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Número 355-356

Serie XXXVI

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La decadencia de la ciudad occidental

LA DECADENCIA DE LA CIUDAD OCCIDENTAL
POR
PATRICIO H. RANDLE
Si el título evoca la magna obra de Spengler no es casual. El
supo preveer algunos síntomas que ya hace tres cuartos de siglo
asomaban sobre la ciudad occidental. Y en ésto no estaba solo. El
escocés Patrick Geddes y luego su discípulo el norteamericano
Lewis Mumford abundarían
en argumentos sobre el crecimiento
a ciegas de las grandes ciudades y las consecuencias nefastas que
de ello se derivarían. Y con ellos un pléyade de urbanistas alarma­
dos
por el desorden y la hipertrofia de las ciudades contemporáneas.
Al aproximarnos al final del siglo es conveniente una puesta
al día del problema y una prospección hacia el futuro.
La ciudad occidental fue alguna vez la flor de la cultura. Ale­
jada ya del modelo greco-romano supo recrear una forma durante
el Medioevo, el Renacimiento y los albores de la Modernidad hasta
los comienzos de la industrialización que le dio los primeros gol­
pes mortales. Poco a poco todos sus órganos vitales dieron cuenta
de su incipiente decadencia hasta que hoy, difícilmente, pueda
exhibir ningún rasgo sano, ni en plenitud.
El corazón de la ciudad
Comencemos por el corazón de la ciudad. La plaza, la herede­
ra del Foro
y del Agora que en la ciudad de la Edad Media adqui­
rió una vigencia notable no sólo por desempeñar una función múl­
tiple sino por congregar en torno a ella los edificios más
significativos de la comunidad local.
Verbo. núm. 355-356 (1997), 491-503
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Escribe José Luis Sert, entonces Presidente del Congreso In­
ternacional de Arquitectura Moderna, al promediar este siglo que
acaba, que «la polis o la urbe comienza por ser un hueco: el foro,
el ágora
y todo lo demás es pretexto para asegurar este hueco,
para delimitar este contorno». Lo que rememora esa definición
cómica
que se ha dado del cañón: «Toma usted un agujero, lo
rodea de alambre muy apretado y eso es un cañón» (1).
Dado que la función crea al órgano, cuando el órgano se des­
vitaliza
es porque la función ha decaído. Nada que afecte a la
ciudad como continente es extraño al contenido.
Ocurre que lo social (y lo político en su sentido original) hoy
día se manifiesta de diversas maneras y tan diferentes son que
sería forzado equiparar la antigua ágora al Shopping Center con todas
las diferencias del caso.
O sea, que ahora las compras no se hacen más en la plaza y la
compulsa
de opiniones se realizan por medios electrónicos. La gente
no se encuentra cara a cara y entonces ya no hace falta más la
plaza para ello.
Tampoco se celebran ceremonias, ni fiestas casi y en todo caso
tienen lugar en sitios cerrados. Y esos sitios se especializan cada
vez más representando
un género propio cada uno.
Se ha perdido toda la espontaneidad de la ciudad antigua ·en
la que la plaza cumplía múltiples funciones según el día de la
semana y la hora del día.
Los días de mercado podía ser ocupada
en buena parte por animales en pie. Y los vendedores apenas ar­
maban un techo portátil mientras ofrecían sus productos. Es más,
la forma
de algunas plazas medievales -particularmente en In­
glaterra-tomaron la forma de calles ensanchadas porque así se
adaptaban mejor al ingreso de las majadas que ocupaban mucho
espacio. En la plaza se hacían ceremonias y fiestas cívicas y reli­
giosas
y, en muchos casos, se erigía allí el cadalso para escarmien­
to de la delincuencia. El árbol de la justicia era casi el único rasgo
físico que se levantaba en las plazas hispanoamericanas.
( 1) CIAM: El corazón de la ciudad.
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En suma, que la plaza era la ciudad toda y en ella se daban
cita todas o casi todas las funciones sociales de la ciudad.
Con el tiempo
las funciones urbanas se fueron descomponiendo
y especializando. Cada una requirió su edificio propio con caracte­
res individuales y en distintos sectores de la planta urbana. Sin
embargo, hasta la llegada de automóvil a la ciudad y la concentra­
ción comercial seguía manteniendo con cierta vitalidad todo su
simbolismo.
Eso ahora se está terminando. Particularmente en Norteamé­
rica y en todas las ciudades del mundo que -consciente o in­
conscientemente-siguen ese modelo, la sociedad de consumo
ha remplazado la plaza por los centros de compras, las calles pea­
tonales, las galerías comerciales. En México, incluso, hoy día «pla­
za» es
sinónimo de centro de consumo.
Uno puede verificar el hecho y explicarlo pero es muy difícil
elogiar el reemplazo de un órgano
tan significativo por una fun­
ción harto restringida como son las compras, por mucho que aho­
ra se les
agreguen cines y restaurantes.
La
espontaneidad de la plaza tradicional es un rasgo irreem­
plazable. Y lo peor de todo es que este hecho importa un síntoma
de desvitalización cívica. Se vive juntos pero más para participar
de beneficios materiales que espirituales; pertenecemos a una so­
ciedad
pragmática.
La seducción de los rascacielos
Mucho se escribió sobre los rascacielos cuando hicieron su apa­
rición
en el cielo urbano. Los europeos fueron, al principio, harto
críticos y vieron en ellos una expresión de soberbia y jactancia, de
poderío tecnológico, sin grandeza ni significación valiosa (2). Poco
a poco nos fuimos
acostumbrando en todo el mundo a construir
cada vez más alto. El motivo económico del encarecimiento de la
tierra en las áreas centrales de las metrópolis fue suficiente para
(2) Cfr. ll Grattacielo en Edilizia Moderna, n.º 80, Milán, septiembre
1963.
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amortiguar todas las críticas que los sindicaban como expresión
de egoísmo, enemigo del bien común. En sus comienzos los rasca­
cielos
se dedicaban a oficinas y se construían en los distritos co­
merciales, pero poco a poco
la edificación en altura fue destinán­
dose a hogares. También durante un tiempo hubo una suerte de
autolimitación en punto a la altura máxima pero en cuanto la téc­
nica y los materiales
permitieron superar esos límites se batieron
records como si se tratara de un ffiérito laudable el superar por al­
gunos pocos metros al que tenía el cetro hasta ahora.
Semejante
infantilismo -según Sombart uno de los rasgos
de hombre moderno-unido al hecho de que la vivencia en altu­
ra tiene muchos inconvenientes prácticos como el· no poder abrir
las ventanas casi nunca o perder tiempo precioso en los ascensores
para no hablar de los riesgos en casos de incendio, no fue impedi­
mento para que se detuviera la carrera entre rascacielos del mundo.
Obvio es señalar, de paso, que la erección de estos monstruos
edilicios poco favor hacen al entorno urbano que debe padecer los
efectos
de la inmensa sombra que producen y los efectos colatera­
les
que generan las corrientes de aires al chocar o provocar el efec­
to Ventuti en el ámbito urbano (3 ).
La silueta urbana que hasta hace poco se divisaba desde la
distancia por las torres y cúpulas de sus iglesias hoy día se reco­
noce
por sus rascacielos o edificios de altura que también se en­
tienden como símbolos de poderío económico. Allí donde la tie­
rra urbana no lo justifica también se elevan pequeños rascacielos
que relativamente cumplen el mismo rol y colman las aspiracio­
nes
de vecinos que prefieren desprenderse de sus jardines y patios
para poder jactarse de vivir en el piso 10 6 20 (4).
(3) Sobre el tema cfr. las investigaciones hechas por el Arq. Julio Morosi
en el La~oracorio de Investigaciones de Territorio y el Ambiente (LINTA), La
Plata, Argentina.
(4) En
1929 ya había en Estados Unidos 377 edificios de más de 20 pisos;
188 sólo en New York.
Cfr. Rafael Iglesia: «El fenómeno del rascacielos: cosa de maravilla» en
Nuestra
Arquitectura N.º 427, Buenos aires, Agosto de 1965.
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Ni siquiera la vista que se obtiene de alturas exageradas justi­
fica la vivienda en altura. El paisaje se desdibuja, pierde sus ras­
gos
distintivos y permanece igual todo el año mientras que a la
altura de la copa de los árboles todavía se tiene la vivencia de la
naturaleza.
Tal vez nada de eso importe ya al hombre urbano moderno
que ha perdido el ideal de concertar las ventajas de lo natural con
lo civilizado y,
por el contrario ansía despegarse literalmente del
suelo, desarraigarse, como de muchas otras maneras lo hace. Todo
eso es efectivamente así pero conviene no equivocarse y restarle
importancia pues por ese camino la ciudad se puede convertir en
un mero artefacto, no ya en aquella «flor de la cultura».
Escasez de espacios libres
Otro rasgo que va perdiendo la ciudad contemporánea y la
aleja
de los mejores modelos del pasado son los espacios públicos.
Todo, absolutamente todo, está siendo privatizado y sólo algunos
propietarios se
dignan ceder una franja de su parcela para el trán­
sito de peatones (siempre por alguna finalidad en última razón
crematística) el ciudadano
hallará algún desahogo en la ciudad.
Las ciudades
por lo general han crecido merced al impulso de
sus vecinos espontáneamente al principio y luego gracias a agen­
tes inmobiliarios
que adquirían extensiones considerables en la
periferia
-tierras rurales-para subdividirlas y convertirlas en
parcelas urbanas. En la medida en que por inadvertencia de las
autoridades
municipales no se reglamentó ese negocio, el «pro­
ducir ciudad», como se ha dicho, ha resultado uno pingüe a ex­
pensas
del bien común. Todo se vendió y el Estado que original­
mente poseía grandes extensiones tuvo que volver a comprar lotes
para instalar allí los equipamientos como escuelas, hospitales,
oficinas, etc.
Hasta los espacios vacantes para ser convertidos en
plazas y parques debieron ser expropiados. O sea, que el espacio
libre se hizo oneroso y, por esa misma razón, escaso. Todo debió
llenarse de edificación como signo de «progreso».
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Por el contrario, piénsese en Roma o en París, en sus atracti­
vos turísticos. ¿Acaso no provienen todos de esa holgura en los
espacios públicos
que viene retaceada en la ciudad moderna más
densa
y agitada? ¡Cuánto más no es necesario contar con esos desa­
hogos ahora
que entonces, en la antigüedad o en el mismo siglo
XIX sin automóviles y un ritmo más atenuado de vida!
¿Cuál es la contraparte que ofrece la ciudad contemporánea?
Aun Cl,lllndo los urbanistas sean conscientes del problema, ¿qué
pueden hacer con los centros de las ciudades ya terminados, con­
gestionados y con valores
inmobiliarios inaccesibles para los po­
deres públicos que no pueden ni debieran tener por objetivo el
sacarles una renta?
El consumismo modela la vida de la ciudad
Que el consumo se ha convertido en el leitmotiv abusivo de la
ciudad hoy no hace falta demostrarlo pero se puede hallar otra
prueba más contrastando lo que eran los domingos en la ciudad
tradicional y l~ que se está convirtiendo en la ciudad actual. Sa­
bido es que el domingo sin duda alguna porque reflejaba el Ter­
cer Mandamiento del Decálogo (Acuérdate de santificar las fies­
tas)
se caracterizaba por la mañana dedicada al culto, al paseo en
el parque, al almuerzo familiar y la tarde hogareña, todo lo cual
imprimía un ritmo moroso, casi somnoliento a las ciudades, es­
p"ecialmente de provincia.
Cierto es que la juventud se aburría pero, ¿es que el exceso de
diversión actual asegura una mejor educación final? ¿Y acaso
del ocio no nace la vocación intelectual, la creatividad, mucho
más que del entretenimiento pasivo en una tribuna o frente al
televisor?
Ciertamente fue el deporte -no tanto su práctica individual
cuanto el convertido en espectáculo para masas-el que comen­
zó a modificar aquella fisonomía. Poco a poco se le fueron agre­
gando actividades recreativas primero excepcionales y pronto abu­
sivas
de todo tipo.
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El tráfico, ese testimonio fiel de la actividad urbana fue in
crescendo en la medida que se sumaron los automóviles particula­
res que brindaron más opciones de paseo y diversión. Y así se
llega a la situación actual que permite comprobar -por el nú­
mero de vehículos aparcados en los supermercados o centros de
compra-que una enorme porción de la gente elige el domingo
para adquirir productos o «vitrinear» (como debiera traducirse el
window-shopping de los anglosajones).
Lejos está la ciudad occidental, en su decadencia, del concep­
to clásico del ocio ya formulado por Platón para alivio de las fati­
gas del trabajo de los hombres, «para que nutriéndose del trato
festivo con los dioses mantengan la rectitud y sean equitativos».
Josef Pieper es tal vez quien mejor ha traducido el sentido anti­
guo y tradicional del ocio
y de la fiesta; la subestimación del pri­
mero por su mera negación -negocio-y la deformación de li
fiesta originalmente ligada al culto y con afinidad con el Séptimo
día por una aceptación artificial a base de febriles actividades de
entretenimiento y comercio.
La
ciudad actual va perdiendo gradualmente sus rincones re­
coletos. Ya no hay sitio que no se halle horadado por torrentes
circulatorios, vehiculares o peatonales, iluminados a giorno como
para
que ya no se distinga el día de la noche. Tampoco hay sitios
evoc~tivos para inspiración de los enamorados. Todo va siendo
arrasado
por la extroversión consumista que a la ausencia de cla­
roscuros iluminatorios
suma el aire impregnado de ruidos ensor­
decedores, si
no producidos espontáneamente, fabricados expre­
samente
por los así llamados músicos del rock que atronan los
espacios urbanos
hasta en las antiguas ciudades soviéticas «gana­
das» para Occidente.
De la huída al suburbio a los barrios cerrados
Spengler fue de los primeros en pronosticar la nostalgia que
por el campo tendría el habitante urbano en la medida que la
naturaleza se alejara cada vez inás de la ciudad. Algunos pueblos,
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como el inglés, presintieron eso y en la segunda mitad del siglo
XIX, aprovechando las ventajas del ferrocarril comenzaron a tras­
ladarse al
suburbio sin dejar sus fuentes de trabajo en la ciudad.
La
suburbanización se difundió en todo el mundo donde hubiera
grandes ciudades y allí donde no se había tendido una red de tre­
nes suburbanos la reciente construcción de autopistas le dio nue­
vo
impulso siguiendo el modelo norteamericano ya en auge allí
en los años 30.
Los barrios suburbanos fueron de desarrollo más o menos espon­
táneo hasta
que empresas jnmobiliarias descubrieron en ellos un
filón para negocios fáciles; todos ellos sobre la base del encareci­
miento artificial de la tierra y con muy pocas compensaciones en
mater:'ia de equipamiento y servicios para los nuevos asentamientos.
El
suburbio, salvo en países de gran desarrollo y estándares
económicos altos,
se convirtió en sinónimo de cierto subdesarro­
llo. Los urbanistas norteamericanos hace años acuñaron la expre­
sión
sub-tapia para designar esa realidad que se alejaba del sueño
y la promesa de una vida más plena en contacto con la naturaleza
y con todas las ventajas de
la ciudad.
Los lotes se fueron haciendo progresivamente más pequeños y
las inmensas áreas edificadas equipables y provistas de servicios
que se encarecerían en la medida que las redes resultaban excesi­
vamente extensas.
Súmese
a· ésto el fenómeno casi universal del deterioro de la
seguridad de las ciudades por causas que ahora no vamos a enu­
merar y se explicará el por qué del auge que últimamente han
experimentado los clubes de campo o los barrios cerrados.
Desde luego
que detrás de todo ello está un sistema de valo­
res
muy difundido entre la gente que hoy privilegia de manera
absoluta la práctica deportiva y nos explicaremos cómo hay mul­
titudes que eligen vivir en torno de un campo de golf (y los que
no lo hacen en buena parte es porque- no pueden) sustituyendo así
los símbolos tradicionales
de la urbanidad por unas nuevas deida­
des
de la vida cotidiana.
Llegar a elegir
como lugar para vivir el sitio donde los fines
de semana se halla espar~imiento, configura sin duda toda una
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psicología: la de quienes viven para el negocio y para poder con­
tinuarlo la semana siguiente lo matizan con algo que no es verda­
dero ocio
-libre y sereno--sino mera interrupción del negocio.
Esto por un lado. Por el otro, los barrios cerrados surgen y
prosperan con motivo de los riesgos a la seguridad vecinal, lo
cual
es un hecho innegable pero también un pretexto para agre­
gar un rasgo de status a las residencias suburbanas, con sus guar­
dias y sus garitas de vigilancia.
Un barrio cerrado es de por sí la negación de la urbanidad,
una contradicción en los términos si lo urbano ha de entenderse
como vida en común, sociabilidad en acción, entonces el segre­
garse del resto de la ciudad habla del fracaso de la urbanización.
Fracaso que se origina en la impotencia del servicio policial, de
las fuerzas de seguridad sobrepasadas por la delincuencia e inca­
pace~ de cubrir áreas incontrolables.
Desnaturalización de la calle
Otro rasgo de la decadencia urbana es la desnaturalización de
la calle que por motivos diversos ya no es el sitio de circulación
gentil, de flujo natural y de comunicación entre ciudadanos y
vecinos que tradicionalmente fuese. Ahora la calle es un canal
por el que fluye un turbión de vehículos, mercaderías y personas
y
un punto de conflicto entre tan distintas cosas. El párrafo ca­
sual casi es imposible en medio del tráfago y del ruido, por no
mencionar los gases de la combustión de los automotores que han
hecho de la calle un tubo tóxico, un lugar insalubre-y hasta peli­
groso para la salud. Lo ha demostrado la revisión médica de quie­
nes deben permanecer en ella por motivos laborales más de cua­
tro horas diarias: vendedores de periódicos, policías, inspectores
municipales, etc.
La calle, entonces, al perderse como símbolo de interacción
social,
debilita seriamente a la ciudad toda. Hoy día sólo se pien­
sa en ella en función del tráfico. Una buena calle es donde la cir­
culación corre sin inconvenientes, no tanto la circulación de per-
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sonas sino la de vehículos, porque la ciudad ya no parece ser para
el hombre, sino el hombre para el automóvil.
Las calles peatonales --cegadas al tráfico automotor o diseña­
das
expresamente-no logran reemplazar ese aspecto espontáneo
que tenían las calles tradicionales en los centros de las ciudades,
tal vez porque a ellas daban las puertas de toda clase de edificios,
viviendas, comercios,
instituciones, oficinas, escuelas, museos,
clínicas y
toda variedad de usos del terreno urbano que la zonifi­
cación
ha ido discriminando y homogeneizando para que, en ciertos
casos, el
orden sea perfecto pero también aumente el tedio de la
vida urbana.
Otro signo de «progreso» de la ciudad es la progresiva des­
aparición del paseo vespertino en torno al centro de la plaza prin­
cipal (conocido en las ciudades hispanas como «la vuelta del pe­
rro») y que no ha podido ser sustituida efectivamente por ningún
nuevo hábito urbano (si lo hay).
«La vuelta del perro» funcionó hasta no hace mucho como
prolegómeno de los noviazgos, como informador de chismes de la
política local, como bolsa de intercambio de murmuraciones pero
también como ocasión de conocerse las personas. Todo lo cual no
ha sido reemplazado por el paseo encapsulado dentro de un auto­
móvil, ni mirando televisión, ni siquiera en el café que ya no ce­
lebra tertulias sino sólo comida rápida de inferior calidad para
gente que anda de prisa.
El modelo norteamericano
En la medida que el estilo de vida norteamericano se va im­
poniendo en Occidente (y ainda mais) la vida urbana va perdien­
do el sabor cultural original. Todo contribuye a que, por ejem­
plo, sea imposible
elflaner y que en California (y no sólo allí), sea
tan raro hallar alguien caminando por los distritos residenciales
que si
por casualidad hay alguno será objeto de sospecha por par­
te de la policía.
Por otro lado el automóvil ha introducido en el escenario ur-
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bano la desmesura. El libro de Kevin Lynch The View o/ the
Road
(5 ), en el que pretende hacer observaciones sutiles sobre el
paisaje urbano de la ciudad de Bastan, se restringe a lo que puede
divisarse desde un automóvil que se aproxima y recorre la ciudad
que se desplaza por una autopista. Ciertamente se trata de una
experiencia limitada no sólo desde el punto de vista estético sino
que revela hasta qué punto la desmesura empobrece la visión de
una ciudad.
La desvitalización del centro, la suburbanización, la dependen­
cia del automóvil (y sus consecuencias negativas para el funciona­
miento de la ciudad) y la imposibilidad de poder encontrar
el pulso fácilmente a una ciudad, para no hablar de la tendencia a
la uniformación masiva son todas las características del urbanis­
mo norteamericano agudamente denunciadas por un crítico britá­
nico, Ian Nairn, en su libro sobre el paisaje urbano de los Estados
Unidos (6).
De la expansión en forma de mancha de aceite de las ciudades
se pasó a partir de la industrialización al modelo norteamericano
con
la expansión en forma de pseudópodos a lo largo de autopistas
que consolidan lo que ellos llaman ribbon development o desarrollo
en forma de tiras que envuelven grandes áreas reservadas por es­
peculadores
de tierras hasta que su precio les resulta interesante.
La forma de crecer una ciudad debería ser la de generar satélites,
o sea organismos nuevos, con todas sus partes
tal cual se multiplica
la materia viva pero lo cierto es que por alguna oculta influencia
indirecta de la mecanización y la ley del menor esfuerzo las ciu­
dades crecen indefinidamente a lo largo de ejes de transporte.
El fracaso del urbanismo
Entretanto el urbanismo revela su fracaso y su impotencia.
Sus teorías, generalmente demasiado rígidas, no alcanzan a ensa-
(5) Donald Appleyard, Kevin Lynch y John R. Myer: The View /rom the
Road, M.I.T., 1964.
(6) lan Nairn:
The American Landscape, New York, 1965.
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yarse en la realidad. las ciudades ex-nihilo no prevén su propio
futuro. Los poderes públicos no contribuyen por cierto, no ya a
implementar modelos sino a ni siquiera atenuar los efectos de
más de un siglo de laissez [aire ahora revivido a nombre de una
economía de mercado sin restricciones.
Cierto
es que en algunos casos se ha hecho cirujía en sectores
urbanos decrépitos y se
ha mejorado el hábitat vecinal, pero se
trata de intervenciones que se diluyen en un mar de desedifica­
ción, de desurbanismo.
Mientras la tecnología avanza a pasos agigantados y los go­
biernos hacen exhibiciones de gran poder militar o de obras pú­
blicas monumentales, la ciudad -obra de todos-no ha mejora­
do proporcionalmente: ni aún en los países más desarrollados.
¿Acaso no
tendrían que ser los Estados Unidos la vidriera del ur­
banismo mundial y no lo son?
Sin
duda alguna la ciudad está más íntimamente ligada a la
cultura que exclusivamente a la tecnología. Y la cultura no es algo
que se determina por la simple unión de poder y voluntad. Hace
falta
espíritu y maduración para que se encarne en obras tangibles.
Así ha sido antes y seguirá siéndolo para siempre. Y quienes no
lo creen, quienes piensan
que el progreso material va a solucionar
todos los
problemas urbanos demuestran una cortedad de miras
sólo explicable
por falta de conciencia histórica y de esprit de finesse.
Por eso es que se construyen grandes conjuntos habitaciona­
les pero no se les
infunde vida, a veces hasta hay que demolerlos
30 años después por haberse convertido en un verdadero infierno,
como pasó con los HLM de Francia, o con las new towns en Ingla­
terra, que se creyó que funcionarían como verdaderas ciudades
disponiendo
un dosaje en la composición de la población; un cri­
terio demasiado científico
para una creación humana.
Mientras tanto el pleno siglo XX, en la cúspide de la indus­
trialización aparecen y se multiplican verdaderas ciudades infor­
males
dentro de las ciudades formales: las chabolas, las chanty­
town, las bidonville, las villas miserias, las ciudades perdidas, los
pueblos jóvenes ...
tanto en el mundo desarrollado como en el sub­
desarrollado.
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LA. DECADENCIA DE LA CIUDAD OCCIDENTAL
¿Cómo se explica esto? ¿ Puede calificarse como fruto normal
de la civilización «moderna»~ en el sentido de evolucionada y
progresista, la
ciudad occid_ental tan afectada por estas lacras? Peor
aún: ¿acaso
un futuro mejor está asegurado?
Si ya la mayoría
de la población mundial vive en ciudades y la
tendencia va in crescendo ¿es por ventura arriesgado, tremendista,
exagerado, afirmar que la ciudad occidental está en decadencia?
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