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Número 379-380

Serie XXXVIII

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La unión de los católicos

LA UNIÓN DE LOS CATÓLICOS
POR
MANUEL DE SANTA CRUZ (!)
1. Una puñalada trapera
Apenas pasado el último susto electoral, el del 13 .de junio,
se
ha repetido en ténninos coloquiales, vulgares hasta la sacie­
dad, esta frase: "vamos a ver ahora qué pasa con las elecciones
generales". Esta afirmación sencilla, clara y elemental, es, sin em­
bargo, gravísima y complicada. Porque denota una actitud de
(*) Entre los días 5 y 7 de noviembre pasado, la Fundación Universitaria San
Pablo-CEU convocó un Congreso "Católicos y vida pública", que ha tenido amplia
repercusión
en los medios católicos. Algunos de nuestros colaboradores han parti­
cipado -como comunicantes--en él, al tiempo que otros -desde fuera-han
señalado ciertas de las dificultades y riesgos que podría entrañar la iniciativa, a la
vista de su diseño y participantes. Reproducimos a continuación la serie critica que
Manuel de Santa Cruz ha estampado en el quincenal navarro Siempre p'alante, las
comunicaciones leídas en dicho Congreso --cuando menos parcialmente-por
Luis María Sandoval y Evaristo Palomar y una nota incisiva de E. de Caronte.
Ciertamente, la cuestión siempre relevante del quehacer de los católicos en
la vida pública, política en particular, se halla necesitada de especial profundiza­
ción y esclarecimiento
una vez que la avalancha posconciliar ha enturbiado
importantes trechos
de la doctrina tradicional. Pero no lo es menos que tales pro­
fundización y esclarecimiento difícilmente pueden alcanzarse aca~do mate­
riales de derribo y con el concurso de los responsables de la voladura. Lo míni­
mo
que puede exigirse, en todo caso, es una exacta fijación de las responsabili­
dades.
Esta revista, que desde el inicio de su andadura ha querido prestar su modes­
ta
aunque constante contribución al empeño de restaurar e instaurar sin cesar la
Ciudad Católica
-según el consejo de San Pío X-, y que se ha mostrado no
menos perseverante en encarecer la necesidad de contar con Dios como piedra
Verbo, núm. 379-380 (1999), 829-835. 829
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expectación, inoperante y pasiva, contrapuesta a la actitud y
mentalidad de protagonistas y de colaboradores de Dios
en el
tejido de la historia
que deberian tener los católicos. Más bien
deberíamos haberles oído esta otra frase, bien distinta: "Vamos a
ver ahora qué tenemos
que hacer para que resulte lo que quere­
mos". Claro
que esta frase suscitaría esta otra: "¿Saben verdade­
ramente muchos católicos, y con ellos la propia Jerarquia, real­
mente lo
que quieren en política?".
Los resultados ya decantados y aclarados de las elecciones
del
13 de junio muestran que no hay ni varios, ni uno, partidos
políticos católicos con capacidad electoral. Segundo, que las for­
maciones de centro y de izquierda (ambas
no católicas) tienen
unas fuerzas tan aproximadamente iguales que
la próxima con­
frontación electoral será muy dura.
Los del centro querrán volver
a captar el voto
de los católicos, apoyándose más en el abuso de
la teoría del mal menor que en promesas concretas y garantiza­
das. Este marco
es idóneo para que cualquier día aparezca, o rea­
parezca,
el culebrón de "La Unión de los Católicos".
A final del siglo
XIX, apenas vencidos los carlistas por las
armas liberales, la Revolución desencadenada
por el liberalismo
empezó a rugir, como lo hizo también después del paréntesis de
la Dictadura de don Miguel Primo de Rivera. Los carlistas eran la
angular de la reconstrucción del orden temporal -.según el recordatorio de
Juan XXIII-, ha buscado siempre, de un lado, la promoción de iniciativas del lai­
cado, pero -de otro-sin orillar la doctrina católica de las relaciones entre la
Iglesia y la comunidad política. Las democracias cristianas, por contra, han solido
aparecer incrustadas en la estructura jerárquica de la Iglesia y para desconocer o
mutilar
esa doctrina.
De ahí que, actuando sin "mandato" de las jerarquías, hayamos ejercido libre­
mente nuestras obligaciones denunciando el desacierto doctrinal y el fiasco prác­
tico de quienes, con su actitud, han contribuido a producir" -en palabras del
profesor Canals-uta ruina espiritual de un pueblo por efecto de una política".
Para concluir esta nota, basta recordar, entre las últimas aportaciones
que una
rápida ojeada a
los índices de Verbo nos exhibe, el luminoso ensayo de don José
Guerra Campos "Las incoherencias de la predicación actual obligan a reedificar la
doctrina de la Iglesia", reproducido en su fallecimiento como ilustración del In
memodam de Miguel Ayuso en el núm. 359-360, y las Actas de nuestra XXXVI
Reunión, publicadas en el número de enero-febrero de este año, bajo la rúbrica
Un orden soda] cristiano, ¿todavfa?(N. de la R.).
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vanguardia de los que habfan defendido y segufan defendiendo
la Religión con su sangre, sudor, lágrimas y dinero.
Los liberales
sedicentes católicos estaban asustados, como aprendices de
brujo, del resultado de su pasividad y mentalidad entreguista, y
aceptaron
en seguida la consigna que alguien envió desde el
extranjero:
"La Unión de los Católicos". (Como alternativa, más
bien semántica, entonces, también se proponía la unión de las
derechas.)
El valiente tribuno tradicionalista don Luis Remando de
Larramendi denunció públicamente y
en muy alta voz que eso de
"la unión de los católicos" era una puñalada trapera a los carlis­
tas y afines, a los
católicos-católicos, a los no liberales, para qui­
tarles a traición la capitanía
de todas las fuerzas católicas que
tenfan merecida con creces. Con aquel invento de "La Unión de
los Católicos" se pretendía,
nada menos, que la criminal parado­
ja de dar el mando de la proyectada coalición a los culpables del
naufragio que se proyectaba remediar, o sea, a los liberales sedi­
centes católicos. Hoy, diríamos que a una nueva democracia cris­
tiana
con éste o con otro nombre, pero de contenido igualmen­
te liberal, en todo caso.
Ahora, ya está todo a
punto para que alguien lance cualquier
día la genial fórmula de
"La Unión de los Católicos".
2. ¿La unión hace la fuerza?
Desde el primer momento de su presentación, esa consigna
de abolengo extranjero se beneficia del ascendiente popular
que
tiene su primera palabra, "unión". Esta palabra, y las virtudes que
se le atribuyen, les suenan bien a la gente, que la ha ingerido con
ese otro gran camelo venenoso y paralelo
que es "La unión hace
la fuerza". Tanto,
que merece la pena dedicarle unos renglones
previos.
La gente se anima con la posibilidad de contar con una nueva
fuerza, nacida de una unión. Ya es dificil sumar, o unir, cosas
heterogéneas,
v. gr., sillas con nueces, pero, en fin ... El mito dis­
trae a la gente de preguntar quién mandará esa fuerza, cómo y
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hacia qué objetivos. En seguida recordaré lo del Bloque Nacional.
Pero,
por de pronto, y más de cerca, señalemos que España se
ha visto arrastrada a las guerras del Golfo Pérsico, de Bosnia y de
Kosovo, sin recibir explicaciones oficiales
y serias de cómo y con
qué resultados se han utilizado las fuerzas conjuntas, con man­
dos ajenos. Antes, Napoleón convenció a Carlos IV y a Feman­
do VII de poner bajo su mando estratégico contra Inglaterra a la
División del Norte, mandada a nivel táctico
por el Marqués de la
Romana; recuerden, recuerden, cómo acabó aquéllo ...
La fuerza no está en la unión, sino en la dispersión. Ante la
artillería enemiga, la supervivencia está en la dispersión, y no en
la concentración. Bien lo explicó don José Ángel Zubiaur en un
discurso memorable en la cumbre de. Montejurra, para que se
enterara Franco; su supervivencia política no estaba en un mono­
litismo militar quebradizo, sino en un entramado social elástico,
adicto, disperso
y autónomo. Por aquellos días estaba de moda
la guerra revolucionaria, traída por el ejército francés desde
Indochina a Argelia.
Sus tratadistas repetían que un elefante es
más vulnerable
que una nube de mosquitos, con tal de que los
mosquitos piquen; si se dedican a aparearse, no.
Dejemos las reticencias sobre eso de que "La unión hace la
fuerza", para formular otras, respecto de "La Unión de los Ca­
tólicos".
Ya dijimos que entre los siglos XIX y XX apareció la criminal
paradoja de pretender
poner a los católicos que venían luchando
en primera línea, bajo las órdenes de los liberales, culpables pre­
cisamente de la situación
que se queria salvar. A aquel infame
engaño se le vistió con el disfraz de
"La Unión de los Católicos",
que Larramendi calificó
de puñalada trapera a los carlistas.
Podría recordarse también a los "ayacuchos", denominación
popular despectiva de los militares vencidos por el general Sucre
en la batalla de Ayacucho (1824) a quienes en escandalosa para­
doja, se les conservaron honores
y mandos en el Ejército.
Finalmente,
podria tratarse el asunto del ralliement o conduc­
ta señalada
por León XIII a los católicos franceses de abandonar
sus resistencias políticas
y colaborar con los gobiernos socialistas,
lo cual produjo resultados desastrosos para los católicos.
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Después del paréntesis de la Dictadura de don Miguel Primo
de Rivera volvió a rugir la Revolución y correlativamente a agi­
tarse eso de "La Unión de los Católicos", o de "las derechas", bajo
los nombres de "Bloque Nacional" y de otros intentos menores
similares.
Los muñidores del tal Bloque invitaron a los dirigentes
carlistas a integrarse
en él. Larramendi volvió a decir que no, pero
obedeció a la mayoria de sus compañeros, inicialmente partida­
rios del Bloque; inmediatamente
se vio que los resultados bene­
ficiaban a los liberales y alfonsinos, que
no aportaron más que
unos oradores, pero no gente de la calle, y el Rey don Alfonso
Carlos ordenó a sus leales
que se retiraran de tal Bloque.
La Cruzada de 1936 resolvió los problemas a la Iglesia, dán­
dole días de paz y de exaltación como
no había conocido desde
el Antiguo Régimen.
Gil Robles, don Ángel Herrera, y otros cam­
peones de las uniones al servicio final del liberalismo
se tuvieron
que exiliar, y don Antonio Goicoechea, jefe de los alfonsinos de
Renovación Española, que
en general no aparecieron por el fren­
te, acabó sus días enchufado de director del Banco de España.
Por los años sesenta, los comunistas vuelven, semiclandesti­
nos,
con un invento ingenioso, el de ser "coordinadores". Con­
sistía en que sin poner ellos nada, administraban las aportaciones
de todos los demás, con pretexto de coordinarlas, porque ya se
sabe
que la unión hace la fuerza. ¿Quiénes serian, actualmente,
los "coordinadores" de una
unión de los católicos? ¿Los liberales,
los demócratas cristianos, los ayacuchos?
3. la confesionalidad católica del Estado
no es negociable
Las reticencias y cautelas con que hemos rodeado la consig­
na
de "La Unión de los Católicos" no son nada al lado de las que
suscita el hecho, increible pero cierto, de que al comienzo de la
"transición" varios obispos, centenares de sacerdotes y de mon­
jas, y no digamos que correlativamente de católicos de a pie,
votaron a los socialistas. Y
de que un tercio de los que aclama­
ron al Papa en sus visitas a España votaran a favor del aborto.
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Todas las precauciones son pocas en este marasmo periconciliar
en que ha caldo la Iglesia.
El antiguo y sapientísimo consejo de que, antes que nada,
hay
que definir los términos que van a entrar en juego, nos lleva
a preguntar
qué es ser católico. Palabra que se ha ido deterio­
rando a lo largo del siglo
XIX a los acordes de La Marsellesa y que
por ello preocupó al Concilio Vaticano I, que dio una definición,
arruinada luego
por bromas como las que encabezan estas líneas.
No
estarla, pues, nada mal definir qué es ser católico, es
decir, cómo se va a acreditar la participación
en un foro sobre "La
Unión de los Católicos". Pero creo que este avispero se puede
obviar y saltar si se centran los debates, sus conclusiones y com­
pronúsos por escrito. Hay que escribir mucho, aunque les repug­
ne a los maquiavelos.
Los obispos publicaron una nota previa a las elecciones del
13 de junio con la novedad de destacar la importancia de la clase
de
persona~. Me pareció muy bien, sobre todo como evitación de
que los futuros mandos católicos recayeran en los culpables. Pero
la garantía personal, que es necesaria, no es suficiente. Esos san­
tos tienen que comprometerse con escritos claros. A veces pare­
ce que para rehuir esta segunda garantía se
pone demasiado
énfasis
en la bondad de las personas y en su condición, tan
imprecisa, de católicas. Toda la propaganda
ex auditu del Bloque
Nacional y de otras formas de "Unión de los Católicos" se cen­
traba más
en que los que le iban a dirigir eran personas "de toda
confianza" que
en compronúsos escritos claros y detallados.
Precisamente, los abogados y sus bufetes viven de que o
no
se escribió bastante, o de que se escribió de forma oscura. Luego
vienen los pleitos con sus la~entaciones típicas: "yo entendí ... ",
"ya se suponía ... ", etc. Por lograr rápidamente un consenso se
llenó sin resistencia la Constitución de 1978 de términos vagos, y
esas vaguedades
han dado luego frutos venenosos.
Si a la decisión de suprinúr el divorcio se le va a llamar tra­
bajar
por la santidad de la familia; si a la penalización del abor­
to se le va a llamar Defensa de la
Vida, y se le va a enredar con
la cuestión de la pena de muerte; si de los maricones se va a
decir que son de "variada orientación sexual", etc., entonces, así,
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no vamos a ninguna parte y más vale dejar el tema de. "La Unión
de los Católicos". Otros venenos de moda son, "inspiración cris­
tiana", "humanismo cristiano"; erotismo, en vez de pornografia;
ética, en vez de moral católica; valores, en vez de virtudes cris­
tianas.
Salvadas las reticencias y cautelas, clarificado el lenguaje y
puesto todo
por escrito y de forma precisa, cualquier proyecto de
"Unión de los Católicos" se encuentra al justificar su existencia y
utilidad,
con esta disyuntiva: o enfilarse derechamente a la recon­
quista de la confesionalidad católica del Estado
con todas sus
consecuencias, o bien pretender, más modestamente; vergon­
zantemente, mejorar el potencial católico en alguna que otra
batallita suelta y accidental. O apuntar a
"La Conquista del
Estado" (Ramiro Ledesma Ramos) para construir
un "Estado
Nuevo" (Víctor Pradera), esencialmente católico, de arriba abajo,
y
no solamente accidentalmente católico (Fa! Conde). O seguir
trampeando
con la aceptación de la Constitución vigente, mal de
males (Gil Robles) y ver qué se
puede oponer superficialmente a
cada
uno de sus males periféricos para blanquearlos (Democra­
cia Cristiana). Para el viaje a esta segunda opción
no necesitamos
alforjas tan complicadas como
"La Unión de los Católicos".
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