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Número 383-384

Serie XXXIX

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De derechos, nada. Los derechos humanos y la Unión Europea: ¿apariencia o realidad?

DE DERECHOS, NADA
LOS DERECHOS HUMANOS Y LA UNIÓN EUROPEA,
¿APARIENCIA O REALIDAD?
POR
ESTASNISLAO CANTERO (')
El mero título de esta comunicación parecerá provocador a
todo
bien pensante. Desde luego, no es políticamente correcto. Sin
embargo, es conveniente llamar a las cosas por su nombre, como
advirtió Cicerón respecto a los tiranos, a los cohechos y a los
robos.
Lo mismo ocurre con los derechos humanos de la moder­
nidad: son una falacia, como denunció, hace algunos años, Villey.
También, o mejor dicho, principalmente, en la Unión Europea,
pues algunos de esos "derechos" tienen toda la apariencia de que
han sido una "recomendación" para entrar en la unión.
El paradigma de esos falsos derechos es el del aborto, pero
no es el único. En realidad, se trata de todo lo contrario a un
derecho; es, propiamente, un antiderecho, o, si se prefiere, con
lenguaje clásico, una injusticia evidente. También es una inmora­
lidad flagrante. Desde el
punto de vista religioso, se trata de un
pecado gravísimo como ha recordado la encíclica Evangelium
vitae. Y desde el plano politico, expresa, además, una mentalidad
absolutamente insolidaria y disolvente; es
una prueba más de que
no nos encontra1nos ante una comunidad política. Probablemen­
te, ni retrotrayéndonos a los tiempos prehistóricos encontraremos
una "sociedad" más bárbara que la actual. Sobre todo si se con-
("') Comunicación en el 38 Congreso Internacional del Institut lnternational
d'Études Européennes MAntonio Rosmini", celebrado en Bolzano los días 7, 8 y 9
de octubre de 1999, sobre el tema Un!one europea: prospettive e problemi.
Verbo, núm. 383-384 (2000), 277-282.
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sidera que entremedias existió la civilización cristiana. Con el
agravante de
que se trata de sociedades "civilizadas". Ciertamen­
te no sólo no hemos progresado, sino que hemos retrocedido.
No es, pues, exageración, la metáfora del profesor Francisco
Gentile al referirse a ellos como a "la selva de los derechos del
hombre";
ni, tampoco es exagerada la descripción de Juan Pablo II
cuando indica que su afirmación "se reduce a un ejercicio retó­
rico estéril".
En realidad, es peor que la selva, pues en ella rige
la ley de la conservación
de la especie con arreglo a la naturale­
za propia de cada
una de ellas. Por innecesario, el aborto mani­
fiesta que el hombre es capaz de comportarse
peor que las bes­
tias. Y lo más grave
no es que haya mujeres que aborten y per­
sonas que las ayuden a ello, sino que todo ello se haga con
el
beneplácito legal. Como ha indicado Maciá Manso, se trata de
una perversión del Estado y del derecho
-en cuanto que lo que
se denomina como tal se dedica a lo contrario de su
fin pro­
pio--, que conduce a la perversión de la sociedad. Se trata, ade­
más, de
un plano inclinado que al deslizarse por él se incremen­
tan aceleradamente sus efectos. Primero fue el divorcio, luego el
aborto. Ambos comenzaron como
piccolo.
Resulta, pues, además de una paradoja, un sarcasmo consi­
derar a la Unión Europea defensora de los derechos humanos,
cuando con esta expresión se alude
-aunque erróneamente,
como
la práctica demuestra-a lo que es digno de protección,
ejercicio y aseguramiento. Salvo que se parta de
la base -como
en realidad ocurre, aunque se oculta-, de que la vida humana
no vale un ardite. El ejemplo español me parece evidente. Desde
1985 hasta 1997 se han practicado 441.6o6 abortos legales, sien­
do la media de los últimos tres años superior a los 50.000. Con
la píldora abortiva del "dia después", aunque los abortos -téc­
nicamente--- quizá disminuyen, sin embargo, la supresión de las
vidas inocentes se ampliará especialmente.
En Estados Unidos el número de abortos legales alcanzó en
1996, después de veintitrés años, la cifra de treinta y cuatro millo­
nes. Y en Italia, por no citar más naciones, en veinte años, se ha
suprimido a tres millones y medio de niños. Jamás ha existido
holocausto mayor
en la historia de la humanidad. Y no se trata
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de enemigos, sino connacionales, de los propios hijos. Y de
absolutamente inocentes. Ante tales cifras, cualquier argumenta­
ción
que pretenda ligar aborto y derecho, es un escándalo y una
depravación.
Las razones de estos "derechos", cuya tabla se ha ampliado y
se ampliará todavía más --divorcio, uniones homosexuales lega­
lizadas, adopciones sin que a la "pareja" adoptante se le exija ser
matrimonio o se permita al contubernio del mismo sexo, fecun­
dación in vitro, manipulaciones genéticas, eutanasia, etc.-, han
sido expuestas y denunciadas reiteradamente, de modo especial
con dimensión universal por Juan Pablo II, singularmente en la
encíclica Evangelium vitae; no Voy a referirme a ellas, aunque
una de sus ralees la constituye el individualismo, justificador de
cualquier egoísmo. Prescindiendo de sus causas, entre la que no
es la menor la democracia moderna -que de un sistema de
gobierno
ha pasado a ser una forma de vida, y de un instrumen­
to político ha derivado a constituir una filosofía y una religión­
parece razonable cuestionarse la viabilidad prolongada de tal
Unión. Y si su sólo intento, a ese precio, vale
la pena. La basura
en la que estamos inmersos no tiene parangón posible en la his­
toria
de la humanidad.
Los derechos humanos en las sociedades contemporáneas,
como es sabido por casi todos, aunque la mayoña lo oculte hipó­
critamente, no son más que la coartada para justificar el egoismo
individual
en una sociedad inmoral, en todo aquello que el poder
del Estado considera que no le debilita. Su propia concepción,
que es la de la modernidad, y su ejercicio, tal como se desarro­
lla
en la sociedad, es antijuridico y antihumano. En cuanto juri­
dicos son mera apariencia y no realidad. En cuanto peIVersión
son, desgraciadamente, demasiado reales.
Cabe preguntarse cuál será el futuro de una Unión Europea,
que tiene como uno de sus pilares más preciados esa concepción
y ese ejercicio de los llamados derechos humanos. Éstos, lejos de
constituir una tabla de salvación, se asemejan, más bien, al peso
con que, durante
la navegación, se lastraban los cadáveres para
enviarlos al fondo del océano. Con la diferencia de que se apli­
can a los vivos.
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Cabe preguntarse, también, si una sociedad que pennite el
sacrificio impune de los inocentes
no está fraguando, inexora­
blemente, su propia destrucción.
Las sociedades corrompidas ter­
minan por desaparecer como la historia demuestra. ¿Será una
excepción la Unión Europea? Si la solidaridad es uno de los prin­
cipios básicos de toda convivencia1 y oficialmente se recurre a
ella para la integración, ¿no es un contrasentido el pennisivismo
moral y su plasmación en un ejercicio "jurídico" de unos preten­
didos derechos subjetivos absolutamente insolidarios y antiju­
rídicos? Y
si, más allá de los intereses y beneficios económicos anun­
ciados para todos, los valores
en que se asienta esa Unión remi­
ten, finalmente, a los llamados derechos humanos, ¿no es legíti­
mo, no ya dudar, sino afirmar categóricamente que la Unión, real-
1nente, carece de valores? Y una asociación humana, ¿puede sub­
sistir sin moral verdadera? ¿Sin justicia? ¿Sin virtudes? O como se
dice ahora, equívocamente, ¿sin valores?
La cuestión no tiene vuelta de hoja. Es necesario volver a la
naturaleza de las cosas y al derecho que en ella se fundamenta.
Y así,
dar a cada uno Jo suyo. Sin ello es imposible la conviven­
cia justa; vida
en común que sería innecesario calificar de tal
modo, si
no fuera porque nos han habituado a vivir, y parece que
lo hacemos gozosamente,
en la inmundicia.
Cuando las sociedades rechazan a Dios, especialmente aque­
llas que fueron cristianas, la naturaleza termina también por ser
despreciada, y los argumentos de razón y lo razonable resulta
intolerable para quienes han pretendido reconstruir el mundo
más allá del bien y del
mal, negando tal distinción o haciéndose
sus artífices. Por ello, todo argumento es inútil frente al aberran­
te "derecho" al aborto y al ejercicio de los "derechos" de ese
modo configurados. Pero también alcanza
la misma crítica y res­
ponsabilidad a quienes, con su omisión, no se han atrevido a rec­
tificar o no lo han intentado cuando han tenido la oportunidad y
han seguido consintiendo en esa perversidad o la han ampliado
a otros campos.
En consecuencia, frente a tales formas de comportamiento
que han establecido el
deslegislar -neologismo muy apto para
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describir ese modo perverso de actuación normativa contraria a
la de legislar-, como una de las caracteristicas de la política de
la modernidad, es preciso exigir
una reforma legal que suprima
algunos de esos "derechos" y rectifique el ejercicio de casi todos.
Es necesario retomar a la consideración trascendente del derecho
como reclama Vallet
de Goytisolo; al bien común como finalidad
de la política, como exige Castellano; a las raíces cristianas en
que se forjaron las naciones europeas y se realizó la primera con­
figuración europea, como pide Juan Pablo II. Dando a Dios, al
César, a la sociedad, a los hombres y a los concebidos lo que les
corresponde.
A tales efectos urge el asociacionis1no masivo que sea capaz,
al menos, de presionar políticamente para que lo indispensable
para la convivencia sea realidad y se rectifiquen los gravísimos
males establecidos, erradicando las
monstra Jegum, según las
calificó Juan Pablo Il.
Y, dada la situación actual, es necesario un Estatuto Europeo,
una Constitución o una
Carta -a la que deberán adecuar su
legislación, incluso constitucional, los Estados miembros-en la
que se reconozca, de una vez por todas y para siempre, sin posi­
bilidad de modificación alguna, el conjunto de obligaciones míni­
mas, de respetos absolutos, vinculantes para los Estados miem­
bros y sus ciudadanos, basado
en la naturaleza de las cosas.
A falta
de acuerdo, deberla recurrirse a quien ha demostrado, a
lo largo de su historia, empíricamente comprobado y comprobable,
que ha defendido y proclamado
-y continúa haciéndolo-- el ca­
rácter inmutable de esa naturaleza
en la que se fundamentan todas
las obligaciones y de donde surge todo lo que de auténtico y ver­
dadero hay
en los llamados derechos humanos: la Iglesia católica.
De hecho, el retroceso moral
y, por ende jurídico, que se ha
producido en Europa, procede, en su forma más visible, de la cri­
sis de la conciencia europea a la que se refirió Hazard, cuya
causa principal consistió en "el proceso al cristianismo". Pero el
rechazo a la religión católica, a
la religión revelada, significó dar
la espalda a Dios, y con ello, imposibilitar cualquier referencia
que no sea caprichosa para el fundamento del derecho y de la
convivencia humana.
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Se trata, pues, finalmente, de volver nuestro rostro hacia la
Luz e instaurar todas las cosas en Cristo, de forma que las nacio­
nes, en cuanto tales, en su legislación, vuelvan a fundamentarse
en los principios naturales y divinos: "Si el Señor no edifica la
casa, en vano se afanan los que la construyen".
Tras la guerra mundial y las terribles consecuencias del posi­
tivismo
jurídico -p~se a quien se empeñe en negarlo--, se pro­
dujo, una vez más, por algún tiempo, de forma más o menos
clara, el eterno retorno del derecho natural. Retorno efímero por
carecer, paralelamente, de una referencia a la religión católica.
Después de haberse demostrado que sin el
uno y la otra las legis­
laciones contemporáneas
son pura arbitrariedad -como atesti­
gua, entre otras, la cuestión de los derechos
humanos-, debería
ensayarse la única solución
que probó sus frutos y, que paradó­
jicamente, por un empecinamiento que parece deberse a mala
voluntad,
es sistemáticamente rechazada.
Sin embargo, para unas sociedades en las que la ciencia y el
progreso se alzan, quizá
-según proclaman a todos los vientos
algunos de sus más conspicuos
mentores-, como sus banderas
más preciadas,
no resulta científico negar de plano una posibili­
dad de solución.
Ni abre el camino al progreso humano -que
por su referencia al hombre necesariamente ha de medirse en tér­
minos de moralidad-- rechazarla anticipadamente,.
Y si los gobiernos y las instituciones europeas se cierran a
la
única solución sensata, deberán ser sus ciudadanos quienes pien­
sen en organizarse para exigirla.
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