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Número 363-364

Serie XXXVII

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Clinton rex

CLINTON REX
POR
ANTONIO SEGURA FERNS
Su toma de posesión como cuarenta y dos Presidente de los
Estados Unidos coincidió
con cierta marejada en los "mass­
media" españoles sobre la institución monárquica
y la conve­
niencia
de una presentación populista de ella o, por el contrario,
conservar cierto aire mistérico
al referirse a la misma. Transcu­
rrido cierto tiempo
y en absoluto acallada esa marejada, más aún,
alimentada
por hechos posteriores, quizá no esté de más dedicar
algunas consideraciones a la cuestión.
Realmente el primer mandatario en Estados Unidos es un "rey
electo" -ya los hubo en la Polonia de los Jallegones-más que
un presidente republicano o, incluso, más rey que un rey consti­
tucional sometido
al Parlamento. El poder soberano allí es trans­
cripción
de la Inglaterra del siglo xvm, con la diferencia de que
en la 1netrópolis el acceso al puesto supremo lo es por sucesión
dinástica, mientras que
en la ex-colonia se accede por elección.
Pero,
una vez designado el Presidente, su poder -tanto en la
"auctoritas" cuanto en la "potestas"-lo ejerce como lo hacían
entonces los Hannover: aquí el Rey, allí el Presidente, goberna­
ban con todos los poderes ejecutivos contrapesados, en temas
estrictamente detenninados
por la Constitución, por el Tribunal
Supremo y las Cámaras sólo afectas a
la administración de recur­
sos. En tcido caso, el Gobierno era solo un consejo de asesores y
expertos nombrado por el Soberano. Y así sigue en Estados
Unidos, mientras se ha democratizado
en Inglaterra. Al Rey inglés
sólo le
queda la "auctoritas", pero no la "potestas" política, que
pasó al parlamento. En Estados Unidos sigue en las férreas manos
del Presidente.
Verbo, núm. 363-364 (1998), 283-288 283
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Pero este simple análisis no excluye que el marco político en
uno y otro pals sea asl sólo por esto: en el intervalo hasta ahora
ha aparecido,
por un lado, la sociedad industrial y, por otro, ha
habido cambios
en el marco doctrinal e ideológico. La llegada del
industrialismo cambió el ritmo del proceso económico, pasando
de una economía casi estática a
otra fuertemente dinámica que
trajo la sociedad de consumo de masas, como ineluctable conse­
cuencia del capitalismo necesitado de clientes para
una produc­
ción también masiva, pues el "capital" moderno no es la "rique­
za" anterior. Ello ha producido un cambio social por la uniformi­
zación del consumo y la movilización social frente al inmovilis­
mo propio de la sociedad agraria y estamental.
Este cambio, como observó
A. de Tocqueville, llevó a que en
la sociedad democrática moderna el único diferencial admitido es
el dinero: tener más o tener menos. Esto nos introduce en el
tema de los cambios ideológicos y doctrinales habidos desde el
siglo
XVIII. En el discurso post-cartesiano, la clásica división esco­
lástica del Bien
en "honesto", "útil" y "deleitable" es rebajada por
Stuart
Mil! a sólo los dos últimos que pasan a primer término en
los órdenes de valores irsubjetivos", desaparecido el bien-en-sí)
"objetivo" y universal. Este paso necesariamente comportaba un
cambio social doctrinal: la desaparición de la sociedad sacralizada,
sustituida por otra secularizada: como dijo el Papa
en uno de sus
Mensajes de Navidad, hoy no se "niega" a Dios, pero se le "prohi­
be" intervenir en los problemas humanos, por lo menos en los
socio-políticos. Y esto afecta particularmente
al tema del Poder.
El Poder afecta radicalmente a la relación humana: siendo
todos los hombres de la misma "naturaleza", es
una apoña inso­
luble el
por qué unos han de estar en situación "dependiente" de
otros, pues no otra cosa es el "poder". Una visión ingenua mues­
tra patentemente la forzosa dependencia somática: el niño nece­
sita fisiológicamente a sus padres
en los primeros estadios de su
existencia.
Se va independizando con el desarrollo físico y men­
tal: el problema del poder-como-aporía aparece, justamente,
con
el uso de la razón. No es explicable en términos de solo ella la
sumisión de unos y el
poder de otros. Pero, al mismo tiempo
-de ahí la aporía-, es no solamente imposible sino inexplica-
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ble una convivencia caótica, pues, en la sociedad hu1nana -nos
recuerdan Parsons y Durkheim-"la anomia es peligrosa hasta
para la vida
fisica".
Varias han sido las soluciones propuestas a este problema
radical, núcleo del discurso politico. Suele recordarse
el estudio
de Aristóteles sobre las tres formas básicas del Poder politico:
mando de uno, de varios o de todos, en su doble modalidad
-legitima e ilegítima-según busquen el bien común o el par­
ticular de los
que mandan: así, la monarquía, la aristocracia o la
república, devienen
en tiranía, oligarquía y demagogla. De todas
formas, cada solución tiene sus lítnites, sus ventajas y sus incon­
venientes. Visto así, es obvio que Clinton aparece como un
"rex",
siendo la sucesión electiva o dinástica del sucesor un problema
colateral. Suele pasarse
por alto en este tema otro tipo de monar­
quía
que también señala Aristóteles -libro III, B 285a, de la
Política--, pero fuera del universo griego. En ella el Rey, aunque
formalmente tiene el poder absoluto como un tirano, no lo es,
pues "1nandan de acuerdo con la ley el consentimiento de sus
súbditos, mientras que los tiranos mandan contra la voluntad de
ellos", y así, "mientras que aquéllos
son protegidos por ciudada­
nos armados, éstos lo son por 1nercenarios". Está, pues, hablan­
do de un fundamento no funcional sino afectivo, metarracional
-no antirracional-del Poder soberano. Este tipo de monarquía
"patemalista"
es la que configuró la sociedad cristiana antes de la
modernidad racionalista:
la diferencia de uno y otro modo de
entender la monarquía va
desde el "¡Sacra, Católica, Imperial
Majestad!" del clásico castellano, hasta el "¡tócala otra vez!, ¡más
saxofón, Bill!" de la inauguración de Clinton como 42 Presidente
de Estados Unidos.
¿Cuál
es la mejor solución monárquica del problema? Obvia­
mente la alternativa racionalista
no resuelve el problema básico
de ¿por qué yo, ser racional, he de someterme a otro? Piénsese
en la enorme complejidad de decisiones que uno toma en su vida
ordinaria y que éstas serán
de uno u otro modo según el marco
politico del Poder que,
queramos o no, nos condiciona. En pura
racionalidad el único criterio válido es la eficacia: he de obede­
cer porque, en términos generales, es eficaz y operativo. Pero
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esto no resuelve el fondo de la cuestión: ¿por qué otro y no yo
es quien manda?, aunque ambos juicios caigan dentro de la efi­
cacia. En
el fondo es "el otro, vs. el yo". Lo peor es que a esta
via especulativa no se le puede pedir más: la razón humana es
una cadena lógica -proposiciones, juicios, silogismos, sorites­
que puede pender de cualquier principio y este es, forzosamen­
te, metarracional y
el que hay que ji.tndar sólidamente. En puros
términos de eficacia
puede defenderse lógicamente cualquier
tiranía, sea que se establezca "por decreto" (totalitarismo), sea
"por consentimiento" (democratismo). Como dijo Baruch Spino­
za, fuente de toda la especulación política moderna:
no hay más
ley
que la positiva legalmente promulgada (Kelsen).
Claro está
que la otra vía, al poner el Poder en algo trans­
cendente, más allá del hombre, obliga a éste,
no ya sólo como
persona concreta, sino como sociedad. Y obliga en conciencia:
"Es preciso so1neterse no sólo por temor al castigo, sino también
por la conciencia ... Pagad a todos lo que debais: a quien tribu­
to, tributo¡ a quien aduana, aduana; a quien temor, temor; a
quien honor, honor", dijo hace veinte siglos Pablo de Tarso a los
romanos. Y es así porque quien manda "no tendría poder si no
le hubiera sido dado de lo Alto", nos dice Juan en su Evangelio.
Obviamente, desde esta óptica hay una diferencia sustancial
-no solo formal-entre el Rey y el tirano totalitario: "No sereis
juzgados
por la ley sálica ni por la gundovadia, sino por la Ley
de Dios'', les dijo, ya en el siglo XI, Hinomaro de Reims a los prín­
cipes de su tiempo. Esto da un plus de eficiencia humana al
esquema mistérico del Poder sobre los argumentos mera1nente
racionales que, desde Aristóteles, abonan
la solución 1nonárqui­
ca, por la ventaja de la unidad de poder.
Esta unidad de
poder es la que explica la permanencia y esta­
bilidad de la monarquía "electiva11 norteamericana. Pero aun que­
dan
en esta forma dos cuestiones a explicar, o intentarlo al
menos: la alternativa elección/sucesión dinástica y, por ende, la
relación monarquía/democracia. Ningún sistema humano es
absolutamente perfecto. Se presume en una elección una selec­
ción
en orden si no del mejor, al menos de lo bueno, cosa que
es aleatoria en la sucesión dinástica. Sin embargo, la comparación
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persona-a-persona de los Reyes ingleses desde Jorge III hasta
hoy, frente a los Presidentes americanos coetáneos
desde
Washington a Bush, no muestra ninguna superioridad personal
de éstos respecto a la línea dinástica inglesa, habiendo, como es
narural, de todo en las dos series. Por otro lado, el penoso espec­
táculo de las
muruas descalificaciones en la campaña electoral,
no puede borrarse tras la elección erosionando el respeto al ele­
gido, imprescindible para
una aceptable sumisión a su posición
preferencial en la sociedad, cosa necesaria en todo orden po­
lítico.
Esto nos relaciona con la segunda cuestión, la compatibilidad
de monarquía y democracia. Ante todo, hay
que fijar el valor eti­
mológico del "demos" o pueblo, si se toma como conjunto de
una unidad política -y entonces comprende al Rey o al Presi­
dente-, o se toma como oposición dialéctica de la base a la cús­
pide del Poder, siendo el
pueblo la base. Esto afecta no solamen­
te a la colación personal del Poder, sino el mecanismo de la
misma. Es obvio que al remitir toda la legitimación a la masa
popular ésta responde a la psicología de masa que,
según G. Le
Bon, no se determina por la razón -atacando así uno de los fun­
damentos de la democracia-, sino por sentimientos emotivos
del momento. Si, por el contrario, el poder del Rey se funda en
el misterio transcendente -Per Me reges regnant (Prov., 8, 15)
que pone el dosel de la Patrona de Sevilla-la conciliación racio­
nal de la persona y la sociedad
es posible en este tema, pues
ambas caen bajo el mismo orden crearural. Por otro lado, no todo
poder social es susceptible de ser legitimado electivarnente como
ocurre con la "autoridad"
de la ciencia, o el "poder" creador del
artista
que son algo personal y con diferente reparto social. En el
caso del Rey, no es "uno más", sino "el primero". Y1 por ello, suje­
to a deberes específicos -lo mismo que la familia real-que si
le permite algo
no alcanzable por lo demás, también le prohíbe
algo a los demás permitido.
Por otro lado1 este aspecto 1nistérico de la Monarquía heredi­
taria, es compatible con lllnitaciones racionales en el ejercicio de
la "potestas", el conjugarla con otras estructuras de poder infra­
soberano, como la administración del gobierno, de la justicia y de
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lo económico -público o privado-perfectamente legitimas en
sus propios "ámbitos de poder". Es evidente que tan compleja
estructura
-compleja como todo lo real-no sólo funciona con
posibles y legitimas conciliaciones, sino también con ilegitimas
competencias fruto,
en todo caso, de la falibilidad humana de
unos y otros.
Por supuesto que esta concepción del Poder es rechazada
por muchos que prefieren la solución racionalista cruda y dura.
Pero éstos siempre dejarán
sin resolver el hecho de quelas cade­
nas de razonamiento lógico son instru1nentales1 no funda1nenta­
les y, por ende, al servicio de cualquier ideología: la conocida
frase
de W. Churchill es una brillante "boutade" que Hitler o
Stalin hubieran podido responder:
"El totalitarismo es la peor de
todas las soluciones politicas, excepto todas las demás". Y
con el
mismo rigor lógico
que Churchill. Ambos sistemas son justifica­
bles
por razones de eficacia racional. Lo que pasa es que "la
razón engendra monstruos", que dijo Goya.
Por esta razón, no un escolástico medieval, sino P. J.
Proudhom, padre del anarquismo, que acuñó la conocida frase
de
"La propiedad es un robo", en la misma entrada de la obra
que le costó la ruptura con Marx, Filosofla de la miseria, escribe:
"Pero cuando, para explicar la marcha de las cosas humanas
supongo, con todas las reservas imaginables,
la intervención de
un Dios, estoy seguro de sublevar la gravedad científica y aun de
ofender los oídos severos ...
Voy, pues, a decir cómo estudiando
en el silencio de mi corazón, y lejos de toda consideración huma­
na, el misterio de las revoluciones sociales, ha venido Dios, el
Gran Desconocido, a ser para mí una hipótesis, un instrumento
dialéctico necesario".
El círculo, pues, se ha cerrado: el anarquis­
ta está aquí en las antípodas especulativas del "etiamsi Deus non
daretur" del iusnaturalista Gracia, origen de la flsica social. En el
intervalo, guerras mundiales, genocidios, revoluciones sociales
sangrientas: es tema para meditar ... y aprender.
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