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Número 253-254

Serie XXVI

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Para una metahistoria jurídica

PAR4-UNA METABISTORIA JURIDICA
POR
ALVARO D~ÜRS
En obsequio - jubilar al Profesor Sánchez · Bella,
paladín infatigable del Estudio General que
quiso Dios en Navarra.
La «Historia del Derecho», como toda historia, tiene por «ob­
jeto» los textos. La «objetividad» del historiador consiste en ate­
nerse a los textos, debidamente
· contrastados

por la
crítica. La
«Verdad»

(como expliqué en
Verbo, núm. 223-224, 1984, pági­
na 315) excede
de las posibilidades del método de un historia-·
dor,

pues
la «Verdad» es Jesucristo en persona, y sólo la pode­
mos conocer por «Revelación»: la «des-velación» de la
a-letbeia
griega.
Las _«crónicas» son relaciones escritas de hechos vividos, pero
no son todavía «historia», aunque ésta sí se funda, cuando pue­
de, en «crónicas», pues son ya «objeto» histórico. El «cronista»
no es un historiador, sino mejor un «informador» del
mismo
tipo

que un «periodista», que
relata lo· que

ha vivido, y no lo
que ha leído, como hace, en cambio,
el historiador; pero lo que
el ~ronista o el periodista escriben puede ser ya objeto para el
historiador. También los «testigos»
informa11 en Íos

juicios sobre lo que
han vivido, es decir, lo que han percibido. directamente con sus
sentidos, pero
hay una gran diferencia entre los «testigos» y los
«cronistas» o «periodistas», y es que el testimonio · que se critica
como parcial o no-veraz es desechado por el juez que debe re­
cibirlo
y valorarlo, en tanto la «información» del cronista o pe­
riodista, aunque sea tendenciosa, incluso falsa, entra dentro del
caudal de la información que debe ser tomada en consideración.
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Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
También la «des-información» es un modo de información, y, por cierto, muy frecuente. En realidad, todos los periódicos son
tendenciosos, pues todos sirven a una determinada empresa ideo­
lógicamente marcada, pero no por eso se dejan de leer todos los
periódicos: hay lectores para cualquier tipo de propaganda infor­
mativa. El periódico tendencioso, lo mismo que el documento
histórico falso se conserva indiscriminadamente en los archivos
o bibliotecas junto a los veraces, como digno de consideración.
En este sentido,
la función del periodista no es la de dar testi­
timonio, sino la de
defender una
causa,
y por ello resulta más
comparable
c¿n la

de un abogado que con
la de un testigo. Lo
mismo
que el abogado, el periodista no se vende, pero, como
decía un

veterano del periodismo, se alquila.
Pero, aunque el objeto de la historia, ella misma
«natracción»,
sean

los textos convenientemente criticados -sin .desechar por
ello los
juzgados falsos--, el

historiador
s11ele escribir
sus
his­
to~ias
como si fuera un cronista. Así, dice, por ejemplo, que tal
personaje «nació» en
tal fecha, pero es claro que él no puede
dar fe del nacinúento, pues no estuvo presente, sino que su aser­
to no pasa de ser la transposición, al plano de lo real, de una
referencia textual

que
juzga fidedigna,
aunque algunas veces pue­
da ser . equivocada. Por ejemplo, quien escriba sobre Eugenio
d'Ors, es muy posible que diga, pues lo habrá leído así en en­
ciclopedias y libros, que
aquél nació .en 1882,

cuando la partida
de nacimiento, con
su mayor

autenticidad, prueba que tal
nací­
cimiento

ocurrió en 1881. Y si este error puede ocurrir con
datos relativamente recientes, de
poco más de un siglo, no diga­
mos cuántos errores de este tipo pueden darse en siglos más re­
mot~,
por
no hablar ya de
la ingenua pretensión de la datación
«absoluta» .que, por nuevos procedimientos químicos, pretenden
alcanzar los arqueólogos y prehistoriadores,
pero ,con un

margen
de error muy amplio, que
sólo la gran distancia hace menos in­
tolerable.
Así,
pues, el

historiador, partiendo siempre de los datos tex­
tuales, nos
ofrece una

narración como si
él hubiera
vivido los
hechos narrados, pero no puede hacerlo con absoluta seguridad,
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Fundaci\363n Speiro

PARA UNA METAFISICA JURIDICA
pues él no los ha vivido, sino que «se los han contado», es de­
cir, los ha tomado de los textos. ·
Cuando
no
se trata ya de biografía -personal, nacional, ur­
bana, etc.-, sino de lo que llamamos historia
de las «institucio­
nes»,

que es lo que suele pretender el historiador del derecho,
la narración todavía resulta más difícil y problemática.
En efec­
to, como. he tenido ocasión de explicar otras veces, las institucio­
nes no son entes reales, sino abstracciones mentales, entes
de
razón

-más propiamente, tópicos de la enseñanza
ordinaria~.
Un

personaje
nace, actúa y se muere, pues es un ente natu­
ral cuya existencia real se ordena dentro
de un tiempo determi­
nado, pero no ocurre así con las «instituciones». Un personaje puede haberse casado en
un. momento

de su vida,
y este mo­
mento es un dato real de su «biografía» ( que sigue siendo un
texto),
pero la

«institución» misma
del matrimonio, o tal épo­
ca

o
tal otra, no corresponde a una realidad natural. No hay
ningún ente sensible que podamos llamat «matrimonio», sino
que la «institución» del matrimonio, en una determinada
épo­
ca

histórica, no pasa de ser una abstracción, fundada en las
re­
ferencias textuales -leyes, documentos, textos· literarios, etc.-,
una absracción que no nace, vive y muere, como ocurre, en cam­
bio, con las personas o incluso, por analogía, con las ciudades
o las naciones.
Por tanto, el historiador del derecho empieza ya por ese gra­
do de abstracción que consiste en configurat «instituciones» par­
tiendo de los textos. Esto le
permite comparar

momentos insti­
tucionales, distanciados en
el tiempo, y también en el espacio.
Dirá así que la institución de
los esponsales
tenía antes del
Concilio de Trento una importancia mayor que después, o que en Irlanda no existe hoy la «institución» del divorcio
vinculat,
como

sí los esponsales y el divorcio fueran objetos que se
dan
en la realidad, siendo así que sólo son enres abstraídos de tex­
tos como son las leyes, los documentos y las historias
que sobre
ellos

hayan podido escribirse.
Del· cuadro institucional que resulta de esa primera abstrac­
ción operada por la mente del historiador, puede
,éste extraer,
297

Fundaci\363n Speiro


ALVARO D'ORS
por una nueva abstracción de segundo grado, ciertas constantes
o principios
a· los
que las «instituciones» parecen
hallarse nece­
sariamente

sometidas, aunque
la experiencia histórica puede mos-·
trar

eventuales desviaciones
y como infracciones de tal necesi­
dad; El conjunto de estos principios necesarios constituye lo que
llamamos ahora Metahistoria .
. Conviene

disipar, antes de
seguir adelante,
la idea de que
eso que llamamos «Metahistoria» es simplemente una «Filosofía
de la
. Historia» y concretamente de la historia jurídica. La pre­
posición «meta» que prefija el
término «Metahistoria»

podría
inducir a ello por comparación con
la «Metafísica».
Ya se sabe que lo de «Metafísica»
se debe a una antigua
contingencia editorial del «cuerpo aristotélico», en cuyas traduc­
ciones latinas
iba «detrás

de los Físicos», pero no es menos cierto
que ese término
· puede

entenderse pedectamente como designa­
tivo de la ciencia que estudia los principios que están más allá
de los fenómenos
naturales. En

este sentido,
la Metafísica es la
·· Filosofía

por antonomasia. En efecto, cuando hablamos de Filo-·
sofía de la Historia,
del Arte, del Derecho, etc., todavía la pala­
bra Filosofía no se refiere
a un
estudio filosófico puro, sobre
esencias, sobre el conocimiento, el razonanúento, etc., sino que
se trata de ideas que, aunque no inductivamente extraídas de
la Historia, Arte, etc., constituyen un sistema de ideas filosóficas
aplicadas a aquellas otras ciencias especiales. Esto es lo que me
· ha

llevado a decir que, así como la historia del Arte, del Dere­
cho, etc., es ya Historia y
.no Arte,

la filosofía, en cambio, no se
constituye en propia Filosofía
cr¡ando . se

refiere a Arte, Dere­
cho, etc., sino que sigue siendo Arte, Derecho, etc., filosóficamen­
mente considerado. Esto que. acabamos de decir podría llevar
quizás a

identifi­
car la Metahistoria jurídica con la Filosofía del derecho. Pero es
precisamente lo que quisiera evitar, pues créo que ambas disci­
plinas -la Filosofía y la Metahistoria- deben mantenrse dife­
renciadas. Y la diferencia está en una clara distinción metodoló­
gica:
la Filosofía del derecho procede por deducción y la Meta­
historia por
inducción.
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Fundaci\363n Speiro

PARA UNA METAFISICA ]URIDICA
La Filosofía del Derecho contempla los datos jurídicos desde
el ángulo
· visual
ápriorístico de la Antropología filosófica,
y de
ahí que verse sobre temas de carácter
axi.omático que.

proceden
de otras zonas científicas,
como son

la
libertad humana, la na­
turalidad

de un orden social coactivo, la capacidad racional del
hombre, la complementariedad de los . sexos, la congruencia con
los actos propios, el principio de
subsidiariedad, la

ley natural,
etcétera.
La Metahistoria no parte de estos principios axiomáticos
res¡:,,;,,to a

la realidad jurídica que se desprende de los textos,
sino que parte inductiva:tr.l.ente de los datos qlle éstos nos sumi­
nistran y sobre los que los historiadores abstraen las figuras
institucionales, y trata
de· descubrir

sobre esa base propiamente
hist6rica una serie de principios necesarios, que no forman un
sistema cerrado, sino que · van descubriéndose aisladamente, al
paso del estudio institucional,
aunque luego
puedan ajustarse
en'
tre sí, pero sin pretensión de integrarse en- un conjunto sistemá­
tico completo. En este sentido, aunque ya decimos que la Filo­
sofía

de
la Historia es todavía Historia filosóficamente conside"
rada,

y no una propia Filosofía o Metafísica, la Metahistoria
· se
halla todavía más apegada a la Historia por cuanto su mira no
es
filosófica sino
histórica, aunque, por aquel segundo grado de
abstracción que decimos, pretende ir «más allá» de la Historia.
Podría decirse
que_ la

Filosofía de la Historia supone una impor­
tación . de principios filosóficos, en tanto la Metahistoria nada
importa, ni exporta, sino que se lim#a a· señalar ciertas «necesi­
dades» institucionales que resultan de la experiencia histórica
misma, y no pretenden convertirse en principios filosóficos. Y
esto mismo debe entenderse de la Metahistoria jurídica en con­
creto. Veamos algunos ejemplos.
Un avance de cuanto digo hoy sobre la Metahistoria jurídica
adelanté en otras ocasiones. Ya en una prelección de 1951
(Pa­
peles del oficio universitario, pág. 185) mostraba cómo el papeleo,
en el derecho, es una consecuencia necesaria del aumento de
la
masa reglamentada. Unos años después hablaba del etymos no­
mos en tema de las formas de gobierno; decía en una conferen-
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Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
cía de 1959 (Escritos varios sobre el derecho en crisis, pág. 123)
que se trataba de «reflexionar sobre la posible virtualidad nue­
va de unas formulaciones arquetípicas», y añadía:
«El estudio histórico nos debe conducir aquí, lo mismo
que en .otros campos de la cultura occidental, a considerar
las formas genuinas de nuestro pensamiento y a descubrir
la íntima ley que sigue su vigencia multisecular. Del níismo
modo

que en el lenguaje es preciso buscar la etimología,
el
etymds logos, para calar en la raíz y en la potencialidad
del
verbo, así

también en el pensamiento jurídico y políti­
hay que buscar la ley
primigc;nia de

toda institución, el
etymos nomos podríamos decir, que nos aclare la íntima
necesidad
que justifica
el desarrollo histórico de aquella
institución».
Lo que entonces deda sobre una institución política me pa­
rece que puede
"e,ctenderse al
campo de lo jurídico, como ya en­
tonces insinuaba, Pero
el planteamiento que hoy hago de la Me­
tahistoria jurídica pretende
superar el
que entonces hacía de la
«etimonomía».
Porque la búsqueda del etymos nomos servía, en mi concep­
ción de entonces, para explicar la historia ulterior de una insti­
tución partiendo del análisis de su origen nominal. Algo
de esto
volví

a hacer
en mi

ensayo (en
La Ley de Buenos Aires, núm. 76,
de 1981) sobre autonomía y autarchia, para ·explicar la antítesis
entre «fuero» y «estatuto», que se nos presenta hoy preñada de
consecuencias muy graves. Pero el nuevo planteamiento de la Metahistoria jurídica no se limita a dar explicación de lo poste­
rior -prefiero no hablar de
«_evolución»-por el origen radical
de los términos, sino que
trata de

descubrir ciertos modelos
ins­
titucionales arqlletípicos por la misma naturaleza ·de las cosas,
de encontrar principios necesarios más
allá del origen concreto
de los términos, Un ejemplo de esta nueva orientación he ofrecido en mi
contribución ( en prensa) al Libro Homenaje que la Universidad
de Málaga dedica ahora
al profesor

Orlandis con motivo de su
jubilación académica oficial. En ese ensayo
trato de

mostrar cómo
. 300
Fundaci\363n Speiro

PARA UNA METAFISICA ]URIDICA
.todas las relaciones contractuales posibles --entendiendo por
«contractuales», como
hago yo
siguiendo
a Labe6n, las

que son
recíprocas o, como suele decirse, utilizando un término griego
en un sentido
no-griego, «sinalagmáticas»

(perfectas o
imperfec­
tas}--
se

deben reconducir necesariamente a tres arquetipos: la
sociedad, el mandato y la permuta.
·Es la misma historia jurídica
la

que nos permite llegar a esa reducción excluyente, pero esta
reducción viene cotroborada a la vez por la observación de las
posibles posiciones naturales
entre dos

personas que convienen
en algo que les vincula recíprocamente; en efecto,· sólo podemos
figurarnos
tres posturas interpersonales como posibles: la prime­
ra, las dos personas de frente, una al lado de otra, la
segunda.
una

detrás de otra,
y la tercera, una frente a· otra; la primera
es la de los socios, la segunda, la de la representación, y la ter­
cera, la de la permuta.
N~ parece

posible otra postura interper­
sonal que sea natural, ni otro arquetipo contractual. En conse­ cuencia, no sólo los contratos positivamente tipificados, sino·
también todos los posibles cuasi-contratos o contratos atípicos,
·
en

fin, cualquier idea de contrato que metatóricamente podamos
imaginar, como el hipotético «contrato social», el de los votos
. en

una comunidad religiosa, los de adhesión en los servicios pú­
blicos, el de matrimonio, los pre-contratos, etc., todos ellos deben
reconducirse a uno de los tres arquetipos, sin
exlcuir por

ello
que pueda

haber muchas variantes
y hasta contaminaciones entre
ellos. Si algún convenio obligacional
r¡,sulta no
encajar fundamen­
talmente en uno de
esos tres

arquetipos, ello se debe a que no
es propiamente un contrato, aunque
. la doctrina

puede a veces
llamarlo así, como .ocurre, por ejemplo, con el mal llamado «con­
trato» de fianza, o con el préstamo mutuo sin intereses, ·etc.
Pero, sin pretender explicar ahora muchos ejemplos simila­
res a ese de los tres arquetipos
contractuales, me
limitaré a
mencionar algunas pocas instituciones que, en mi Opinióll, se
ofrecerían a ser analizadas con el mismo fin de descubrir en su
historia una como ley de necesidad; aunque, como hemos dicho,
no sean estas leyes metahist6ricas absolutamente fórzosas, sin
excepciones y no susceptibles de infracción, pues la experiencia
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Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
muestra que aparecen infringidas con cierta frecuencia, pero
·no
sin ulteriores rectificaciones históricas que muestran su necesidad
principal.
Tenemos, por ejemplo, la «prenda». Esta palabra castellana
podría desorientarnos

sin pensáramos, erróneamente, que tiene
que ver con el verbo
frrehendere, de donde «prender» o agarrar
una cosa, y otros compuestoS -sobre ese mismo verbo, pues eso
nos llevaría a suponer que sólo puede ser «prendida» una cosa
mueble, que
es. la
que podemos tomar con las manos. Pero ya
la forma antigua del verbo prendar «pendrar», que sufrió el co­
nocido cambio de metátesis, nos advierte que «prenda» viene
del
latín «pignora», cuyo singular es pignus. Una seducción equívoca
sería
también

la de aproximar
pignus a pugnus, el puño de la
mano. Porque
pugnus. viene de punga, picar o golpear, y de ahí
que pugnare no sea cosa de solos los puños·-de.l_as.manos, sino
que éstos se llaman así por ser la parte del cuerpo con que más
naturalmente golpeamos algo o a alguien:
Pignus, en cambio,
tiene
tina etimología

desconocida, pero más podría tener que ver
con
pingo,. que es marcar y secundariamente pintar. La prenda
•viene a ser, ,Pues, lo marcado, y ·précisamerite en garantía· de una
deuda, y tal marca se puede poner indistintamente en cosas mue­
bles o inmuebles: se marca un animal con un hierro, pero tam­
bién se ·marca una finca con un mojón, y los antiguos
horoi. de
Gtecia
servían muchos

de ellos para
· ese

fin de señalar que
.las
fincas

se hallaban. sujetas a la garantía por una deuda. En Roma,
ese acto de marcar fincas. en garantía se expresaba precisamente
con el verbo
subsignare, «subseñalar». Las fincas «pignoradas»
eran «subsignadas». Nada
hay, pues,

en el
etymos lagos, lin­
gi.üstico, ni en el etymos nomos histórico, para excluir los in~
muebles de la garantía pignoraticia. En efecto, sabemos que el
pignus romano podía referirse tanto a muebles como a inmuebles.
La perturbación de ese
al~ance general
de
pignus vino por
la intromisión de un término concurrente de origen griego
·-hy­
potheca~, que los romanos usaron con muchas reservas, y con
razón, pues también la hypotheke griega era cosa· distinta de lo
que los romanos entendían por
hypotheca. Esta era simplemente
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Fundaci\363n Speiro

PARA UNA METAFISICA JURIDICA
un pignus convencional -pignus conventum y no actualmente
datum---'-, que podía referirse también a rnuebles, y, de hecho,
aparte los
praedia subsignata, .la primera aplicación de la «hipo­
. teca»

tuvo por objeto los rnuebles introducidos por
el ·colono en
la
finca arrendad.a, para
garantía de

la merced debida al
arren,
dador. Esta

propensión de los civilistas post-romanos por los tér­
minos griegos es muy curiosa ---casi diría que es wia «cursila~
da»~: les ha gustado hablar de «hipoteca» y «anatocismo», de
«parafernales», de «(h)ológrafos» y «quirógrafos»; de
contratos
«sinalagmáticos»,

de documentos. «auténticos»,
,hasta de
la «hy­
perocha» para designat el excedente ( o
superfluun que decían
los romanos) del precio de la prenda vendida por el acreedor.
Si se hubiera prescindido de estos
té.rminos griegos,

creo yo que
hubiera
si.do mejor.

La prenda no hubiera dejado de poder refe­
:drse tantO a _ muebles como a inmuebles. PeroJ uná vez puesta
en uso la palabra «hipoteca», fue inevitable Uamar así al pig­
nus de. inmuebles y «prenda» al de rnuebles. Un error multisecu­
lar, que sólo muy modernamente ha tenido que ser rectificado: con la admisión, a
la vez, de la ¡hipoteca mobiliaria» y de la
«prenda sin desplazamiento». Porque -se
dirá-, como la hi­
poteca requiere
la inscripción registra!, sólo cabe cuando esa ins­
cripción sea posible, pero lo cierto es que eso de que exista o no el registro pertinente en el que poder inscribir la garantía
es algo

accidental -Roma,
por ejemplo,
no conoció un registro
de hipotecas, excepto en Egipto-, y una .prenda sin desplaza­
miento no deja
de ser una hypotheca en .el sentido romano, un
pignus conventum.
Así, la antigua generalidad del pignus, que puede recaer
tanto sobre muebles corno sobre inmuebles y puede ser tanto
con desplazamiento posesorio inmediato como diferido,
· es

un
etymos nomos, que nos da un ejemplo de necesidad metahistó­
rica.

Lo decisivo es la preferencia ejecutiva -aunque no creo
que pueda reducirse a eso el derecho del acreedor, que tiene ya
cierto contenido actm•l, antes de la eventual ejecución, como es
el
ius offerendi y 1, relativa. vindicatio pignoris-, y lo mismo
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Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
da cuál sea la clase de objeto sobre el que tal referencia recaiga,
pues incluso un derecho
-res incorpora/is-puede ser pigno­
rado.
En. este ejemplo del
pignus coincide todavía el etymos no­
mos
con la Metahistoria jurídica, pero hay otros casos en los
que esa conexión no aparece tal relevante.
Pensemos,· por ejemplo, en el arbítrium o arbitraje. Arbiter
y iudex fu~ron, en su origen, personajes distintos. El iudex, como
·
su

nombre indica, debía declarar subjetivamente
(dícare) el de­
recho
(ius) relativo entre dos litigantes, a diferencia del Ínagis­
gistrado

con
iurisdictio, que debía declarar objetivamente (dice­
re)
el derecho (ius) al que había que someter un litigio. Alguno
podrá pensar
que hay aquí una antigua diferencia entre
· el ius
subjetivo sobre el que declara el juez y el ius objetivo sobre el
que declara el magistrado, pero yo creo que es mejor olvidarse
del concepto protestante de «derecho subjetivo» (me remito a
Micbel Villey), porque el mismo endiosamento del «sujeto» como ombligo del derecho es una culminación protestante imputable
a Kant, para quien la
persona no era lo suficientemente abstracta
que
él necesitaba, para dar

paso, sin él saberlo,
a la
futura liqui­
dación del mismo «sujeto» por Kelsen, que lo redujo a «centro
de imputación normativa»; en virtud de lo cual, los
judíos como
él, en la legislación nazi, dejaron de ser «sujetos>>, o poco me­
nos. Porque se
cuenta que
la famosa reina Isabel de Inglaterra,
haciendo uso de un

recibió una
vez a
una comi­
sión de ocho sastres diciéndoles «¿cómo están Vds. cuatro?»,
pero, para los nazis, según se cuenta de sus represalias en· Ru­
manía, cada ario valía por cinco hebreos fusilados, y a éstos,
otras veces, se les negaba en absoluto la condición de «sujetos
de derecho», lo que no era difícil si se trataba tan sólo de im­
putación normativa, es decir, de un leve plumazo del legislador.
Como dentro de
lá función

de un juez entraba la valoración
pecuniaria del objeto litigioso, el juez venía a cumplir funciones de
arbiter cuando debía hacer tal estimación. Para ello podía va­
lerse
de los conocimientos económicos de otras personas llama­
das como «peritos»
-y arbiter pudiera ser ya el llamado en esa
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Fundaci\363n Speiro

PARA UNA. METAFISICA JURIDICA
función-, que no decidían sobre el derecho, sino sobre el «va­
lor»,

En
la actualidad -el fenómeno es grave-- los jueces no
son ya capaces de «valorar», y dependen
de los tasadores téc­
nicos.
No e_ra, pues, sorprendente que, cuando, en una controversia,
no se quería una decisión sobre el
ius) sino sobre · una éOmposi­
ción económica equitativa, se acudiera, renunciando al procedi­
miento oficial, a un
arbiter o «amigable componedor» que, sin
ajustarse al derecho,
decidiera sobre
tal composición. Esto quiere
decir que, siempre que se trata de evitar el derecho oficialmente vigente en una sociedad, y se desee una composición aceptable,
se rehuya .la intervención de un juez y se- acuda, ·convencional­
mente, al árbitro. En el Derecho lnternacional, el arbitraje evita
el juicio ordinario para resolver conflictos entre naciones, que
es el de la guerra; en otros
tiempos, también

los cristianos des­
confiaban -incluso por consejo de San Pablo-- de los jueces paganos, y acabaron por agobiar a los pobres obispos con pleitos
de todo tipo, que
debían aquéllos

resolver en la
episcopalis
audientia; en el comercio de hoy, las empresas internacionales
desconfían de los jueces del territorio, y exigen el sometimiento
a la decisión por árbitros más ittlparciales; e.o. las región es auto­
nómicas de hoy, se desconfía de los jueoes nombrados por el
gobierno central, y se tiende oficialmente
al arbitraje, etc. Así,
resulta una constante.
clara: el desprestigio de los jueces fomenta
i:l recurso·

al arbitraje. Un nuevo dato, pues, para la Metahistoria
jurídica.
Otro ejemplo puede resultar más alejado aún de las conco­
mitancia con
el etymus, nomos: el de los principios de la prueba
judicial. El
juez debe

tener cierta
liberta
a pruebas,
pero ésta no puede ser absoluta. Puede el
juez tener

esa liber­
tad en la apreciación libre de la prueba, sin tasas ni presuncio­
nes legales, o puede tenerla para indigar los hechos por los
me,
dios

de prueba que estime convenientes; pero no puede tenerla
a
la vez y totalmente para apreciar y para inquirir, ni puede
· dejar de tenerla por el principio de prueba legalmente tasada y
el principio dispositivo, en virtud del cual, sólo puede recibir
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ALVARO D'ORS
las pruebas que le presentan las partes· litigantes. Lo que sí se
da en

la realidad es la combinación relativa de ambas libertades.
Hay
aquí como

una necesidad estructural.
El
.análisis estructuralista

del derecho puede considerarse hoy
como definitivamente fracasado,
y por eso los que emprendieron
ese método han acabado por convencerse de su inutilidad. Sin
embargo, no deja de haber algunas instituciones en que se cons­
tata una necesidad del género de la que buscan los aficionados al estructuralismo. Y esta de los principios de la prueba judicial
es una de ellas, pues se presta a un análisis sincrónico. Si el estructuralismo debe ser radicalmente repudiado por
los juristas, no es tanto por la inutilidad de los intentos cuanto
porque el derecho es esencialmente histórico, y en
él no

se da
nunca una absoluta sincronía sin diacrónía. El estructuralismo
sirve a veces para explicar concomitancias de hechos, pero el
derecho consiste ante todo en textos cronológicamente ordena­dos. Desde el momento en que los
datos normativos

tienen
una fecha, y que. hay siempre en derecho un antes y un después,
y un posible derogarse lo anterior por lo posterior, no cabe pres­
cindir
dé la

historia de esos datos, es decir, de los textos
per­
tinentes.
Si nuestro admirado colega Rafael Gibert ha llegado, en estos
últimos tiempos, a negar
la «Historia» del derecho, diciendo
que es_ «Derecho» sin ·más, yo creo, si no he. entendido mal su
posición, que eso le ha sido posible porque todo Derecho es ya
Historia, y hablar de «Historia del Derecho» puede paracerle
una redundancia. Y tal posición de Gibert debe compararse con
Li que mantuvo hace años el jurista argentino Carlos Cossio,
C1JaOdo decía

que la «Historia del Derecho» no era más que la
historia de los errores jurídicos. Porque, si es así, -como toclo
derecho corre el riesgo de hacerse histórico con el tiempo, el
derecho no
sería más
que un constante error, y también el de­
recho vigente sería así un error en potencia, por ser también él
potencialmente· histórico.

Un

último ejemplo de necesidad histórico-jurídica:
la c~pa­
cidad
de

obrar. Está en la naturaleza de las cosas que hay un
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PARA UNA METAFISICA JURIDICA
momento, en la vida de un varón, en el que «se hace hombre»:
es aquel
.en el
que le dejan ir a la guerra y tomar luego una mu­
jer para sí. Este momento, por la coincidencia
del desarr.ollo
fisiológico,

puede llamarse «pubertad». Que el orden jurídico
tienda a fijar un límite de edad para ese momento, es compren­
sible, pero no conviene olvidar que la pubertad es
un. hecho

real
y no simplemente una fecha de edad; en el derecho romano era
la misma .familia -¿quién mejor para conocer la madurez ·total
del joven?-
la. que
lo determinaba socialmente, pero los juris­
tas, por el deseo de salvar la validez de los actos jurídicos
y
quizá también el connubio de los jóvenes, vinieron al fijar un limi­
te de edad excesivamente bajo, como era el de los catorce años.
Como resultaba evidente la falta de prudencia negocia! a tan
temprana edad, hubo que subsanar las posibles imprudencias de
esos adolescentes con el recurso, no de la nulidad de sus actos,
pero sí de la rescindibilidad por lesión sufrida por los ya púbe­ res pero menores de veinticinco años, aprovechando nna antigua
sanción que una ley
había establecido

con carácter penal
para
el

caso de engaño doloso de los que, siendo ya púberes, no hu­
bieran alcanzado aquella mayoría de edad:
. en vez

de penar al
que engañó, se rescindía el acto del engañado por su impruden­
cia. Como complemento, para evitar las imprudehcia's juveniles,
se introdujo la práctica de hacer interv~nir un «curador» en los
negocios del menor. De este modo, resultó inevitable que, con
el tiempo, la «rescindibilidad» se entendiera como «nulidad»,
y
aquel «curador» como «tutor» de persona incapaz. De ahí que
la incapacidad de obrar se hiciera llegar hasta cumplir los vein­
ticinco años. Límite, éste, notoriamente excesivo, por lo que,
al cabo de unos siglos, vlllo a rebaja·rse Progresivamente hasta
fijarlo en los dieciocho años, y también la Iglesia acaba de admi­
tir ahora esa rebaja de la mayoría de edad, a
la vez que mantiene
la edad. núbil en los dieciséis: la pubertad, aunque no se hable
de ella.
Dé este

modo, tras el transcurso de los
siglos, se
ha
vuelto
a

fijar
la mayoría de edad en aquel momento en que, con cierta
flexibilidad -aproximademente a los diecisiete
años~, ·las
an-
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ALVARO D'ORS
tigw1s familias romanas declaraban la pubertad de sus hijos, de­
jándoles
ir a la guerta y traer luego una mujer a casa. La· natu­
raleza de

las cosas se impuso así al convencionalismo del oscilante
derecho. Basten, pues, estos cinco ejemplos de hoy -los arquetipos
contractuales, la prenda, el arbitraje, la proeba judicial y la ma­ yoría de edad-, además de los otros anteriores referidos al principio, para indicar en qué sentido creo yo que se abre al
jurista le estudio de
una Metahistoria

jurídica, que venga a com­
pletar la etimonomía y, por otro lado, no se confunda con la
Filosofía jurídica en uso. Una «Metahistoria» fue objeto ya de una lúcida exposici6n por parte de Eugenio d'Ors (vid., p. ej., La
Ciencia de
la Cultura [Rialp, 1964,

ed. p6st.J,
págs. 59-80), pero
en un sentido más elevado: como estudio de los «eones» o cons­
tantes hist6ricas totales, que constituían para él el tema funda­
mental de la «Ciencia de la Cultura». Nuestro intento de Me­ tahistoria jurídica es mucho más limitado, pues no trata de
analizar constantes universales, sino concretas autorregulaciones
institucionales que, aunque trascienden de la historia, se dedu­
cen de la experiencia jurídica; e:p. este sentido, se encuentra más
lejos de la Filosofía de la Historia.
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