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Número 355-356

Serie XXXVI

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El frailecito ignorado [Victorino Rodríguez, O.P.]

EL FRAILECITO IGNORADO
POR
MIGUEL AYUSO
Permítaseme aplicar esta rúbrica, que Luis María Ansón uti­
lizó para despedir, desde las páginas hoy menos acogedoras de
ABC, el 26 de febrero de
1961, al padre Santiago Ramírez, de la
Orden de Predicadores, a su hermano de orden y principal discf­
pulo, el padre Victorino Rodríguez, fallecido
repentinamente
durante la pasada Semana Santa. Escribía entonces Ansón que la
ciencia teológica española seguía viviendo en el Siglo de Oro:
«Basta escaparse al aturdimiento colectivo que producen ciertos
nombres
de brillantes sonoridades célebres, para encontrar al in­
telectual puro en la callada sabiduría del frailecito ignorado. En
el silencio de las celdas conventuales tiembla de inquieta vida
palpitante la arisca ciencia
de Dios. Allí viven y sueñan, entre
rezos y nostalgias, los mismos teólogos que aconsejaban a Felipe II,
aquellos clérigos que mantenían
en pacífico orden la inmensidad
de sus reinos. Todavía se les puede ver con los mismos trajes, las
mismas caras, las mismas arrugas de bronce, idéntica sabiduría.
Con sus voces roncas esculpen recias estatuas de palabras. Una
infinita emoción se transparenta en sus ojos. Ellos no escriben en
los grandes semanarios internacionales, sino en las densas revis­
tas teológicas. Sus nombres se ignoran en las tertulias literarias
de Madrid, pero sus tesis se discuten apasionadamente en Bolo­
nia o en la Sorbona. Escriben meditados libros voluntariamente
para minorías,
que son las que exigen. En su trabajo no existe la
más
mínima concesión al éxito. Todo el esfuerzo se traduce en
rigor científico,
en apasionado amor a la verdad».
Ciñéndonos ahora a la Orden de Predicadores, no puede de­
cirse que el menor exceso tocase las palabras transcritas. Los nom-
Verbo, núm. 355-356 (1997), 419-422 419
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bres de Arintero, Colunga, Ramírez o Beltrán de Heredia, cime­
ros
y de difícil parangón, son el comienzo de una estirpe que se
ha desdoblado en logros a través de sus discípulos y sucesores:
Urdánoz, en sus confrontaciones con las figuras
de nuestro tiem­
po; Fraile, como historiador de la filosofía; Alonso Lobo, gran
canonista y dedicado al tiempo a la teología espiritual; Tuya y
García Cordero en los estudios bíblicos; Cuervo, mariólogo; Royo
Marín, moralista
y gran orador sacro; Bandera, con sus comenta­
rios eclesiológicos y su discernimiento de la teología llamada de
la liberación; y Victorino Rodríguez como filósofo y teólogo to­
tal ... Con la desaparición
de éste, pues, y sin más excepciones que
la del padre Armando Bandera, felizmente en activo en Salaman­
ca, la de los padres Royo
Marín y Todolí, retirados por la edad, y
-fuera de nuestras fronteras, aunque en modo alguno lejos, des­
de hace
años-la del padre Lobato, ilusionado ahora en sacar
adelante una nueva Facultad teológica en Lugano, desaparece
uno
de los últimos, de los más significativos también, representantes
de la escuela.
El panorama,
por tanto, es hoy mucho más desolador que el
de principios de los sesenta: asistimos a la extinción de los «frai­
lecitos ignorados». Y no sólo, a
mi entender, es el fin de una
estirpe, también se trata ·de la cancelación de un signo intelec­
tual. Vicente Marrero,
amigo de los padres Ramírez y Rodríguez,
acertó a expresarlo
agudamente al escribir que si la escolástica ha
chocado
tanto con lo que se ha solido llamar modernidad -voca­
blo de índole más conceptual que cronológica-, su explicación
última no es otra que un choque entre realidad y ambigüedad,
plenitud ontológica e indigencia metafísica, verdad y equivoci­
dad, afirmación y negación: «Choque en el que la escolástica
se
ha ido quedando cada vez más sola en el panorama cultural que
brinda hoy el mundo. Sola en tanto que se va viendo que es más
bien sólo ella la
que todavía parece capaz de sentirse con fuerzas
suficientes para formular algo
que· recuerde a lo que es una tesis
de verdad». No puedo hurtarme a la melancolía que me invade al
dejar constancia de esta desaparición, que arrastra
también un
tanto la de la vieja España. Y es que el padre Victorino Rodrí-
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guez, como antes Ramírez, Urdánoz o tantos otros, tenía tam­
bién ese roque genuinamente español, que despuntaba, aquí y allá,
en muchas de sus preferencias y tomas de posición, salteándolas
de contundencia tanto como de mansedumbre, de hidalguía na­
tural y desprovista de jactancia, de cercanía siempre bondadosa.
En alguna ocasión anterior, más gratas -ya de palabra o por
escrito-, he tenido ocasión de subrayar el importante papel
desempeñado por el padre Victorino Rodríguez en el pensamien­
to español, no sólo por la hondura, acierto y autenticidad de su
obra -lo que de por sí debiera bastar-, sino por su acogida_ en­
tre diversos grupos de intelectuales católicos seglares. Pienso, sin
ir más lejos, y por hablar de lo que me es más conocido, de su
vinculación con nuestra Ciudad Católica, en cuyo seno fraternal
tuve ocasión de tratarle
íntimamente. Pero pienso igualmente -
y
allí también le gocé con frecuencia-en la desaparecida revista
Iglesia-Mundo. O en la Sociedad Cultural Covadonga. Deudoras
todas de sus exposiciones, orientaciones y consejos. Deudoras, ade­
más en gran medida, pues no es fácil hallar en los tiempos que
corren un teólogo «de verdad», es decir, un teólogo que integre
adecuadamente teología, metafísica y antropología filosófica, con
exquisito respeto al magisterio y a la tradición católicos, y con
delicada aplicación a los problemas del presente. Fray Victorino
era un teólogo de más pura tradición dominicana, un -casi has­
ta físicamente-«Thomas redivivus». Nada que ver con esos fun­
dadores de teologías que acaban dando muerte a Dios por la mis­
ma razón que el genial Chesterton -y precisamente en su biografía
del santo de Aquino--decía saber de muchos profesores de an­
tropología que no habían pasado de la antropofagia.
La importancia de la lección global de la teología tomista que
era dado encontrar en nuestro hombre no se adquiere, desde lue­
go, con algunas lecturas en francés o en alemán
-hoy incluso en
inglés-, ni en las linotipias o en las salas de maquillaje de las
televisiones.
Se adquiere en el recogimiento del silencio y en la
paciencia del estudio: tres años de filosofía en el Studium Gene­
rale de los dominicos en Vergara, cinco de teología en la Facultad
de San Esteban, otro en la Universidad de Santo Tomás de Roma,
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amén de las ampliaciones de estudios humanísticos en la misma
Roma, París, Toulouse, Dublín y Limeúck. Se adquiere en la do­
cencia, iniciada en 195 5 y me atrevo a decir que ejercida ininte­
rrumpidamente -a pesar de su «depuración» a principios de los
setenta de la Pontificia de Salamanca-, dado que no cesó de en­
señar con sus libros y artículos, y con su consejo y dirección a
personas
y grupos. Pero sobre todo, se adquiere en el amor a la
Verdad y en la consagración al servicio de Dios. Sin uno y otra no
hay verdadera
sapientia. No en vano, más allá de todas las reduc­
ciones intelectualistas a
que tantas veces se ha visto sometida, la
fórmula genial que encierra el núcleo de la filosofía tomista
--que perseverantemente enriqueció con su quehacer fray Victo­
rino-no es otra que sapientia cordis.
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