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Número 359-360

Serie XXXVI

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José Guerra Campos, obispo

INMEMORIAM
JOSÉ GUERRA CAMPOS, OBISPO
El 15 de julio pasado, apenas un año después de haber
dejado la diócesis de Cuenca -que pastoreó durante veintiséis
años-, fallecía en Sentmenant don José Guerra Campos.
Estaba
pasando unos días de descanso en la Fundación Padre
Piulachs, tan
unida a esta casa, con nuestros queridos amigos
los
padres Alba, Martinez Cano y Turú, entre otros. Su consa­
gración episcopal databa
de 1964 y había nacido en Ames (La
Coruña)
el 13 de septiembre de 1920. Iba, pues, camino de los
setenta y siete.
Sus primeros años van unidos a la Galicia natal, en concreto
al Seminario de una Compostela que siempre estaría
en su cora­
zón. Luego, con la interrupción de nuestra guerra -en la que
combatió como voluntario del ejército Ilácional-, completarla
sus estudios en la Universidad Gregoriana de Roma y en la Pon­
tificia de Salamanca. Presbítero
en 1944, desempeña su ministe­
rio sacerdotal
en Santiago hasta 1964 -desde 1951 como canó­
nigo
de su catedral-, con algunas estancias de estudios en
Roma. Durante esos años, no obstante, con una intensa dedica­
ción a la predicación
-se remonta a entonces su fama de orador
sagrado-, es profesor en el Seminario Mayor, en el Instituto de
Cultura Religiosa Superior y
en las Facultades de Medicina y
Farmacia. También consiliario de los Jóvenes Universitarios de
Acción Católica, viceconsiliario de la Archicofradla del Apóstol
Santiago
-director también de su boletín Compostela-, secreta­
rio de las Juntas
de los Años Santos Jacobeos, miembro del
Centro de Estudios Jacobeos y del Instituto Padre Sarmiento de
Estudios Gallegos (del Consejo Superior
de Investigaciones
Verbo, núm. 359-360 (1997), 811-818 811
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Científicas), y director adjunto en una de las fases de las excava­
ciones arqueológicas
en la catedral.
Consultor del episcopado español
en el Concilio Vaticano II
entre 1962 y 1963, a partir de 1964 asiste ya como obispo a las
sesiones de 1964 y 1965,
con una intervención resonante sobre
el ateísmo marxista
en el debate de la Constitución pastoral
Gaudíum et spes. Su presencia romana continuará durante los
años inmediatamente siguientes, como miembro del Secretariado
Pontificio para los No Creyentes (1965-1973), del Comité de Enla­
ce de las Conferencias Episcopales Europeas (1965-1972), y
representante del episcopado español
en el Primer S!nodo de
Obispos
en Roma 0967), siendo convocado para el segundo por
la Secretaría del Sínodo (1969).
Asimismo, durante esos años, su quehacer se mutiplicará de
manera en verdad asombrosa: Secretario General del Episcopado
Español, presidente de
la Unión Nacional del Apostolado Seglar,
consiliario de la Junta Nacional de la Acción Católica Española, pre­
sidente de la Comisión Católica Española de
la Infancia, presidente
del comité
rector de la Campaña contra el Hambre en el Mundo,
director del Instituto Central de Cultura Religiosa Superior.
Si a esto
añadimos su condición de procurador
en Cortes entre 1967 y 1976,
así como -hasta esta última fecha-de miembro de la Junta del
Patronato Menéndez Pelayo, del Consejo Superior de Investigacio­
nes Científicas y presidente de la Comisión Asesora de Programas
Religiosos de
RTVE, su quehacer resulta francamente impresionante.
Desde 1973,
por volcarse en su diócesis conquense -y quie­
nes hemos tenido la gracia de frecuentarle podemos dar
fe de
hasta
qué punto heróico esto es as!-y también por un distan­
ciamiento cada vez más patente
de los nuevos aires eclesiales,
todo
el variado y aparente frenes! de su ejecutoria se remansará
en la dispensación de los sacramentos y la orientación de los fie­
les
con la palabra y las páginas del Boletín Oficial del Obispado.
Lo que no hará sino acentuarse a partir de 1976 con su discon­
formidad
-por razones doctrinales y pastorales, quede claro­
con el cambio político operado en nuestra patria.
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Su producción intelectual es también notable y, según él
mismo la clasificaba,
pueden distinguirse unas publicaciones de
carácter teológico, filosófico y pastoral y otras de tema histórico
y arqueológico. De entre las segundas, y
amén de un buen
número de estudios jacobeos -la pasión compostelana ya diji­
mos
que nunca le abandonó-y sobre el patrimonio histórico­
artístico
-bien de Galicia, bien de su diócesis conquense-,
debemos destacar en esta sede las siguientes: ,Informaciones
sobre la negociación del Concordato entre la Santa Sede y
España, (1973-1975), ,Valoración
de la Asamblea Conjunta a los
diez años de su celebración• (1981),
,La ley del divorcio y el epis­
copado español, (1981),
•La Iglesia en España 0936-1975).
Síntesis histórica,
(1986) y ,Crisis y conflicto en la Acción Católica
Española y otros órganos nacionales de Apostolado Seglar desde
1964. Documentos, (1989).
Los tres últimos son libros.
En lo
que toca a la obra religiosa, sorprende por lo extraor­
dinario de su riqueza y variedad: teología dogmática, pastoral,
antropología filosófica, his.toria de la Iglesia, teología moral,
misionología, apologética, etc.
Así, uno puede toparse con títulos
como ,Qué es un obispo• (1949), •La influencia religiosa de
Descartes, (1950),
,La lección de Santo Tomás· (1951), ,El evolu­
cionismo
de Teilhard de Chardin, (1957), ,La teología de la per­
fección del cuerpo• (1960),
·La diferencia cuantitativa entre la
Escritura y la Tradición,
(1963), •Empresarios y bienaventuranzas,
(1965), ,El dinamismo misionero de la fe ante la actua'i crisis reli­
giosa•
(1968), ,Las siete palabras de Cristo en la cruz, (1970),
,Aspectos teológicos de la conquista del espacio• (1970),
,Atelsmo
hoy, (1978), etc.
Deliberadamente
he excluido de la escueta relación anterior
un conjunto de textos centrados en las relaciones entre la Iglesia
y la comunidad política, que
-desde la especificidad de nuestra
revista-no pueden quedar sin una glosa especial. Quizá sea
este aspecto el
que más notoriedad proporcionó a don José en
los últimos veinte años, normalmente basada en una absoluta
incomprensión de
su magisterio, que no era otro que el de la
Iglesia, y
de sus móviles, que no eran otros que los pastorales.
¡Qué diferencia
con otros empeiµdos en enseñar las doctrinas
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del siglo como si fueran las de la Iglesia! Las soi-disant ,memo­
rias• del cardenal Tarancón, por ejemplo, insisten 'en presentar a
un Guerra Campos •político,, terco responsable de enfeudar a la
Iglesia con el franquismo. Sin embargo, la impresión que produ­
cen es muy otra, pues -al margen de la propia trayectoria del
acusador-es propiamente el lenguaje de éste el que evidencia
un politicismo que lo sacrifica todo, no a la doctrina de la Iglesia,
sino a la causa
de la democracia. Y ese si que es un feudalismo
disolvente y operante
en nuestros días. Las páginas de don José,
por el contrario, siempre exhiben el agudo discernimiento, el jui­
cio ponderado, el sentido eclesial, incluso cuando
-y en mí
desde luego es
excepcional-no convencen algunas de sus razo­
nes o de sus conclusiones.
En una coyuntura signada por el confusionismo, en buena
medida un confusionismo episcopal, don José Guerra Campos
quizá haya sido el único
obispo español que mantuvo clara la
visión y netos los criterios. Y de modo coherente. Porque habló
con claridad, e incluso formuló algún juicio altamente polémico,
sobre el significado de la ley de despenalización del aborto. Y
antes sobre la
que introdujo el divorcio vincular, de la que llegó
a culpar a sus propios hermanos
en el episcopado. Pero previa­
mente había sabido ver
en la Constitución la fuente de que ha­
bían
de manar inexorablemente tales males. Asi como había
advertido
de a dónde llevaba una «reforma, política bajo la que
se adivinaba sin apenas disimulo una intención rupturista de la
tradición católica del
pueblo español. Pero es que, anteriormen­
te, también había brotado
de ahí su juicio sobre el régimen de las
Leyes Fundamentales, hallando explicación igualmente
su admo­
nición
-¡en 1976!-sobre la monarquía católica. En algunas de
esas tomas de posición
contó con adhesiones. Sin embargo, se
fue
quedando solo progresivamente, a causa bien de las dimisio­
nes
-ya por edad, ya por salud-de algunos de los obispos que
le habían acompañado, bien del ,moderantismo• de otros, y lla­
mativamente de quienes
por dignidad e influencia tenían también
mayores responsabilidades.
Así,
por ejemplo, cuando el XIV centenario del III Concilio de
Toledo,
en 1989, tras reproducir en el Boletín Oficial del Obis-
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pado de Cuenca (núms. 8-10, agosto-octubre de 1988) la Ins­
trucción dictada a tal efecto
por la Comisión Permanente del
Episcopado Español,
añadla, como ya en alguna ocasión anterior
habla hecho, un extenso trabajo suyo que concluía por resultar
contrapunto del primero. Escribla:
•La instrucción (. .. ) antes re­
producida, recuerda y exalta los frutos
que ha producido en la
historia
la Unidad Católica de España, celebrada en el III Concilio
de Toledo.
El documento parece dar por clausurado el período
histórico
de esa Unidad. Y ante las nuevas circunstancias, que a
su parecer la excluyen, el documento urge la
unión de los cató­
licos
en el campo de una nueva evangelización. La evangeliza­
ción renovada
es ciertamente tarea primordial de la Iglesia. Mas
queda en la sombra lo que acaso es el punto saliente del conci­
lio toledano
en su proyección sobre cualquier tiempo futuro. Con
aplauso y alegría de los obispos, el rey,
que fue el convocador
del Concilio, destaca
en todas sus intervenciones (. .. ) que es
misión principal del gobernante, además de lo
que _atañe a la paz
y la prosperidad terrenales, la solicitud
por el bien espiritual y
religioso,
en la comunión de la Iglesia y en conformidad con su
enseñanza.
El Concilio proclamó que el rey habla cumplido su
'deber apostólico'.
El Concilio Vaticano II ha reafirmado que la
solicitud positiva en favor de la vida religiosa y moral de los pue­
blos es tarea de todo poder público, en el marco de la libertad
civil y religiosa.
La cuestión es de qué modo, en las nuevas cir­
cunstancias,
pueden y deben realizar esa tarea los católicos en
su función de ciudadanos que participan en el gobierno de la
comunidad civil. Orientar
sobre esto es también parte de la
Evangelización, según la tradición de la Iglesia, tan intensamente
pregonada desde el último Concilio•.
Para concluir
explicanqo: ·En unas páginas escritas un mes
antes del
documento de la Comisión Permanente, el que sus­
cribe trató
de llenar el vacío y la desorientación que se están
padeciendo en ese campo y que afectan al quehacer presente y
futuro
de los católicos. La gravedad de la situación se refleja en
el título. Las páginas fueron escritas para corresponder a un
ruego de don Miguel Ayuso, profesor de Comillas, quien pre­
paraba, para Ediciones Iglesia-Mundo, una colección de comen-
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tarios en torno al III Concilio de Toledo, redactados por distin­
tos autores. Con licencia
del profesor Ayuso, damos el texto en
este Boletin•.
El texto, en efecto, vio de nuevo la luz posteriormente con el
resto de las contribuciones
en el número 384 de la segunda quin­
cena de abril de 1989, de la revista
Iglesia-Mundo, monográfico
sobre la cuestión, y
que yo coordiné. Puestos a reproducir ahora,
en homenaje a la memoria del prelado que nos ha dejado, uno
de sus escritos, entre los más adecuados para nuestra Verbo -y
había varios, desde la .Confesionalidad católica del Estado, (1973)
a
,La invariante moral del orden político, (1982)-surge nueva­
mente ese del
año 1989. Por la importancia de la ocasión históri­
ca a
que se contrae. Por el carácter inconformista que lo distin­
gue. Y porque plantea ayuntadas las dos corrientes cruciales: la
de la moral del
orden político -que conduoe a la confesionali­
dad-y la de la predicación de la Iglesia.
• • •
Pero, antes, permítaseme, para concluir, una nota personal.
Porque don José Guerra Campos se cuenta entre las personas
que el Señor, en su gran bondad, ha puesto en el camino de mi
vocación para hacerme fructificar y perseverar en ella. Es verdad
que, a lo largo de veinte años,
no han sido demasiadas las oca­
siones
en que he podido tratarle: apenas una docena de veces, a
solas o con distintos amigos, pero siempre de varias horas. Como
también_ es cierto que no he dispuesto de una intensa corres­
pondencia escrita:
don José rara vez contestaba las cartas, pese a
lo cual conservo algunas enviadas, además, cuidadosamente de
su puño y letra. El teléfono, por contra, sí que lo utilizaba inten­
samente. Cuando llamaba, lo
hacia siempre personalmente, sin
mediación de secretario alguno. Igual que cuando contestaba
también era frecuente que lo hiciera así,
con la correspondiente
sorpresa del interlocutor.
Las conversaciones, además, se dilata­
ban notablemente y no recuerdo haber mantenido comunicación
alguna
con él que bajara de media hora.
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Muchas veces he pensado en la soledad de un hombre que
podía no encontrar ,con quién hablar•. Con quién hablar de las
cosas
que le preocupaban y con la sensibilidad que él tenía. Por
eso, se aferraba a las visitas, incluso a las incorporales, como las
telefónicas. En una ocasión, cuando acompañé a Cuenca a mi
inolvidable amigo el profesor de Dallas Federico Wilhelmsen,
también fallecido, y
que tenla gran interés en conocerle, entra­
mos
poco después de las diez y no salimos hasta pasadas las
tres.
Don José apenas nos dio ocasión de hablar, y Federico, al
despedirse, le dijo
que se encontraba muy impresionado tras
haberle conocido,
pero que lo único que sentía es que no le
había
dado opción para que a su vez le conociera a él. Era ver­
dad,
pero era una sensación con la que yo nunca salí después
de verle en aquellas maratonianas audiencias, en el austerísimo
palacio
-es casi una broma llamarlo así-episcopal de Cuenca
o
en la igualmente severa casa madrileña de la calle Arrieta. Yo,
por el contrario, percibía que, pese a haber hablado poco y
escuchado mucho, don José sí que me había conocido, y que
por eso me decía exactamente lo que me había dicho. Y es que
la apariencia pública lejana y hasta un poco afectada, se torna­
ba en privado en una delicadeza y una sencillez extremas. Por
lo mismo, también he pensado muchas veces en cuántos
-obispos incluidos-no le han conocido.
Recuerdo también otra emocionante conversación de varias
horas, esta vez en Madrid, con Estanislao Cantero y Luis María
Sandoval. Tras hablar largamente sobre temas de política ecle­
sial y tras
haber hecho afirmaciones severísimas sobre la situa­
ción
de la Iglesia en España y en el mundo, se transfiguró
abriéndonos
su corazón. Recuerdo sus palabra&: ·El fracaso apa­
rente
-vino a decir-no nos debe desilusionar. Cristo fue el
gran fracasado y ese su gran fracaso le valió el gran triunfo.
Dios saca
bien del mal. Además, el Señor nos ha prometido que
nos enviará el consolador, que estará con nosotros todos los
días hasta el fin del mundo y que haremos por su nombre sus
mismas obras y
aun mayores•. ¡El •político• Guerra Campos!
¡Qué falta de visión la de
quienes así le motejaban! En lo que a
mí toca, no me cabe la menor duda: hemos perdido a la mejor
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INMBMORIAM
cabeza, pero también al corazón más grande de la Iglesia en
España. Desde el pensamiento tradicional la orfandad es, si
cabe, mayor,
pues era el último obispo con ideas claras en
muchos terrenos, a comenzar por el político. Se ha dicho, así,
con pérfida intención, que con él se va el último obispo del
«antiguo régimen•. Pero la cosa es mucho más grave. No es el
antiguo régimen lo que está en juego. Si fuera eso ... Es el
entendimiento de la oposición del mundo moderno al orden
sobrenatural,
no en el simple sentido de un orden natural des­
conocedor de la gracia, sino en el más radical de opuesto tanto
a la naturaleza
como a la gracia.
MIGUEL AYUSO
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