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Número 363-364

Serie XXXVII

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Religión y política

RELIGIÓN Y POLÍTICA
POR
RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
Sentido del orden político
Fue Donoso Cortés; en la última etapa de su vida, quien sos­
tuvo
que toda cuestión polltica, que no fuera una mera combi­
nación entre candidatos al poder, tenía implícita una posición
religiosa. No era una simple expresión retórica hecha con el pro­
pósito de arrojar
en un discurso la sombra del misterio metafísi­
co, era una de esas verdades cabales que nuestra época, asedia­
da
por la superficialidad y la falta de atención, tiende con dema­
siada facilidad a
no tomar en consideración. El orden político es
siempre
un modo de resolver el problema de la convivencia
humana y éste no puede darse en toda su justicia, si no se con­
cede a Dios la parte que
le corresponde. Recuerden lo que decía
Sócrates
con respecto a su responsabilidad ante las leyes y la
visión teológica
que tuvo de la autoridad. Algo parecido debió
pensar Fuste! de Coulanges cuando nos aseguró,
en su Ciudad
Antigua, que el hombre no presta obediencia a otro hombre si
detrás de su potestad
no percibe la majestad del gobierno divi­
no. Dios es el único que puede imponemos su autoridad en la
disposición natural de las cosas o a través de los mandatos que
la tradición asegura como provenientes de su voluntad.
Si el hombre obedeciera al hombre -a uno, a la mitad más
uno o a la parte más preclara de una comunidad-, no se plan­
tearía nunca el problema de si
esa voluntad concuerda o no con
nuestro concepto de justicia. Mientras admitamos la existencia de
un derecho natural, dependiente de un modo de ser del hombre
Verbo, núm. 363-364 (1998), 227-250
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tal como fue forjado por Dios, el poder que tiene sobre sus seme­
jantes
-hijos, esclavos, súbditos o conciudadanos-será siem­
pre
un poder vicario de cuya administración tendrá que dar cuen­
ta
en el día del juicio, si no es emplazado por las circunstancias
a hacerlo con anterioridad.
Jean Paul Sartre daba un testimonio negativo de esta verdad
cuando movido por su coherencia, tan lógica como contraria al
comportamiento efectivo de las cosas, deáa "que si Dios no exis­
te, hay por lo menos un ser cuya existencia precede a la esencia,
un ser que existe antes de poder ser definido por ningún con­
cepto, y este
ser es el hombre, o, como dice Heidegger, la reali­
dad humana. ¿Qué significa aqui que la existencia precede a la
esencia? Significa que el hombre empieza
por existir, se encuen­
tra, surge
en el mundo, y que después se define. El hombre, tal
como lo concibe el existencialismo, si no es definible, es porque
empieza por ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya
hecho.
Asi, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios
para concebirla"
(1).
La dificultad de la posición sostenida por Sartre estalla en
cuanto la razón pretende clarificar el sentido de la existencia.
Decía Nimio de Anquín "que para evitar el desfondamiento, la
entidad existencial debe
ser cerrada ... la clausura hermética es
condición primordial de la existencia de la entidad".
No
entro en los detalles técnicos filosóficos de la exégesis
que hizo de Anquín de esa clausura, indico solamente que si
el hombre es su proyecto y tal proyección tiene alguna posi­
bilidad
de ser comprendida por otro hombre, es porque está
concebida racionalmente y sostenida por una voluntad al
servicio del proyecto. No
hay ninguna necesidad de ser filó­
sofo para comprender que esa situación, en torno a la com­
prensibilidad o inteligencia del proyecto, introduce en la exis­
tencia toda la problemática
de nuestra esencia espiritual. Para
ser consecuente consigo mismo esa actitud existencial no
tiene que tener ningún proyecto, ni ninguna razón que la
explique: "sin origen, ni
destino trascendente, sin historia ni
(1) SARTRE, J. P., Sabre el humanismo, Sur, Bs.As., 1960, págs. 15-16.
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escatología: simplemente está alli, arrojada, en derelicción fun­
damental" (2).
Si invertimos el razonamiento de Sartre diremos que hay
Dios porque hay naturaleza y por esa razón nuestra "póiesis"
está doblemente necesitada de fundamentación teórica y prác­
tica. Teórica porque no se puede proyectar nada sin conoci­
miento de la realidad sobre la cual se piensa realizar un pro­
yecto. Práctica,
porque ese proyecto en cuanto toma en con­
sideración nuestra
propia realidad, debe dar cuenta y razón de
sus posibilidades concretas.
¿O cree Sartre que Jean Genet, ese
heróico superador de la inclinación natural del sexo, inventó
una forma nueva del orgasmo?
El hombre ha sido hecho por Dios para que lo conozca, lo
ame y lo goce en la vida eterna. Esta situación grava su con­
dición natural y lo
ordena a Dios como a su fin último. Es una
relación óntica y afecta todas las dimensiones de la existencia
humana: personal, familiar y social.
El orden político no puede
desconocer el fin metafísico de nuestra existencia sin crear una
situación de desviación y desmedro irreparable. Si quiere con­
cretarse efectiva1nente corno un orden humano tendrá que
promover, en la medida de sus posibilidades, el acercamiento
a Dios del
hombre para no ver desnaturalizada su propia rea­
lidad.
Además de ser una criatura dotada de una naturaleza
común, cada hombre realiza
esa naturaleza en el marco de un
destino personal, irreiterable y único. La respuesta que debe
dar al espíritu le está señalada, desde el nacimiento, por el ori­
gen metaflsico de su realidad espiritual.
En una afirmación de esta naturaleza es donde el pensa­
miento tradicional se aparta totalmente de la ciencia moderna
y corrobora, en alguna medida, la intuición de Guénon cuan­
do escribía que el punto de mira esencial de ese saber consis­
tía "en observar las cosas sin relacionarlas con ningún princi­
pio trascendente, como si ellas fueran independientes de todo
(2) DE ANQUIN, Nimio, Derelicti sumus in mundo, Acta del Congreso de
Filosofía,
Mza., 1949.
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principio". El hombre moderno -añadía-"ignora, pura y sim­
plemente,
cuando no llega a negar tales principios, de una mane­
ra más o menos explícita" (3).
La negación de la intervención divina en el acto de la forma­
ción del alma individual,
no solamente supone ignorancia de eso
que es una substancia espiritual, sino que destruye la interven­
ción de la inteligencia en la faena de dar una explicación racio­
nal
de la vida humana.
Metafísico
por su origen y por su finalidad, nada relativo al
hombre
puede ser explicado en un plano de motivaciones exclu­
sivamente temporales. Una politología, como se usa decir hoy,
que prescinda de esta doble referencia metafísica, es una perfec­
ta estupidez
por dos razones: porque limita erróneamente el hori­
zonte
de la existencia del hombre y porque lo hace con plena
conciencia y en la seguridad de obedecer a un sistema de ampu­
taciones querido y proclamado.
La política, como pensaba Platón, y en algunos momentos
Aristóteles, tiene que reconocer la existencia de un origen y de
un fin metafísico, de otro
modo se organizaría en detrimento de
nuestra realídad cabal. El cristianismo ratificó y al mismo tiempo
perfeccionó esta intuición de la tradición pagana, tan espléndi­
damente reconocida por el platonismo. Las sociedades más anti­
guas también la reconocieron en el simbolismo de la unión del
cetro y de la tiara, del orden real y sacerdotal, dado en las viejas
monarquías y que emergió, son sin un cierto tufillo arqueológi­
co, en el culto al emperador romano.
Cristo
es "Rex Judeorum", es decir, del pueblo elegido que, a
partir
de la constitución de la Iglesia, se convierte en la asamblea
de todos los hombres de buena voluntad: "Gloria in excelsis Deo,
et in terra par hominibus bonae voluntatis".
El reino donde Cristo reinará etema1nente con los suyos no
es de este mundo, pero en él se incoa. Una de las condiciones
esenciales
para la existencia de la ciudad cristiana es que Cristo
impere y reine en ella co1no "sacerdos et rex".
Las palabras "Gloria et pax" se refieren a dos situaciones dis-
(3) GUENON, R., Mélanges, Gatlirnard, París, 1976, pág. 224.
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tintas que se integran sin rechazarse: la gloria futura del reino
definitivo y la
pax propia de quienes gobiernan en la tierra con
la voluntad puesta bajo la férula de la divina providencia.
La teología cristiana habla también del Príncipe de las Tinie­
blas y lo designa
con el titulo de "Rey de este mundo", palabras
que han sido entendidas como una condenación lisa y llana de
toda preocupación política, contradiciendo la enseñanza tradicio­
nal de la Iglesia que rogó, desde el comienzo de su peregrina­
ción terrena,
por la buena gestión de los gobernantes. Las pala­
bras "este mundo" y "rey" están usadas en un sentido análogo y
aplicados a esa realidad mística que es la ciudad inicua formada
por la mala voluntad de los réprobos.
Sería
absurdo pensar que aquellas dos ciudades de que
habla San Agustín no tienen su comienzo de realización en
este mundo y no se encuentran en él entreveradas en una que­
rella sin cuartel. San Agustín no las pensó solamente como
realizaciones exclusivamente escatológicas. Las vio aquí, en la
tierra, a cada una
de ellas con sus designios propios e ini­
ciando el reino de Dios y el reino de los condenados, pero
desde acá, con todos los elementos adecuados para su implan­
tación final.
Dante lo vio también así, como por lo demás todos los cris­
tianos que han sido dotados del sentido de la fe. Cuando descri­
be el camino por el cual se va "nella citta dolente", sabe perfec­
tatnente que no es el mismo que conduce al Paraíso, aunque
ambos comiencen en la tierra y establezcan en ella el orden que
a uno y otro conduce.
El orden político, cristianamente hablando, no puede tener
otro sentido
que crear las condiciones adecuadas para que el
hombre alcance en él su perfección y de esta 1nanera se salve.
Pensar la política de otra manera es verla en la perspectiva de
una organización inicua que no puede ser sino destructiva.
Los cristianos concretos no siempre entendieron bien la pers­
pectiva escatológica en que se inscribía la ciudad cristiana y no
faltaron las voces angélicas que tomando algunas palabras de
Jesús, fuera del contexto doctrinal transmitido
por la tradición
apostólica, le dieron una interpretación contraria a la instalación
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de un orden social positivo, convirtiendo a Cristo en ese dulce
anarquista
que tanta tinta hará derramar a los que acusan a la
Iglesia de ser refractaria a
una sana convivencia política.
Inculpaciones de Celso
La primera inculpación que hace Celso a los cristianos, según
la recepción que de sus reproches nos legó Orígenes, es la de que
éstos fonnaban entre sí asociaciones secretas penadas
por la Ley.
Pasaba de inmediato a echarles en cara su origen bárbaro, hacien­
do de la verdad, la revelación y el derecho, realidades culturales
dependientes totalmente de
la condición de griego o de latino y
también, como legítima consecuencia, de judio. Afirmaba
que el
cristianismo estaba lleno de fábulas que solamente podian aumen­
tar la credulidad de la gente vulgar y grosera. No era una luz
sobrenatural capaz de iluminar el campo del pensamiento griego,
sino
un centón de patrañas tomadas de diversas fuentes y urdidas
con el propósito de engañar a gentes de modesta inteligencia.
Reconocía Celso que había entre los cristianos "hombres
moderados, equilibrados e inteligentes
que estaban dispuestos a
explicar sus creencias empleando
un método alegórico". Nada
dice Orígenes con respecto a la situación de estos cristianos, pero
ese amor a las alegorías a que se refiere Celso, despierta la sos­
pecha de que se trataba de herejes gnósticos. Daban una versión
puramente alegórica de los misterios y reservaban para sí y su cír­
culo
la explicación conceptual.
La recriminación que puede tener un sentido político es la
que se funda en el modesto origen nacional de Jesús. Comparado
con aquel Seripio de que habla Platón en la República, era Jesús
no sola111ente hombre oscuro, sino miembro de un pueblo sin
relieve. Había visto la luz en una aldea que no tenía el privilegio
de
ser helénica, ni el honor de haberse destacado en una acción
sobresaliente. A esta miserable alcurnia unía,
el fundador del cris­
tianismo, la pobreza de su condición familiar. A todas esas infa­
mias añadía Celso la de haber sido Jesús
una suerte de jornalero
en las tierras de Egipto.
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RELIGIÓN Y POLfnCA
La defensa de Orígenes es un libro pasablemente largo y en
el cual el genial escritor cristiano hace una refutación prolija de
los cargos hechos
por Celso a los cristianos. Sería excesivo inten­
tar resumir
en unos párrafos lo esencial de esta réplica. Seña­
lamos, como elemento principal, que para Orígenes el misterio
de Cristo debla ser comprendido con criterios teológicos y no
meramente humanos como pretendía Celso. Este error de pers­
pectiva lo llevó, inevitablemente, a deformar los hechos
y a dar
una interpretación errónea de su mensaje.
"No, Jesús habló como maestro de
la doctrina acerca del Dios
supremo, del culto
que se le debe y de toda la materia moral, que
puede unir con el Dios de todas las cosas a quienquiera viva
como
Él enseña" ( 4).
Los reproches de Celso han aparecido reiteradamente en la
historia de nuestra civilización
y el caso de tal repetición sugiere
dos explicaciones diferentes:
unos encontraron en el cristianismo
una espiritualidad no sólo diferente a la greco-latina, sino intrin­
secarnente opuesta y enemiga. Otros defendieron exclusivamen­
te
una mentalidad racionalista que volvía por sus fueros en cuan­
to la
fe se debilita por una defonnación sentimental del Evangelio
o simplemente porque quedaba reducida a la medida
de aspira­
ciones demasiado humanas.
El más inteligente de los modernos continuadores de Celso
fue, sin lugar a dudas, Federico Nietzsche. Después de él, la
retahíla
de los reproches al cristianismo ha tomado un carácter de
estado
fijo, de situación intelectual reiterada y monótona sin
alcanzar,
en ningún momento, la hondura que tales inculpacio­
nes tuvieron
en el Solitario de Sils Marie.
Todo parece jugarse
en la relación del hombre con las fuer­
zas naturales y el cristianismo es condenado
por su supuesta
negación frente a la alegria, al sexo y al disfrute de los bienes
terrenales. Como si éste hubiera rechazado para siempre la belle­
za, el coraje, la generosidad y la grandeza del alma, en beneficio
de las actitudes morales
que rebajan, humillan y limitan. Ética de
esclavos
en la época de Celso, de resentidos y fracasados en el
(4) ORÍGENES, Con_tra Celso, B.A.C., Madrid, 1967, pág. 66.
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
tiempo de Nietzsche, se convierte hoy en la escuela de aquellos
que tienen algún impedimento ftsico para lucir un priapismo efi­
caz y contundente.
Nietzsche escribía
en su Voluntad de Poder: "¿Es que con la
moral se ha
hecho imposible la afirmación panteísta de un sí
dado a las cosas? En el fundamento y en el hecho sólo el Dios
moral ha sido refutado y superado.
¿No hay ningún sentido en
pensar que hay un Dios que está más allá del bien y del mal?".
Nietzsche también ha sido interpretado de diferentes mane­
ras y su crítica
al cristianismo ha seguido la suerte de todo su sis­
tema, si es
que puede hablarse de tal cosa en un pensador tan
poco aficionado a proponer sus ideas en un riguroso plantea­
nliento 1netodológico. Sus continuadores, menos complicados,
han tomado tan en serio el certificado de defunción que
Nietzsche extendió a Dios, que comienzan a barruntar la posibi­
lidad de inventar nuevos mitos
que pongan otra vez de pie a los
extintos dioses del olimpo.
"El dios muerto de que habla Nietzsche no es más que un
cadáver entre otros -sostiene Alain de Benoist-, y ese cadáver
no tuvo nunca nada de divino: ¡ese dios fue muy pronto trans­
formado en dios de los filósofos! Cuando se dice que el paganis­
mo estaba muerto antes del triunfo cristiano,
se dice una verdad
a inedias; es claro que sin la declinación de la fe ancestral, nin­
guna religión nueva se podía implantar. Pero olvidan decir que,
por
eso 1nisn10, el cristianis1no ha ocultado a Europa la verdad
del abismo dejado por la partida de los antiguos dioses, y por eso
se ha ocultado a Europa la posibilidad de hacerlos volver. Ese
hueco abisal
se manifiesta y, como escribe Miguel Maffesoli:
hablar de la muerte de dios es dejar su posibilidad a los dio­
ses" (5).
Total, para todos estos nuevos paganos, la muerte, la huída y
el arribo de los dioses se resuelve
en la inmanencia de la imagi­
nación creyente y tales "hieromaquias" son simples juegos de fan­
tasía
literaria que así co1no descarta mitos, inventa otros nuevos
(5) BENOJsr, Alain de, Comment peut on en étre paiiJn?, Alhin Michel, París,
1981, pág. 270.
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RELIGIÓN Y POLÍ'J'ICA
y se prenda de ellos hasta el punto de no admitir que no son
meros juegos.
La tarta a la crema de estas fabulaciones religiosas es el justo
temor a la democracia totalitaria que los neo paganos consideran
una consecuencia ideológica del cristianismo y los judíos un
colofón inevitable de la herencia pol!tica griega. Puesto en la
situación de un cristiano que reflexiona, considero ambas postu­
ras co1no sendos errores que re1niten a una fuente común: el evo­
lucionismo in1nanentista.
Lo curioso es que tanto los pretendidos neo paganos, como
Alain de Benoist o el no menos refinado "vetero testamentario"
Bemard Henry Lévy, trasudan al universitario europeo alimenta­
do con la leche y la miel del hegelianismo.
San Agustín
debió hacer frente a impugnaciones semejantes
pero que nacían, en ese primer cuarto del siglo v, del temor ins­
pirado por los bárbaros. Alarico había saqueado Roma en 410 y
los raquíticos habitantes de la urbe, que sentían sobre sus estre­
chos hombros
el peso del Imperio, buscaban un chivo emisario
para que cargase con el desmedro de la virilidad romana.
Los cristianos estaban allí, en el seno de una comunidad
sacrificial que cultivaba una ética válida para todos los hombres
y la pretensión de hennanarlos en un misn10 espíritu de amistad
caritativa. ¿No sería esa moral altruista la que impedía el ejercicio
de un sano egoismo nacional y la formación del temple capaz de
hacer buenos soldados? La diatriba se presenta fácil y como
seguía el rumbo trazado por la ironía de Celso, los exangües
representantes del paganismo itnperial no tuvieron 1nás que resu­
citar
los socorridos reproches y ponerlos al día con algunas
1nodestas variaciones.
La Ciudad de Dios fue la réplica de Agustín, posición que
reforzó en una buena cantidad de sermones y en no pocas car­
tas de su nutrido epistolario. En ellos expugna una y otra vez las
acusaciones paganas y auspicia la formación de los criterios que
servirían, siglos más tarde, para la instauración de la caballería
cristiana.
La ética cristiana no rechaza la 1noral natural. La perfecciona
con los carismas de la Gracia santificante: la fe no impide el ejer-
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cicio egregio de la inteligencia, ni la esperanza el de la volun­
tad. Tampoco la caridad obstaculiza la obra
de la justicia o el
crecimiento de la fortaleza. A este respecto escribía Agustín
en
la Ciudad de Dios algo que todos los cristianos deben leer cada
vez
que los asalta la tentación de lamentar tontamente la pérdi­
da de vidas en los encuentros guerreros u otras vicisitudes
lamentables:
"El fin de la vida hace que sean una misma cosa la vida larga
o breve; porque ni un extremo es mejor, ni otro es peor, ni uno
es más largo ni otro es más breve, de aquello que por un igual
ya
no es. ¿Qué importa el linaje de muerte con que esta vida
acaba, si aquel para quien se acaba no se ve forzado a morir otra
vez? Y siendo así que a cada mortal le amagan, en cierta mane­
ra, en los cotidianos azares de la presente vida, muertes sin cuen­
to, siendo siempre incierto cuál
de ellas es la que le ha de sobre­
venir, y pregunto si no será 1nejor sufrir una muriendo que no
temerlas todas viviendo. No ignoro cuánto más fácilmente se opta
por vivir largos años bajo el temor de tantas muertes que, murien­
do de una, no temer en lo venidero ninguna. Pero una cosa es
lo que el sentido de la carne, flaco como es, cobardemente rehú­
sa, y otra lo
que la razón de la mente bien templada convence.
No
se debe tener por mala la muerte, sino lo que sigue a la muer­
te, así
que no deben curar mucho los que necesariamente han de
morir de
qué accidente morirán, sino del lugar donde los empu­
jará la muerte11•
No entro en el desarrollo de una fácil apología que ha sido
hecha muchísimas veces y tendrá
que rehacerse otras tantas, por­
que parece que la tentación de dar una interpretación resentida
del cristianismo acecha tanto a los seguidores como a sus oposi­
tores. No es
la ética cristiana la que se presta a esta confusión, es
el hombre mismo quien trata siempre de enmascarar sus vicios
con pretextos virtuosos y proponer sus defectos con el ropaje de
una virtud simulada. Asi la impotencia toma fácilmente el disfraz
de la castidad,
la astucia el de la prudencia y el gusto por el blan­
do goce de las cosas adquiere sin esfuerzo una apariencia de
beateria pacifista.
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RELIGIÓN Y POLfI'ICA
Sentido religioso del Evangelio
La razón del subtitulo puede parecer un poco obvia, pero es
precisamente por eso que conviene insistir en el carácter teológi­
co de las verdades allí expresadas para no confundir el nivel del
mensaje
de Cristo y tomarlo por lo que no es. Estudiosos de la his­
toria
de las ideas políticas han creido advertir en el Nuevo
Testamento formulaciones conceptuales que auspiciarían el adve­
nimiento de las futuras democracias, en cuanto esas mismas expre­
siones se hubieren despojado de sus oscuridades teológicas.
Los defensores ardientes de la igualdad social suelen tomar
algunas indicaciones
de Pablo como si fueran el texto de una
proclama en donde se propusiera la elíminación de todas las
desigualdades y
jerarquías acumuladas por la historia, la raza y el
sexo. Una cosa asi
serla pura estupidez y no habría en tal recla­
mo otro mérito que una proposición utópica. San Pablo jamás
defendió la igualdad politica,
ni suprimió las desigualdades socia­
les auspiciadas
por el ejercicio natural de los diversos talantes. La
sociedad, como dirá más tarde la escuela aristotélico-tomista, es
una unidad de orden y éste supone la existencia de partes dis­
tintas y desiguales que concurren, precisamente en razón de la
desigualdad de sus componentes, a la constitución de la armonía
politica. Esos democráticos lectores de San Pablo confunden
dos nive­
les
de apreciación que conviene distinguir con alguna prolijidad,
para
no convertir el cristianismo en el abuelo de las modernas
ideologías como quieren,
por diferentes razones, la vieja izquier­
da y la nueva derecha. La doctrina cristiana enseña claramente
que para merecer el Reino de Dios no se toman en cuenta los
órdenes de las preladas temporales, pero sin abrir juicio sobre la
bondad o maldad de tales jerarquías, ni negar el valor que pue­
dan tener en la organización de la ciudad terrena. El Reino de
Dios está igualmente disponible para el esclavo o para el empe­
rador, para el pobre y el rico, para el rústico o el intelectual1 para
el hombre o para la mujer, siempre que respondan positivamen­
te a la invitación del Espiritu Santo.
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Existen dos parámetros para medir los méritos del hombre: el
que hace a su vida temporal y a su situación en el orden social
y el que toma en consideración la abundancia y la generosidad
con que se ha respondido a la gracia santificante. Ambos son per­
fectamente válidos y, al 1nis1110 tiempo, claran1ente destintos. La
distinción no supone oposición ni contradicción, pero en ambos
casos se destaca un orden jerárquico diferente que señala las
desigualdades existentes en la vida temporal y en la vida eterna.
Se preguntaba Santo Tomás en su Summa Theologica, Prima
Pars, q. XII, art. 6: "Utrum videntiun1 essentiam Dei unus alio per­
fectius videat". Comenzaba
su respuesta concediendo a los parti­
darios de la igualdad en el Reino de Dios la verdad de su pues­
ta
y aducía en favor del tal postura la afirmación joánica: "Vide­
bimus eum si cut est".
El bien absoluto es ofrecido a la visión de todos por igual, la
igualdad en la bienaventuranza eterna parecia discurrir por sí
sola. Añadía a esta opinión lo
que dice San Agustín en su libro
Octoginta trium quaestiones, 'que todos aquellos que verán a
Dios en su esencia lo entenderán en su esencia" y cón10 ésto,
aparente1nente, no puede suscitar prioridades y posterioridades,
se entiende que todos verán a Dios por igual. Nada más lógico.
No obstante, surge
un problema, no en cuanto al objeto de la
visión beatífica que es el n1isn10 para todos, sino en cuanto a la
intensidad y a la perfección con que cada uno participa de esa
visión.
Sucede una cosa análoga con otros bienes espirituales acce­
sibles al
"horno viator": una ciencia, un concierto, una lección, un
poema,
es exactamente el mis1no para todos cuantos la estudian,
la escuchan, la atienden y la leen, pero la capaciclacl participati­
va de cada uno varia en función de su inteligencia, su ¡)repara­
ción, su atención
y la calidad de sus intereses espirituales. Por
eso afirma Santo Tomás, refiriéndose a la visión de una cosa, que
la desigualdad en su contemplación puede suceder ele dos mane­
ras:
por parte del objeto visible o por parte de la potencia visiva
de quien 1nira. En el caso de la visión de Dios excluye el prin1er
caso, dado que es la misma esencia de Dios la que conte1nplan
los bienaventurados
y no una imagen hecha a su se1nejanza,
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RELIGIÓN Y POLÍTICA
como aquella que se refleja en la retina para el caso de las cosas
sensibles.
Si uno ve a Dios mejor que otro, no es debido a la
superioridad de su potencia intelectiva, dado
que la capacidad de
ver a Dios no compete al intelecto creado
según su naturaleza:
"sed
per lumen gloriam, quod intellectum in quadam deiformita­
te constituit,
ut ex superioribus patet. Unde intellectus plus parti­
cipans
de lumine gloriae perfectius Deus videbit. Plus autem par­
ticipabit
de lumine gloriae, qui plus habet de caritate: quia ubi es
maior caritas, ibi est maius desiderium; et desiderium quodam­
modo facit desiderantem aptum et paratum ad susceptionem
desiderati".
Es lógico suponer que si nuestra naturaleza caída no tiene
ningún mérito especial
con respecto al orden ·sobrenatural,
Dios la elige y la eleva según su arbitrio soberano, haciéndola
participar
de su gloria eterna sin tomar en consideración nin­
gún mérito terreno capaz de plantear desigualdades en la com­
templación de Dios. No
hace falta ser un teólogo para com­
prender que el igualitarismo no ha sido indicado por la Iglesia
Católica, sino
por las herejías protestantes, y es sobre ella sobre
la que deben recaer los denuestos de Nietzsche y sus pedi­
secuos.
Advertía Chesterton contra los agravios contradictorios que se
solían inferir
al cristianismo según el punto de mira que adopta­
se para criticarlo. Con respecto a sus enseñanzas políticas ocurre
algo semejante: los orgullosos disc!pulos
de Nietzsche atacan su
igualitarismo,
en cambio, los igualitarios alumnos de Marx dela­
tan su esclavismo. Efectivamente, la Iglesia, en su hora, no plan­
teó el problema de la esclavitud como si fuera una cuestión social
que debía dirimirse de acuerdo con un planteamiento político. Lo
vio desde su altura teológica y religiosa y consideró que debía ser
en esa dimensión donde se debía plantear y resolver la cuestión
del esclavo.
La esclavitud existía. Era un hecho pavoroso que dependía
más de
un accidente, de una desdicha personal, que de una situa­
ción social. Platón estuvo a punto de ser vendido como esclavo
y el príncipe Espartaco lo fue efectivamente luego de una guerra
infortunada.
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El cristianismo ni aceptó ni rechazó la esclavitud desde una
perspectiva exclusivamente social. El hombre convocado por
Dios debla dar una respuesta positiva a la invitación del esp!ritu
cualquiera fuere la situación
en que se hallare: emperador o
esclavo. Pero desde el preciso momento
en que era engendrado
en las aguas del bautismo, era para Dios tan libre como cualquier
otro y sus merecimientos para
el Reino de Dios deblan ser medi­
dos con la vara de la caridad.
Lo dice Pablo en su carta a File­
món cuando le devuelve al esclavo Onésimo:
"El cual te vuelvo a enviar; tú, pues1 recibelo como a mis
entrañas. Yo quisiera detenerle conmigo, para que en lugar de tí
me sirviese en las prisiones del Evangelio; mas nada quise hacer
sin tu consentimiento, porque tu beneficio no fuese como de
necesidad, sino voluntario. Porque acaso
por esto se ha apartado
de
tí por algun tiempo, para que lo recibieses para siempre. No
ya como siervo, antes más que siervo como hermano amado,
mayonnente ele mí, pero cuanto más de tí, en la carne y en el
Señor" (6).
Seria aventurado pensar
que el cristianismo hizo de la escla­
vitud un mal negocio, pero si se afina un poco el entendimiento
y se observan los hechos "cum granus salis", el esp!ritu que la
Iglesia Católica creó entre los amos hacía del esclavo más
un pro­
blema que
un instrumento de trabajo. Para un cristiano celoso de
su condición de tal
el esclavo llegó a ser una responsabilidad
muy grande. Debla preocuparse
no sólo de su salud física, sino
también del destino de su alma. Llegó
un momento en la socie­
dad cristiana en que la esclavitud se convirtió en una pesada
carga y los amos trataron de librarse de ellos
en cuanto pudieron,
convirtiéndoles si
no en hombres libres, en siervos que pudieran
ganar su sustento y decidir de
su destino eterno por su propia
cuenta.
Reconozco que esta versión de la historia es la menos edifi­
cante para los cristianos
en general, pero probablemente haya
sido
la más concurrida, dado que otras, de sesgo más generoso
y heróico,
no estaba al alcance de los espíritus comunes.
(6) PABLO, A Filemón, 1, 12-16.
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Fundaci\363n Speiro

RELIGIÓN Y POLlTICA
Autoridad, ley y Gobierno
Es poco serio acusar al cristianismo de desdeñar las autori­
dades legítimas, desafiar la ley o hacer imposible el gobierno,
porque se desestiman los recursos que éste debe emplear para
respaldar el ejercicio de su potestad. La historia de la Iglesia
Católica desmiente estas aseveraciones fundadas,
la mayor parte
de las veces, en una arbitraria separación entre el magisterio ecle­
siástico y los denuestos proféticos contra los abusos de un poder
que no reconocía la Ley de Dios.
En
la historia de la Iglesia Católica hay que saber distinguir
con claridad las condiciones impuestas al ejercicio de su libertad
por situaciones históricas adversas o por lo menos no totalmente
favorables,
de aquellas otras que irán saliendo a luz cuando su
influencia espiritual se haga sentir con toda su fuerza y en la ple­
nitud de sus exigencias.
Los primeros cristianos
predicaron su fe en un medio polí­
ticamente pagano y generalmente mal dispuesto para aceptar
una religión que se negaba a incorporarse al panteón de los
dioses antiguos. La intolerancia monoteísta del cristiano cho­
caba con la apertura religiosa romana. Esta situación explica
por qué razón muchos cristianos miraban con desconfianza el
valor de la pax romana y no estaban muy bien dispuestos a
rogar por las autoridades que hacían posible el respeto de la
ley gentil.
En tiempos de Jesús las últimas subversiones contra la Loba
agitaban
el fondo de los sentimientos nacionales judíos. Muchos
de ellos vieron en Cristo una suerte de caudillo que los libraría
de Roma. Dice Juan Evangelista: "Intentaron llevarle por la fuer­
za y levantarle
por Rey" (7).
Esta aspiración nacional llenó de espanto a los saduceos que
negociaban con Roma y veían peligrar su comercio en una gue­
rra desventurada. En ellos surgió la idea de comprometer a Jesús
ante las autoridades del Imperio
ocupante e incoarle un proceso
<:TJ JUAN, VI, 14-15.
241
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
por rebelión. Con este propósito le propusieron aquella pregun­
ta de si era llcito pagar a César el tributo, a la que respondió
Nuestro Sellar:
"¿Para qué venís a tentarn1e? Mostrad1ne un denario para
verlo. Presentáronselo, y Él dijo: ¿De quién es esta imagen y esta
inscripción? Respondiéronle: Del César. Entonces replicó Jesús y
díjoles:
pagad pues al César lo que es del César y a Dios lo que
es de Dios" (8).
Las palabras fueron claras y expresaron de 1nanera inequívo­
ca la aceptación de la autoridad civil vigente, sin
plantear para
nada el te1na nacional judío. San Pablo, en su epístola a los
Ron1anos,
abunda en consideraciones se111ejantes:
"~foda persona está sujeta a las potestades superiores, porque
no hay potestad que no provenga de Dios, y Dios es el que ha
establecido las que hay, por lo cual quien desobedece a las
potestades, a la
ordenación de Dios desobedece. De consiguien­
te, los
que desobedecen, ellos ntisn1os se acarrean la condena­
ción. Lo..':i principes no son de ten1er por las buenas obras que
hagáis, sino por las n1alas. ¿Quieres t(1 no tener que ten1er nada
de aquél que tiene poder? Pues obra bien y merecerás de él ala­
banza1
porque es un 111inistro de Dios para tu bien. Pero si obras
nial tien1bla, porque no en vano se ciñe la es11ada, siendo co1110
es 111ittistro de Dios, para ejercer su justicia castigando al que obra
n1al. Por tanto, es necesario que le estéis sujetos, no sólo por el
ten1or del castigo sino tan1bién por conciencia. Por esta n1isn1a
razón pagáis ta111bién los tributos, porque son nlinistros de Dios,
a
quien en esto 1nis1110 sirven. Pagad, pues, a todos lo que se les
debe: al
que se debe el tributo, el tributo; al que impuesto, el
i111puesto; al que ten1or, ten1or; al que honra, honra" (9).
El fundamento de una vida humana plena y annoniosa es la
paz, la concordia del reino.
El desgarramiento interior producido
por la desobediencia a las leyes y la discusión del principio de
autoridad era un proble111a constante para los ron1anos que cus­
todiaban el con1portan1iento de Israel. La agitación nacional era
242
(8) MARCOS, XII, 13-17.
(9) ROMANOS, XIII, 1-8.
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RELIGIÓN Y POL!TICA
constante y no faltaba nunca un descendiente de David para dar
pábulo a
un movimiento annado. Este estado de cosas inspiró a
Pablo
un doble cuidado: evitar la exaltación de un sentimiento
exclusivan1ente judío que redujera el mensaje de Cristo a un sin1-
ple problema nacional, y auspiciar un entendimiento con Roma
para abrir una perspectiva de encuentro ecun1énico.
Antes que el Espirito Santo los iluminara con respecto al sen­
tido profundo
que debían dar a la predicación de Jesús, muchos
judíos entraron en el cristianis1110 in1¡)ulsados, quizá, por t111 celo
nacional patriótico.
Era 111uy lógico que vieran en Ro1na la pro­
tectora de la idolatría y que sintieran por ella una aversión incon­
tenible, sin comprender que la nueva
fe se dirigía tanto a los gen­
tiles como a los hijos de Israel.
Ron1a era la ley, el orden. No un orden inicuo, sino el único
que hacia posible una garantía
de convivencia civilizada entre
naciones distintas.
El cristianL'inlo proponía algo se1nejante en el
terreno de la fe religiosa y se puede decir que Roma preparó las
condiciones naturales para
que la propagación del Evangelio
fuera
un hecho posible.
Las autoridades responsables de la Iglesia naciente compren­
dieron pronto
lo que el imperio significaba para la extensión y la
propagación de su doctrina. Se dieron cuenta de
que la espada
sostenida por Roma no era el arma de una horda movida por la
violencia, sino el instrumento 1nilitar de un orden jurídico, de una
regla de civilización hu1nana, capaz de ser bautizada
en cuanto
los emperadores comprendieran la verdad de su religión. El
Misterio de la Encarnación seguía su nústico progreso y de los
hombres individuales marchaba hacia la asunción de las formas
sociales. Este último camino
pasaba por Roma, no por Israel.
Pedro,
que había elegido por centro de la Iglesia la capital
del imperio, escribió en su prin1era carta encíclica a las comuni­
dades del Asia Menor:
"Estad, pues, sun1isos a toda hu1nana criatura por respeto a
Dios, ya sea el Rey, como que está sobre todos; ya a goberna­
dores, como puestos
por él para castigo de los malos. Pues esta
es la voluntad de Dios, que obrando bien tapéis la boca de la
ignorancia de los hon1bres necios. Como libres, 1nás no cubrien-
243
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
do la malicia con capa de libertad, sino como siervos de Dios.
Honrad a todos,
amad a los hermanos, temed a Dios, respetad al
rey" (10).
Hamack,
con ese olfato especial que tienen los protestantes
para percibir con regocijo
el aroma de la rebelión, escribía "que
los cristianos de la primera centuria se sentían ajenos
al mundo
y por ende al Estado. Ponían su fe en un mensaje sobrenatural
que les decía que eran ciudadanos de un reino celestial, que este
mundo pronto terminaría y el nuevo reino, el visible reino de
Dios sobre la tierra, comenzaba" (11).
No examinaré con detenimiento el juicio de Harnack, que en
general reposa sobre una idea demasiado subjetiva de eso que es
la religión
y como la hace depender, en cada situación histórica,
de la representación
que la gente se hacía de ella, no existe la
menor posibilidad de confrontar esas variaciones
con parámetros
objetivos válidos para siempre.
Las cartas de los apóstoles, las recomendaciones de San
Clemente
y las posteriores reflexiones de los apologistas no alien­
tan
esa opinión. Paul Tillich, tan protestante como Harnack, lo
reconoce:
"Ya en Clemente de Roma encontramos esbozos de la
idea de la sucesión apostólica, es decir,
que el obispo represen­
taba a los apóstoles. Esto muestra con claridad
que desde los pri­
meros años el problema de la autoridad
se convirtió en algo deci­
sivo en la Iglesia e inició una línea de desarrollo que culminó en
la Iglesia de Roma" (12).
Siempre
hubo y habrá en el seno de la Iglesia una tentación
para prescindir de los necesarios soportes económicos para sos­
tenerla
y también un maligno alborozo en lo que puede haber de
amenaza escatológica para los
ahítos de este mundo. No faltan
tampoco aquellos a quienes todo sirve de pretexto para retozar
en la anarquía y abandonar el trabajo. En la advertencia de San
Pablo a los Tesalonicenses recogemos
una preocupación de esta
naturaleza:
(10) PEDRO, J.SEpfst., JI, 13-17.
(11) HARNACK, A., Tbe Roman Sta/e and Early Christian Churcb, London,
1908.
(12) TILUCH, P., Pensamiento Crisliarw y Cultura de Occidente, ed. cit., pág. 51.
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REUGIÓN Y POL!TJCA
"Pero os rogamos hermanos, que adelantéis más y más, y pro­
curéis vivir quietos y atender a lo
que tengáis que hacer, y tra­
bajéis con vuestras manos, conforme os tenemos ordenado.
Portaos modestamente con los que están fuera, y no codiciéis
cosa alguna de nadie" (13).
Una disposición semejante, fundada
en un falso concepto de
nuestras relaciones con Dios, llevó a los cristianos de Corinto a
una actitud insumisa frente a sus obligaciones sociales. Basta leer
la epístola de Pablo a los feligreses de esa ciudad, para advertir
cuál era el espíritu de la jerarquía eclesiástica.
De cualquier 1nanera, conviene recordar que no se puede
leer el Nuevo Testamento en una perspectiva natural sin defor­
mar la intención religiosa
que lo anima. Por muy racionalistas
que seamos debemos respetar la "originalidad" del fenómeno
religioso si queremos
entender la atmósfera espiritual en que la
religión se da. Nuestras exigencias científicas, válidas en cual­
quier circunstancia, deben extremar sus recaudos para compren­
der la especificidad del cristianismo y
no practicar reducciones
que atentan contra su autenticidad. El método más rigurosamen­
te positivo nos lleva a considerar el "hecho cristiano" como un
fen61neno sui
generls y a no meterlo, quieras que no, en otra
categoría de sucesos.
Los apóstoles predicaron el Reino de Dios y su justicia y no
tuvieron como propósito inmediato reformar la ciudad temporal.
No trataron directamente los problemas sociales,
pero como
todas las soluciones en nuestros asuntos nacen de la disposición
interior y es allí dentro donde se incoa el Reino de Dios, todo
cuanto
se hizo para el triunfo de la ciudadania celeste fue válido
para la terrestre.
¿Cómo podría
un hombre participar del bien que es Cristo,
sino como alguien miembro de una comunidad? J ohannes Pinsk,
en su libro El valor sacramental del universo, escribió unas pala­
bras
que eximen de cualquier comentario:
"Una vez más queremos expresar que este pueblo sacramen­
tal que 1nediante el sacerdocio de Cristo se forma y existe en la
(13) PABLO, J.11 a los Tesalonicenses, VI, 10-11.
245
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
Iglesia. de ninguna manera hace superflua la existencia de los
pueblos naturales
en el tiempo mundanal; éstos mantienen su
sentido, encuentran efectivamente el definitivo cumplimiento de
su destino recién cuando, en cuanto pueblo, se incorporan al
pueblo de Cristo" (14).
Desde los consejos
de Pablo y de Pedro, de Clemente y
Orígenes, para que se aceptara la potestad imperial y se hiciera
respetar el carácter de ciudadano romano para los cristianos que
gozaban de
ese privilegio, hasta el criterio político de la "unani­
mitas" con que Carlomagno trató de poner su política al servicio
de
una misión religiosa, caben todos los matices en la relación de
la Iglesia
con los Estados.
Esto significa también
que la revelación no ha dicho nada
con respecto a las fonnas de gobierno que en un momento u otro
podían convenir a los pueblos. Para determinar las más oportu­
nas están los criterios estricta1nente pollticos y co1no éstos se
1nanifiestan en circunstancias históricas cambiantes, solamente
existen principios muy generales de acción y experiencias histó­
ricas contingentes para guiar la inteligencia cristiana en esta ma­
teria.
Los principios generales de la política cristiana reconocen dos
fuentes principales de inspiración: nuestra particular relación
con
Dios y su Iglesia y nuestra naturaleza racional, dialógica y espiri­
tualmente condicionada por el pasado histórico.
La religión nos enseña que la política no puede ser un fin
en sí misma y está subordinada a los fines establecidos por el
orden de la caridad. Esto
no significa una sacralización de las
medidas políticas, sino
pura y simplemente que el Estado debe
aceptar el magisterio de la Iglesia y conformar su acción a las
exigencias de su tarea salvadora.
La falta de respeto a estos
derechos revierte desordenadamente sobre la
sociedad y la
corro1npe en su constitución intrínseca, desnaturaliza el sentido
de la convivencia y pervierte al hombre en la línea de su fina­
lidad trascendente.
(14) PINKS, ]., El valor sacramental del Universo, Surco, La Plata, 1947,
págs. 124-125.
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RELIGIÓN Y POL!TICA
Las sociedades que han recibido el sello histórico de la doc­
trina católica han quedado marcadas para siempre con las señas
de una fe, una esperanza y una caridad sobrenaturales que, al
secularizarse,
se convierten fácilmente en fermento de las peores
ilusiones revolucionarias.
Conclusión
La familia es la célula viva de la sociedad. Dios la hizo natu­
ralmente monárquica para
que sirviera de modelo a las otras aso­
ciaciones. Indudablemente las formas de elegir los gobernantes
pueden ser muchas y todas ellas han sido prolijamente criticadas,
sin
que se nos pueda imponer un modelo indefectible. No exis­
te el régimen político perfecto, pero
en todos cuantos existen tie­
nen que darse ciertas condiciones que respondan a exigencias
naturales de gobierno. Una de ellas es que siempre gobierna una
minoría y cualesquiera sean las fórmulas juridicas que adopte
para ejercer su potestad, ésta
no podria realizarse si no logra una­
nimidad
en los actos de gobierno. Ambas condiciones imponen
una doble precaución: que las minorias dirigentes alcancen su
situación jerárquica a través de
una selección lo más noble y
natural posible. La nobleza y la naturalidad del proceso selectivo
suponen que el ascenso a las funciones superiores del gobierno
debe ser el resultado de un esfuerzo familiar y no de aventuras
individuales aisladas.
Una auténtica aristocracia, si bien abre crédito a las condi­
ciones de los individuos excepcionales, no puede dejar de con­
siderar la hidalguía
y la estirpe, porque éstas son señales de una
permanencia histórica que engendra hábitos de comando y crea
obligaciones y solidaridades
en el círculo familiar que, en medi­
da nada desdeñable, sirven para paliar los efectos
de la irres­
ponsabilidad, tan común entre quienes carecen de parientes ante
los cuales responder por las infamias cometidas. La otra precau­
ción consiste en evitar que las discusiones eternicen las decisio­
nes del gobierno.
Es conveniente tener sie1npre a mano una
magistratura capaz de concertar la necesaria unidad de la acción.
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
En otras palabras: una sociedad política bien ordenada no
puede eludir ni la aristocracia ni la monarquía. Cuando se sosla­
ya
la faena de constituirlas conforme al ritmo impuesto por la
naturaleza y la historia, éstas
se imponen imprevisiblemente por
la aventura, la violencia, el soborno o el fraude. La "praxis" no ha
respetado la estructura física del orden social y las consecuencias
lamentables
no se dejan esperar mucho tiempo.
Marx sostuvo
que la religión era el opio del pueblo. En el
simplismo brutal de
una inteligencia empeñada en reducir la rea­
lidad a la medida de sus esquemas ideológicos,
no podía existir
ninguna realidad fuera de la materia maleable sobre la
que el
hombre ejerce su voluntad
de dominio.
Admitimos
que la religión suele ser un consuelo y que
muchas veces nos resigna1nos a aceptar las malas condiciones
de nuestra vida terrena esperando una compensación celeste,
pero no podemos olvidar que fundamentalmente es una disci­
plina espiritual y
una formación del hombre basada en un
nuevo principio de vida que incoa la transfiguración de nuestra
naturaleza.
La Iglesia advirtió siempre sobre las tentaciones que acechan
al poderoso. Esta advertencia tuvo un sentido corrector, no esta­
ba dirigida a satisfacer la envidia del pobre, sino a poner al rico
sobre aviso y señalarle los peligros a
que se exponía cuando
usaba mal de su potestad. Para impedir
que tales admoniciones
fueran capitalizadas
por el resentimiento, hizo del poder una
escuela de servicio y de ascésis.
Si los pobres necesitan la religión para aceptar sin quejas la
dureza de su destino, los poderosos la necesitan todavía más,
porque son ellos quienes deben dar cuenta a Dios de la admi­
nistración de los bienes con
que fueron colmados. Comprende­
mos que seña completamente absurdo pretender influir
en el
ánimo de nuestros oligarcas de signo capitalista o socialista con
la amenaza del infierno.
Hoy no se cree en nada y precisamente
la ausencia del tribunal del Señor
en el fuero intimo, testimonia
por el carácter terroñfico de nuestras instituciones politicas.
Nunca
ha habido en la historia un gasto tan grande de buenas
intenciones y pretextos justicieros.
Más derechos del hombre, de
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RELIGIÓN Y POL!TICA
la mujer, del niño y del animal. Nunca se ha masacrado tanta
gente con más frialdad y
con más falta de sentimientos humani­
tarios. Nunca el poderoso
ha sido más egoista y brutal y el pobre
más resentido y envidioso.
Cuando Maurras luchó
por imponer en su patria un orden
politico fundado en el respeto de las leyes naturales y en las exi­
gencias históricas de Francia, sabia
que tal restauración estaba
condenada
al fracaso total si con ella no se imporua la autoridad
de la Iglesia Católica:
"A los mejores movimientos del alma, la Iglesia repet!a
como un dogma de fe: vosotros no sois dioses. A la más her­
mosa
de las almas: no sois tampoco un dios. Recordaba al
miembro la
noción del cuerpo, a la parte la idea del todo. La
doctrina de la Iglesia alejó al hombre del altar que un amor pro­
pio enloquecido pretendía levantar a su propia excelencia: les
recordaba cuántos seres y
hombres exist!an antes que él, cerca
de él y merecian ser recordados junto con él, porque no estás
sólo
en el mundo, tú no haces la ley del mundo, ni siquiera tu
propia ley" (15).
Es mérito de eso que la doctrina llama el "mundo" haber des­
pojado
al Evangelio de su disciplina magisterial y entregándolo a
los demonios de
una interpretación según los ángeles, para que
esa suerte de religión pura concluyera convirtiéndose en la apo­
teosis del hombre vulgar, del hombre masa
que por ser, precisa­
mente el más despojado de excelencias personales, es el que más
y mejor
puede infatuarse de sus menguados méritos. La religión
de la democracia es el lamentable resultado de
una visión carnal
del Evangelio y
de algunos de sus principios, arrancados del qui­
cio de la tradición eclesial.
Esa democracia es, sin lugar a dudas, politica, pero politica
convertida en una suerte de religión como consecuencia de la
corrupción de la gracia. Es una fe, una esperanza y una caridad
sin propósitos sobrenaturales y viciosamente volcados a la exal­
tación del hombre común.
(15) MAURRAS, Charles, La démocratie religieuse, Nouvelles Éditions Latines,
París, 1978.
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHBT
Cuando la política no reconoce la misi6n ordenadora de la
Iglesia se
pone al servicio de la economía. De esta suerte destru­
ye su jerarquía y
se convierte en un poder tiránico que con el
pretexto de una mejor distribución de los bienes materiales,
asume
un dominio total sobre el hombre.
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