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Número 361-362

Serie XXXVII

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Cristo Rey, piedra angular

CRISTO REY, PIEDRA ANGULAR
POR
MAlúA JOSÉ l'ERNÁNDEZ DE LA QGOÑA
Diríase que de un tiempo a esta parte los católicos no hemos
hecho más que perder batallas, ceder terreno a la Revolución que
avanza
pese a nuestros esfuerzos, ya sea a pequeños pasos, ya
con golpes de mano llamativos ... Las escasas victorias que en
ocasiones logramos son siempre parciales, y no aparecen for­
mando parte de un proceso de recristianización continuo aunque
lento, sino más
bien como esporádicos e independientes logros
que, a la larga,
no hacen sino frenar, y esto a duras penas, el que
se presenta a nuestros ojos como inexorable avance de la
Revolución. Ante esta perspectiva,
no faltan quienes, pese a las
buenas intenciones y a la formación, se han dejado abatir por el
desánimo, fantasma
que a todos nos acecha y que sólo la con­
fianza
en la gracia de Dios puede erradicar completamente de
nuestro espiritu.
De lo que se trata es de saber dónde radica el quid de la
cuestión, hada dónde han de encaminarse nuestros esfuerzos en
la lucha por el Reinado de Cristo en la sociedad que nos rodea.
La experiencia nos hace ver que la estrategia (más bien la falta
de estrategia) seguida hasta ahora
no 'ha dado grandes resultados.
Los católicos estamos contínuamente acudiendo, y siempre a la
defensiva, alli donde en cada momento nos atacan con más fuer­
za o, al menos, más visiblemente. Con esto sólo conseguimos
agotamos y desesperanzarnos, y, lo que puede ser peor, perder
de vista el objeto último de nuestra lucha y convertir cualquiera
de esta batallas parciales en el centro de nuestro combate. En
efecto, echando
un vistazo a los últimos veinte años de la histo­
ria de España,
podemos señalar algunas de las más ruidosas de
Verbo, núm. 361-362 (1998), 95-100 95
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MARIA JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA CIGOÑA
estas batallas, y los escasos resultados obtenidos: la lucha con­
tra el divorcio, la defensa
de la educación religiosa, la procla­
mación
de los principios de moral sexual y familiar o la protec­
ción de la vida de los no nacidos ... Tras este tiempo, no sólo
no hemos conseguido ni una sola victoria. Aún más, nuestra
previsión más
optimista sólo alcanza a vaticinar una nueva vic­
toria de
"la derecha" en las urnas, que retrasaría cuatro años
más la implantación del cuarto supuesto de la ley del aborto, la
adopción de niños por homosexuales, la legalización de la euta­
nasia activa ... Porque, de hecho, nuestros 1nayores triunfos no
son sino frenos temporales, expuestos a ser levantados a la
menor oportunidad.
Pero, ¿qué
es entonces lo que hacemos mal? Porque hay
muchas personas de
buena voluntad que dedican su vida, con
loable generosidad, a combatir en los frentes citados y en otros
varios, sin ver premiado su esfuerzo (hablamos, naturalmente,
del plano temporal, porque los premios que Dios concede a los
que luchan por Él se dan por descontados y compensarán con
creces el trabajo realizado. Sin embargo, si uno lucha por mejo­
rar la sociedad,
no cabe duda que sería deseable que la sociedad
mejorara,
al tiempo que el que lucha se santifica).
Para comprender dónde nos estamos equivocando basta
echar la vista atrás y preguntamos cuándo
empezó esta descom­
posición social
que ahora sufrimos, cuáles fueron las causas que
la motivaron. Cuando hayamos respondido a esa pregunta sabre­
mos hacia dónde dirigir nuestro combate.
Si pedimos su opinión a muchos de los cristianos de hoy, tan
imbuídos de liberalismo, nos dirán
que la cosa radica en la "pér­
dida
de valores". Pocas expresiones, sin embargo, tan ambiguas
y, por tanto, vacías de contenido como ésta. Y aún cuando aco­
temos el significado de los tan traídos y llevados valores, y aun­
que lleguemos a la conclusión de que nos estamos refiriendo con
ellos a las virtudes cristianas, ¿a qué se debe que los hayamos
perdido?
Se debe a que han sido positivamente combatidos, y,
por tanto, hay que ir más atrás en la lucha, hay que erradicar
aquello
que permitió que las virtudes cristianas fueran desterra­
das de la comunidad social.
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Tampoco sirve la respuesta de que la Iglesia necesita libertad.
Los mismos obispos que en 1973 reclamaban como única exi­
gencia la libertad para la Iglesia,
ven impotentes, y denuncian,
que la sociedad española está cada vez más enferma, y no pue­
den achacarlo a menoscabo de su libertad, ya que la Iglesia en
España no se ve abiertamente perseguida; sólo ignorada, despre­
ciada
por el ambiente, pero nunca oficialmente combatida.
No nos satisface tampoco quien achaca el mal reinante a la
pérdida de terreno
en el campo educativo. No, al menos, si
entende1nos la educación reducida al ámbito escolar, menos aún
si nos conforma1nos con exigir la enseñanza de la religión en la
escuela. En efecto, se precisa una educación integral, y lo cierto
es
que en la mayoria de los casos el alumno encuentra una abier­
ta contradicción entre lo
que le enseñan en clase de religión y lo
que aprende, no ya fuera del colegio, por inmersión, en la tele­
visión, en las revistas ... , sino en el propio marco escolar, en las
clases de Historia o de Ciencias Naturales; esto, cuando
no apren­
den en la misma clase de religión doctrinas contrarias a la Iglesia,
que ta1nbién se dan casos. Pero aún 1nás, no entenderemos
dónde radica nuestra batalla decisiva si consideramos la educa­
ción como un fin. La educación no es sino un medio. Su objeti­
vo es formar adultos capaces de integrarse en una sociedad, y si
hablamos de una educación integralmente católica habremos de
reconocer que su fin es la integración en una sociedad católica.
Y es aquí donde empezamos a vislumbrar la respuesta a nuestra
pregunta. En efecto,
es lógico pretender que nuestros hijos se eduquen
cristiana1nente, y todo padre católico, esperamos, está de acuer­
do con esa afirmación. Sin embargo, esto nos lleva a la siguien­
te disyuntiva: o bien estamos educando a las nuevas generacio­
nes
para que vivan 1narginados en una sociedad que los despre­
cia, o bien
lo que deseamos es que dicha sociedad asuma como
propias las enseñanzas que transmitimos en la educación.
Sin embargo, éste es el paso decisivo
que muchos no se atre­
ven a dar en su razona1niento. De acuerdo, queremos educación
católica,
dirán. Pero no somos quiénes para itnponer nada a la
sociedad. Y es verdad que no deja de resultar paradójico que, por
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ejemplo, sea motivo de escándalo el acceso a los menores a la
pornografía,
por parte de los mismos que, en aras de la libertad,
consideran
que debe estar permitida para los adultos. Porque,
una de dos: o la pornografía es un mal, y entonces lo es también
después de los dieciocho años, o si no es hipócrita rasgarnos las
vestiduras cuando se trata
de niños o adolescentes. Es cierto que
los menores, por su falta de madurez, están expuestos a 1nayores
daños que los adultos cuando algo malo les afecta, pero sólo si
es,
en efecto, algo malo lo que les afecta. Lo que no es malo no
puede hacer mal.
Asi llegamos a la conclusión de que la educación netamente
católica forma parte de nuestra buscada batalla. Pero ya com­
prendemos
que la finalidad de una educación confesional es la
integración
en una sociedad confesional, y es alli donde deben
dirigirse nuestros esfuerzos.
Esta es, en realidad, la solución a la pregunta que nos plan­
teábamos: la confesionalidad católica de las sociedades. En efec­
to, desde que perdimos esta batalla
no hemos dejado de perder,
en todos los demás aspectos. Ahi radica el origen de los males
que nos afectan. Y en su restauración, la solución de los mismos.
No pretendemos afirmar, por supuesto, que una sociedad se haga
perfecta
por confesar la fe católica. La batalla contra el mal se
seguirá librando,
en el interior de cada persona y en el seno de
la sociedad. Pero al menos la sociedad misma librará
esa batalla,
mientras que en la actual situación es más bien al contrario, hay
que luchar contra una sociedad cuyos principios están totalmen­
te pervertidos. ¿Dejará de existir el adulterio
en una sociedad
confesional? Evidentemente no, pero quien adultere
no encon­
trará
que su acción es admitida por la ley y aplaudida por los
medios de comunicación social, que presentan el adulterio como
modelo de vida. No dejará, posiblemente, de haber pornografía
clandestina, pero no se nos ofrecerá en cada quiosco o librería ...
Es claro que la confesionalidad será clave como ordenadora de
todas las iniciativas sociales cristianas. Frente a los
que afirman
que la confesionalidad sólo puede tener sentido cuando toda la
sociedad la reclame, cuando todos sean católicos, tnomento en el
cual llegará de forma natural, pernútasenos recordar el argumen-
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to de Jean Ousset en Para que Él reine: ¿cómo esperan esos ingé­
nuos llenos de
buena intención que llegue a haber una mayoría
católica
en una sociedad donde la escuela, los medios de comu­
nicación y las leyes promueven una forma
de vida radicalmente
opuesta a la cosmovisión cristiana?
Así que si no nos basta el argumento puramente religioso (en
realidad el más fuerte), de que Jesucristo es Rey de personas y
sociedades, y
es deber de justicia reconocer su reinado, reforcé­
moslo con este otro, sólo estratégico, pero difícilmente rebatible.
El remedio a la enfermedad moral que sufre nuestra sociedad
está en volverse a Cristo, y sólo así conseguiremos las victorias,
parciales aunque importantes, que llevamos años buscando sin
obtener más que fracasos.
No faltará quien a ésto
oponga la ya consabida "confesiona­
lidad del derecho natural". Sin embargo, tampoco ésta
es sufi­
ciente para remediar los males que nos afectan. En efecto, el
orden natural no basta cuando se trata de una sociedad que ha
renegado del bien que poseía, y que, obcecada por una volun­
tad imperfecta, se niega a reconocer la verdad
que la razón
encontraría si la buscara con intención recta. Cerrar los ojos a esta
realidad es olvidar el dogma cristiano acerca del pecado original.
En cuanto
al argumento de que esa confesionalidad natural va a
ser adoptada
por los católicos, a los que sí se les supone recta
intención, pero que renuncian a etiquetas en pro de la concordia
(y no faltan sociedades que así actúan como ProVida o Manos
Unidas) es aún peor que el anterior, y peca de moralis1no y de
soberbia. ¿Suponen estos católicos que la salvación está en sus
ideas o
en la Persona de Cristo? Porque es, sin duda, Cristo quien
salva,
no el "cristianismo sin Cristo" que pretenden ofrecemos
como panacea.
Sabemos que para una gran mayoría de católicos la confe­
sionalidad
es vista como algo no deseable, y éste es quizá uno
de los logros más importantes de la Revolución. Pero argumen­
tos razonables y esgrimibles ante personas
de buena voluntad no
nos faltan. Sin embargo, aún resta una última objeción. ¿Cómo
lograr restaurar la confesionalidad que aparece a nuestros ojos
tan necesaria? Se diría que es más imposible que suprimir la ley
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MARlA JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA C/GOÑA
del aborto o del divorcio. Este trabajo no servirla de gran cosa si
no se planteara una estrategia para lograr el fin que pretendemos.
Al alcance de cada uno de nosotros está el hacer algunas
cosas
en pro de la confesionalidad. La primera de ellas alimen­
tamos espiritualmente con lecturas adecuadas, y haciendo de
ellas toda la propaganda
que nos sea posible. A quienes nos
digan
que esa doctrina ya no es doctrina católica, que está supe­
rada después del Concilio,
no nos es difícil responderles con la
frase de
la Dignitatis Humanae acerca de que el Concilio "deja
integra la doctrina tradicional católica acerca del
deber moral de
los hombres y
de las SOCIEDADES para con la verdadera religión y
la única Iglesia de Cristo".
Pero, adetnás, es deber nuestro no distraemos de este objeti­
-vo central y concentrar en él nuestros esfuerzos. Más debemos
colaborar económicamente
al sustento y promoción de la prensa
católica, por ejemplo, que es alimento espiritual de nuestra ham­
brienta sociedad, que paliar el hambre de África,
donde ya con­
tribuyen cientos de miles de personas que ignoran esta otra nece­
sidad.
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