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1986

La doctrina social católica

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Civilización y colonización

CIVILIZACION Y COLONIZACION
POR_
RAFAEL GAMBRA
El consenso general de los humanos -y el lenguaje común
en que se
expresa-avalan la idea de que el ·hombre es social
por
naruraleza y que es en el medio social donde desarrolla sus
potencias
y donde depura y perfeccion su carácter. Es, precisa·
mente,
la idea contraria al naturalismo de Rousseau, para quien
el hombre, naturalmente recto y puro, se envil,,ce y malea en el
seno de la sociedad.
Resulta
fácil confirmar aquella idea a través de los califica­
tivos más comunes que el lenguaje aplica a los hombres en ra­
zón de su refinamiento y perfección. Imaginemos a la ciudad,
como en otro tiempo era, a modo de un recinto limitado por
murallas defensivas ( o de simples cerramientos protectores) que
lo separaban del exterior
campestre. El núcleo más selecto y
cultivado de ese recinto lo constituía la
corte, sede de la aristo­
cracia que rodea al Príncipe: de ah$ derivan los términos cóf'tés
y cortes/a para expresar el más alto refinamiento en las maneras
y costumbres. De la civitas en su conjunto nacen fas expresio­
nes civismo, civil, civilizado, acreditativas de una pesfección hu­
mana. De su nombre griego, polis, derivan en francés los tér­
minos poli y po/itesse, y en español el de policía, que en su
sentido originario significaba
limpieza y decoro. (Todavía en el
lenguaje castrense una
revista de policía es una_ inspección del
aseo
y compostura de la tropa). Del término equivalente urbs
(urbe)
surgen las expresiones urbano y urbanidad.
Fuera de la ciudad están los campos, donde disminuye el
influjo de
]¡¡ civitas y· de la civilización. De la palabra latina rus
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(campo) derivan los términos rural, rústico y rudo, que son ya
peyorativos. Su equivalente ager da lugar al término agreste,
con análoga connotación.
Más allá de los campos se extienden
los cerros, qtie prelu­
dian a las incultas montañas. De ahí el calificativo cerril, de más
acentuado sentido descalificador. Los montes que siguen a los
cerros dan lugar a los calificativos
montuno y montaraz. En lo
más profundo de los montes se hallan las
selvas, a donde apenas
llega el eco de la civilización: de ahí los calificativos
silvestre,
selvático
y salvaje. Y, en fin, más allá de los límites últimos de
la civilización
se halla lo ajeno a ésta, donde habitan los bárbaros,
término que, sobre el significado inicial de extranjero, tuvo
siempre
· el de extraño a toda cultura, supremamente rudo e
incivil.
Cabe así definir a la civilización como d cultivo o pulimen­
to que los
homb¡es y sus relaciones adquieren a través de la
vida en común. Es cierto también que la Modernidad
· ha · acen­
tuado una opuesta valoración que exalta lo rural y cercano a la
naturaleza sobre el ámbito ciudadano o civil. Desde la poesía
bucólica
y pastoril, pasando por los movimientos románticos,
esa tendencia culmina hoy en las corrientes. ecologistas y
simila­
res. Pero esta reacción hacia las fuentes de la naturaleza no ha
calado en la valoración popular
ni en el lelnguaje común, ni
desplazado de él las reseñadas expresiones calificadoras. No
se
trata, por supuesto, en aquella constelación de términos valora­
tivos o descalificadores de una exaltación de la concentración
ciudadana sobre una cultura extendida territorialmente
en cam­
pos o en costas. Se trata, más bien, de la contraposición entre
quienes viven insertos en una
cultura humana con fuertes lazos
de sociabilidad y quienes viven aislados o manteniendo remotos
lazos con una medio humano civilizado.
La
experi~cia confirma, por su parte, las valoraciones que
el lenguaje consagra. La supuesta inocencia infantil es en lugar
común que _ crea ·fuertes reservas en quienes tratan con niños.
Mejor que de inocencia cabria hablar en éstos de ignorancia e
e
inexperiencia. El niño es, como el adulto, una mezcla de las
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rectas tendencias de una naturaleza creada buena por Dios y de
las reliquias,
demasiado evidentes, del pecado original. El niño
pequeño suele mostrarse cruel con otros niños que tengan
al­
guna tara o defecto físico, en los que ve s6lo un objeto de burla
y escarnio. S61o con su crecimiento en un medio social lleva a
ver en ese niño un sujeto como
él, que sufre y al que hay que
respetar y proteger. Por modo
tal que la influencia de una so­
ciedad medianamente sana despierta en el niño buenos senti­
mientos y purifica-
sus pasiones. El «buen salvaje» no pasa de
• ser un mito o una ideaci6n sobre falaces preconceptos.
* * *
-Se entiende por colonizaci6n el establecimiento de emigran-
tes o
colonos de un país en tierras nuevas, despobladas _ o débil­
mente pobladas y cultivadas. Este término ha sufrido una evolu­
ci6n intencionada y fomentada
· en las últimas décadas. La obra
colonizadora era a principios de este
siglo un timbre_ de gloria
pata
el pueblo que la ejercía al ser considerada como su propia
expansi6n y la expansi6n también del medio civilizado. Hoy,
en cambio, arrastra
una connotaci6n denigratoria que equivale
a opresi6n sobre pueblos indefensos, obra
de «imperialismo»
y abuso del débil.
En realidad, la expansi6n de lÓ. pueblos por vía de coloni­
zación es algo en cierto modo natural y, por supuesto, inevita­
ble en términos generales. La historia del mundo es una historia
de colonizaciones.
Da a menudo la impresi6n de que los evolu­
cionistas que llegan a afirmar el transformismo de las especies
se
muestran_, en cambio, fijistas en lo que a la distribuci6n de
tierras
y continentes se refiere. Como si cada pueblo o raza tu­
viera asignada desde los orígenes del mundo
una porci6n del
planeta cuya posesi6n patrimonial les estuviera
PQr siempre ga­
rantizada. Griegos, fenicios y romanos coloniz_aron a España en
la antigüedad; espafioles e ingleses colonizaron a América; Afri­
ca fue colonizada por las naciones europeas y ahora son Norte­
américa
y Rusia quienes la re-colonizan a su modo. Se trata de
·~·-, -
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un fenómeno universal y constante. Y, como en toda obra hu­
mana, ha habido colonizaciones (moralmente) buenas y otras
ma­
las o medianas.
La acción colonizadora suele realizarse mediante. el estableci­
miento de
factorías y el asentamiento de colonos en puntos es-·
tratégicos que permitan la extracción y transporte de los pro­
ductos que del país
se obtengan. Simultáneamente, y a veces
sin pretenderlo el colonizador, se opera una lenta penetración
de la religión, la cultura y las costumbres en el entorno de las
ti~s ocupadas. En las colonizaciones realizadas por pueblos•
cristianos esa · penetración suele ser precedida por la labor de
los misioneros, cuyas
miras difieren a menudo de las del colb­
nizador.
Caso diferente y en cierto sentido único fue la colonización
de América por los españoles. Allá, más que de colonización
debe hablarse de penetración cultural . o de extensión de nues­
tras fronteras. Incluso de una profunda y rapidísima asimila­
ción de pueblos
mediante un fecundo mestizaje. No habían pa­
sado cincuenta años desde el descubrimiento cuando ya se erigían
en la América española catedrales y universidades de la magni­
tud e importancia de las peninsulares. La actitad de los con­
quistadores de América ante sus nativos difirió esencialmente de
la observada en las penetraciones y guerras con los pueblos
africanos. A éstos se les consideraba, por musulmanes, enemigos
de la
fe cristiana y se estimaba . lícito su sometimiento y escla­
virtud, tal como los árabes practicaban con los cautivos cristianos.
Y por extensión
se daba análogo trato a los pueblos negros del
intetior, por más que fueran extraños al Islam.
Ante los indios americanos, en cambio,
se procuró desde un
principio
su atracción y su alianza, y sus vidas y haciendas fue­
ron protegidas· por leyes de la Corona que les otorgaba análoga
consideración a la de los súbditos peninsulares
.. Basta leer, por
ejemplo, la veracísima
Historia de la conquista de Nueva Espa­
ña de Bernal Dfaz del Castillo para darse cuenta de que la acti­
tud ·del conquistador era esa, por más que en casos se cometiesen
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• abusos e infracciones de aquellas leyes protectoras. ¿ Por qué
esa diferencia de trato y actitud?
Pienso que su razón última ha de buscarse en
las motivacio­
nes que pesaron en el ánimo de los Reyes Católicos para sufragar
"'1 fiota del descubrimiento y las sucesivas expediciones. Cuando
se preparaba la empresa· de Colón nó
se había tomado todavía
Granada:
las circunstancias no propiciaban el deseo de adquirir
nuevas tierras en países desconocidos. El designio

no tuvo un
carácter nacional sino cristiano; es decir, radicado en la estrate­
gia conjunta de la Cristiandad que determinaba entre sus pue­
blos y príncipes acciones comunes frente a peligros comunes que
a todos amenazaban. Es preciso, para comprenderlo, ponerse
en
la situación de la Cristiandad en. aquellas postrimerías del si­
glo xv. Hacia Oriente .limitaba ~ta con un inmenso telón• de
pueblos islamizados que se
extendía desde los confines de Rusia,
por todo el Oriente próximo y
el Norte de Africa, hasta la pro­
pia Granada.
Se desconocía la profundidad de ese frente y las
amenazas potenciales que albetgaba. Si los árabes de España se
mostraban en franca retirada
·y pronto se coronarla la Recon­
quista con la toma del reino de Granada; irrumpía, en cam­
bio, desde el oriente islámico la nueva y terrible amenaza de
los turcos, que habían tomado Constantinopla,
la inexpugable,
y pronto estarían en
las poertas de Viena. En el Mediterráneo
el poderlo árabe habla voelto a imponerse.
Por otra parte, desde tiempos de Marco Polo
y a través de
la ruta de
fas especias se había mantenido en Europa la confusa
idea de que
al otro lado del mundo · islámico pervivía otro sec­
tor cristiano al que la expansión árabe del· siglo VII había des­
conectado del occidental. Había pervivido durante siglos la 1~
yenda del reino del Preste Juan de las Indias, reino cristiano al
otro lado del Islam, leyenda que hablan
reforzado las recientes
exploraciones portuguesas

del reinado de Juan
II. Incluso en
aquellos
mismos años el navegante Pérez de· Covilha había. logra­
do enlazar con ese reino, que no era otro que el de Abisinia,
por
más que· tales noticias continuaban a la sazón inciertas.
Pero
la idea era ya antigua entre los príncipes de la Cristian-
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• c:lad: se trataría de viajar. hacia Occidente para enlazar con esa
hipotética mitad de la Cristiandad y, más tarde, en accióri con•
junta atacar al Islam por ambos frentes. Tal fue la principal
mira de los Reyes Católicos que patrocinaron el descubrimiento,
por
más qt1 en el ánimo de navegantes y soldados pesara -'tnás
el natural anhelo de· forttina y aventura, y en el misionero cl
de extender la fe y salvar almas. Pero aquella motivación· inicial
explica el trato respetuoso que desde un principio se otorg6 a
los nativos de América.
Se trataba de la falsa suposición de que
se habían alcanzado las Indias por Occidente y de que en ellas
habría de encontrarse a cristianos, futuros aliados en una acción
combinada contra el Islam.
No podían suponer aquellos hombres· que
América era sólo
un accidente en el camino de"las verdaderas Indias, y que ne­
cesitarían atravesar un océano aún más extenso para encontrar
en -los «moros de J oló» el extremo asiático del Islam, y, más
tarde, el exiguo reino cristiano de Abisinia. Para darse_ cuenta
también
de que las esperanzas en esa operación-tenaza carecían
de fundamento.
No. podían tampoco prever que el avance de los
turcos sería detenido por la propia Cristiandad occidental en
Lepanto
y a las puertas de Viena, ni que esa sería la última
oleada de islamismo.·
Esa motivación estratégica enaltece aún
más la acción civi­
lizadora de España en América. Los españoles no buscaron un
imperio, ni aun marcharon para ampliar
sus límites. colonizando
nuevas tierras. América fue para ellos
como un don del Cielo,
al que supieron responder con -el sobrehumano valor _de sus con­
quistadores y el celo ardoroso de sus. misioneros .. La civilización
triunfó allá de lo que Menéndez Pelayo llamaría «las más . bár-·
baras gentilidades» y de un fecundo mestizaje surgió en aquel
gran continente
la más hermosa. prolongación de la . Cristiandad
hispánica.
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