en ve rdad la copia de la corte ve r-
sallesca de los Luises omnipotentes, bien que la protesta del mar q u é s
de Villena fuera acallada por el pode río del europeizador Felipe V; el
l i b e r alismo de Cádiz copiaba a la Constitución francesa de 1793,
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nunca a las libertades concretas de los fueros, no obstante que ya en
1814 el llamado Manifiesto de los persas re i t e r aba las tesis del tra -
dicionalismo; y pareja suerte cabrá a los intentos equívocos del siglo
XX” ( 3 6 ).
Vienen después epígrafes nombrados “el ideario”, “la tradi-
c i ó n ”, “los fuer o s” y “la autarquía social y la mon arq u í a”. No
podemos seguir a nuestro autor en todo el desar ro l l o. Pe ro quizá
si debamos concluir con el elenco de los que considera nuestro
autor postulados centrales del ideario tradicionalista hispano:
“a) La defensa de los v a l o res cristianos cara a la r e volución euro -
p e a ; b) sostener que la línea política y sociológica de los pueblos es con -
tinua, sin saltos, en tradición, nunca agarrada a las súbitas mudan -
zas re vo l u c i o n a r i a s ;
c) afirmar que el orden de los fines políticos se encadena sujetan -
do el estado a la sociedad, la sociedad al hombre y el hombre a Dios; d) concluir de ahí sea el objetivo primordial del gobernante la
consecución del bien público entendido como libertad histórica y cris -
tiana del individu o; e) plasmar en los fueros los sistemas de libertades históricas, cris -
tianas y concretas de cada uno de los pueblos españoles; f ) estimar que los pueblos se ordenan en cuerpos místicos en la
acepción que Francisco Su á rez diera a este vo c a b l o, o sea, con perso -
nalidad cultural, lingüís tica, jurídica y política en todos sus gr a d o s ,
debiendo de gobernarse autárquicamente a fuer de cabales r e p ú b l i c a s
c r i s t i a n a s ;
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597
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(36) Como puede observarse la construcción resulta brillante y sólida, si bien se
r esienta de algún esquematismo . Por lo menos en lo que toca al absolutismo borbóni-
co, que muchos tradicionalistas han juzgado más matizadamente. En otr\
os textos publi-
cados a la hora de objetivar la reacción antifascista cita la Manifestación de los ideales
tr adicionalistas a S. E. el J efe del Estado, de 1939, documento impor tante de la Co-
munión Tradicionalista, que se puede ver en el tomo I (1939) de los Apuntes y documen-
tos par a la historia del tr adicionalismo español (1939-1966) , Sevilla, 1979. Quizá debiera
decirse algo semejante, ya en el siglo XXI, de los Manifiestos de 17 de julio de 2001 y
de 6 de enero de 2008 de S.A.R. Don Sixto E nrique de Borbón, donde se enfrenta con
el nihilismo postmoderno y el pr ogresismo religioso. No debe olvidarse que, para reor-
ganizar la Comunión Tradicionalista, este príncipe, quizá el último tradicionalista, eli-
gió a la figura intachable del pr ofesor Rafael Gambra como Jefe-Delegado.
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g) atar al conjunto de pueblos hispanos, varios y separados, por
dos lazos: la fe en un mismo Dios y la fidelidad a un mismo r e y ;
h) encuadrar el orden político en una monarquía feder a t i va y
m i s i o n e r a .
El lema que abandera tal ideario es Dios, patria, fueros y re y” ( 3 7 ) .
4. Tradicionalismo y carlismo (II): la visión psicológica de
Rafael Ga m b r a .
A continuación, encontramos en Rafael Gambra una com-
p r ensión del carlismo como auténtico re s e rvorio de la tradición:
con su abnegación habría permitido que no se quebrara la conti-
nuidad de ésta, custodiándola incontaminada como solución re s-
tauradora integral en el futuro (38).
“ P a r a algunos el Ca rlismo no ha sido más que un partido de dere -
chas, con un cierto número de políticos y un determinado pro g ra m a
de gobie rn o. Pa ra otros se trató sólo de una fuerza, pr e d o m i n a n t e-
mente sentimental, organizada para la defensa de unos in tere s e s
dinásticos, de una parte, y regionales, de otra Sin embargo, unos y otr os se dan cuenta a menudo de que, aunque
el Ca rlismo sea eso efectivamente, es también algo más y más pro f u n-
d o , y de que eso es sólo un aspecto. El mismo hecho de su supe rv i ve n-
cia, ya más que secular, en un tiempo en que han nacido, vivido y
m u e r to en España más de doscientos partidos, y siempre en la oposi -
ción, la guerra y la adversidad, nos hace meditar en su oculta y pro -
funda significación histórica, ignorada a menudo por los pr o p i o s
c a rlistas. Aquello sólo, no explicaría esa pere n n i d a d . Como todas las realidades históricas –la realidad España por
ejemplo– el Ca rlismo es muy difícil de definir sin r e s i d u o.
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(37) Que Elías de Tejada es un historiador con consistencia teorética no ofr ece
duda. Pero tampoco que, precisamente desde el ángulo teorético, alguna de\
bilidad des -
punta a v eces en el cuadro de sus afirmaciones. Véanse, por ejemplo, las observaciones
de S amuele Cecotti en Instaurare(Udine), año XXXV , n.º 1 (2006), págs. 10 y sigs., al
hilo de la edición italiana de una serie de ensay os de Elías de Tejada, recogidos bajo el
título Europa, tr adizione, liber tà, Nápoles, 2005, en edición de Gio vanni Turco.
(38) Se trata de un artículo periodístico de Rafael Gambra, sin fecha, incluido en
Rafael Gambr a, digital, cit.
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En su aspecto ideal, el Ca rlismo ha sido el fondo político de
España, el r e c u e rdo y perv i venc ia de la multisecular Mo n a rquía de
un país que –juntamente con I n g l a t e r ra– es el que más tradición polí -
tica y riqueza institucional poseía en el mundo. En su aspecto huma -
n o, el Ca rlismo fue la comunión de los hombres de buena vo l u n t a d
que, sin ambición política inmediata, se unieron en el amor y re c u e r-
do de esa bandera que se identifica con la auténticamente nacional. El Ca rlismo aspiraba a ver resurgir íntegro y victorio so el sistema
r e l i g i o s o , político y social que los siglos y las generaciones cr e a ron tra -
dicionalmente entre nosotros. P e ro el Ca rlismo no se ha limitado a ser
un sistema ideal puro o íntegro, o una comunión incontaminada,
p e ro sin soluciones viables y prácticas. Antes bien, el Ca rlismo man -
tenía, además, como solución concreta y humana de posible re a l i z a-
ción, una legitimidad dinástica, de limpia historia, port a d o ra de
todo el prestigio de los antiguos príncipes españoles. Sin embargo, el Ca rlismo con su política práctica jamás inter v i-
no como ingrediente en las mil combinaciones políticas que dur a n t e
los últimos cien años fue necesario hacer para salvar las mil situacio -
nes trágicas a que la política de sus enemigos llevó a España. El
Ca rlismo se mantuvo siempre aparte, práctico y viable en sus solucio -
nes, pero como solución íntegra y total. En una ocasión en que a Cánovas le pro p u s i e ron cierta combina -
ción política para que el Ca rl i s m o, formando parte de ella, desapare -
ciese como tal, hubo de contestar guiado de su fondo sincero y de
buena fe, a la vez que de su visión política: ‘Yo no consentiré el cri -
men de destruir la única fuerza social que puede conservar el ord e n
el día en que se desencadene la r e volución… No puedo pedir la muer -
te de un partido que será el día de mañana la única antemuralla de
la patria ’ .
P e ro el Ca rlismo –se dice– fracasó con esta actitud y jamás llegó
al poder. Aunque esto no sea exacto en toda su extensión porque sus
principios rigie ron en España durante los once siglos que median
e n t r e el VIII y el XIX, es cierto que, desde que como tal Ca rl i s m o
lucha en la oposición, no ha advenido nunca al poder. Mas, ¿ha care -
cido por esto de significación histórica o ha sido estéril en sus r e s u l t a-
dos? Más aún, gracias al Ca rlismo se ha podid o aún aspirar en
España al triunfo de estos viejos y querid os ideales.
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Por ejemplo: yo no sé si llegará algún día en que, juntas de nuevo
las iglesias cristianas, luchen unidas por la auténtica or t o d oxia en el
seno de una Iglesia univers al o católica. P e ro sólo merced a nuestra
Iglesia Católica habrá sido eso posible. Si ella, con su continuidad y
su cr e d o, hubiese desapar e c i d o, ¿cómo hubiese sido posible esa nueva
unión en ella? Del mismo modo: yo no sé si llegará el día en que, jun -
tos todos los españoles bajo un Rey católico y tradicional, pro s i g a n
unidos el sentido de la Historia de España. Si esto sucediera será,
indudablemente, por la buena voluntad y el ánimo de todos. P e ro sólo
m e r ced al Ca rlismo se habrá salvado esta posibilidad que no hubiera
existido si, desaparecido él, se hubiera perdido la integridad de esa fe
o el prestigio de esa continuidad monárquica. Esta ha sido la utilidad
i n a p r eciable de esa perd u r ación casi milagrosa del Ca rl i s m o.
R e c o r demos hoy más que nunca esta significación histórica del
C a r l i s m o . Él es la síntesis viva de los ideales de la patria. De él se
n u t r en de sustancia política cuantos esfuerzos y movimientos de
buena fe nacen en España. Es, además, una solución concreta y via -
ble, pero sólo íntegra y totalmente viable. El C a rlismo como tal no ha
e n t r ado nunca en combinaciones políticas. Si alguna de éstas llega a
ser necesaria para la patria en momentos difíciles, y en evitación de
m a yo r es males, e l Ca rlismo habrá podi do deponer por un momento su
acción en contrario e, incluso, colaborar individ ualmente algunos de
sus políticos. P e ro el Ca r lismo como tal no puede desembocar sino en
su integridad, que será también la de la Patria. Y el mayor crimen
que contra él puede n perpet rar –los de fuera o los de dentro– sería
hacer de él un ingrediente político circunstancial y episód ico ” .
5. Tradicionalismo y carlismo (y III): la visión genética de
Francisco C a n a l s .
Francisco Canals nos ha dejado igualmente algunas re f l e x i o-
nes sobre la relación entre tradicionalismo y carlismo (39). So n
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600
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(39) Son dos artículos, titulados “Carlismo y tradicionalismo ”, publicados en El
P ensamiento N avarro(Pamplona) los días 25 de mayo y 8 de julio de 1971. Ambos han
sido r eproducidos en el libr o del autor,Política española: pasado y futuro, Barcelona,
1977, págs. 193 y sigs.
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también colaboraciones periodísticas, y con causa inmediata en
las circunstancias de fines de los años sesenta y principios de los
setenta del pasado siglo XX. En este sentido, está bien presente la
trágica paradoja de “un sedicente ‘c a r l i s m o’ socialista en lo ideo-
lógico y en actitud política de Frente P o p u l a r”. Pe ro también
intentos de distintas acciones de desnaturalización en sentido
“ c o n s e r va d o r” (40).
No es posible, pues, deslindar la reflexión del filósofo catalán
de ese contexto par t i c u l a r, no obstante lo cual posee en interés
g e n e r a l :
“Lo que nos interesa es plantearnos la pregunta de plena vigen cia
p a r a el presente y el futuro de España, por llena de sentido para la
c o m p ren sión de su historia política, de la definición ‘ t r a d i c i o n a l i s t a’
del hecho social y político del carlismo y de la concreción ‘ c a rl i s t a’ del
t r adicionalismo español. Pro c u remos enfr e n t a rnos a la cuestión con
d e c i s i va vuelta a las cosas mismas y evitando el enzar z a rnos en pala -
b rerí as def orm a d o ra s .
Todo el mundo ve que merecen ser calificados como eminentes
p e n s a d o re s t radicionalistas hombres como el Donoso Cortés en su
segunda época. Contemporáneamente ejercen influencia unive r s a l
e s c r i t o r es tradicionalistas franceses, belgas e incluso nor t e a m e r i c a n o s .
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(40) En otras de sus colaboraciones periodísticas del período, t\
ambién compiladas
en el citado Política española: pasado y futur o, aparecen juicios por excepción más seve-
ros que los del mismo E lías de Tejada. Así, dentr o del epígrafe “La traición por la pala-
bra ”, lanza tres v enablos contra la dialéctica de Calvo Ser er. De “O crece o muer e”, lema
de una de sus empresas culturales, comenta: “El crecimiento surge de la vida. La impo-
sición del cr ecimiento injerta lo bastardo y mata lo genuino ”. Y de la divisa más carac-
terística del grupo, “ pensamiento actual” (recuérdese la Biblioteca del P ensamiento
Actual), dice: “S i se cree en la actualidad de lo v erdadero, y en la ver dad de lo tradicio-
nal, ¿por qué no se dice: pensamiento tradicional?” (pág. 3\
06). E n una segunda serie de
aforismos, esta vez “Ritmo en clave ”, apunta: “España sin problema y teoría de la r es-
tauración. Maurrasianismo y neo-tradicionalismo, anticarlista […]. Tercera fuerza
nacional. S e denuncia el izquierdismo falangista y la defección democrático-cristiana
[…]. La ter cera fuerza nacional cambia de frente. H acia el pluralismo. Los valores posi-
tivos de la democracia ” (pág. 310). He ahí cruel pero fielmente retratada la evolución
futura de ese “ tradicionalismo no-carlista ”. De la defensa justa de la tradición católica
frente a la F alange a una suerte de “ tercera vía ” y, luego, al compás del oportunismo
político y r eligioso de la institución que estaba detrás, tecnocracia y finalmente demo-
cracia. P or eso antes decíamos que era injusto situar a Eugenio Vegas en tales predios.
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Esto no supone en modo alguno que fuese posible hoy en Francia o en
los Estados Unidos de América una acción política de intención y con -
tenido semejante al realizado en España por el pueblo carlista. Ni
tampoco que pudiese Donoso Cortés realizar algo parecido en la
España isabelina o en la Francia donde hizo explosión su genial
En s a yo.
Con el término t r a d i c i o n a l i s t ase significa un sistema de pensa -
miento sociológico y político. Incluso se puede significar con este tér -
mino no sólo una doctrina sobre lo político, sino también una actitud
práctica ante la vida política. Con las salvedades que deben hacerse
s i e m p r e sobre los términos que concluyen con el sufijo ‘ismo’ –nadie
c o m p r endería que en la liturgia de la misa se sustituyese el c re d o,
p r ofesión de fe cristiana y católica, por un acto de adhesión a los prin -
cipios cristianistas y catolicistas– puede aceptarse que el término tiene
su propia virtualidad. Personalmente me afirmo como tr a d i c i o n a l i s-
ta y entiendo caracterizar así una doctrina y una actitud.
Por esto mismo un pensamiento tradicionalista sería incompleto,
mutilado en el más estricto sentido de este t érm i n o, si no alcanzase a
decisiones fundadas en juicios concretos sobre la vida histórica y
actual de la sociedad. En España un tradicionalista que se definiese
temática e intencionadamente como no carlista sería comparable a un
i r landés que a fines del siglo XVII se hubiese definido como amante
de su patria y católico romano pero o r a n g i s t a. Esta actitud evidente -
mente le hubiese permitido la conservación de sus propiedades y car -
gos; pe ro es obvio que no hubiese sido conducente para la
p e r s e v e r ancia de su nación en la fe católica y en su autenticidad
i r landesa. Un ‘ c a rl i s t a’ que se profesase ‘no tr a d i c i o n a l i s t a’ sería por
su parte comparable a un ‘jacobita’ prote stante. Los jacobitas pro t e s-
tantes, en ninguno de los países que vendrían a formar el Re i n o
U n i d o , tuvieron eficacia de ninguna clase.
Hemos querido aludir a estos ejemplos históricos para hacer
intuible en lo concreto y singular lo que queremos decir, y sobre lo que
c o n v endrá r e i t e r adament e vo l ver: un tradicionalismo español sin car -
lismo se mueve en el orden de una consideración de la esencia sin la
existencia, por el afán de huir de lo concreto y singular. Pe r tenece así un ‘ t r a d i c i o n a l i s m o ’ al orden del saber especula tivo -
p r á c t i c o, y no al de la vida política. P e ro lo activo y eficiente no es la
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e s e n c i ani el saber de la esencia sino el ser de las cosas, lo que olvi -
da el racionalismo político. Aunque tal vez este tradicionalismo de
p r i n c i p i o s y de e s e n c i a s es precisamente, en el plano concreto y polí -
t i c o, no ya un r a c i o n a l i s m o, sino una desfiguración y traición enerva -
d o r a . ‘Tra d i c i o n a l i s m o ’ de suyo significa la esencia y contenido del
hecho carlista. ‘Ca rl i s m o’ menciona la lucha española por la tr a d i c i ó n
en su concreción histórica y social. Un carlismo no tradicional es, por
lo mismo, un hecho sin sentido. Un tradicionalismo español indife -
rente al car l i s m o, es un sentido sin hecho. Un sistema de conceptos sin
la fuerza y la eficiencia de lo que es” .
La segunda entrega se desenvuelve en el terreno de la interpre-
tación de la historia del carlismo y tiene, de igual modo, gran
i n t e r é s :
“ En lo prof undo de la sociedad española, como elemento nuclear
y ve rt e b r ador de su ‘historia’ actual y futura, vive el hecho carlista,
con su fuerza popular, no populista; nacional, no nacionalista; maca -
baica, no farisaica; tradicional, no ‘ t ra d i c i o n a l i s t a - ro m á n t i c a’; con -
t r a r re vol ucionaria, no ‘ c o n s e rva d o r a de la r e volución liber a l’. En la
más patente y ostentosa superficie de la vida política española mues -
t r a su filistea vigen cia la corrien te que, a partir de la sofisticación die -
ciochesca de las ‘clases ilustr a d a s’, de que habló Vicente Pou, llevó del
latifundismo liberal de los desamort i z a d o res al socialista l a t i s u e l d i s-
m o […] de los burócratas y financieros de la segunda r e vo l u c i ó n
industrial y del De s a r rollo […]. La esencia de la guerra carlista fue
la defensa de la tradición. P e ro los defensores de la tradición frente al
l i b e r a l i s m o , en Cádiz, o en el trienio 1820-1823, o cuando el libe -
ralismo se constituyó en el factor políticamente activo de la causa de
Isabel II, se dieron a sí mismos, o r e c i b i e ron a modo de insulto por sus
a d v ersarios, diversos nombres: realistas, absolutistas, serviles, etc. No
se dieron ni r e c i b i e ron el nombre de tr a d i c i o n a l i s t a s .
En los escritos políticos de Balmes no se halla ni una vez mencio -
nado el ‘ t radicionalismo político’ o el ‘ p a rtido tr a d i c i o n a l i s t a ’; y así el
t é r mino no aparece nunca en los índices de la edición crítica de las
o b ras del P. Ignacio Ca s a n ovas. En el estudio del mismo autor sobre
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la vida, el tiempo y la obra de Balmes, el ‘t ra d i c i o n a l i s m o’ significa
únicamente la filosofía de la escuela apologética francesa, sin una sola
alusión al término en sentido político. El término tr a d i c i o n a l i s m o , usado para designar al c arl i s m o, es
t a r d í o . No se generaliza hasta después de 1868, al aparecer la causa
c a rlista por primera vez en forma de par t i d o, con el nombre de
‘ c a t ó l i c o - m o n á rq u i c o ’, con actuación parlamentaria, prensa política
y Juntas orientadas a una acción electoral , por obra de dirigen tes
p r ocedentes sin excepción de los sectores ‘ c a t ó l i c o s’ de la política isabe -
l i n a . El carlismo no fue nunca un partido al estilo liber a l - p a rl a m e n-
t a r i o . ‘Ca rl i s m o ’ no puede nombrar pues la concreción en forma de
p a r tido del ‘ t radicionalismo español’. Antes al contrario ‘ t r a d i c i o n a-
l i s m o ’ fue el término empleado al asumir la causa ‘ c a rl i s t a’ hombr e s
de formación política parlamentaria y de ideología y actitud típica -
mente imitada del ultramontanismo político e uro p e o. Algunas ve c e s
estos hombres pro p u g n a ron de nuevo la abstención electoral, como
Cándido Nocedal en algún tiempo. P e ro no hay que olvidar que toda
la est ru c t u rac ión a modo de partido de la causa ‘ t r a d i c i o n a l i s t a’ se
d e r i v a fundamentalmente de estos hombres. Es un inter e s a n t í s i m o
tema de estudio histórico el de estos orígenes isabelinos – ro m á n t i c o s –
del tradicionalismo español. Que todo ello tendía a c onv e r t i rlo en un sentido sin h echo
lo pr ueba, no o bstante, que fuera de los ambientes per iodístico s,
u n i v ersitario s o profesionalmente p olíticos, nadie entiende seria -
mente por ‘t ra d i c i o n a l i s t a s ’ más que a los ‘ re q u e t é s’. ¿Cree alg uien
que hubieran podido sustituir se, como fuer za eficiente en el curso
de la historia españo la, los nav a r ro s de la Plaza del Castillo en
julio de 1936, por escritores ‘balmesianos’ u o ra d o res ‘t ra d i c i o n a -
l i s t a s’ ? Pa r tido tradicionalista, ya no carlista, fue el surgido del mani -
fiesto de Burgos , de Ramón Nocedal, expr e s i vo, de lo que se llamó más
comúnmente ‘integrismo’. Comunión tradicionalista fue el nombre
resultante de la fusión integrista-carlista en los años inmediatos a la
C ru z a d a .
Supone r que el ‘ t ra d i c i o n a l i s m o’, como ideología o doctrina, exis -
tió con anterioridad al ‘ c a rl i s m o’, y que se concretó accidentalmente
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en éste, es a la vez una inversión de sentido y un desfase cro n o l ó g i c o
más que secular” ( 4 1 ).
En el cuadro de esta visión que hemos denominado genética
no ha de concluirse que se contradiga con lo que a la letra decía
Elías de Tejada y antes transcribimos. Éste lo único que postulaba
es la prioridad de la tradición sobre el tradicionalismo y, en tal
sentido, el carlismo sería la continuidad de esa tradición.
6. El carlismo en perspectiv a .
No cabe duda de que las transformaciones sociales, culturales
y religiosas de los últimos decenios han minado la base social del
c a r l i s m o. Como tampoco de que la S c h e i n m o n a rc h i eactual ha
d e s p r estigiado tal régimen. P e ro los retos del presente abren siem-
p re nuevos flancos para su lectura a la luz de la tradición. Y la
naturalidad de la monarquía como forma de gobierno se perpetúa
y actualiza sin cesar. En la realidad del carlismo y la tradición que
incorpora hay algo de permanente que hace que la situación pre-
sente se explique a partir de su cancelación y que la salida al des-
fondamiento de la civilización en que nos hallamos deba transitar
por su r e c u p e r a c i ó n .
Así, el lema del carlismo –D ios, Patria, F ueros y R ey–, que
puede apar ecer antiguo o superado, sigue siendo la única bandera
de esperanza para un mundo que se desmorona. Así, frente al sedi -
cente “ nuevo or den mundial” globalizado, sólo puede dar al mundo
la paz la instauración de todas las cosas en Cristo, por medio de
poderes sometidos al or den ético que la Iglesia custodia, que conju -
guen la libertad de los pueblos con la tradición común de las
patrias. E n tal sentido, en un radio mayor , el de la Hispanidad, el
carlismo esconde también torrentes de agua pura (42).
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(41) Una ilustración de lo que escribe Canals, en sede catalana, dio lugar a la tesis
doctoral de su discípulo J osé María Alsina, El tradicionalismo filosófico en España. Su
génesis en la gener ación romántica catalana, Barcelona, 1985.
(42) Puede v erse mi Carlismo par a hispanoamericanos. F undamentos de la unidad
política de los pueblos hispánicos, Buenos Air es, 2007.
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A) Pensemos primero en la unidad católica. Allí donde se
mantenía la unidad de fe, era un deber sagrado pr e s e rvarla; atacar-
la, una impiedad. Abrir el pluralismo religioso donde había uni-
dad católica, sencillamente suicida. La propia Iglesia católica,
humanamente hablando, ha contribuido a este suicidio, desde
luego con su praxis, y quizá también con su giro doctrinal (43).
Pues la comunidad de los hombres no es pura coexistencia (44).
Hoy el llamado multiculturalismo, en sus variadas formas, sostie-
ne que de una manera o de otra todas las culturas y las re l i g i o n e s
son igualmente valiosas, por lo que hay que crear simplemente un
m a r co neutro de coexistencia (45). Eso son los juegos, p re s i d i d o s
por reglas formales; o las sociedades mercantiles, regidas por la
voluntad de los socios. La vida de los hombres en sociedad, en cambio, tiene algo de
c o m u n i t a r i o . Quizá no pueda ser una comunidad perfecta, como
los griegos todavía creían, porque eso la aproximaría a la I g l e s i a .
Los hombres conviven con cosas que los diferencian y otras que
los acomunan. P e ro lo que no es posible es haya una ve rd a d e r a
c o n v i vencia sin algo de comunidad, sin un principio comunitario,
sin algo que trascienda la utilidad o los lazos formales para inser-
tarse en la carne y en la sangre. La unidad católica, la re a l eza social
de N u e s t ro Señor Jesucristo, reducida a su núcleo de inteligibili-
dad puede traducirse así: más allá de las exigencias de orden sobre-
natural, de dar públicamente el culto debido al ve rd a d e r o Di o s ,
desde el ángulo humano no supone otra cosa que la exigencia de
la comunidad de los homb re s .
La situación presente, evidencia, precisamente, todo lo con-
trario: la disolución de lo que quedaba de comunitario. Y, por
tanto, la p ro g re s i va s e l va t i z a c i ó n de nuestras sociedades. S u b s i s t e n
por el momento mediaciones culturales, económicas, educaciona-
les, que impiden que se p ro d u zcan todos los efectos re a l m e n t e
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606
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(43) Me refiero, clar o está, a la libertad religiosa. Tema enorme, algunas claves he
esparcido aquí y allá, recogidas en las páginas de La constitución cristiana de los Estados,
Bar celona, 2008.
(44) Cfr. Rafael Gambra, La unidad religiosa y el derrotismo católico , Sevilla, 1965.
(45) Danilo Castellano, “M ulticulturalismo e identità religiosa: un problema poli -
tico ”, en Luciano Vaccaro e Claudio S toppa (eds.), Ora et labor a. Le comunità religiose
nella società contempor anea, Busto Arsizio, 2003, págs. 182 y sigs.
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implicados en el proceso y que lo ralentizan. Si se actualizaran las
consecuencias implicadas en los (pseudo) principios del liberalis-
mo, estaríamos desde hace tiempo en guerra civil. Es la paradoja
del contractualismo liberal, que buscaba en el artefacto estatal la
huída de un “estado de naturalez a” imaginario, pero que ha termi-
nado produciéndolo en ve rdad (46).
Radicar la hispanidad en la Cristiandad es, pues, atender a
este requerimiento insobornable. El ve rd a d e r o carlismo no
puede, por lo mismo, sino perman ecer fiel a tal exigencia.
Como el carlismo descaecido cuan do no lo niega lo maquilla.
Á l v a r o d´Ors, lo decía explícitamente con r e f e rencia al tradicio-
n a l i s m o :
“ Si [éste] abandonara sus propios principios y abundara en esa
i n t e r p r etación absolutista de la libertad religios a, incurriría en la
más gr a ve contradicción, pues la primera exigencia de su ideario
–Dios, Patria, Rey– es precisamente la de la unidad católica de
España, de la que depende todo lo demás” ( 4 7 ) .
B) Echemos un vistazo después a la articulación territorial.
Los hombres necesitan de su agregación y de sentirse per t e n e c i e n-
tes a un gr u p o. Pe ro, al mismo tiempo, necesitan marcar su inde-
pendencia. Explica Aristóteles que para que estemos en una
ve rdad era ciudad se precisa la existencia de algún lazo de amistad
e n t re los hombres que viven en ella, si el cual no hay ciudad. P e ro
a condición de que no sean totalmente amigos, porque en ese caso
d e s p a rece también la ciudad (48). Vivir en sociedad se hace, por
tanto, de una dialéctica entre autonomía y unidad. Hacen falta
vínculos de integración y hacen también falta vínculos de institu-
ciones que potencien la va r i e d a d .
Es cierto que hoy se habla de la crisis de los Estados moder-
nos, lo que abre una gran oportunidad para quienes, como los
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(46) Lo he escrito en “E l hombre social”, en Bernard Dumont (ed.), Guerre civile
et moder nité, pendiente de aparición.
(47) P uede verse la cita, así como otras que la contextualizan, en mi trabajo antes
citado “Álvar o d´Ors y el tradicionalismo ”.
(48) Aristóteles, Ética a Nicómaco, libros VIII y IX.
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pueblos hispánicos, el Estado no forma parte de su constitución
histórica. En otro lugar lo he llamado las (posibles) “ventajas de la
n o - e s t a t a l i d a d”. Pues el Estado suplantó al gobierno, propio del
régimen. Hoy, y esta es la gran pena, el resquebrajamie nto de los
Estados no apunta hacia la recuperación del gobierno, sino más
bien hacia la llamada “ g o b e r n a n z a”, esto es la administración de
las cosas, frente al gobierno de las personas (49). P e ro esa es otra
cuestión. Líneas atrás veíamos en los signos de los tiempos que la
coexistencia resulta insuficiente para instaurar un orden y que es
necesaria la comunidad. Y, sin embargo, no parece que las cosas se
encaminen por esa senda, sino más bien por la del apuramiento
del liberalismo disolvente. En todo caso, lo que se evidencia es
cómo las exigencias contenidas en la bandera carlista son de más
actualidad que nunca e incluso contienen respuesta para los pro-
blemas p re s e n t e s .
Veamos, pues. En la era de los Estados, lo no-Estados, los
Estados truncados no podían sino hallarse en una situación de
inferioridad. P e ro en la coyuntura presente, la que se ha bautiza-
do como de crisis del Estado, ¿acaso no podríamos encontrarnos
en otra de privilegio? Para emp ez a r, podemos repasar el aspecto halagüeño. En
cuanto la crisis ataña al Estado como artefacto, el nuevo o rdo orbis
podría abrirse a lo que el último cultor del ius publicum euro p e u m,
Carl Schmitt, llamaba “grandes espacios ” (g ro s s ra u m e) (50). Y, qué
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(49) E n “Las metamorfosis de la política contemporánea: ¿disolución o reconsti-
tución ”, Verbo (Madrid) n.º 465-466 (2008), págs. 513 y sigs., que cierra las ac\
tas de la
XL V R eunión de amigos de la Ciudad Católica, se examinan varias cuestiones y , entre
ellas, la de la “ gobernanza”. En el mismo númer o, se ocupa monográficamente de ella
el profesor Dalmacio N egro a las páginas 421 y sigs.
(50) Ve Carl Schmitt en el futuro, La unidad del mundo, Madrid, 1951, pág. 24,
“ un equilibrio de v arios grandes espacios que cr een entre sí un nuevo derecho de gen-
tes en un nuev o nivel y con dimensiones nuevas, pero, a la vez, dotado de ciertas ana-
logías con el derecho de gentes eur opeo de los siglos dieciocho y diecinueve, que
también se basaba en un equilibrio de potencias, gracias al cual se c\
onservaba su estruc-
tura ”. Álvar o d´Ors, en La posesión del espacio , Madrid, 1988, se inspira en los leit-moti-
ven schmittianos. Carl Schmitt se consideraba a sí mismo el último cultor de ius
publicum eur opaeum, esto es, el último estatista. N o es, pues, en modo alguno, un tra-
dicionalista. P ero su influjo sobre un tradicionalista sui iuriscomo Álvaro d´Ors mues-
tra las potencialidades sin cuento de toda obra genuina. Schmitt, por su parte, le dijo a
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duda cabe, el mundo hispánico constituye un gran espacio, un
gran espacio, además, no sólo en un sentido geográfico, sino tam-
bién en un sentido profundamente humano, cultural y espiritual.
Y con una historia a sus espaldas.Á l va ro d´Ors, en la senda de Schmitt, explotando las v e t a s
que el pensamiento de éste ofrece para una r e c o n s t rucción r e a-
lista de la política que permita reatar el hilo de la tradición,
habló de “regionalismo funcional” superador de los Estados
decadentes (51). Es cierto que, en el singular sistema del maes-
t r o d´Ors, tal expresión contiene ambigüedades no pequeñas.
Dos queridos colegas argentinos las han re s a l t a d o. Así, Félix
Lamas ha visto en ella una i n t e n t i ou n i versalista y tecnocrática
que se situaría en los antípodas de la tradición católica (52). Y
Be r n a rdino Montejano ha observado la contradicción que supo-
ne pr o p o n e r , de un lado, la sustitución del Estado por r e g i o n e s
territoriales, para a renglón seguido sostener que el centro del
sistema no es el territorio sino la función, que está a cargo de
organismos técnicos. Pues así acaba con el mismo re g i o n a l i s m o
que necesariamente tiene que apoyarse en una geografía (53). No les falta razón. A mi juicio, sin embargo, el planteamien-
to orsiano debe ser tomado como un intento (sugestivo) de supe-
rar la cerrazón de los Estados-naciones modernos, que permitiría
recuperar la comunidad política natural y que tendría por colum-
na ve rtebral el principio de subsidiariedad, que en el mundo his-
pánico –en precoz prematuración– se habría concretado en el
“ f u e r o”. Sé que tampoco lo que acabo de decir está exento de
algún punto débil. Pues el principio de subsidiariedad no es una
regla técnica sino un principio regulador de las relaciones entre los
cuerpos sociales (54). Y pues el “ f u e ro” está ligado al derecho his-
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d´Ors que la historia del carlismo era “ melancólica”. Cfr. Monserrat H errero (ed.), Carl
Schmitt und Álvaro d´Ors Briefw echsel, Berlín, 2004, pág. 95.
(51) Cfr . Álvaro d´O rs, Papeles del oficio univ ersitario, Madrid, 1961, págs. 310 y
sigs. (52) Félix A. Lamas, Los principios internacionales, Buenos Air es, 1989, pág. 58.
(53) Bernardino M ontejano, Curso de derecho natur al, 8.ª ed., B uenos Aires, 2005,
págs. 255 y sigs. (54) Cfr . Juan V allet de G oytisolo, Tr es ensayos. Cuerpos intermedios. R epresentación
política. P rincipio de subsidiariedad, M adrid, 1981.
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tórico (55). Nada más alejado del reduccionismo “f u n c i o n a l” que
las palabras de d´Ors permitirían dejar entr e ve r. Pe ro que, me
p a r ece, se hayan contrapesadas al rechazar el one worl dm u n d i a l i s-
ta y al postular grandes espacios éticos, de ve rdadera comunidad,
en los que necesariamente el factor religioso tendría un papel
i m p o r tante (56). Por todo ello, creo que podría concluirse que la
Hispanidad puede constituir un modelo de superación de los
Estados actuales, a través de la articulación de un gran espacio,
con base histórica, y unidad moral, con el principio de subsidia-
riedad y el particularismo foral como ejes. En contra juega el contexto disolutorio de la crisis p re s e n t e .
Que hace temer que con el Estado caiga algo de más permanente
y noble: la propia comunidad política. Lo que no es de excluir en
las condiciones presentes con un nihilismo rampante. Por eso,
e n t r e los signos contradictorios que signan siempre toda crisis,
hemos de contemplar con cautela muchos fenómenos de la expe-
riencia hodierna. El propio Ál va ro d´Ors, hace poco citado, escri-
bía a p ro p ó s i t o :
“La crisis del ‘Estado nacional’, en todo el mundo, permite con -
j e t u r ar (…) una superación de la actual est ru c t u ra estatal: ad extr a ,
por organismos supranacionales, y a la vez, ad intra, por autonomías
region ales infranacionales. P e ro, por un lado, aquellos organismos se
han evidenciado absolutamente vacíos de toda idea moral, como no
lo sea la muy vaga y hasta aniquilante del pacifismo a ultranza, que
sólo sirve para f avo recer la guerra mal hecha; por otro lado, el auto -
nomismo se está abriendo paso a través de cauces re volucionarios, a
veces anarquistas, pero siempre desintegrantes, que no sirven para
hacer patria, sino sólo para deshacerla. Así, resulta todavía hoy que
ese ‘Estado nacional’ llamado a desapar e c e r, subsiste realmente como
una débil re s e rva de integridad moral, pero sin futuro” ( 5 7 ) .
Buena parte de mis escritos en sede de teoría política se han
centrado en tal problema. Que no debe perderse de vista. A u n q u e ,
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(55) F rancisco P uy lo trata sintéticamente en “Derecho y tradición en el modelo
foral hispánico ”, Verbo (Madrid) n.º 128-129 (1974), págs. 1013 y sigs.
(56) Ál va ro d´Ors, Nu e v a introducción al estudio del der e c h o, Madrid, 1999, pág. 188.
(57) Álv aro d´O rs, “Tres aporías capitales ”, Razón española (Madrid) n.º 2 (1984),
pág. 213.
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en nuestro caso, tampoco la realidad de una Hispanidad que dese-
amos creciente. Lo que conduce a extremar la cautela en estos
tiempos de confusión.C) Re p a r emos finalmente en la monarquía. El mando es per-
sonal. Y el mando personal re q u i e re de algunas características que
lo sitúen fuera de la discusión, para darle estabilidad, para darle
continuidad. Más aún, la monarquía, en el fondo, no se comp re n-
de sin una cierta participación sacral. La monarquía parte, pues,
de una concepción familiarista y sagrada. En primer lugar, la monarquía como forma política no es otra
cosa que la continuidad de una sociedad, que está constituida por
familias, a través de la continuidad de una familia, la familia re a l ,
que simboliza y actualiza la continuidad de todas y cada una de
las familias y en la que –de alguna manera– participa la p rov i d e n-
cia ordenadora de Dios a través de ese orden que da continuidad.
P e d ro Sáinz Ro d r í g u ez, un monárquico dinásticamente liberal,
p e r o de pensamiento tradicional en algún momento de su vida,
decía que las monarquías plantan bosques y las repúblicas los
talan. Idea que está acreditada en la experiencia política española
(y aun hispánica) de los siglos XIX y XX, y que singularmente
p e r cibimos hoy con claridad cuando hemos de dolernos de la
ausencia de visión larga y decisión generosa, sustituidas por el
c o r to plazo y el spoil system:se finge gobernar para conservar el
poder y se cae en la demagogia cuando no en la cleptocracia. De
tal manera que, con una visión de esta naturaleza –y no es sólo la
depauperada, la partitocracia, pues es connatural al principio elec-
t i vo como única variable para la determinación del régimen– la
vida política se agota en los procesos electorales, tornándose siem-
p re más discontinua.
De tal manera que la virtualidad de la monarquía, ligada al
principio de la legitimidad, esto es, al mantenimiento del princi-
pio de aquél que tiene derecho, y que no solamente tiene d ere c h o
por nacimiento, sino que lo conserva por su comportamiento, es
fuente de esa continuidad santa que se denomina tradición. Es esa
p res encia de la monarquía legítima la que ha permitido la conser-
vación del movimiento popular, intelectual y social que llamamos
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carlismo, y la que hubiese sido muy difícil de pensar con una acti-
tud puramente intelectual, desencarnada.Además, la monarquía ofrece una gran flexibilidad para
re c o n s t ruir grandes espacios al margen de la cerrazón de las
e s t ructuras estatales. Esa es una de las grandes razones por las que
la monarquía se hizo hereditaria y se institucionalizó como fór-
mula de estructuración y articulación territorial.
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