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1989

589-1789

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La Revolución Francesa y la perversión del lenguaje

LA REVOLUCION FRANCESA Y LA PERVERSION
DEL LENGUAJE
POR
MARIO SORIA
Objeto de esta ponencia es apuntar la adulteraci6n semánti­
ca que enseñó la Revolución francesa y aprendió, con celo dig­
no de mejor causa, nuestro mundo contemporáneo. Empezare­
mos, por lo tanto, con una breve introducción y
después tratare­
mos sucintamente de ese falseamiento en época de la famosa re­
belión y en los días actuales.
Con las
palabras nos encontramos, por así decirlo, como si
fueran un hecho natural cualquiera. A primera vista tienen una
significación invariable, establecida desde siempre, igual que
un
río sigue su curso o una montaña ocupa determinado espacio.
Nunca lograremos -al menos, eso creemos-que «libro» signi­
fique «tomate» o «estrella», «tortuga», metáforas
aparte. Sin
embargo, esa firmeza que parece «aere perennius», es sumamente
frágil cuando se
s"be cómo socavarla.
Para aclarar lo que acabamos
de decir, observemos que en
una palabra cabe distinguir tres elementos: el sonido, el signifi­
cado
y la intencionalidad. Así, el término «malo», por ejemplo,
consta de dos sílabas, compuestas a su
vez de letras; indica, ade­
más, una cualidad precisa y puede aplicarse a determinados se­
res o hechos. La variación de que hemos hablado hace un mo­
mento se refiere al sonido o pronunciación ( asunto que aquí no
nos interesa),
al sentido y a la aplicación, volviéndolos de correc­
tos, incorrectos. Dicho de otro modo,
se altera el significado
de
«malo», ampliándolo o restringiéndolo indebidamente, y se
designa con ese carácter
cosas que, de modo arbitrario, reciben
un sambenito. -
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¿Cómo se produce esa alteración que, en el fondo, no es sino
un error mantenido y difundido? A nuestro juicio,
la misma se
prepara a causa de la hipertrofia de las abstracciones, de la ideo­
logización que contamina hasta los términos
más sencillos, re­
feridos a las cosas concretas y ordinarias de la experiencia co­
tidiana. De esta forma, el sentido espontáneo de las palabras
se va olvidando y predomina un sentido artificioso. Los clásicos
iban de lo particular a lo general; nosotros, al contrario, solemos
partir de una idea preconcebida y,
de acuerdo con ella, juzgamos
el mundo. Aquéllos atesoraban un riquísimo vocabulario, corres­
pondiente a la multitud de cosas que llamaban
su atención; no­
sotros apenas si tenemos algo más que conceptos que sirven de
comodines y unas pocas palabras que empleamos como muleti0
llas. Así se debilita la precisión del lenguaje, facilitándose la
aparición de significados espurios. La indeterminación semán­
tica es tierra abonada para que cualquier camarilla, fraternidad
ideológica o conciliábulo poderoso acredite una noción, repitién­
dola incesantemente, hasta lograr que
la admita el público.
Y a antes de la Revolución francesa habianse dado casos de
adulteración lingüística. Concretamente
en el siglo XVIII, los vo0
cablos «jesuita», «fanático», «jansenista», «tomista», que que-'
rian decir algo inequívoco, tornáronse ambiguos por el conteni0
do peyorativo o meliorativo, en su caso, que se les dio, con lo
cual se aplicaban malintencionadamente y de forma inadecuada.
Entre el significado primitivo, auténtico, y el derivado sólo había
uli vago parentesco. Así, por ejemplo, era «tomista», ¡,ara los
ministros
de Carlos III, todo individuo que secundase la polí­
tica sectaria de aquel rey y sus allegados contra la Compafifa de
Jesús. Al contrario, era «jesuita» quien la reprobase. Huelga
se'
ñalar que los partidarios dé la persecución no conocian ni por el
forro la doctrina del
de Aquino, y que los favorecedores del ins­
tituto ignaciano no pertenecían a éste ni como profesos, ni como
novicios, ni como legos. Y respecto del vocablo «fanático», «fa­
natismo», el padre Isla advirtió meridianamente la adulteración,
en su Anatomla del informe de Campomanes. Dejemos al ilus­
tre leonés decírnoslo, que lo hará con mucho mayor brío y ele-
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gancia del que nosotros seamos capaces: «Sólo deseara yo ------- Isla, reficiéndose a Campomanes-que nos explicara con clari­
dad qué entiende
él por «fanatismo»; voz curiosa que hoy se ha
hecho de moda en todo político a la
«derniere». Pero es preci­
so que convengamos en fijar el significado de esta formidable
voz. Hasta pocos años ha,
sólo se llamaban fanáticos a aquellos
genios exóticos, inquietos, bulliciosos y turbulentos que, forjan­
do castillos de viento en su lisiada y alborotada imaginación,
ni
ellos tenían sosiego, ni le deja¡ban tener a los demás; maquinan­
do siempre nuevos y disparatados proyectos en todo
género de
materias, sobre principios puramente ideados y soñados ... Pero
de algunos años a esta parte
se ha dado en la voluntad tanta do­
nosura de llamar fanáticos a todos los que hacen profesión de
religiosos, píos y devotos, dando
un piadoso asenso a todas aque­
llas
cosas extraordinarias que no tienen disonancia ni con la re­
ligión, ni con la prudencia. Item, son llamados fanáticos todos
aquellos que, en varios puntos pertenecientes al dogma y a la
disciplina de la Iglesia, creen buenamente lo que creyeron
sus
abuelos; no quieren criarse con otra leche que con aquella que
mamaron; y llevan muy a mal que se introduzcan en este siglo
máximas de religión, cuando menos muy dudosa, que se descono­
cieron en todos los pasados. También son agregados al cuerpo
de los fanáticos todos aquellos que miran con un género de com­
pasión cierta clase de críticos modernos que, a bulto y de montón,
hacen burla, desprecian y rechiflan todo lo que suena a
cosa so­
brenatural y prodigiosa, escarneciendo de todo lo que no alcan­
zan y blasfemando todo lo que ignoran». Hasta aquí el padre
Isla
(1 ).
Este uso torcido de las palabras tuvo su auge, y hasta po­
dríamos decir que fue sistematizado, durante los acontecimien­
tos que comenzaron con la toma de la bastilla parisiense. Los
cabecillas del cataclismo religioso, político y social que asoló a
nuestros
vecinos, se encontraron con un lenguaje fijado median-
(1) Anatomia del informe de Campomanes (León, 1979), párrafos
420 y
sigs.
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te la academia francesa y los grandes 'escritores del renacimiento,
la edad barroca y la ilustración. Las palabras ya tenían su signi­
ficado;
la claridad, la concisión, el orden (para nosotros, de len­
gua castellana, orden bastante frío e insípido, dicho
sea de paso),
caracterizaban
el lenguaje cultivado, que en principio pertenecía
también a la mayor parte de los corífeos de la subversión. Los
revolucionarios no se alzaron teóricamente contra esa forma de
hablar y de escribir, pero sí lo hicieron prácticamente, casi sin
darse muy bien cuenta de ello. Hipó lito T aine observó que las
arengas, discursos, artículos, relaciones, opúsculos, debates, etc.,
donde intervinieron o cuyos autores eran Robespierre,
Mara-t,
Condorcet, Desmoulins y «tutti quanti», formaban un abun­
doso torrente de palabraría, pero que contenían
escasísimas ideas
meditadas, hechos concretos, descripciones exactas de
la realidad.
No consistía toda esa morralla verbal sino en emociones
y pa­
siones, gritos y extravagancias, o bien se resumía en una ideolo­
gía pueril y cerril llevada hasta sus últimas consecuencias, sin
cuidarse lo
más mínimo de la experiencia. Como decía el autor
de «Los orígenes de la Francia contemporánea», refiriéndose
es­
pecialmente a la obra de ·Condorcet: «Escolástica de pedantes con
énfasis de energómenos» (2).
A
esa perversión del contenido en general, o sea la degrada­
ción de una lengua que pasó de ser
vehículo del pensamiento a
serlo de
la ideología y las pasiones, correspondía la perversión
de las palabras mismas, que perdieron parcialmente su
siguifica­
do y adquirieron uno postizo, pero de mucha mayor eficacia
que
el original. ¿Cuáles eran los términos adulterados? Mencio­
nemos algunos: «nación», «aristócrata», «fanático», «patriota»,
«pueblo», «usurero», «acaparador», «ley», «libertad», «derecho»,
«bandido», «conspirador», «contrarrevolucionario», «realista»,
«fe­
deral», «filosofía», «reacción», «república», «razón», «supersti­
ción», «salvación pública», etc., habiendo también frases enteras
acuñadas en
el mismo molde: «Excitar la guerra civil», «Se en­
venenan los espíritus», «Se agitan las antorchas de la discordia»
(2) Vol. V (París, s/d), págs. 24 y sigs.
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y mil otras tan rimbombantes, huecas y odiosas mo las mencio­
nadas (3).
Ninguno de los vocablos alterados volvióse ininteligible.
To­
dos los entendían; los bandos antagonistas conv nían parciahnen­
te en el significado de dichas palabras; pero a éstas se las imbuyó
de un sentido excluyente o peyorativo que las
desvirtuaba por
completo. Sólo
la cáscara quedaba de las mismas, igual que de
los huevos que sorbe una comadreja. La
voz «nación», por ejem­
plo, que designaba el país, sus habitantes, historia, instituciones,
acabó comprendiendo únicamente
a la oligarquía jacobina y a sus
adláteres y partidarios. Los demás franceses hallábanse desnacio­
nalizados. Igual cosa sucedía con
el término «patriota»; nadie
lo era, sino
los gobernantes, la chusma que los secundaba y el
ejército revolucionario. Cualquier crítica, cualquier contradicción
considerábase sinónimo de antipatriotismo,
de traición, no obs­
tando para la descalificación de una persona los méritos que ésta
hubiese adqurido precisamente
al servicio de su país. Aún era
más chusco el caso de la voz «aristócrata», que designaba el de­
lito de pertenecer a determinada clase social, siendo durante la
Revolución francesa una de las primeras veces que en Occidente
se consideró crimen no un acto, sino una condición. El mero
calificativo condenaba: ;Flagitium nomini inhaerens», como di­
ría Tácito. Pero el vocablo de marras era ambicioso: no se con­
tentaba con reprobar a los miembros de la nobleza, sino que de-
(3) Muchos de estos términos y _las oraciones derivadas los tomamos
del libro de JuAN FRANCISCO DE LA HARPE, titulado en la versión castella­
na: De lo que significa la palabra «fanatismo» en la lengua revolucionaria
(Madrid, 1838), págs. 16, 17, 22, 23, 154. Al autor, que escribi6 esta obra
en 1797, ya lo conocen los amigos de Verbo, porque de él se public6 ín­
tegra, hace pocos números, una profecía atribuida a Cazotte. El libro acer­
ca del fanatismo no tiene las consideraciones trascendentales de José de
Maistre, ni los análisis sociales minuciosos de Taine y de Tocqueville, ni
la elegancia y el extraordinario sentido común de las reflexiones de Burke;
pero sí está animado por ·una especie de dialéctica furiosa que lo lleva a
arremeter contra los errores y horrores de la revoluci6n, con la elocuencia,
el ingenio y el saber propios de un gran escritor, cuyas desgracias y desen­
gaños acaban de devolver al redil católico.
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signaba a todos los enemigos del regunen imperante, fuesen
de la clase que fueran. Y así resultaban «aristócratas» obreros
lioneses, campesinos bretones
y vandeanos, científicos, labradores
deseosos de salvar su cosecha de la incautación,
costureras que
asistían a la misa de un sacerdote refractario, lacayos fieles a sus
amos, abogados que
se atrevían a defendet a algún preso políti­
co, etc. Nada importaba la inexactitud de la designación; nadie
se preocupaba de analizar el significado y de usarlo correcta­
mente; sólo
se buscaba despertar Ia pasión, insultar, proscribir.
En cuanto al término «fanático»,
ya lo habían manoseado,
sobado y amasado a su sabor muchos estadistas cortesanos. De
eso nos ha hablado el padre Isla.
La Revolución francesa, que
a menudo
sacó las consecuencias de doctrinas nacidas al abrigo
de las cortes borbónicas y habsburguesas, amplió también
el
contenido de «fanático», de manera que el término abarcase a
todos los católicos sin excepción,
sacerdotes y laicos, hombres y
mujeres, ancianos y niños, nobles y plebeyos, cultos e ignoran­
tes.
Y como el «fanatismo» constituía delito capital, poblaciones
enteras resultaban condenadas, procediéndose en consecuencia
contra las mismas. Con expresiones que parecen calcadas del
je­
suita leonés, La Harpe dice que «en la lengua inversa llamada
lfrevolucionaria"», «el fanatismo es la creencia de cualquiera re­
ligión, la adhesión a la fe de nuestros padres, la convicción de la
necesidad de un culto público, la observancia de sus ritos y
ceremonias,
el respeto a los símbolos y, en fin, la deferencia re­
cíproca que es propia de todos los pueblos cultos y que los obli­
ga respectivamente a no violar en parte alguna los signos exte­
riores de religión» ( 4
).
A modo de prueba de esto que afirma La Harpe, mencione­
mos
el juicio de las célebres carmelitas de Compiegne. Conduci­
das ante
sus jueces, Fouquier-Tinville las acusó de «fanáticas».
Una monja le preguntó al fiscal qué
entedía él por ral palabra,. y
{4) Op. cit., pág. 11.
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éste le respondió que a causa de la religión que profesaban se
las condenaba como fanáticas ( 5).
Palabras que terminaron comprendiendo a todos los comer­
ciantes fueron «usurero» y «acaparador».
El pueblo culpaba de
la carestía a los intermediarios, saqueaba sus tiendas o los acusa­
ba de estar «gangrenados de aristocracia».
El gobierno, por su
parte, consideraba «acaparador» al agricultor que no llevase cada
semana su producto al mercado; al comerciante que no exhibiese
sus existencias, sin faltar ninguna; al industrial que
no justi­
ficase
la elaboración diaria de cuanta materia prima .almacenara.
La guillotina esperaba a los contraventores.
De acuerdo con este
sistema, enemigos públicos eran casi todos los cultivadores de la
tiena, hortelanos, granjeros, aparceros, maestros artesanos, ta­
berneros, panaderos, carniceros. Nadie se preguntaba si la esca­
sez procedía del desorden producido por las confiscaciones agra­
rias de toda índole y por la guerra, ni si era justo. obligar, en
nombre de la libertad y la fraternidad revolucionarias, a un co­
mercii;mte a malbaratar su mercancía. La denominación injuriosa
decidía inapelablemente el caso.
En nuestro siglo es cuando llega a su colmo la distorsión del
lenguaje. La propaganda política y la publicidad ( vale
\lecir lo
mismo Oriente que Occidente, igual los regfmenes totalitarios
que
la democracia de corte anglosajón) adulteran la palabra, dán­
dole sentidos nuevos, neosemias, pero pretendiendo siempre no
haberse apartado del significado prístino. Limitémonos
al len­
guaje político.
Quienes
de forma más estrepitosa violentan las palabras, son
sin duda los comunistas, y en esto dan ciento
y raya a los viejos
maestros galos. Ellos han insuflado en el lenguaje un espíritu
(permitasenos la expresión, aunque nada sea menos espititual
que la metamorfosis
ma,;xista) completamente nuevo, creando una
esco)ástica
«ad hoc» y enjuiciando todos los hechos conforme a
• ese criterio inusitado. Arturo Koestler nos lo explica muy bien,
(5) Wrr.LIAM BusCH: Bernanos y las carmelitas de Compiegne (en
francés), artículo de la revista «El Mensajero Ortodoxo», núm. 100 {París,
1985), pág. 73.
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refiriendo las lecciones de sus mentores comunistas, lecciones
que parecerían caricatura del escritor húngaro,
si no reflejaran
fielmente una monstruosa tergiversación. Koestler objeta
a su
instructor
que la ética matrimonial marxista se parece como un
huevo a otro a la
moral burguesa, y el profesor replica: «Tu
pregunta, camarada, demuestra que piensas en sentido mecani­
cista y no dialéctico. ¿Cuál es la diferencia entre haber una
pistola en manos de un
policía y haberla en manos de un miem­
bro del proletariado revolucionario?
La diferencia entre un he­
cho y otro hela aquí: el policía es un lacayo de la clase dominan­
te
y su pistola, por lo tanto, es instrumento de opresión, mien­
tras que esa pistola en manos de un revolucionario es medio de
liberación de las clases oprimidas.
La misma diferencia es válida
para distinguir
la llamada moral burguesa de la proletaria. La
institución matrimonial, que en la sociedad capitalista simple­
mente refleja
la corrupción de la moral burguesa, se convertirá
en sana sociedad
proletaria, mediante un cambio dialéctico de
función» (6).
De esta forma no existe palabra, institución, hecho, perso­
na
ni cosa inmune a la alteración, según haya que arrimar el as­
cua a la sardina partidaria. Concretamente, los vocablos tienen
significados contradictorios, y para discernir el genuino, más que
conocer el idioma o la realidad importa
el criterio político.
Pero si escandalosamente cojean los sistemas totalitarios, no
son menos cínicas las democracias, aunque otra cosa pretendan.
Aparte del lenguaje de la publicidad, lenguaje que no pretende
manifestar
la verdad, sino exclusivamente acreditar algo, y que
habla de manera que las palabras
se vacían de significado, pa­
sando a ser simples estímulos; aparte -decimos-del lenguaje
publicitario, también el
lenguaje político occidental ha perfeccio­
nado las lecciones primerizas de
Ia Revolución francesa, hastá
convertirse en dechado de falsificación. Piénsese, por ejemplo,
en
el vocablo «fascista», que ha dejado de tener cualquier rela-
(6) KoESTLER: Ein Gott der keiner war (Münich, 1962), págs. 42
y sigs.
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ción, por lejana que sea, con el régimen de Mussolini, e incri­
mina a la persona enemiga del comunismo, o sencillamente a
quien, defendiendo sus derechos,
se opone a tropelías toleradas.
Así, resulta ser «fascista» el
adversario de Fidel Castro, el de­
fensor de la libertad de enseñanza, el lector de Verbo, quien
impugne el aborto y la entanasia, o sencillamente el ciudadano
que proteste porque los festejos populares de un alcalde caman­
dulero no dejan
domúr al vecindario.
Particu:larmente
el término «democracia» ha sufrido una asom­
brosa transformación. En otras épocas, simplemente designaba
un sistema político, legítimo igual que otros distintos de ella.
Los tratadistas le asignaban virtudes y defectos, la preferían o
repudiwban siguiendo razones e inclinaciones. Hoy, en cambio,
es
el único régimen lícito y viable, Quien la rechace está excluido
del comercio humano,
es un bátbaro capaz de todas las atrocida­
des, comparadas con
las cuales el bombardeo de Dresde, la des­
trucción de Hiroshima, la venta de armas químicas francesas al
gobierno iraquí resultan juego de niños. Toda
vez que se habla
de democracia, los ojos bien nacidos
se ponen en blanco y por
la espalda de los justos corre un escalofrío, Lo que fue forma
de gobierno sujeta al análisis, es hogaño el suelo que nos
sus­
tenta y el cielo que nos cubre, mito,. diosa a la que cantaba uno
de los poetas
más vacuos y verbosos de que hay memoria, amén
de
más patrioteros: Walt Whitman (7).
De
la corrupción del lenguaje político, como llama a esta am­
bigüedad el profesor norteamericano Walter Laqueur, se pueden
aducir un sinfín de otros ejemplos. «Guerrillero», pongamos por
caso,
voz cuyo sentido es simpático, designa siempre al comunista
salvadoreño o vietnamita que combate contra su gobierno, pero
nunca al campesino afgano
ni al soldado nicaragüense enemigo
del régimen de Managua: a estos últimos
se les reserva el apela­
tivo de «rebelde» o de «contrarrevolucionario», cuando no los
designan como terroristas. Parecido falseamiento han sufrido los
calificativos «conservador», «liberal», «derechista», «izquierdis~
(7) Cf. WHITMAN: The complete poems (1975), págs. 150, 521, 536.
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ta», «socialista», «comunista», etc. ¿No son actualmente arque­
tipo de conservadurismo los adversarios de Gorbachov, igual que
si fueran correligionarios de Margarita Thatchet? ¿No fueron
los despotismos existentes detrás del
telón de aceto denominados
siempre regímenes «socialistas», nunca «comunistas», para evi­
tar la resonancia negativa de esta última palabra? ¿No se ha en­
contrado, acaso, en la vez «nacismo» una oportunísima síncopa
o contracción de nacionalsocialismo, soslayando así, como obser­
va Kühnelt-Leddihn, comprometedores parentescos con partidos
ahora tan en
boga? ¿ No llaman a Fidel Castro los medios de co­
municación invariablemente «comandante», «doctor» o «jefe de
gobierno», mientras que no menos invariablemente el nombre de
Pinochet
va precedido del infamante «dictador»? ¿No forman
en el Líbano los maronitas
la «derecha» y los musulmanes la
«izquierda», sin perjuicio de que estos mismos musulmanes nu­
tran en Persia las filas de la teocracia y sean antagonistas de
los secuaces del liberalismo
y del marxismo? El término «paz»,
¿ no significó para Rusia la posibilidad de expandir sin peligro de
guetra su imperialismo peculiar,
mientras que para Occidente era
el medio de mantener mercados y continuar ganando.dineto? (8).
La misma ambigüedad sirve para callar o denunciar, según
conviniere.
¿ Quién no ha escuchado las burlas y reproches de
tanto experto oficial u oficioso acerca de las distintas ediciones
de
la «Enciclopedia soviética», que unas veces exaltan hasta las
nubes a ciertos personajes, dedicándoles decenas de páginas, pero
otras los silencian, reducen su biografía a breves líneas o
fos
arrastran por el fango? ¡Ah, qué bien se ve la paja en el ojo aje­
no! El periodismo occidental, ¿procede por ventura de forma dis­
tinta a la de las plumas asoldadas por Moscú? De mil casos que
podríamos mencionar a cuento de la adulteración de la verdad,
recordemos que, hace unos años, Salvador Dalí estaba
mal visto
por derechista
y católico, negándosele incluso calidad a su pintu­
ra
y tildándoselo de plagiario y vulgarizador del surrealismo;
(8) Cfr. LA'QUEUR: «Politik und Umgangsprache», en la revista Kon­
tinent,
núm. 36, enero a marzo de 1988, págs. 20 y sigs.
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pero, de súbito, convittióse en gloria nacional, inatacable e in­
marcesible. A Ernesto Jünger, denigrado no hace mucho como
ultranacionalista, belicista
y simpatizante de Gregorio Strasser y
de Roehm, lo proclaman hoy
las mismas voces condenatorias de
antaño gloria de las letras europeas: una condecoración universi­
taria ordenada ha hecho el milagro de
la conversión.
Si el pensamiento es o debe ser, según el realismo espontá­
neo del hombre todavía no viciado
ni desconcertado, «adaequa­
tio mentís et rei», la palabra tiene, a su vez, que ser
la eiopre­
sión veraz del pensamiento y, por ende, una «adaequatio verbi
et
rei, adaequatio verbi et vitae». Fl lenguaje presupone, pues,
la realidad, no la crea,
ni tampoco es una entidad autónoma. No
se puede ocultar, sin embargo, que las diversas civilizaciones, en
sus respectivos idiomas, expresan concepciones distintas del mun­
do, y que, como dice Fichte, para cada
pueblo es necesario su
idioma, no surgido al azar ni por elección arbitraria
(9). Cuando
se cambia de idioma -,;ostiene también Rafael Gambra-, se
cambia de alma (10). Pero, en todo caso, el idioma hunde sus
raíces en el ser multiforme, en este o aquel campo
de la reali­
dad, conforme al talante de cada cultura
y a la idea que se haya
hecho ella del mundo.
Y este vínculo de la palabra con la rea­
lidad, la base ontológica del habla, es lo que
se olvida siempre
que una facción política, una escuela económica, un grupo
cien­
tífico crea lenguajes artificiales, que nada tienen que ver con la
experiencia cotidiana ni con la tradición, ni siquiera con la cons­
titución natural del hombre, pero que sí son capaces de modifi­
carlo todo, mintiendo, enturbiando, confundiendo hasta provo­
car una catástrofe. Tarea urgente es, pues, huir, como reco­
mienda un filósofo checo, del lenguaje falso de fa política, la fi.
losofía, la historia, el derecho, la religi6n, las ciencias experi­
mentales, para reencontrar el verdadero lenguaje acerca de Dios,
la naturaleza
y el hombre ( 11 ). Y a este respecto no sería justo
(9) Reden an die deutsche Nation (Münich, s/d), pág. 61.
(10) El lenguaje y los mitos (Madrid, 1983), pág. 11.
(11) WENCESLAO BELOHRADSKI: «Die Flucht aus der Pseudosprache»,
en Kontinent, núm. 28, enero a marzo de 1984, págs. 52 y sigs.
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olvidar que la editorial «Speiro» cuenta entre sus publicaciones
al menos dos obras que denuncian la corrupción lingüística: la
ya citada por nosotros de Rafael Gambra: «El lenguaje y los mi­
tos» y «Trasvase ideológico inadvertido y diálogo», del brasi­
leño Plinio Correa de Oliveira.
Para terminar, refiramos una breve anécdota,
capaz de pro­
bar que, incluso reinando el embuste
y el terror, no se había ex­
tinguido la verdad. Acusada la duquesa de Grammont ante el
tribunal revolucionario de haber enviado dinero a los emigra­
dos, respondió.: «Podría negarlo, pero mi vida no vale una men­
tira».
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