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Número 511-512

Serie LI

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Ética y política (y ética política)

 

1. Introducción

Tal vez sea éste el problema más importante, también candente, de la política, porque se refiere directamente a la ordenación de la teoría a la praxis. Y también porque aquí quedan planteadas dos cosas, no del todo distintas, pero que la una no puede esclarecerse sino tras el haber aclarado la otra: la relación entre ética y política; y la existencia de una ética política.

Durante estos días me he venido preguntando que a tal degradación ha llegado la política contemporánea que no tenemos una palabra que la impugne cabalmente. A lo que está mal moralmente llamamos «inmoral»; a lo que se aparta del derecho lo llamamos «injusto»; mas, ¿por qué no llamamos «impolítica» a la mala política? Simplemente, solemos seguir llamándola política, sin distinguir la buena de la mala, la moral de la inmoral, dando por sentado que la política es o puede ser ambas cosas; o, que abarcando problemas complejos, es una técnica ajena a la moral; o, peor aún, que siempre es inmoral sin dejar, por eso, de ser política.

Nos hemos acostumbrado a entender la política separada de la ética, a aceptar la separación como natural o racional, e incluso a reconocer que la política tiene sus propias reglas morales independientes de la moral general. Ahora bien, ¿es este el punto de vista católico tradicional?

 

2. El orden práctico

Lo primero es saber que política y ética pertenecen al orden de la actividad o del obrar humano (de la praxis) antes que al orden de lo especulativo (o teorético)[1]. Y que si bien existe un saber teórico de lo práctico, está orientado a la acción. La regla del obrar humano, de la praxis, es el bien: ética y política tratan del bien humano. Y el bien no es un objeto especulable sino practicable u operable.

Fue Aristóteles el primero en apuntar que hay objetos de la realidad sobre los que no deliberamos y otros sobre los que sí lo hacemos[2]. Los primeros se llaman especulables: su existencia no depende de nosotros; el principio de movimiento o reposo es inmanente a su naturaleza; en este caso, nuestra razón conoce lo que las cosas son. Los segundos objetos son los operables: como dice el filósofo, están a nuestro alcance y son realizables, y constituyen fundamentalmente «todo lo que se hace por mediación nuestra», por lo que el principio de su movimiento o reposo depende de la intención del actor; aquí la razón humana conoce y dirige la acción.

Por tanto, los objetos especulables en su ser son independientes del hombre; mientras que los operables son dependientes del actuar humano, de lo que se sigue también su mutabilidad. Los primeros se definen como necesarios, los segundos como contingentes: pueden ser (y serlo de distintas maneras) o no ser según la conducta humana.

De la distinción apuntada derivan otras pautas diferenciadoras entre el saber especulativo y el práctico:

a) el fin de las ciencias especulativas es la contemplación de la realidad, y el de las prácticas es la acción;

b) la verdad en las ciencias especulativas consiste en la adecuación del intelecto al objeto conocido, y en las ciencias prácticas en la rectitud de la acción, lo que ocurre cuando se conforma el acto voluntario al fin indicado por la razón como bueno o correcto;

c) la certeza de la verdad en las ciencias especulativas deriva de la evidencia analítica (en este sentido en un conocimiento «más cierto»), y en la ciencias prácticas disminuye considerablemente al aproximarnos a la acción (es «menos cierto» o hipotético), aunque la certeza es mayor a nivel de los primeros principios de la operación (la aprehensión racional del fin);

d) el sujeto que conoce, en las ciencias especulativas, lo hace como espectador, en tanto que en las ciencias prácticas es actor en la medida que está implicado en la misma realidad que conoce y que conoce para actuar.

Pero el aporte aristotélico no concluye en este punto: lo práctico (el objeto y el modo de saber que le corresponde) puede ser de dos maneras: la praxis propiamente dicha (también llamado lo agible) y lo poiético o técnico-artístico (también llamado lo factible). Apuntemos las principales notas que tipifican cada ámbito:

a) en el ámbito práctico estamos frente a una acción inmanente, es decir, una obra que permanece interna a sí misma (por ejemplo: actuar virtuosamente, ser justo); en el caso de la póiesis, se trata de una acción transitiva en el sentido de que es realizada hacia afuera (por ejemplo: el fabricar o el producir);

b) la praxis tiene en sí misma su sentido y su plenitud, pues permanece en el sujeto y se ordena a su perfección; la póiesis, se proyecta fuera del sujeto y se realiza en una obra palpable; en la praxis, se opera voluntariamente dentro del mismo hombre, en tanto que en la póiesis se opera en una materia exterior;

c) el saber práctico, por tanto, lo es sobre lo finito y mudable que tiene que ser formalizado por el hombre; es un saber sobre la acción humana y se subordina al bien; el saber poiético, en cambio, es un saber sobre lo que se puede hacer y lo que se tiene que hacer.

Como ha explicado Palacios, en el caso del conocimiento técnico, el arte es la norma de la producción exterior de lo ejecutado por el hombre, mientras que la prudencia es la norma de la praxis, la norma del bien interior del hombre[3].

Ahora bien: la ética y la política al versar sobre el bien requieren del conocimiento de lo bueno, porque no se trata de un obrar espontáneo, impulsivo, puramente voluntario (en el sentido de no racional) sino de un obrar conforme la razón. En otras palabras, el juicio práctico no es antojadizo o sin fundamentos, pues supone el previo conocimiento teórico de la realidad. Así lo expresa Pieper, siguiendo a Santo Tomás de Aquino: «La razón, en cuanto razón práctica, no se aplicaría al querer y al obrar, si no se aplicase antes y al mismo tiempo, en cuanto teoría, a las cosas. La razón no podría ser imperativa y decisoria, si antes y al mismo tiempo no estuviese cognoscitivamente abierta al ser. Aquélla no sería la medida del obrar, si no recibiese antes y al mismo tiempo su medida de la realidad objetiva»[4].

Lo que la razón teórica conoce como verdadero, como ética o políticamente correcto, se convierte en un principio del obrar, en un principio práctico. Sin embargo, la razón no determina teóricamente la operación sino que nos proporciona una guía, un esquema de la acción que debe ser completado o llenado por la razón práctica en su aproximación a la decisión u operación, con el conocimiento de las circunstancias o situación concreta del actuar y con la estimación del propio sujeto que obra. Como la razón teórica no es autoaplicable, los principios políticos o éticos no se trasladan automáticamente a la praxis[5].

El conocimiento práctico abarca los fines, los medios, los modos de realización y la mismísima capacidad de ejecución. Lo que específicamente corresponde al nivel filosófico, formalmente práctico, es aportar una función directiva de la voluntad en orden a la acción que no contradiga las particulares condiciones de la acción misma, porque el fin de las realidades prácticas no se conoce para conocerlo solamente, sino para hacerlo[6].

 

3. Ética y política

Perteneciendo ambas actividades humanas al orden del obrar, debemos preguntarnos qué es lo que las distingue y si hay relación alguna entre ambas.

Es un hecho que siempre se ha distinguido la política de la moral y que no podemos subsumir aquélla en ésta. Históricamente se han formulado variados criterios para justificar esta distinción, cuya validez es relativa[7]:

a) para unos, la moral es siempre individual o subjetiva o, en todo caso, independiente de las reglas de la sociedad; mientras que la política es siempre social u objetiva, pues presupone la convivencia y las normas sociales.

b) para otros, la moral es libre o espontánea, pues depende de la voluntaria aceptación; en cambio, la política es coactiva, pues impone obediencia por la amenaza de penas o sanciones.

c) finalmente, para algunos la moral obliga en el fuero interno, en la conciencia, mientras que la política lo hace en el fuero externo al imponer reglas de justicia.

En general, estas explicaciones pecan de subjetivismo y relativismo éticos; son respuestas que corresponden al liberalismo ético y al totalitarismo político. La moral es individual, libre o voluntaria y obliga sólo cuando la acepto (o internalizo) en conciencia; la política se refiere al ámbito de lo colectivo y externo, obligando por su poder de coacción. ¿No se aplica esta caracterización al hodierno Estado neutral de las democracias pluralistas?

Sin embargo, parece obvio que una moral netamente individual carece de sentido, pues en todo acto moral hay aspectos que tratan de nuestros deberes para con los demás; es decir, lo social no cae fuera de lo moral. Igualmente, no es suficiente definir a la política por la coacción, pues ésta –la coacción– por sí sola no basta para justificar las obligaciones colectivas o políticas. Hay que decir, también, que muchas veces las normas jurídico-políticas tienen en cuenta y valoran la intención (como cuando exigen buena fe o requieren dolo), además de que toda forma de gobierno exige cierta predisposición anímica o valorativa en los gobernantes y gobernados. Independientemente de esto y aceptando los católicos que toda autoridad proviene de Dios, la obligación de obedecerla –como dijera San Pablo– es en conciencia antes que por temor (Rom 13, 1-5)[8].

Parece correcto afirmar que la política y la moral son dos formas de la conducta humana que se distinguen fundamentalmente por el fin al que cada una de ellas tiende: la moral, a la perfección personal, al bien de la persona humana; y la política, al logro del bien común, es decir, a la perfección comunitaria. Y aunque la perfección ética personal no es un fin primario de la política, ésta debe facilitarla mediante el establecimiento de un orden que la haga posible.

Hay, por lo tanto, una mutua implicación entre ética y política, pero no se trata de una subordinación intrínseca de ésta a aquélla, sino de una subordinación extrínseca, la misma que tienen otras expresiones de la actividad humana como el arte o la economía. Subordinación extrínseca quiere decir subordinación por la causa eficiente (la sociabilidad natural del hombre) y por la causa final (el bien del hombre)[9]. Coinciden moral y política en que el bien moral es propio del hombre, de sus actos libres, como específico de su naturaleza[10].

Evitamos de este modo dos riesgos: así como existe el «amoralismo» de una política positivista, una especie de reduccionismo que sólo toma a la política por su eficiencia; así también hay un «moralismo» reduccionista que instrumentaliza la política al servicio de fines exclusivamente morales. Esta es una tentación de ciertos sectores católicos –no solamente de ellos– que, desconociendo el fin propio de la actividad política, la reduce a medio de la vida moral.

La filosofía clásica reconocía que la política remite inmediatamente a la ética, porque la pregunta por el obrar político está comprendida en la pregunta más genérica por el obrar justo. El bien y la verdad políticos son también un bien y una verdad éticos, pero no solamente éticos. No es un problema de dimensiones (personales o espaciales), pues en la política juegan dos factores nuevos: por un lado, la existencia de una autoridad o poder con capacidad de imponer normas a la comunidad, es decir, de ordenar al fin común; y también la circunstancia de que las decisiones deben ser oportunas, es decir adecuadas, pertinentes, como veremos. Por eso la moral es condición necesaria pero no suficiente de la política.

Aceptemos la complejidad de la respuesta: la política y la ética no se confunden, tampoco viven separadas. Hay un ineludible componente ético en la política que deriva, por una parte, de la naturaleza social del acto político que contiene siempre una referencia a bienes y, por lo tanto, al hombre en toda su dimensión; y, por la otra parte, de la naturaleza del fin de la política, por el que ésta se encuentra subordinada a la justicia. Pero, al mismo tiempo, hay cierta independencia política de la ética –no se me ocurre otra expresión mejor–, ya que la realización de la justicia y el bien común no se produce por una derivación mecánica de los principios éticos, sino en virtud de la prudencia, que hace indispensable considerar las circunstancias singulares del acto político, la idiosincrasia de la sociedad, la oportunidad de la decisión, los resultados previsibles, etcétera.

Aristóteles hacía de la ética y de la política dos momentos de un mismo estudio teórico y práctico sobre el bien como fin de todo actuar. Por eso la política era la continuación de la ética: una traslación de las exigencias de la vida buena y virtuosa del individuo a la polis[11]. Pero, sin embargo, no podemos reducir la política a los fines éticos, porque sería tanto como empobrecerla, privarla de otros componentes que hacen de ella una actividad diferenciada del espíritu humano.

En consecuencia, así como la ética no puede quedar suspendida hasta la realización de una determinada estructura política (la posición jacobina o revolucionaria), de la política tampoco depende toda la vida ética. Esto es: la polí- tica no puede sustituirse a la ética individual y doméstica; debe colaborar con la vida buena y virtuosa de las personas pero no puede forzarla; debe guiar, corregir, promover, sancionar, pero no puede ocupar su lugar.

 

4. Relación entre ética y política: el llamado realismo político

Ya algo hemos avanzado en el punto anterior. Del hecho que distingamos ética y política no se sigue su incomunicabilidad o separación; del hecho de ser diversas no se sigue que sean distintas. Sin embargo, hay quienes niegan tal vínculo, como la llamada escuela del «realismo político», entendida, en cuanto a este problema que nos ocupa, en un sentido muy preciso: el realismo consistiría básicamente en la separación de ámbitos y en la consiguiente incomunicabilidad entre ellos[12].

Esta escuela, que se identifica con la tradición de la política como puro poder o como lucha por el poder, busca sus raíces en las enseñanzas del Príncipe de Maquiavelo. La política es poder y, por lo tanto, nada tiene que ver con la moral; la política tiene sus propias exigencias, sus condiciones de realización, su legalidad específica, su ámbito delimitado, incluso «su» moral, según se lea. La moral (personal o religiosa) nada cuenta en ella, pues importaría imponerle condiciones extrapolíticas que desnaturalizarían su esencia y su proceder.

Podemos distinguir algunas alternativas que van desde la amoralidad de la política hasta la construcción de un mundo moral desde la política.

Una primera expresión es el maquiavelismo como amoralismo político, porque parte de un concepto naturalista de la moral[13]. Las normas y los principios morales derivan de los mismos hombres, son el resultado de costumbres y de leyes humanas; al político no le compete más que una tarea técnica: usar del poder para afirmarse en él y conservarlo, para acrecentarlo siempre que sea posible, ensanchando el campo de su dominio. La moral, en última instancia, como creación humana, puede ser utilizada por el político cuando sirve a esos fines y, cuando no, debe ser desechada[14]. Porque, en última instancia, la política tiene una legalidad intrínseca que no puede medirse moralmente: se mide políticamente, por la eficacia de la acción política.

Esta es, por ejemplo, la posición discutida de Carl Schmitt cuando, desde perspectivas personales que encuentran sus antecedentes en el propio Maquiavelo, sostiene que «la independencia del elemento político se pone al descubierto en esa posibilidad de concebir como algo autónomo la contraposición específica entre el amigo y el enemigo y de deslindarla de todas las demás distinciones»[15].

También es posible que este realismo político sea el fruto de un pragmatismo ético, atribuido asimismo a Maquiavelo[16]. Aplicado a la relación entre ética y política, el pragmatismo considera que sólo es políticamente relevante lo que presta un servicio a la política de una manera experimentable. El político experimenta con el poder y va consiguiendo sus fines –reducidos siempre a la conservación y aumento de dicho poder– a través de la posibilidad de su realización en un mundo en el cual confluyen intereses y fines diversos. El pragmático es pluralista, acepta diversas cosmovisiones morales e intereses sectoriales, pero la política edifica el interés público apoyándose en ese pluralismo.

Una tercera posibilidad del realismo político es la que considera que sólo desde la política puede construirse un mundo moral. Es aquí la moral la que queda subordinada a la política y dependiente por completo del poder. Esta posición, que es común a varias ideologías estatistas, condiciona la vigencia de una moralidad compartida a la existencia de un poder que la imponga, pues la ética se construye desde la política, como algo posterior a ella, pues es imposible la existencia ética sin dominio político[17].

La conclusión revolucionaria –que también es la de los totalitarismos– es que sólo la fuerza logra convertir a los hombres en seres morales: la política tiene una finalidad moral, porque la política es el instrumento que crea la moral. Mientras los hombres adecuados (iluminados, revolucionarios) no asuman el poder y se dediquen a construir el mundo moral, la política y la moral están separadas.

Cualquiera de estas tres variantes del realismo político adolece de una visión parcial de la política, porque toma como punto central en la definición de la política un elemento extrínseco de ella: el poder o la fuerza, olvidando que no puede haber orden político sin consideración de los fines, dentro de las cuales opera el mundo ético de las valoraciones.

En orden a refutar esta errónea concepción del «realismo político», conviene recordar dos cosas:

el fin del hombre es uno solo, la salvación de su alma, y siendo éste sobrenatural (trascendente), los fines naturales (inmanentes) se hayan subordinados a él como medios al fin; luego, no podemos entender una política desgajada de la moral y de la religión, sino una política al servicio de ellas[18]; y

la ley natural es la ley moral universal, que rige tanto en la vida personal como en la social y los bienes no cambian por variar el sujeto o el ámbito de su aplicación; por consiguiente, la política no queda fuera de ella sino que le está sometida.

Así, entonces, queda rechazada cualquiera pretensión de una política autónoma, independiente de la moral o poseedora de criterios propios de moralidad.

 

5. Ética política: problemas de determinación

¿Existe una ética propia de la política? No diversa en el sentido de una ética que no tiene que ver con la ética general, sino diferente, esto es, dotada de especificidad. Y esto hay que contestarlo afirmativamente. No desconozco que la respuesta a la cuestión no es pacífica –incluso en los sectores católicos–, pero a mi juicio es claro que existe una ética política especificada por el fin. Lo que no quiere decir que la política sea una actividad autónoma, separada o aparte de la moral; sólo se significa que, siendo idénticas las leyes éticas para el individuo, la familia y la sociedad, esa ley ética universal tiene un modo particular de determinación política[19]. Y esto por dos motivos:

1) Porque en su aspecto interno, la política presupone la ética: si se quiere que el hombre obre el bien (o que se inhiba de una mala acción), se debe partir de la misma naturaleza humana y de la naturaleza del obrar humano, que son esencialmente éticas[20]. La estructura moral del hombre y de la praxis es inevitable porque no se puede conducir a los hombres sin conocer y respetar las inclinaciones de su naturaleza.

2) Además, en su aspecto externo, como la política no prescinde del derecho sino que actúa por su intermedio, y siendo el derecho la misma cosa justa, las acciones políticas deben ser justas, es decir, deben dar lo debido a cada uno. Luego, el derecho, al obrar la justicia, se alimenta y nutre de la savia de la vida moral; si no, no es derecho y no es política[21]. Santo Tomás diría que la ley humana positiva es la concreción o determinación de los preceptos de la ley natural[22].

Si bien ya ha quedado precisado, de alguna manera, la existencia de un nexo que vincula ética y política, es oportuno que ahondemos la relación que existe entre estas supremas formas de la vida práctica.

Por lo pronto, en principio se trata de la moralidad de «la política», en tanto que obrar humano, y no de la moralidad de «los políticos»; se trata entonces de la «nobleza del oficio» de la política, no obstante que los oficiales puedan ser innobles[23]. El tema de la moralidad del político –que preocupó desde antiguo– conduce al de la distinción entre el hombre bueno y el buen ciudadano[24] y las virtudes inherentes a ellos. Y a un problema mayor: si un político inmoral puede procurar el bien de la ciudad[25].

Para preguntarse por la eticidad de la política, además, hay que abandonar el paradigma positivista de la política, que nos obliga a separar los enunciados de hecho de los juicios de valor, a separar el ser del deber ser, que, como consecuencia de ello, inhibe la formulación de planteos ético-políticos, quedando sometidos a una racionalidad instrumental propia de la técnica. Este postulado esencial del positivismo nos ha dejado como herencia la separación entre vida pública y vida privada; una filosofía moral neutralizada por la política, en la medida en que la ética se ve «superada», por ejemplo, por las reglas del juego de la democracia, por el consenso, c u a n d o no por el poder del Estado; y una filosofía política mediatizada por la dogmática de la ética utilitarista, pragmática, relativista o nihilista[26].

Al desprendernos del legado positivista advertimos que en la política hay siempre «aspectos o contenidos morales» que se nos presentan bajo la forma de juicios de valor, como son los relativos al deber, a la justicia, a la prudencia y al bien común. Una cosa es que podamos formular teorías políticas neutras valorativamente (como, por ejemplo, las de los sistemas electorales) y otra muy distinta es que las teorías políticas se hallen libres de toda valoración ética, y que la acción política se reduzca a arte o técnica[27].

¿En qué consiste ese juicio ético-político? No es otro que el juicio sobre el bien común y sobre los medios oportunos para alcanzarlo en determinadas circunstancias. No voy a volver sobre el tema del bien común, solamente quiero detenerme en ciertos aspectos que hacen a la ética política. Ese juicio corresponde al político y será más o menos acertado según sus condiciones morales y de las de quienes lo rodean. Pero ya hemos dicho que no se trata de asimilar la ética política a la ética de los políticos, aunque el contenido ético de la política sólo está plenamente garantizado por la moralidad de los políticos, es decir, por ser personas virtuosas[28].

 

6. Ética política: especificidad

¿Cómo se presenta en concreto esta especificidad de la ética política? Veamos.

1) Si en la moral personal se trata de regir la propia conducta, en la moral política se trata de gobernar la conducta de otros, gobernando y dirigiendo sus actos al bien común. En la moral me decido; en la política, al decidirme, también decido sobre los otros. No olvidemos que la política es «mando» y que el mandar propio del acto político es un mandar a los otros.

2) Además, si en la moral personal se trata de alcanzar el bien a través de actos internos al hombre por los que acomoda el acto general preceptuado por la ley natural a la circunstancia particular, usualmente sin más intermediación que su propio saber y sus propias virtudes; en la moral política, en cambio, entre la ley natural y el acto bueno hay mediaciones de autoridad que escapan a la de la propia persona y que constituyen instancias de poder, es decir, instancias con potestad legislativa y directiva capaces de constreñir (gobernar) las voluntades personales.

3) Por otro lado en la moral política, para la consecución del fin suele presentarse una pluralidad de medios que vuelven la decisión mucho más compleja que el acto virtuoso personal. En la misma medida que es así, hay menos certeza de actuar de manera correcta. De esto quiero tratar al momento de la conclusión.

Necesitamos comprender la política no sólo como praxis sino, además, como el orden logrado, alcanzado por esa praxis; orden complejo pero que sin duda influye más directamente que los políticos mismos: las leyes, los tribunales, las autoridades, etc. Aun desde este punto de vista, la moral política no es una simple extensión de las normas morales a la política sino una dimensión de la vida moral (la dimensión política) especificada por el fin: el bien de una comunidad a la que llamamos política.

La política y la moral son dos «ordenamientos» de la actividad humana enderezados al bien del hombre; en tanto que humanos, ambos son racionales y por lo tanto sociales, sólo que la dimensión del ordenamiento político se concibe desde la perspectiva del bien común. La moral toma al hombre como perteneciente a la sociedad universal (espiritual) de los seres racionales, cuyo bien común es la perfección interna y externa de los individuos singulares, al decir de Graneris[29]; en tanto que la política toma a los hombres constituidos en una sociedad o comunidad particular (no tanto espiritual, en el sentido de interior, sino exterior), históricamente emplazada, cuyo bien común se alcanza por una actividad externa, que no es técnica, es práctica pero política.

Llamémosle, si se quiere Estado; pues bien, al Estado (organización política, república, o comunidad política) es indispensable que, por el ejercicio del poder, impida «que la gente padezca injusticias, y, para que no las padezca, impida que se hagan, oponiendo a las arbitrariedades la coacción de la ley»[30].

La primacía del bien común sobre el personal: no se trata de afirmar que existen «valores permanentes» que difícilmente puedan ser obviados en la vida política si no se dice claramente que no son valores personales sino el bien de la comunidad; menos aún si esos valores inalterables se reducen a los derechos humanos o a la democracia, como hace el personalismo. Tampoco ganamos nada afirmando que lo específico de la ética política consiste en que la autoridad no abuse del gobernado, porque se sobreentiende que la política está ordenada al bien de los demás y no del gobernante.

En todo caso se trata de sostener que el bien común de la comunidad política está por sobre cualquier bien particular o sectorial y que el mejor bien personal es el bien común, puesto que no hay posibilidad –para los hombres como seres sociales y políticos– de alcanzar sus fines personales sino en una comunidad que procure el bien de ella[31].

Cuando se dice que el hombre es por naturaleza un animal social y político, debe entenderse que la perfección de la persona humana solamente se alcanza en la vida social y política, que es apta para esa vida porque así ha sido dispuesto conforme a su naturaleza, porque se la ha infundido de modo natural la vocación de vivir en sociedad[32]. Significa que la naturaleza humana creada por Dios contiene la finalidad de vivir con otros para constituir un bien común: «El individuo es por naturaleza parte de una pluralidad, por la cual obtiene la ayuda para vivir bien»[33]. Por lo mismo, de esta naturaleza social –en tanto que la comunidad es perfectiva del hombre– se deduce que éste debe a ella todo aquello «sin lo cual no puede existir la sociedad humana»[34]. De manera que la comunidad humana puede entenderse como una relación de comunicación de bienes entre las personas para alcanzar el bien máximo, que es Dios[35].

3° Esta preeminencia podemos mostrarla con varios ejemplos. El bien común opera ciertas virtudes que son propias de la comunidad política y permite perfeccionar otras virtudes personales. En cierta oportunidad[36] he señalado que de la lectura de Santo Tomás se puede seguir que:

a) hay virtudes propiamente políticas, que solamente se alcanzan en la comunidad política, ya no en el sentido de que ésta haga posible la vida virtuosa de los ciudadanos, sino en el de que la comunidad política que tiende y logra el bien común, posee virtudes estrictamente políticas que redundan en beneficio de la misma comunidad y en provecho de los ciudadanos. Todas estas virtudes, que son como el corolario del recto gobierno y de la vida buena, se podrían reunir en una sola: la paz, pues el bien y la salud de la muchedumbre consisten en «conservarse conforme y unido, que es lo que llamamos paz, y si ésta falta se pierde la utilidad de vivir en compañía»[37].

Virtud política es el patriotismo, el amor a la patria como consumación de la amistad política y de la concordia, pero además como fruto de la virtud de la fortaleza y de la justicia que ordena todas las conductas humanas[38].

En suma: la unidad política es un orden porque, ordenados los ciudadanos al bien común, se ordenan también al bien particular.

b) la comunidad política eleva y perfecciona ciertas virtudes que, no siendo estrictamente políticas, únicamente viviendo de modo político se vuelven plenas. Siguiendo a Santo Tomás pondré dos casos. Uno es el de la justicia: no tan sólo porque el gobierno justo difiere sustancialmente del tiránico, dado que lo justo es lo opuesto a la voluntad o el capricho, sino en virtud de «la juridicidad». Corresponde que la comunidad política «con sus leyes y preceptos, penas y premios, aparte de la maldad a sus súbditos y los mueva a las obras virtuosas»[39].

Otro caso es el de la amistad. Esta virtud anida en la misma naturaleza social del hombre, como tendencia al bien del otro, pero esa natural amistad se sublima y perfecciona en la ciudad en tanto y cuanto somos llamados a perseguir y amar el bien del conjunto. El lazo de la comunidad política es el amor de amistad, que según Santo Tomás es la virtud que «junta y aúna los virtuosos y conserva y levanta la virtud, y es de quien todos tienen necesidad en cualquiera negocio que hayan de tratar, y la que oportunamente entra en las cosas prósperas y en las adversas no desampara a los hombres». Es decir, la amistad que nos permite compartir la dicha y la desdicha, se hace más perfecta en la comunidad política, es su mayor bien, afirma Aristóteles[40], y posibilita la concordia política, esto es, el acuerdo sobre aquellas cosas que constituyen los bienes e intereses comunes necesarios para la vida buena.

c) Por eso me atreví a afirmar que el bien común es «virtud de virtudes», pues como por él la comunidad política se ordena a la vida buena o virtuosa, la persecución del bien común promueve de modo ejemplar las virtudes en los ciudadanos. El bien común es tanto la condición de la vida virtuosa cuanto su concreción, y, consiguientemente, una comunidad política ordenada al bien común es condición y realización de la ordenación de cada uno a su propio bien.

Si la ordenación al bien común es la suma de las virtudes, tanto de las morales como de las intelectuales, ya de la ciudad ya de los ciudadanos, entonces no hay vida buena, en lo que perfecta temporalmente pueda ser ésta, sino en la comunidad política. Si el hombre es por naturaleza un animal político y si es libre en tanto cuanto puede decirse que es dueño de sus actos; luego el hombre únicamente puede ser libre en la comunidad política que, tendiendo al bien común, hace posible la vida buena, la adquisición de las virtudes que nos hacen dueños de nosotros mismos y responsables de nuestros actos.

4° Pero, como aclara Santo Tomás, esto no significa que el gobernante deba mandar todo lo que dispone la ley ética natural ya como permitido ya como prohibido: es la prudencia política la que se impone, no sobre la ética, sino en atención al bien común[41]. Es decir, la regulación del poder político no alcanza a las acciones morales (económicas, artísticas, etc.) de los hombres sino sólo en la medida que se proyectan sobre la comunidad política y afectan el bien común[42].

 

7. Algunas consideraciones finales sobre las decisiones ético-políticas

Trataré finalmente de ciertas notas inevitables de la decisión política (a veces, también de las decisiones morales en general) que, al ser presentadas y explicadas, ampliarán la comprensión de la naturaleza práctica del acto político y de la especificidad de la ética política.

1) Un rasgo que aparece con bastante evidencia es que las decisiones son irreversibles y no permutables en el tiempo[43], con lo que se quiere significar dos cosas:

a) la irreversibilidad implica la imposibilidad de volver hacia atrás una vez que la decisión ha sido tomada, porque las decisiones políticas no se borran y sus consecuencias comienzan a producirse desde el mismo momento en que se adoptan;

b) la no permutabilidad temporal quiere decir que distintas decisiones son incompatibles entre sí en un mismo momento porque se anulan mutuamente.

2) Un segundo rasgo viene como consecuencia del anterior: si una decisión es irreversible al mismo tiempo que excluye otra alternativa posible, los efectos de una decisión política no se pueden hacer desaparecer. Para torcer el curso de los efectos producidos por una decisión errónea hay que tomar otra decisión. Por eso se dice que las decisiones son acumulativas[44]: si una decisión no se borra jamás, para alterar sus efectos hay que volver a decidir, pero la suma de decisiones no es igual a cero.

3) Decidir es elegir, y toda elección trae consigo una serie de consecuencias:

a) la elección impone una jerarquía en la actividad humana según un orden de prioridades y de urgencias, dependiente de la evaluación de las circunstancias de la acción y del fin elegido y de los medios a disposición;

b) no hay verdadera elección si no existen diversos cursos posibles de acción; no hay decisión sin alternativa; y

c) toda elección es en sí misma un sacrificio, pues no puede haber una decisión sobre todo en un mismo momento sin que haya un renunciamiento[45].

4) Toda decisión posee una orientación futura: se trata siempre de la elección entre actos futuros, según las consecuencias que presumiblemente se puede esperar de ellos, en el sentido de que la decisión futura, que será la consecuencia de los actos presentes, equivale a la situación presente. Es cierto que para tomar una decisión debemos considerar primero las circunstancias presentes, el momento o el tiempo en el que la decisión se adoptará; pero también debemos anticipar las consecuencias venideras de esta decisión y, en este sentido, toda decisión exige siempre la anticipación de un estado futuro[46].

Sin embargo, en la praxis la certeza disminuye considerablemente al momento de decidir: la decisión implica siempre alternativa y la alternativa es un indicio de que no tenemos certeza absoluta. Si tuviéramos certeza absoluta no habría decisión como tal: la decisión es cierta incertidumbre. «Para que haya un problema de decisión –escribe Jouvenel–, en el sentido habitual, es preciso que cada acción pueda tener más de un resultado, según unas circunstancias independientes de la voluntad del sujeto. La incertidumbre del porvenir impregna a la decisión tomada en consideración del porvenir»[47].

5) Una de las paradojas de toda decisión ha quedado expresada en el punto anterior: toda decisión intenta anticipar y dominar el futuro, pero el futuro es en sí mismo incierto, volátil, inaprensible, aunque dependa de la decisión humana. La futuridad de la decisión exige de la previsión. Esta es una advertencia tan vieja como el hombre mismo. La asamblea de los lacedemonios, en vísperas de la guerra del Peloponeso, oía de boca de Arquidamos la siguiente sentencia siempre actual: «Nuestra será la responsabilidad de los acontecimientos, buenos o malos: tomémonos, pues, la molestia de preverlos en la medida de lo posible»[48].

El futuro es incierto pero, en la misma medida que depende de nuestras decisiones, tenemos la obligación de preverlo. La anticipación, que Aristóteles llamó prohairesis, es lo que distingue a la acción del suceso. Y la anticipación implica dos cosas:

a) la previsión de los acontecimientos que necesaria o posiblemente se siguen de la acción; y

b) la selección de una de estas consecuencias y su adopción como fin o término de la acción.

Por eso, en toda decisión, entran diversos tipos de consecuencias: las intencionadas, las previstas y toleradas, y las imprevistas. La imprevisibilidad de ciertas consecuencias se incorpora inevitablemente a la decisión. «A través de estas últimas (las consecuencias imprevistas) –sostiene Spaemann[49]–, las acciones humanas revisten siempre el carácter de un suceso dentro del complejo proceso del mundo, y les corresponde saberlo (a quienes deciden). Intención y previsión, de un lado; previsión y totalidad de las consecuencias, de otro, no coinciden entre sí. Esta diferencia es constitutiva de las acciones humanas».

Si los acontecimientos físicos o naturales poseen un alto grado de predictibilidad, puede formularse una «ley» fundada en la regularidad fenoménica, que permite la «prognosis»; los actos humanos, en cambio, están rodeados de consecuencias imprevisibles dada la incertidumbre que rodea el futuro de la decisión adoptada. Los actos humanos, las decisiones políticas no son objeto de leyes, escapan a la regularidad e impiden la prognosis. De ahí la necesidad de la prudencia política, la virtud que ajusta los principios universales de la ley moral universal a las circunstancias particulares de cada caso, armonizando el bien particular con el bien común.

Todas estas dificultades de la decisión política las salva el político prudente que tiene conocimiento del pasado (memoria); que posee intuición penetrante de la situación de la comunidad política (entendimiento) y sabe examinar las circunstancias de cada caso (circunspección); que aprende de las lecciones de los más autorizados (docilidad) y es pronto de ingenio, ágil de mente y presto en la ejecución (solercia); que sabe discurrir en la materia política, de por sí contingente, indeterminada, varia, incierta (razón); que al ver lejos anticipa los acontecimientos (providencia) y sabe precaverse de los impedimentos y obstáculos (cautela)[50].

¿Cómo concluir? Dándole la razón a Danilo Castellano cuando sostiene que el recto gobierno comporta el conocimiento del bien supremo; y sólo cuando el gobernante posee tal conocimiento y se guía por él, la política se erige en el arte de formar y conservar la comunidad política, impartiendo la justicia que obra la armonía en vista del bien[51].

 

[1] SANTO TOMÁS DE AQUINO, In Et., I.6, pone la política dentro de las ciencias y acciones de la ética: «Por eso es que la Filosofía moral se divide en tres partes, de las cuales la primera, llamada individual, considera las actividades o acciones de un hombre en particular, ordenadas a un fin. La segunda, llamada familiar o doméstica, considera las actividades o acciones de la sociedad familiar. La tercera, llamada política, considera las actividades o acciones de la sociedad civil».

[2] Ética a Nicómaco, 1112a. En general, véanse las sencillas lecciones de Leopoldo Eulogio PALACIOS, La prudencia política, 4.ª ed., Madrid, Gredos, 1978, págs. 41-89.

[3] L.E. PALACIOS, La prudencia política, cit., págs. 63-67

[4] Josef PIEPER, El descubrimiento de la realidad, Madrid, Rialp, 1974, pág. 52. Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. th., I, q. 97, a. 11.

[5] Dice SANTO TOMÁS, S. th., I-II, q. 1, a. 1, c, que el hombre es dueño (señor) de sus obras por su razón y por su voluntad, de modo que llamamos actos humanos a «los que proceden de la voluntad deliberada», es decir, de la voluntad esclarecida por la razón que le hace presente el bien para que lo quiera (intención) y lo procure (decisión u operación).

[6] Cfr. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1179b. El conocimiento práctico se fundamenta en el teórico pero es distinto de él, porque se vincula a las decisiones libres, a las valoraciones; por eso el conocimiento de la praxis es inseparable de la praxis misma: «Para saber lo que debemos hacer, hemos de hacer lo que queremos saber», afirma ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1103a.

[7] Sobre este asunto, en general, consúltese: A. PASSERIN D’ENTRÈVES, Derecho natural, Madrid, Aguilar, 1972, págs. 109 y sigs.; Georges KALINOWSKY, El problema de la verdad en la moral y en el derecho, Buenos Aires, Eudeba, 1979, etc.

[8] Véase SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. th., I-II, q. 96, a. 4.

[9] Lo que importa afirmar, también la subordinación de la ética y la política a la religión en virtud de la causalidad agente: el fin del hombre.

[10] Intrínsecamente, la ética y la política parten de las tendencias naturales del hombre, lo que significa reconocer el carácter normativo de esa naturaleza (por aquello de que «el orden de los preceptos de la ley natural se sigue del orden de las inclinaciones naturales», de Santo Tomás, S. th., I-II, q. 94, a. 2, c.), normatividad que le viene doblemente de Dios: como autor y fin último de esa naturaleza.

[11] Cfr. Manfred RIEDEL, Metafísica y metapolítica, Buenos Aires, Alfa, 1978, t. I, págs. 109-110.

[12] Cfr. Norberto LECHER, «Introducción», a Norberto LECHER (ed.), ¿Qué es realismo en política?, Buenos Aires, Catálogos Ed., 1987, págs. 7-16. El primer significado de realismo político Lechner lo aplica al maquiavelismo político y la escuela de la realpolitik.

[13] Cfr. Arthur Fridolin UTZ, Manual de ética, Barcelona, Herder, 1972, págs. 53-58.

[14] Como dice Leo STRAUSS, Meditación sobre Maquiavelo, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1964, pág. 22: la «necesidad natural de pecar» es la base del maquiavelismo.

[15] Carl SCHMITT, «El concepto de la política», en Estudios políticos, Madrid, Doncel, 1975, pág. 99.

[16] Cfr. A.F. UTZ, Manual de ética, cit., págs. 78-86. Por ejemplo, la ciencia política norteamericana del political process, de Bentley, Truman y sus seguidores, así como la teoría de la democracia como forma de vida y comunidad de experimentación de John Dewey, se inscriben en esta corriente.

[17] Fue, entre otras, la formulación jacobina de las tareas del gobierno revolucionario: «Queremos sustituir en nuestro país –decía Robespierre el 5 de abril de 1874– el egoísmo por la moral, el sentimiento del honor por la honradez, los buenos modales por el deber, la moda por la razón, el desprecio de la miseria por el desprecio del vicio, la vanidad por la generosidad, el amor al dinero por el amor a la gloria, la fama por la verdad, la mezquindad de la clase noble por la grandeza de los hombres». Citado en Thomas MOLNAR, La decadencia del intelectual, Buenos Aires, Eudeba, 1972, pág. 416.

[18] Es cierto que no corresponde a la política alcanzar ese fin último del hombre de modo directo, pero la política no puede ser un obstáculo para que el hombre se encamine a poseerlo. Cfr. P. Osvaldo LIRA, El orden político, Santiago de Chile, Ed. Covadonga, 1985, pág. 17.

[19] La política es, a no dudarlo, una realidad moral, porque es un «acto humano y deliberado especificado por el bien común de la sociedad civil», como afirma L. E. PALACIOS, La prudencia política, cit., pág. 86.

[20] Como dice SANTO TOMÁS, S. th., I-II, q. 18, a. 9: «Es necesario que todo acto del hombre que proceda de la razón deliberativa, considerado en el individuo, sea bueno o malo».

[21] Giuseppe GRANERIS, Contribución tomista a la filosofía del derecho, Buenos Aires, Eudeba, 1973, pág. 44.

[22] S. th., I-II, q. 95, a. 2.

[23] Julio IRAZUSTA, La política, cenicienta del espíritu, Buenos Aires, Dictio, 1977, págs. 15-16.

[24] ARISTÓTELES, Política, 1277a en adelante

[25] El punto es arduo, complicado. En principio, habría responder negativamente: el corrupto no puede implantar la salud en el cuerpo político, el injusto no puede actualizar un orden político justo. Pero, en contra, podría acudirse al juicio de Santo Tomás respecto de la posible amoralidad subjetiva del acto de justicia (según la intención del agente) que es llamado justo por su moralidad objetiva, esto es, un acto se dice justo «aun sin considerar el modo en que es realizado por el agente». S. th., II-II, q. 57, a. 1. Así lo hace G. GRANERIS, Contribución tomista a la filosofía del derecho, cit., págs. 49-50, para quien es suficiente la justicia como orden (iustum materialiter) independientemente de la justicia como virtud en su perfección moral, como rectitud de ánimo (iustum formaliter). «Es decir, sin el ánimo del agente –escribe– tendremos el iustum, pero no la iustificatio; tendremos la justicia-orden social, no la justicia-virtud». Ahora bien, según la observación de L. E. PALACIOS, La prudencia política, cit., págs. 86-87, como esto es posible, debemos concluir que se puede conseguir un bien público sin un bien moral, es decir, un bien que es físico (técnico) pero ajeno a la ley moral. Sólo que, en tal caso, ya no se requiere de la prudencia, bastando con el arte. Es que, en este sentido, como decimos más adelante, la buena política no es independiente de las condiciones o cualidades del político.

[26] Es decir, y en todo caso, una «ética de la responsabilidad» atenta a las consecuencias, en lugar de una «ética de la convicción», según la distinción de Max Weber. Aunque bueno es decir acá que esa moral de actitudes o convicciones es más propia de Kant (y del protestantismo, que centran la moral en la conciencia) que del catolicismo, específicamente del tomismo (que centra la moral en el bien, en el obrar bien o ser bueno). En general, sobre el problema actual de la ética, el derecho y la política, véase Danilo CASTELLANO, Orden etico e diritto, Nápoles, ESI, 2011 (Orden ético y derecho, Marcial Pons, Madrid, 2010).

[27] Porque, como sostiene Wilhelm HENNIS, Política y filosofía práctica, Buenos Aires, Sur, 1973, pág. 22: «La realidad de lo político se encuentra siempre bajo una exigencia ética, su conocimiento es también solamente posible mediante una refracción que tenga en cuenta el juicio ético».

[28] Insiste L.E. PALACIOS, La prudencia política, cit., págs. 73-75, que la prudencia por sí sola no basta, se necesitan las otras virtudes cardinales (justicia, templanza, fortaleza) que rectifiquen el apetito racional (la voluntad), el apetito concupiscible y el apetito irascible.

[29] G. GRANERIS, Contribución tomista a la filosofía del derecho, cit., pág. 59.

[30] L.E. PALACIOS, La prudencia política, cit., pág. 85.

[31] Véase Carlos CARDONA, La metafísica del bien común, Madrid, Rialp, 1966; Charles DE KONINCK, De la primacía del bien común contra los personalistas, Madrid, Ed. Cultura Hispánica, 1952, etc.

[32] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In Et. I, lect. 1; De reg. princ., I.1; C.g., III.85, III.117, III.129; S. th., II-II, q. 129, a.6, ad 1.

[33] In Et. I, lect. 1.

[34] S. th., II-II, q. 109, a.3, ad 1.

[35] C.g., III.128.

[36] Juan Fernando SEGOVIA, «La comunidad política, educadora. La educación política en la emergencia educativa», Verbo, núm. 475-476 (2009), págs. 417-461.

[37] De reg. princ., I, II.

[38] De reg. princ., III, IV.

[39] Joseph PIEPER, The four cardinal virtues, New York, 1965, págs. 70 y sigs.

[40] Política, 1262b.

[41] SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. th., I-II, q. 96, aa. 2 y 3.

[42] Lo contrario, es jacobinismo revolucionario. Cfr. O. LIRA, El orden político, cit., pág. 18.

[43] Bertrand DE JOUVENEL, «De las decisiones colectivas», en El principado, Madrid, Ed. del Centro, 1974, págs. 17-18.

[44] B. DE JOUVENEL, «De las decisiones colectivas», cit., pág. 16.

[45] Julien FREUND, «Que veut dire: prendre une décision?», en Politique et impolitique, París, Sirey, 1985, págs. 75-76.

[46] Dieter OBERNDÖRFER, «La política como ciencia práctica», Ethos, núms. 4-5 (1971), pág. 20.

[47] B. DE JOUVENEL, «Las investigaciones sobre decisiones», en El principado, cit., pág. 111.

[48] TUCÍDIDES, Historia de la guerra del Peloponeso, I, 83

[49] Robert SPAEMANN, Crítica de las utopías políticas, Pamplona, Eunsa, 1980, pág. 290.

[50] L.E. PALACIOS, La prudencia política, cit., págs. 119-144.

[51] Danilo CASTELLANO, L’ordine della politica, Nápoles, ESI, 1997, pág, 172; La veritá della politica, Nápoles, ESI, 2002, pág. 42.