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589 - 1789. Presentación de dos centenarios

589-1789
PRESENTACION DE DOS CENTENARIOS
POR
FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA C1GOÑA
Con mil doscientos años de diferencia se produjeron dos he­
chos que han marcado la historia, y que la hicieron seguir rum­
bos hasta aquellos días impensados, y también -¿pór qué
no?-, impensables. Ciertamente, ninguno de los protagon,istas
era consciente de lo que se estaba gestando. Pero sus actos, y la
bendición o la permisión de Dios, hicieron que el mundo cam­
biara
de camino y viviera otras historias.
Bien sé que somos
los hombres los que damos a las cifras
unos valores que en
verdad no tienen. Hubieran sido igual de
importantes la conversión de España y la Revolución francesa
sin
la redondez de ,]os ceros. Hubiera sido igual. Ahí estarían
como paradigma
de muchas cosas. De tantas, que podemos de­
cir que son
la cara y la cruz de la historia. Pero parece ser que
hasta estas simples convenciones . humanas -'los centenarios,· y
que hubiera
mil doscientos años justos de diferencia entre una
y
otra-, nos las juntan y aproximan a nosotros. Y, sin embar­
go, son la absoluta distancia. Son, en
aquella genial imagen agus­
tiniana, la representación de la ciudad de Dios y de la de los
hombres. Alguno pensará, quizá, que estoy
exagerando, que, coh un
chauvinismo español intento equiparar un hecho histórico de im-.
portancia cierta, pero local, con la gran convulsión que supuso la
caída del Antiguo Régimen y la aurora del mundo contemporá­
neo. No.
No es pasión de español que exagera sus glorias. Con­
fío que, tras mis palabras, lo entenderéis así.
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Porque los actos de los hombres no se agotan en sí mismos.
La madre que alumbra un hijo puede estar ofreciendo al mundo
a Beethoven o a san Juan de la Cruz. O al padre o a la madre
de Beethoven o de san Juan
de la Cruz. La pequeña victoria de
Covadonga pudo ser el
efímero triunfo de una escaramuza entre
reducidas
fuerzas y, sin embargo, fue el nacimiento de una pa­
tria. Lo que en un momento se hace puede no influir en nada o
cambiar la historia.
La importancia del III Concilio de Toledo no radicó en la
conversión
de · los godos, que, naturalmente, fue importante. Si
sólo fuera eso, Recaredo no tendría más gloria que Clodoveo o
que aquel príncipe de las estepas que,
siglos más tarde, bautizó
a la 'Rus' de Kiev.
No estamos celebrando el que un rey se convirtiera el 587 y
dos años después volviera a todo .su pueblo, .o a su pequeña par­
te de pueblo dominante porq~e la dominada ya era católica, a
la religión verdadera. Ese, ciertamente,
es un hecho para cele­
brar y los católicos de una patria
deben conmemorarlo. Pero es
tan pequeño ese hecho, con ser tan grande, en comparación con
lo que de verdad ocurrió, que casi
se pierde en la lejanía de los
tiempos.
Porque aquella conversión hizo a España. Que
· hasta hacía
poco no era más que unas provincias romanas y después un rei­
no dividido, pues unos españoles, los hispanorromanos, profesa­
ban
la verdadera fe y otros, los visigodos, la herejía arriana. Se
sentían distantes e incluso enemigos. Y aquella joven nación, re­
cién nacida como unidad, pues todos sus hijos se reunían como
hermanos en
la casa de Dios, apenas pudo disfrutar del aconte­
cimiento. Poco más de cien ·años después parecía desaparecer
para siempre. Y
la Cruz era barrida por la media luna.
Pero no fue
as!. Porque aquel bautismo toledano había sido
un bautismo distinto
y especial. Es como si las aguas de la re­
generación no hubieran lavado sólo los pecados e infundido la
gracia a los bautizados, que ciertamente fue así, como en cual­
quier bautismo, sino que también hubiese infundido la gracia a
España.
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Y ahí está la diferencia esencial. ¡Claro que Francia fue una
nación católica! E Inglaterra. Y Alemania. Y,
más tarde, Polo­
nia. Con inmensas glorias eclesiales. Pero en
Esp«ña no fue
igual. España fue la nación de Cristo y para Cristo. No fue la
nación de España
y para España.
Repasad la historia. Fue así. De ahí
la gesta, y la gloria, y
el orgullo. Con debilidades humanas y pecados y vergüenzas. Perq
así fue. Esa es la diferencia. Eso es nuestra América. Y, aun an­
tes, nuestro Portugal. Y, cuando digo nuestro Portugal no es
con pretensión posesoria sino con el orgullo del padre ante un
espléndido hijo.
Porque ese fue nuestro primer hijo. Portugal
es el hijo pri­
mogénito
de Esp«ña. Con dolores de separación porque muchos
padres, o
casi todos los padres, no entienden los deseos de eman­
cipación de los hijos y muchos hijos, o casi todos los hijos, no
saben agradecer a los padres los amores
y sacrificios que les han
costado.
Esto es lo que estamos celebrando. No una simple conver­
;;ión, por hermosa que ella. fuere, sino el nacimiento de una pa­
tria que se entregó a su Dios. Que le dio a su Dioa todo lo que
podía, darle. Todo. Su vida y su hacienda. Sin miras egoístas.
Porque hemos sido una nación de amor.
Hoy, cuando esa palabra
-amor-está tan prostituida, noso­
tros tenemos que reivindicarla. Hemos sido una nación de amor.
Claro que en un matrimonio hay momentos difíciles
y problemas
y discusiones. Pero nosotros, pese a ello,
Esp«ña, en el 589, se
casó con Cristo. Enamorada de Cristo. Y, además, como debió
casarse. Para siempre. En la salud
. y en fa enferniedad. En la
alegría
y en el dolor. En la victoria y en la derrota, Para siempre.
Y aquella
Esp«ña niña se entregó a Cristo con la ilusión de
las niñas enamoradas. Y cuando todo
parecía hundirse, cuando
Almanzor hollaba con
las herraduras de su caballo nuestro primer
templo
y se llevaba sus campanas a hombros de cristianos, aque­
lla
Esp«ña niña miró con amor a su esposo. Le miró. Y fue como
si aquel esposo estuviera tan enamorado de España como Espa­
ña de
él. Y fue Clavijo. Y fueron las Navas de Tolosa. Y el Cid,
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Y fue Fernando el Santo y Sevilla. Y Jaime y Mallorca y Valen­
cia. E Isabel
y Granada.
Y
la esposa niña fue ya una esposa joven. Y el amor, como
en un verdadero matrimonio, fue aún mayor con los años. El
sacramento bautismal, que ya lo era de matrimonio, lo fue tam·
bién de confirmación y de comunión y de penitencia. Miramos
al esposo como. diciendo: ya
te hemos dado toda España. Desde
los Pirineos a Gibraltar. Y ya un hijo, Portugal, está haciendo
maravillas
para Ti. Pero yo creo que ni esperamos la cootesta·
ci6n. Porque al amor
todo· 1e parece poco. Y la enamorada jo­
ven fue a Mülhberg y a Lepanto y a América. No por España
sino por Dios.
No para España sino para EL
La esposa entró en la madurez. Había que ouidar a aquellos
hijos que
tenían nombre de España: Nueva Granada, Nueva Es­
paña, Nuevo León ... , y cuyas ciudades tenían nombre de cielo:
San Salvador, Santa María de Buenos Aires, Nuestra
Señora· de
los Angeles... Había que alimentar también a estos otros
hijos
de España: dominicos, mercedarios, jesuitas, carmelitas descalzos
y descalzas, escolapios, hospitalarios ... Con la misma generosidad
con que a nuestros hijos nutrimos a rlos otros-: a franciscanos," a
benedictinos:.. Y de tal manera lo hicimos que fueron también
de
algún modo hijos nuestros.
Hasta que
se fueron los hijos. Y el hogar pareció llenarse de
la frialdad de los recuerdos. ¡Cuánto parecido con esa madre tris­
te, anciana y sola que parece vivir más del ayer que del presente!
Y había sido tan hermoso aquel matrimonio, habían admirado
y
envidiádo tanto a España las demás naciones, que creyeron, con
desdén satisfecho, que aquel matrimonio entre una naci6n y su
Dios
sé había roto, que el amor había desaparecido, que una vez
crecidos los hijos
se habían divorciado, pues nada querían ·saber
ya el uno del otro.
Y
lo cierto es que algunas apariencias daban razón a todas
aquellas naciones que hacía muchos años habían abandonado a
su esposo tras mil infidelidades. Con un monje hereje y rijoso.
Con una mujer bonita y bolena. Con la «filosofía» y el hombre
de sus derechos. Con un rey sacristán o con un rey
ladrón, Y
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que decían que ya lo sabían ellas. Que España ~ como todas.
Que mucho presumir para luego terminar así.
Y ni siquiera como todas. Mucho peor. Porque ellas, al fin
y al cabo,
conociéron otros amores cuando eran jóvenes y dis·
frutaron
de ellos al menos de algún modo. Pero España, ahora,
a sus años ...
Una vez más, ¡qué equivocado estaba el mundo con Espa­
ña! Tad vez se hubiera abandonado un poco, quizá tras tanto amor
y tanto trabajo
se había distraído algo. Y bien lo aprovecharon los
enemigos del esposo. Pero de ahí
a que no lo amase ... Y seguía
siendo tanto que cuando llegó la ocasión pareció que fue más
que nunca.
La esposa que lo había dado todo, hijos que
ya no tenía, ri­
quezas que ya no tenía, poder que ya no tenía, gloria que ya no
tenía, le ofreció la vida que era lo único que le quedaba. Y aque­
lla historia de amor y de muerte fue una historia de muerte y
de vida, una historia de vida y de amor.
Es
como si los españoles, cuando todos creían que se habían
alejado
de Cristo, hubieran decidido ir a su encuentro y por el
camino
más rápido y seguro. Y con sólo un equipaje de amor.
Y de nuevo el mundo
se asombró al encontrarse con aque­
lla inmensa peregrinación al cielo en la que la alegría del amor
borraba hasta
la sangre de las balas.
Allí iban los obispos y los niños, los ancianos y las monjas,
los sacerdotes y los padres de familia, los soldados y los
religio­
sos. Y· el mundo se los encontró alegres, enamorados, ciunino
del cielo, muertos, asesinados por amor a Cristo y resucitados ya
por el amor de Cristo.
España, que a lo largo de su historia había hecho
para el
cielo santos con
la misma facilidad y abundancia que la prima­
vera flores, dio a su esposo en pocos
meses más santos que los
que le había dado desde que le conoció hasta 1936, más santos
que los que le había dado
el mundo en su historia.
Veis cómo fue mucho
más que la conversión de Recaredo y
de sus godos. Cuando
san Gregorio Magno decía a nuestro rey
que aquella mudanza era obra de la diestra. de Dios y que lle-
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FRANCISCO ]OSE FERNANDEZ DE LA CIGOJ garfa al cielo seguido de. tropas .de cristiandad, apenas,vislumbraba
lo que iba a ser.
Esa España,
bautizada hace mil cuatrocientos años, intent6,
,con mejor o peor _fortuna. en cada momento, instaurar una so-_
ciedad cristiana que implicaba un sistema político cristiano. ·
Eran hombres nuestros reyes, nuestros obispos y nuestro pue­
blo. Y, por tanto,
la componente humana afe6 e incluso mand:,6
en ocasiones esa hermosa idea de hacer aquí, en lo que quepa, un
anticipo del reino de
la Jerusalén eterna, un reino de verdad y
de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de paz y de amor.
Un reino en
el que los reyes son para los pueblos y los pue­
blos para Dios. Un reino en
el que todos, el rey incluido, son
hijos de un Dios que
es padre y redentor de nuestros pecados. Y
que nos espera en
el cielo. Un reino en el que es pecado matar
y robar y obligado amar. Y
no sólo a los amigos sino también
a los que nos ofenden y persiguen.
Este sistema social, que evidentemente es una aspiración, pues
su realizaci6n perfecta no cabe en este mundo, sufrió hace dos­
cientos años una oposici6n absoluta con
la Revoluci6n francesa.
El otro centetiario que este año evocamos y no podemos celebrar;
El mundo que surge de la Revolución francesa es absoluta­
mente contrario
al que naci6 de la· conversión de Recaredo y de
las demás naciones cristianas; Este era
un mundo para Dios.
Aquel es un mundo
sin Dios. La diferencia no es s6lo una pala­
bra de cuatro letras, la diferéncia es total.
No os engañéis. Sin Dios no somos hermanos.
Si no somos
todos hijos suyos,
¿en base a qué la hermandad? ¿Por qué andá­
mos de pie?
¿Lo somos por eso de los gorilas? ¿Por qué habla­
mos?
¿Y los mudos? ¿Por qué tenemos inteligencia? ¿Y los
subnormales, los dementes, los ancianos
ya .idos, los descerebra­
dos? Y si no .somos hermanos cabe todo:
el aborto y la eutana­
sia. Y
el asesinato, que al fin y al cabo eso son aborto y euta­
nasia.
Sin Dios, como no se puede vivir en la anarquía o bajo la dic­
tadura de la ley del •más fuerte, por puro utilitarismo, se busca­
rán convenciones que
se obligará a respetar bajo penas y sancio-
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nes. Convenciones que la mayoría podrá cambiar mañana y que
pueden ordenar monstruosidades.
BI aborto y la eutanasia pue­
den ser legales. Y los exterminios nazis. '
La ley dejará de ser ordenación de la razón al bien común
para pasar a ser
la expresión de la voluntad popular. Y a no se
hará lo que Dios quiere, sino lo que la mayoría, generalmente
manipulada, mande.
Este es el mundo de
,la Revolución. Y, curiosamente, los ma­
yores genocidios, las mayores atrocidades, Hitler y Stalin, Ausch­
witz, Katyn e Hiroshima, serán hijos de esa emancipación de los
pueblos de
la voluntad de Dios para someterse a la de los
hombres.
En un determinado momento histórico de nuestra patria, a
algunos de nuestros reyes, a Isabel y Fernando y
a Felipe
III, les
estorbaron judíos
y moriscos. No voy a entrar ahora en si la
medida fue buena o desacertada o justa. Sólo me fijaré en
fo que
ocurrió. Y fijaros que con los Reyes Católicos estaba gestándose
el absolutismo
y con el tercero· de nuestros Felipes se encontra­
ba ya en pleuitud. Ni por un momento pasó por la mente de
nuestros monarcas la idea de
matarles. El exterminio no lo per­
mitía Dios. Los judíos bajo Hitler o los kulaks con Stalin hu­
bieran agradecido que
,los expulsaran de Alemania o de la Unión
Soviética. Pero Dios
ya no existía.
Por supuesto que hubo pecados y atrocidades en las nacio­
nes cristianas. Pero me estoy
refiriendo a diferencias que no son
cuantitativas sino cualitativas. Y por su evidencia no insistiré
en ello. Sin Dios todo el
mal es posible. No en vano a los cua­
tro años de la Revolución
se instaura en Francia el Terror. Luis
XIV, Luis XV y Luis XVI, con todos los defectos que quieran
señalarse a sus reinados, y su absolutismo regalista era una im­
portante herida a una sociedad católica, suponían un régimen
idílico si lo comparamos con Robespierre.
Y eso fue
ila Revolución. El Terror de Robespierre. El frío
terror del «incorruptible»
y, no lo olvidetnos, el espantoso terror
de los corruptos que eran casi todos
los detnás. Tallien, Barras,
Fréron,
Fouché... Nos hemos dejado engañar por una propa-
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ganda falaz que nos presenta el año. 1789 como el nacimiento de
urui hermosa Era en la que remarán la Libertad; la Igualdad y la
Fraternidad. Es una rotunda mentira. Ese año
maldito lo único
que naci6 fue un
monsttuo: el Estado sin Dios.
:Porque la guillotina no fue, como algunos pretenden, el do­
lor del parto de la criatura que llega al mundo. Era la consecuen­
cia 16gica de ese mundo sin Dios que nacía. En el que nadie es
libre ni hermano. Iguales tal vez sí. Al menos casi todos. Igua­
les en
la esclavitud ante ese amo tiránico que será el Estado.
Todo lo que puede haber de hermoso en las
tteli palabras de
la Revoluci6n es anterior a ella. Y es nuestro. De los hijos de
Dios.
Que por tener todos, blancos y negros, ricos y pobres, in­
teligentes y necios un padre común en los cielos somos hetmanos
e iguales en esa dignidad suprema
de hijos de Dios, redimidos to­
dos por
la sangre de Cristo que nos ha liberado del pecado.
Con todo lo que eso supone en el orden político. No es más
hijo de Dios el rey que el más pobre de sus vasallos. Y éste pue­
de ser santo y, el rey, pecador. Con lo que las puertas del cielo
se abrirán para
el humilde y podrían cerrarse al poderoso. No
insistiré en desarrollar este pensamiento, nos llevaría a plantear
todo el panorama del orden político cristiano que no es, eviden­
temente, el objeto
de esta introducción. Pero sí quiero insistir en
lo que
os decía. Es una inmensa mentira, es una mentira sa­
tánica lo de la Libertad, la Igullldad y la Fraternidad de la Re­
volución.
Y, pese a ser ello evidente, aún
se intenta vender tan ave­
riada mercancía. Libertad, Igualdad y Fraternidad que lleva­
ron enseguida a las terribles matanzas de septiembre, que
sólo
ellas pueden compararse a la noche de San Bartolomé que, con
ocasión
y sin ella, se nos echa, un día y otro, en cara a los ca­
tólicos. Que callamos, como avergonzados de pecados que son
mucho menores de
como nos los cuentan y a fuerza de enseñar­
nos
el fantasma consiguen, además, enervar nuestra defensa,
pues, llegamos a creernos que los culpables somos
sólo nosotros.
Y

a poco que se piense,
enseguida aparecen enormes diferencias
y en una proporción · notabilísima a nuestro favor. No es lo mis-
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mo Paracuellos que la ejecución de unos asesinos. No es lo mis,.
mo. Ni la Liga, empresa gloriosa que salvó la religión y la na­
cionalidad francesa, que una turba de asesinos arengados por
Danton y por Marat, dos personajes cuya muerte,
en la guilloti­
na o
en la bañera, fueron un alivio para la humanidad.
Libertad, Igualdad
y Fraternidad que, inmediatamente des­
pués, sumergieron a Francia
en un baño de sangre tal que desde
Nerón no conocía
nada parecido la humanidad y habría que es­
perar a
la revolución comunista o a los campos de concentración
de Hitler
para que se repitiera algo semejante.
Porque allí murieron todos. Reyes
y súbditos. Ricos y po­
bres. Aristócratas
y plebeyos. Clérigos y. laicos. Todos. Y como
aún les parecían pocos comenzaron a matarse entre ellos. Prime­
ro a los girondinos, después a
los hebertistas, luego a los de Dan­
ton, más tarde a los de Robespierre
... Hasta tal extremo que la
República cayó en manos de personajes absolutamente subalter­
nos. Habían matado a todos
ios principales. No quedaba ya na­
die. O es que era alguien La Révelliere, Merlín, Treillard, Gohier,
Moulins
... Pues esos hombres, que nada os dicen, gobernaron
Francia. Los demás habían muerto.
El rey, la reina y madame Elisabeth en la guillotina y el po­
bre Luis XVII en prisión, en la guillotina, suicidados, asesina­
dos murieron Robespierre, Danton, Marat, Felipe Igualdad, Bris­
sot, Vergniaud, Saint-Just, Roland y madame Roland, madame
Du
Barry, Hébert, Bailly, Malesherbes, Condorcet, Camille Desmou­
lins
y su mujer, la viuda de Hébert, André Chenier, Couthon, Ca­
rrier, Fouquier-Tinville, Pétion, la princesa de Lamballe ... No
quedó nadie. Y con ellos miles y
miles de vendeanos, de lioneses,
de tolosanos, de toloneses, de bordeleses
... Las matanzas indis­
criminadas, gratuitas, atroces, inauguraban un sistema de exter­
minio que sólo perfeccionaría el progreso técnico.
Es el mundo sin Dios. No es nuestro mundo. Pero no pode­
mos decir que los muertos entierren a sus muertos. Porque
mu­
chos de ellos son nuestros. Y sus verdugos, también. Porque
Cristo también murió por ellos.
Por eso, en los centenarios del tercer Concilio toledano y de
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la Revolución francesa, ante esa perspectiva de. las dos socieda­
des posibles, la que tiene a Dios por meta, por padre y por maes­
tro y
la que pretende vivir como si Dios no existiera, · tenemos
que confirmar una vez más nuestra opción por una sociedad cris­
tiana que es
la única sociedad humana posible.
· El camino es. anluo. Pero el fin es hermoso. Dios nos ofrece
una tarea inmensa. y que
a: muchos parecerá imposible. Pero he­
mos sido
los españoles especialistas· en lo que todos consideraban
inalcanzable. Ya lo dijo
el poeta: «Cuando hay que consumar la
maravilla / de alguna nueva hazafia, / los ángeles que están jun­
to a la silla / miran a Dios y piensan en Espafia,.. Hoy esa ha­
zafia es la misma de ayer. La misma de siempre. Tenemos que
reconquistar un mundo para Dios.
Tenemos que volver a sen­
tir
la gtacia del bautismo de Toledo. Ese bautismo en el que en
estos momentos sólo parece que cree una persona. Juan Pablo II
según nos lo dijo este verano en Santiago. Y ttes personas más.
Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Ellos también
creen en. Espafia; En su España.
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