Índice de contenidos

Número 359-360

Serie XXXVI

Volver
  • Índice

La Iglesia y la comunidad política. Las incoherencias de la predicación actual descubren la necesidad de reedificar la doctrina de la Iglesia

LA IGLESIA Y LA COMUNIDAD POLÍTICA
LAS INCOHERENCIAS DE LA PREDICACIÓN ACTUAL DESCUBREN
LA NECESIDAD DE REEDIFICAR LA DOCTRINA DE LA IGLESIA
POR
Jos~ GUERRA CAMPOS (t)
Introducción.
¿Tiene vigencia pastoral la enseñanza del Magisterio?
l. El Papa Juan Pablo II, dirigiéndose a los obispos de la
provincia eclesiástica de Toledo
y de la Archidiócesis de Madrid
y al Ordinario Castrense en diciembre de 1986, afirmó: "Sé que
estáis preparando, sobre todo en Toledo, la celebración de un
acontecimiento eclesial de particular importancia, el XIV cente­
nario del III Concilio de Toledo (año 589),
que marcó el momen­
to decisivo de la
unidad reltgtosa de España en la Je católica. A
distancia de siglos nadie
puede dudar del valor de este hecho y de
los frutos que se han seguido en la profesión y transmisión de la
fe católica,
en la actividad misionera, en el testimonio de los san­
tos, de los fundadores de órdenes religiosas,
de los teólogos que
honran con su memoria el nombre de España. La fe católica ha
desarrollado una idiosincrasia propia, ha dejado una huella imbo­
rrable
en la cultura y ha impulsado los mejores esfuerzos de
vuestra historia. En la
nueva Jase de la sociedAd española es tam­
bién necesario que los católicos mantengan una unidad de orien­
tación y de actuación para iluminar la cultura con la fe y testi­
moniar el Evangelio
en la vida". Y en el mismo discurso el Papa
señaló las actitudes secularistas
que operan en España en los últi­
mos años, tendentes a
que el mensaje evangélico no ejerza su
función iluminadora en medio de la sociedad.
Verbo, núm. 359-360 (1997), 819-837
819
Fundaci\363n Speiro

]OSE GUERRA CAMPOS
2. La valoración positiva de la "unidad católica", afirmada
en tiempo "conciliar" por Juan Pablo II y también por Pablo VI y
Juan XXIII, y todo lo que ella evoca en cuanto a relaciones
Iglesia-Estado produce cierta incomodidad
en sectores de la
Iglesia española y en otras de historia semejante. Por lo pronto,
hay corrientes que repudian
una tradición histórica en que la
"unidad católica" y
la "confesionalidad" eran integrantes del
orden político. Pero también
se sienten incómodas personas que,
reconociendo los valores
de aquella tradición en la perspectiva
de su tiempo, estiman _necesarios otros modos de servirlos en el
tiempo actual. Piensan que se ha producido, para bien, un corte
en la historia, y temen que el aprecio del pasado induzca en la
nueva etapa actitudes de continuismo, que reputan perniciosas,
aunque sólo tengan la forma de nostalgia.
En este ámbito mental las ideas tradicionales causan perple­
jidad. No se ve cómo conciliar los valores de antes
con los de
ahora.
¿Es compatible la "unidad" con el "pluralismo" inherente a
la condición humana? Toda posición singular reconocida a la
Iglesia
se interpreta ahora en clave de "privilegio" o de "poder"
civil (equiparados,
aunque no son lo mismo): ¿es eso compatible
con la igualdad de los hombres y con el Evangelio, tanto si la
Iglesia se prostituye a ser instrumentum regni como si pretende
subyugar al Estado para
que sea instrumentum Regni Dei? Más
aún: es frecuente suponer que si una ley es de inspiración cris­
tiana deja de ser medio de promoción general y se convierte en
"privilegio de unos pocos o incluso de una mayoria" (J. Villarejo).
Es decir, si los cristianos consiguen que una ley defienda la vida
de todos, resulta que esto es un "privilegio" de los defensores,
porque atenta al "derecho" de los
que quieren interrumpir vidas
de no nacidos. Y siguiendo por este camino de contradicciones,
se supone que si una ley es de inspiración "racional", en vez de
"cristiana", alcanza el valor de generalidad. ¿Pero es posible una
ley
que sea igualmente aceptable para defensores y para agreso­
res de los
no nacidos? Por último, en esta mentalidad ¿qué senti­
do tiene hablar de "obligaciones religiosas" del Estado mismo?
¿No tiene que ser "secular", incluso para asegurar la convivencia
pluralista?
820
Fundaci\363n Speiro

lA IGLESIA Y lA COMUNIDAD POLÍI'ICA
Hay en muchos como una sensación de haberse desembara­
zado
de un lastre. Y cierta ufanía al compararse con tiempos anti­
guos: ¿no es
una conquista de la Iglesia actual haber dejado el
"poder", tener "libertad" y estar "despolitizada"? Sólo que,
al
hablar de "poder", "libertad' y "despolitización" y al compararse
con otros tiempos, hay no poca ingenuidad y falta de informa­
ción.
Por ejemplo, muchos dan por obvio que el privar-librar a la
Iglesia de todo "privilegio" o "poder" es el fruto de la seculariza­
ción o suspensión
de la "confesionalidad". Podña recordar que el
máximo despojo y debilitamiento
de la Iglesia en el siglo XIX
(desamortizaciones, exclaustraciones ... ) fue obra de Estados
"confesionales". Y
que la tendencia regalista a poner toda la dis­
ciplina institucional de la Iglesia como función del Estado y a
"convertir la Iglesia
en una institución nacional que dependa lo
menos posible de la Santa Sede" (Leclercq) se dio
por igual en
situaciones políticas de absolutismo y de liberalismo. Por eso,
dicho
sea de paso, honra tan poco a la lucidez y a la justicia el
que tantas voces de la Iglesia española hablen ahora de "nacio­
nalcatolicismo" refiriéndose a
un tiempo, el de 1939-1975, que
fue sustancialmente lo contrario,
pues la vida de la Iglesia en
España se caracterizó entonces por la romanidad, en uno de los
grados más altos de toda su historia.
La romanidad equivale a
independencia y universalidad. Y ninguna persona bien informa­
da desconoce
que también era expresión de romanidad (Pío XI,
Pío XII) lo del "Estado Católico" con una legislación "conforme a
las enseñanzas
de la Sede Apostólica".
Especial autocomplacencia, frente a la antigua lústoria,
en lo
tocante a la "libertad". fomina
el tópico de que la "libertad" de
la Iglesia resplandece precisamente en contraste con la "protec­
ción" e "injerencia" de los gobernantes católicos de otros tiem­
pos, desde Constantino (promotor del primer concilio ecuméni­
co) a Cario Magno y Carlos V o, todavía·
en el siglo XIX, el
Emperador de Austria. Esa "libertad" parece evidente a los ojos
de todo el mundo en el desarrollo del Concilio Vaticano II. Se
recuerda poco o no se sabe que en un punto central del Concilio,
por complacer a un poder político, se maniobró de tal forma en
821
Fundaci\363n Speiro

JOSÉ GUERRA CAMPOS
contra del reglamento que a un número altísimo de Padres se les
impidió
proponer su pensamiento, y a todos los demás se nos
privó de la oportunidad
de conocerlo y emitir juicio conciliar
sobre él. No
es la menor agresión a la libertad en la historia secu­
lar de los Concilios.
El hecho de que muchos Padres, en coinci­
dencia con
un ambiente exterior propicio, la tolerasen con
desinterés no disminuye su magnitud, sino al contrario.
La "politización" suele referirse a intervenciones en el campo
político. Será ilegítima la que constituya usurpación de funciones
o
un desvío de la misión de la Iglesia. El influjo y las interven­
ciones para
que la acción política sea conforme al orden moral y
favorezca el ejercicio
de la acción de la Iglesia Oeyes y gobierno
en favor de la familia, la· sana educación, el sano ambiente públi­
co, la ayuda a la vida religiosa, etc.) podrán practicarse
en formas
más o menos acertadas, pero no están fuera del servicio a la
misión propia de la Iglesia. En realidad, la "politización" radical
se da en la supuesta ''no intervención", si se cae en la tentación
de reducir la acción de la Iglesia a "facilitar" la convivencia plu­
ralista (tarea central de la política) debilitando para ello el ejerci­
cio de su misión propia. Su misión la obliga a ser más
que una
oferta entre otras
en el mercado; la obliga a proponer la llamada,
la promesa y la exigencia
de Dios. El peligro que acecha ahora
es
que cuando se habla de renunciar a la Iglesia-cristiandad para
ser Iglesia-misión, sea la misión la que, paradójicamente, se oscu­
rezca.
3. Estamos en que hay ult'cambio en las circunstancias his­
tóricas, que exige variaciones en la acción de la Iglesia para res­
ponder.ª las mismas. Es precisamente el momento de atender a
la ley de todo lo vivo y verdadero: que las variaciones funcionen
como exigencia y aplicación
de algo permanente. No vale desen­
tenderse, como
quien suelta un lastre, de "pedazos" de la doctri­
na tradicional. Para muchos es tentador simplificar, como si todo
se resolviese con decir que la Iglesia no necesita apoyarse en el
poder civil ni debe hacerlo, y que le basta gozar de la ltbertad
común en un Estado democrático. Pero la cuestión permanente
es otra. Lo del "poder" y la "libertad" quedan subsumidos en algo
822
Fundaci\363n Speiro

LA IGLESIA Y LA COMUNIDAD POLÍI'ICA
más radical: la predicación de la Iglesia acerca de los deberes del
poder civil y los ciudadanos. La cuestión no es sólo cómo ha de
tratar el Poder a la Iglesia, respetando su libertad en la sociedad
civil, sino cómo
debe ejercer el Poder su propia misión en el
orden moral y
en relación con la vida religiosa.
Aquí está el eje, fijo en su misma movilidad, en tomo al cual
han de girar todas las variaciones pensables
en la relación Iglesia­
Comunidad política. Todos los planteamientos de la historia
-también aquellos que ahora muchos creen poder eludir-rena­
cen brotando de ese núcleo ineludible. Una "idea" bastante
corriente
es que la Iglesia, superados los siglos de "implicación"
con el poder civil, se encamina nuevamente hacia una presencia
en el mundo de tipo preconstantiniano, como en los siglos I-In.
Pero no cabe olvidar que entonces la predicación de la Iglesia era
netamente diferenciadora, sin acomodaciones; y el despliegue de
la comunidad cristiana se movía ya hacia lo que es exigencia des­
tacada
en la Iglesia de hoy: que los cristianos no se conformen con
"vivir su vida como grupo alojado en una sociedad ya dada", sino
que participen activamente como ciudadanos "constructores de
la
misma sociedad". Si es asi, alli donde la Iglesia está implantada, la
vuelta a una situación preconstantiniana, entendida como no
implicación, es ilusoria. "Constantino" está ahi. Si molesta una
determinada imagen de la historia, y queremos ilusionamos con
imágenes "más puras", habrá que confesar en todo caso que
"Constantino"
son los ciudadanos católicos que ejercen la "sobera­
nía"
en una sociedad democrática. Si "Estado católico"· era el que .
se obligaba a inspirar su legislación y la práctica de gobierno en la
doctrina católica (Pio
XI),. en cualquier forma de Estado los ciuda­
danos católicos,
en cuanto de ellos depende-la legislación y el
gobierno, están obligados a configurarlos según su conciencia ilu­
minada
por la Iglesia (Pio XI y Concilio Vaticano II).
Hablemos, si place, de "ciudadanos" y no de "ciudadanos
católicos" y recordemos el minimo y 19 más universal en esa ilu­
minación de la Iglesia. En relación con cualquier comunidad poli­
tica,
quienquiera que sea el titular de la s_oberanía (¿todo el pue­
blo en asamblea?, ¿una representaciól) elegida?, ¿un monarca ele­
gido o aceptado?), la misión de la Iglesia
es predicar en nombre
823
Fundaci\363n Speiro

¡osb GUERRA CAMPOS
de Dios que, no sólo los actos y comportamientos de los ciuda­
danos, sino además la misma
estructura constttuctonal de la "ciu­
dad"
ha de estar subordinada eficazmente al orden moral. La
Doctrina Católica sobre la comunidad politica, tal como se enun­
cia en el Concilio Vaticano II (Gaudlum et spes 74, Dlgnitatis
bumanae 7), reclama en conciencia para la acción del poder civil
dos condiciones: primera,
que se ejerza "dentro de los límites del
orden morar; segunda, y para limitar la "arbitrariedad", "según el
orden jurídico legítimamente establecido o por establecer". En
resumen:
"según normas jurídicas conformes con el orden
moral".
4. Parece este un punto muy claro. Pero está oscuro. En
tomo a ese punto se difunde la niebla de la indeterminación, se
produce
un vacío caótico, o socavón en la aparente solidez de la
doctrina. ¿Está a la vista
una estrella polar para la conciencia de
los católicos? No preguntamos si hay una Doctrina de la Iglesia:
ahí están los documentos, desde León XIII a Juan Pablo II, y, aun­
que escasas, no faltan, aun ahora, exposiciones eruditas de su
conjunto, como por ejemplo la reciente del profesor Isidoro
Martín. Acaso la dificultad
que encuentran los pastores para trans­
mitir a los fieles
ese cuerpo doctrinal está en que sus elementos
(a saber, fundamento moral del
orden político, libertad religiosa,
deber religioso de la comunidad política, relación institucional
entre Iglesia y Estado)
parecen ahora membra distecta, sin inte­
gración armónica. Como sea,
lo que en estas páginas nos propo­
nemos señalar
es el hecho de que esa doctrina magisterial no
tiene vigencia, no es recibida de modo efectivo y concorde en la
pastoral ordinaria. Y este fallo, ahora que se trata de iluminar no
sólo la acción del "principe", sino la parttclpact6n de todos los
ciudadanos, es demoledor. Dificil será conseguir así aquella "uni­
dad de orientación y actuación" que Juan Pablo II requiere de los
católicos
en la nueva fase de la sociedad española. Entre los
"agentes
de pastoral" el magisterio de los documentos sobre
moral política
se olvida en gran parte, se tiene por "superado"
(anulado
por el "Concilio"); los criterios con que se actúa van a
su aire o se degradan según los estereotipos de la propaganda
824
Fundaci\363n Speiro

LA IGLESIA Y LA COMUNIDAD POLfrICA
polltica. Hará falta mucha reafirmación y quizá recomposición de
la doctrina para que numerosos fieles y pastores reconozcan de
verdad in íure lo que hay de vigente en el Magisterio. Sólo enton­
ces se moverán a darle vigencia
In Jacto. Algo parecido a lo que
ocurrió durante decenios con la llamada "doctrina social" de la
Iglesia. He
aqui una muestra reciente de la distancia entre la Doctrina
Católica y la "opinión" corriente
en la Iglesia: los recordatorios
que en los últimos años se hace la Congregación para la Doctrina
de la Fe, y personalmente el Cardenal Ratzinger, acerca del con­
dicionamiento moral de
la democracia caen en el vacío; y la ins­
trucción convergente del
Papa en Paraguay (mayo 1988), que
indicaremos después, a pesar de la atención suscitada por el dis­
curso pontificio ni siquiera
ha sido señalada en las informaciones
y comentarios católicos: o
porque no ha sido captada o porque
ha sido preterida. Habría que preguntarse cuál de las dos causas
es peor síntoma.
Se dirá que la actual "descomposición" es el reflejo normal de
una fase de "transición", y que ya surgirá en el futuro el nuevo
edificio. Pero, aunque se acepte una cierta indeterminación res­
pecto a modalidades contingentes, la Iglesia no puede esperar
que brote nada vivo del mero caos. Sólo puede esperar la fructi­
ficación de lo que ya
vive. Está encargada de mostrar en medio
del caos la semilla del Logos.
¿Se cumple ahora ese encargo de
modo suficiente?
Incoherencia de la pastoral ordinaria respecto
a
la moral del orden polidco.
5. Dicho queda que, según la doctrina católica, la soberanía
en la comunidad politica, quienquiera que sea su titular, debe
estar sometida jurídicamente al orden moral (a la soberanía de
Dios). De modo que la instancia suprema, juñdicamente operati­
va, esté
por encima de lo que es legitimamente variable. Es algo
más
que una exhortación para que los ciudadanos y gobernantes
en sus decisiones y actos electivos estén atentos a la ley moral
825
Fundaci\363n Speiro

JOSÉ GUERRA CAMPOS
Se requiere que sea moral el sistema mismo, es decir, que esté
constituido de tal forma que no sea legítimo dentro de él atentar
contra la citada ley.
Pues bien, lo
que se predica -más bien, lo que late-en la
pastoral ordinaria
en relación con la democracia, la libertad reli­
giosa y la relación Iglesia-Estado está
en clave llberal-permislvis­
ta, no de doctrina católica. La democracia es supremacia de la
voluntad o las opiniones
de los ciudadanos. Legitimidad moral,
en el orden político, de cualquier decisión tomada según las
"reglas del juego",
según mayorías. Para evitar la opresión de las
mayorías sobre las minorías, se tiende a reglas de juego
que
importen la máxima permisividad legal; el desideratum sería
poner como límite únicamente la exclusión de la agresión direc­
ta. Esta "permisividad legal"
se considera buena moralmente en
el orden politico, aunque se repruebe la "permisividad moral" en
los comportamientos personales. La libertad religiosa, enunciada
por el Concilio Vaticano II, se entiende como "neutralidad oficial"
de los gobernantes respecto a la Verdad,
con trato igual para
todas las formas de autonomia subjetiva
en la materia (ateos y
creyentes). En cuanto a la
Iglesia en la sociedad civil, se repite
constantemente
que se contenta con que se respete a todos; y
para
actuar según sus propias normas dentro de la comunidad
de los
que libremente la aceptan. Las normas de la vida política
serán las que determinen los cludadan&; corresponderán a la
doctrina
de la Iglesia solamente en la medida en que los ciuda­
danos quieran inspirar sus conciencias
en la predicación de aqué­
lla. Esto
es lo que los políticos, en general, entienden como pen­
samiento actual de la Iglesia, después de oir a sus "portavoces" y
. de hablar con ellos.
Pero la Iglesia
-cuya predicación en pr(nctpio parece dar
por bueno el "pluralismo permisivista" -reacciona luego contra
algunas de sus aplicaciones o consecuencias. Declara inviolables
en el orden legal ciertos valores morales y reclama su cumpli­
miento,
no sólo como fruto de la fidelidad moral de una mayo­
ría de ciudadanos, sino.· como responsabilicjad absoluta de los
gobernantes. Rechazo de la legitimidad moral
de ciertas leyes,
aunque provengan de mayorías (lo que equivale al rechazo de la
826
Fundaci\363n Speiro

LA IGLESIA Y LA COMUNIDAD POLfrICA
noción "liberal" de democracia). La enseñanza del Magisterio
mundial, reiteradisima por el Papa y los Episcopados en el caso
del aborto, mas también
en la contracepción (Humanae vttae
23), las publicaciones (Octogesima adveniens 20), la educación
de niños y adolescentes (Concilio Vaticano, Grav. educ. 1) exclu­
ye
el criterio del pluralismo como justificante en el orden legal;
declara
que una ley contraria a la ley natural no tiene valor de
ley
y, aunque sólo sea ley permisiva, si deja sin protección al
indefenso
es totalmente reprobable y mina los cimientos de la
sociedad. ¡Léanse los textos y
se verá que se impone a los
poderes públicos una obligación moral absoluta, independiente
de las opiniones de las mayorías! (Cf., v.g., Congregación para
la Doctrina de la Fe, declaración del 018 de noviembre de 1974,
números 19-21).
7. Pero ¿cómo
puede un legislador o gobernante, en cuan­
to tal, acoger esa obligación
si se ha legitimado antes el sistema
que le obliga a no oponerse a la "mayoría"? He alú la incon­
gruencia de la predicación. La incongruencia está en que se afir­
ma
un criterio moral como absolutamente exigible en nombre de
Dios
en las leyes concretas que resulten de la aplícaci6n de un
sistema político; y ese criterio no se propone con suficiente cla­
ridad e insistencia al
exponer los principios del mismo sistema.
Se aprueba el árbol,. se reprueban los frutos.
Los efectos lamentables de tal incongruencia no son de
extrañar. Primeramente,
desde "afuera": sorpresa escandalizada,
reacción violenta de muchos, cuando los obispos
aducen la
Doctrina en casos como las leyes del divorcio, el abotto, la edu­
cación, la permisividad corruptora de jóvenes (¿no aceptaban
nuestro pluralismo liberal?).
Otro efecto
es el debilitamiento y la ambigüedad de la misma ·
predicación destinada a orientar las conciencias de los ciudada­
nos.
Se ha dicho que la Iglesia orienta a sus miembros y ofrece
ideas dignas de consideración a los
no católicos (¿dónde queda
la acción "profética" de decir a todos en nombre de Dios lo que
obliga moralmente a todos?). Durante largo tiempo la orientación
a los ciudadanos
en su función de electores se resumía.en esto:
827
Fundaci\363n Speiro

JOSÉ GUERRA CAMPOS
"considerad los elementos negativos y los positivos y decidid en
conciencia". Pero los ciudadanos en su mayoría no velan claro
qué significaba "en conciencia" (¿referencia a una norma supe­
rior?, ¿o a la mera autonorrúa subjetiva?). Y aunque lo supiesen,
se les indicó de mil modos
que -como no hay nada sin defec­
tos-podfan en conciencia apoyar con su voto, por razón de los
aspectos positivos, a fuerzas promotoras de cosas tan negativas
como el aborto, la disolución familiar, la corrupción moral de la
juventud, la descristianización cultural, etc. Se dejó de iluminar la
cuestión esencial: ¿Hay o
no algunos elementos negativos que
por si solos (por su radicalidad, por socavar los cimientos de la
sociedad) deciden
en contra y excluyen la cooperación? El hecho
es
que con votos de fieles, y también de pastores, se instauran
los mismos males que luego se lamentan. Y voces "autorizadas",
en el acto mismo de condenar esos males, se apresuran a adver­
tir que se trata de "puntos aislados", y reiteran su aval al marco
teórico-jurídico del que brotan. Es notorio que cuando numero­
sísimos ciudadanos católicos se movilizaron en el ejercicio de sus
derechos y en defensa de sus hijos, sufrieron frenazos repetidos
por parte de sus pastores. Se les dijo: oponeos, pero que la opo­
sición no sea política (¡y era un problema enteramente político!);
haced manifestación de vuestro sentir, mas
no una presión que
perjudique a los autores del mal en sus expectaciones electora­
les, o
que favorezca a otras fuerzas.
Sin duda, tales incoherencias de criterio se explican en parte
por un móvil pragmático: el deseo de servir ante todo a la "con­
vivencia pluralista", evitando que los católicos se identifiquen con
determinadas agrupaciones políticas. Sin embargo, este objetivo
no debería promoverse con recetas superficiales (como tampoco
parece justo
que se invoque para acallar la glorificación de los
mártires españoles). No
se puede renunciar a que los ciudadanos
católicos,
de un modo o de otro, hagan valer su fuerza democrá­
tica
con "unidad de orientación y de actuación" (Juan Pablo Il).
Su dispersión en partidos no puede ser tal que destruya la uni­
dad suprapartidista que exige la vocación cristiana. Si no, todo es
confusión.
¿Vale una "convivencia" que debilita el servicio a la
Verdad? ¿Es justo caer en complicida.d con fuerzas que, a diestro
828
Fundaci\363n Speiro

LA IGLESIA Y LA COMUNIDAD POLtrICA
y siniestro, no renuncian a descristianizar? ¿Se evita de verdad la
"guerra"? ¿O los cedimientos amplifican la agresión, según se vió
en los episodios de reacción brutal cuando la Jerarquía expuso
timidamente sus criterios en relación a la familia, la enseñanza,
etc.?
¿No ocurrirá que, mientras la "guerra" sigue, lo que se hace
es desmontar las propias defensas?
8.
Lo que está en juego realmente es la libertad de la pre­
dtcactón? sometida a una fuerte autocensura. Hace unos años se
repitió mucho: la Iglesia, cuanto más renuncie a privilegios o al
poder jurídico en la sociedad civil, tanto más debe intensificar
con toda libertad su predicación moral a esa sociedad. Ahora en
varios sectores de la Iglesia y entre varios teólogos (con "misión
canónica") es la predicación la que resulta preocupante para una
sociedad pluralista.
La norma pol!tica la hace la mayoría. ¿Y si
contradice a una
norma moral? Se dice que se siga predicando y
que se pennita lo que no se puede impedir ("pennisión" que
parece obvia e inevitable, ¡pero incluye el consejo de que no se
insista
en denunciar la ilegitimidad moral de la ley!). Se dice que
la Iglesia debe cooperar a que con las distintas concepciones éti­
cas se forme una Moral Política, no cristiana necesariamente. Pero
también se dice que el modo con que la Iglesia jerárquica ejerce
su predicación moral, por ejemplo sobre el matrimonio, es incon­
ciliable con la Democracia. Porque, dicen, predica oomo si tuvie­
se
el monopolio de la verdad ética, de la ley natural, y así da
razón
al anticlericalismo. "La Iglesia debe aceptar otras instancias
éticas distintas
de la suya".
En estas indicaciones de teólogos lo único
que está claro es
la primacía (práctica
y, al parecer, axiológica) del pluralismo. to
referente a la misión de la Iglesia está muy turbio. ¿Significa acaso ' . que, al mismo tiempo que enseña en nombre de Dios que el
aborto provocado
es malo, la Iglesia, para evitar el monopolio,
debe decir que la posición de quienes propugnan la bondad o
licitud del aborto es "éticamente valiosa"?
¿No se está insinuando
la invitación a
que la Iglesia renuncie a hablar en nombre de
Dios?. Sin embargo, el Concilio Vaticano II (en el documento
sobre Libertad Religiosa,
¡tan emparentado con el pluralismo!)
829
Fundaci\363n Speiro

JOSÉ GUERRA CAMPOS
reafirmó que es misión de la Iglesia: exponer y enseñar auténti­
camente la
Verdad, que es Cristo; y "declarar y confirmar con su
autoridad
los principios del orden moral que fluyen de la misma
naturaleza humana"
(D. H. 14).
Problema candente es cómo insertar la predicación de la
Iglesia
en una sociedad permisiva, con la que tiende a congra­
ciarse.
La sociedad permisiva pretende reducir la ordenación
política a
una simple coexistencia de libertades subjetivas, pres­
cindiendo de su relación a
la Verdad y al Bien moral. Favorece el
agnosticismo moral, por reducción de lo ético al mínimo legal.
Descuida la solicitud educativa. Desatiende valores
que son pre­
vios y más importantes
que los derechos exigibles. Incrementa la
mediocridad y la desgana espiritual. Pero,
sobre todo, y como
lógica consecuencia, lo
que reclama no es precisamente libertad
para hacer lo que le venga en gana (ya la tiene); quiere más: la
estima o legittmact6n social de su conducta. Quiere que se la
aplauda, como aquellos de
que habla San Pablo (Rom. 1, 32). La
experiencia reciente demuestra que, por mucho que la Iglesia
respete el permisivismo civil,
no la perdonarán mientras no rela­
tivice
su predicación y reconozca valor ético a todas las actitudes.
Para
no ir a la deriva, la nave de la Iglesia tendrá que ir contra
corriente o enderezar la corriente.
9. Resumen. Las incoherencias entre la predicación acerca
del
sistema del pluralismo permisivo y la predicación acerca de
sus apltcactones concretas denotan un déficit de reflexión, quizá
un desinterés por la verdad y por la trascendencia práctica de la
misma. Y siembran la
duda sobre el akance de las enseñanzas
de la Iglesia,
poniendo a muchos ante este dilema: ¿la verdad
afirmada como norma inviolable en las aplicaciones Oey de abor­
to, etc.) es sólo
un residuo de viejas concepciones, que debe
ceder ante la "verdad" superior del pluralismo permisivista?¿O, al
contrario, el permisivismo, tan fácilmente admitido al hablar en
general del sistema, es algo condicionado, con subordinación a
la auténtica verdad superior recordada el enjuiciar las aplicacio­
nes?
La coherencia impone elegir con nitidez. Si lo primero, habrá
que disociar plenamente la "moral del orden político" de la
830
Fundaci\363n Speiro

LA IGLESIA Y LA COMUNIDAD POL!TICA
"moral de los comportamientos personales", es decir: aunque se
reprueben el aborto criminal o el contagio inmoral de los niños,
seria injusto reprobar la ley
que los facilita. Si lo segundo, enton­
ces hay
que delimitar la parte de validez que tenga el permisi­
vismo; hay
que reconocer que las declaraciones de aceptación
genéricas, tan "simpáticas", son de un oportunismo antieclesial¡
hay que expresar abiertamente las condiciones de legitimidad
moral de
un sistema pluralista, y mover sin ambigüedad a los ciu­
dadanos a
que las implanten.
Urge recomponer la doctrina
y
su proyección pastoral.
10. Fluye de lo expuesto que en el campo de la moral apli­
cada a la vida pública
la Iglesia necesita, no sólo que se cumpla
lo que enseña, sino volver a enseñar lo que se ha de cumplir. Y
esto incluye: reafirmar su doctrina, rescatarla de las exposiciones
falseadas, y quizá reajustarla, integrando los fragmentos con uni­
dad orgánica; evitando en todo caso que su mensaje quede reba­
jado a ser
una expresión más del lenguaje político y cultural del
mundo. Sobre el campo de escombros de la confusión reinante
ha de levantar de nuevo el edificio de
su Moral política, como
hizo
en su dia el Papa León XIII. Naturalmente, no hablamos de
una simple construcción en el papel, s,ino, de orientaciones refe­
ridas a una praxis viva. Doctrina y proyección pastoral insepara­
bles.
Y, claro está, no se pre.supone ningún idealismo ingenuo.
Los ciudadanos católicos han de saber cómo soportar situaciones
impuestas o establecidas;
y, según advertía León XIII y en 1931
el Episcopado español, no ignoran que dentro de un régimen no
laudable puede haber leyes y actuaciones justas, y viceversa.
Pero
no se trata de grupos impotentes, forzados a "padecer" lo
bueno o lo malo que hagan con ellos. Son ciudadanos activos,
obligados
en conciencia a participar en un proceso incesante de
mejora de la sociedad, de renovación y conservación. Ese proce­
so necesita
un polo que le dé sentido y eficacia, y una doctrina
aplicable a la realidad presente.
831
Fundaci\363n Speiro

JOSÉ GUERRA CAMPOS
11. Para la integración doctrinal necesaria ofrece pistas el
Magisterio reciente. Curiosamente, quizá esté ya apuntada en un
documento que ha sido utilizado para la desintegración: la decla­
ración sobre
Libertad Religiosa del Concilio Vaticano II. Bien por
insuficiente desarrollo, bien porque ha sido recortado en la pre­
dicación ordinaria,
no se ha logrado que aparezca clara la cohe­
rencia
de las "cosas nuevas con las antiguas", postulada en el
documento; y tanto los adversarios como muchos partidarios,
unos lamentándolo y los otros alegrándose, coinciden en una
misma interpretación, según la cual la Iglesia ha abandonado su
"doctrina católica" y se ha convertido, sin más, a una doctrina que
rechazaba. Lástima que la falta de espacio impida exponer aquí
un análisis detenido del texto. Con todo, y sin entrar en el fondo
de la cuestión, es imprescindible señalar algo que es desatendi­
do en la opinión corriente.
El propósito del Concilio es dar doctrina católica. El texto
contiene
dos directrices que brotan de los postulados de la doc­
trina tradicional católica y desautorizan el simplismo de la inter­
pretación vulgar.
La primera, que la misión del Poder civil res­
pecto a la
libertad está ligada con la Verdad (D. H. 1, 3, 6): pues
la sociedad civil tiene obligaciones religiosas; y la libertad reli­
giosa exige del Poder civil, además del respeto de la autonomía,
la
acción positiva de promover condiciones propicias para la vida
religiosa, de ayudar a los ciudadanos a
que cumplan sus deberes
con Dios, estimándolo
como un bien para la vida social. Nada de
neutralidad: si la "no coacción" comprende a todos (cumplan o
no su deber religioso), la "promoción y ayuda" se refieren a la
vida religiosa. Y
por eso, en el campo de la educación el Concilio
proclama,
en correlación con un derecho inviolable, un deber
que obliga a todos los responsables de la educación, no sola­
mente a los católicos:
nada menos que el de estimular positiva­
mente a niños y adolescentes
en su vida religiosa y moral, en el
conocimiento y el amor de Dios (
Grav. Ed. 1). Dimensión positi­
va de la función gobernante, silenciada
en la pastoral ordinaria.
La segunda directriz (D. H. 1, 4, 7) es que la libertad religiosa (no
coacción
en el orden civil) ha. de ser regulada por el poder públi­
co mediante la justa
delimitación y la imprescindible coerción
832
Fundaci\363n Speiro

LA IGLESIA Y LA COMUNIDAD POLfrICA
contra los abusos. Los límites son los exigidos por la tutela de los
derechos de los demás, la composición de los derechos
de todos,
la paz públíca como convivencia
en la justicia, la moralidad
pública. Todo esto
de los límites y la coerción a su servicio en
defensa de los derechos, a la luz de la función positiva y esti­
muladora del
poder público, tiene, sin salir de la letra del
documento conciliar, un alcance que ha sido casi enteramente
desatendido. Si se toma en serio, ¿no reafirma, en conformidad
con el núcleo de la doctrina tradicional, que también la vida
religiosa y moral
de los ciudadanos debe ser objeto de la pro­
tección, incluso coercitiva,
del poder público? Esta no ha de
mirar sólo a los ataques contra "otros derechos" con pretexto
religioso; también a los ataques contra "derechos religiosos"
con pretexto de libertad.
De hecho,
todo gobernante, por permisivista que sea en
principio, se siente obligado a marcar lineas de solicitud posi­
tiva y de coerción, y
no sólo para que subsista la sociedad o
para la autodefensa institucional, sino para promover lo que
estima beneficioso y refrenar lo dañoso, aun contradiciendo
costumbres y opiniones extendidas. Este hecho descubre que,
si
esa solicitud de promoción y defensa no se aplica a los valo­
res religiosos,
no es por exigencia de un principio de libertad
o supuesta neutralidad, sino por una despreocupación errónea.
Si son objeto de solicitud los "derechos" de los ciudadanos y lo
que da consistencia a la sociedad civil, ¿por qué no los valores
religiosos que,
según el Concilio, son un derecho-deber perso­
nal y social? ¿Por qué no la vida de los no nacidos? ¿Por qué no
la preservación de los niños y los jóvenes contra propagandas
corruptoras? ¿Por
qué no la fe y el amor a Dios de los ciuda­
danos contra el insulto y la agresión? ¿Por qué no todo aquello
sin lo cual el ciudadano se ve agredido o desamparado en su
derecho a que la comunidad le ayude en su vida religiosa y
moral, facilitando
su fidelidad y no forzándole a respirar aire
contaminado?
El derecho de los ciudadanos a obtener condiciones propi­
cias para
1o religioso (Dignitatis humanae) y muy particular-
833
Fundaci\363n Speiro

JOSÍi GUERRA CAMPOS
mente el derecho de niños y jóvenes a ser estimulados ( Grav.
Ed.) son de tal entidad que, si se toman en serio, condicionan
estructuralmente toda la vida social y pública, y, por lo tanto, el
sistema de normas y de coerciones.
¿Se toman en serio? No. ¿Se
predican seriamente a las autoridades y a los ciudadanos? No.
¿Hay
una idea clara de lo que es, como "limite" de la libertad
civil, la "moralidad pública"
(D. H. .7)? No. Parece que es hora de
invitar a los católicos,
en cuanto "ciudadanos", a salir del cómo­
do y adormecedor refugio de una libertad meramente negativa y
a interesarse
por la dimensión positiva de la libertad religiosa. ¿Y
no deberían algunos estudtar de qué modos se podña cumplir
ahora
el deber de promoción y tutela que al poder civil incum­
be, y contarlos como ingredientes
de la tarea política? Bien enten­
dido que el cauce ha de ser (D. H. 7) "normas jurfdicas confor­
mes con el orden moral objetivo".
12. Pio XII, en su radiomensaje de Navidad de 1944, habla­
ba de una "sana democracia fundada sobre los inmutables prin­
cipios
de la ley natural y de las verdades reveladas"; si no, el régi­
men democrático es absolutismo. En estos últimos años el
Cardenal Ratzinger insiste en la necesida.d de que la democracia
asuma, como
su propio constitutivo, la subordinación al orden
moral.
La Santa Sede, en 1974, a propósito de las leyes permisi­
vas del aborto, afrontaba abiertamente la gran cuestión:
en un sis­
tema pluralista, y siendo además verdad
que la ley civil no tiene
por qué sancionar todo lo inmoral, ¿cómo se puede exigir la no
legalización en contra de la opinión ·de la mayorfcil La respuesta
fue
que la protección de la vida de un niño prevalece sobre todas
las opiniones.
El 17 de mayo de este año 1988 Juan Pablo II, en un discur­
so muy cuidado durante su encuentro con los "Constructores de
la sociedad" (Asunción-Paraguay), recordó que la Doctrina social
de la Iglesia propone
un "ideal de sociedad solidaria y en función
del hombre abierto a la transcendencia"; la
verdad es la piedra
fundamental del edificio social. Refiriéndose a la "sociedad
democrática, basada
en el libre consenso de los ciudadanos",
subrayó dos requisitos.
Primero: "participación real de todos los
834
Fundaci\363n Speiro

LA IGLESIA Y LA COMUNIDAD POLÍTICA
ciudadanos' en las grandes decisiones, mediante formas que sean
las "más conformes a la expresión de las aspiraciones profundas
de todos".
Segundo: referencia a los "valores absolutos, que no
dependen del orden juridíco o del consenso popular: por ello, una
verdadera democracia no puede atentar en manera alguna con­
tra los valores
que se manifiestan bajo forma de derechos funda­
mentales, especialmente
el derecho a la vida en todas las jases de
la existencia; los derechos
de la familia, como comunidad bási­
ca
o célula de la sociedad; la justicia en las relaciones laborales';
todos los derechos basados en la vocación trascendente del ser
humano.
El requisito primero fue muy voceado en los medios infor­
mativos como desautorización de ciertos regímenes autoritarios.
El requisito segundo no fue comentado. Si hay lógica, los infor­
madores tendrían
que entenderlo como desautorización moral de
aquellas democracias
(por ejemplo, la española) en que se puede
estar legalmente contra los valores absolutos, pues quedan a mer­
ced de "consensos" cambiantes.
13. Todo nos lleva a una conclusión, que es la clave de
arco del edificio doctrinal de
la Iglesia. La subordinación del sis­
tema político
al orden moral, si ha de realizarse como es debido
en forma juñdica y de modo que en democracia se evite la con­
tradicción entre el
deber moral y un "derecho' de mayoñas, sólo
se puede garantizar estableciéndola en la COnftituctón: mediante
un principio consttitucionaly un poder que lo haga cumplir. Sólo
as! el sistema es moral.
14. Fijar esa invariante
en la Constitución es factible de
modo democrático. No hablamos de imponer un "dogma• abs­
tracto a
una realidad social, sino de hacer fructificar la realidad
de
una historia, de una adhesión a valores de inspiración cristia­
na,
que revelan las "aspiraciones profundas" (Juan Pablo II) de la
mayoña de
un pueblo. Aspiraciones que es neoesario cultivar,
para mantener la
sintonía entre el deber moral del poder público
y
el sentir hondo de los ciudadanos. Según la enseñanza de la
Iglesia, la misión del
poder y de las leyes no es sólo registrar lo
835
Fundaci\363n Speiro

JOSÉ GUERRA CAMPOS
que se hace sino estimular lo que debe hacerse. Si, por el con­
trario, los dirigentes se desinteresan y si a la desidia
se une la
complicidad ante la siembra
de incitaciones disolventes, entonces
no cabrá extrañarse de que se acelere el proceso de erosión
moral, y de
que crezcan a la par la contradicción y la impotencia
de los responsables.
Porque
en cada momento histórico la responsabilidad se con­
centra
en unos pocos. No se diluye en un pueblo. De una mane­
ra o de otra, siempre es decisivo el protagonismo de algún
"Recaredo".
En la oportunidad reciente de España unos pocos,
desde una posición de "poder ocupado", tuvieron en sus manos
muchas posibilidades; colocaron al pueblo ante una situación
como pudieron hacerlo ante otras. Habrá
que lamentar que a
España le hayan fallado los guias y que
no haya contado, en el
mundo civil o
en el eclesiástico, con personas lúcidas dispuestas
a esforzarse por intentar una construcción de verdad} salvaguar­
dando el depósito recibido, en lugar de limitarse a poner un solar
tras
el derribo a disposición de cualquier proyectista. Unas per­
sonas
que no se aviniesen a confundir las posibles ventajas de
una cierta ambigüedad o indeterminación política en la Cons­
titución
con el cáncer de la indeterminación moral. ¿Acaso los
custodios del depósito
estaban tan aplastados por presiones inco­
ercibles, o les
era tan difícil sintonizar oportunamente con las
"aspiraciones profundas" del pueblo, como para tener que empe­
zar desde cero? Puestos a cambiar el agua de la bañera del niño,
¿era necesario tirar
por la ventana también al niño? En todo caso,
la historia sigue y lo que
es necesario hacer está alú· como tarea
pendiente para los ciudadanos católicos.
15.
El epilogo es una pregunta: promover lo indicado sobre
el compromiso moral del régimen
politico y sobre la misión posi­
tiva del
poder civil respecto a la vida religiosa ¿no llevará de
nuevo a la Confesionalidad?
Como disponemos de poquísimas lineas, mejor será
no enre­
darnos
ahora en palabras que actúan como fantasmas, e ir dere­
chamente a los significados. Ptlngarnos de pie la escala de valo­
res
en la predicación de la Iglesia sobre la comunidad politica:
Fundaci\363n Speiro

LA IGLESIA Y LA COMUNIDAD POLfrICA
PRIMERo.-Lo indicado lleva a reconocer como constitutivo
interno de la sociedad civil
su subordinación a la ley moral y su
dimensión religiosa. En una sociedad de católicos, en virtud de
la
unidad de conciencia del ciudadano, eso importa ya una refe­
rencia a la Doctrina
de la Iglesia. Los ciudadanos están obligados
en conciencia a trabajar para que la sociedad asuma su deber. Si
lo que es su deber la sociedad lo inscribe como compromiso en
su ley fundamental (según corresponde a un estado de derecho)
ya tenemos el núcleo de lo
que se llama "confesionalidad".
SEGUNDo.-En relación
con la Iglesia, la sociedad civil ha de
respetar
su libertad y ayudarla. Para ello tiene que haber unas
relaciones adecuadas.
TERCERO.-Pero las formas de dichas relaciones son variables.
No incluyen necesariamente una interdependencia juridica o ins­
titucional. Pueden incluir compromisos jurídicos bilaterales. No
se identifican sólo
con las llamadas relaciones diplomáticas.
CuARTo.-La subordinación a los valores morales, aunque
esté iluminada por la doctrina de la Iglesia, deja intacta la auto­
nomía
que corresponde propiamente a la acción pol!tica. Es la
misma con "confesionalidad"·o· sin ella. Autonomía incluso moral,
por cuanto la elección prudente de vías y medios contingentes,
dentro de lo mucho opinable, es atribución del
poder civil, el
cual verá cómo aprovecha otras apreciaciones o consejos. Sin
que se le puedan proponer autoritariamente, salvo el derecho de
la Jerarqufa a emitir juicio sobre la transgresión del orden moral.
837
Fundaci\363n Speiro