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Número 511-512

Serie LI

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Thomas Deman, O.P., La prudencia. Notas doctrinales tomistas

Thomas Deman, O.P., La prudencia. Notas doctrinales tomistas, Larraya (Navarra), Gaudete, 2012, 173 págs.

Thomas Deman, O.P. (1899-1954) forma parte de ese brillante elenco de teólogos tomistas de la Orden de Predicadores que salpica la primera mitad del siglo XX: franceses como Réginald Garrigou-Lagrange (1877-1964) o Guérard des Lauriers (1898- 1988) entre los más fieles a la tradición aquinatense o Yves Congar (1904-1995) o Marie Dominique Chenu (1895-1990) entre quienes se adentraron en el proceloso mundo de la nouvelle théologie preconciliar, o españoles como Francisco Marín Sola (1873-1932) y su recta –ergo antimodernista– interpretación de la evolución homogénea del dogma católico, Juan González-Arintero (1860- 1928) con la demostración de la unidad entre las vías ascética y mística y, sobre todo, Santiago Ramírez (1891-1967), quien con su De hominis beatitudine selló para algunos una obra sólo comparable a la de los grandes intérpretes del Aquinatense como Cayetano o Juan de Santo Tomás.

Precisamente Deman vino a sustituir a Ramírez en su cátedra de Friburgo, y en ella se consagró como uno de los grandes historiadores –y, como veremos, renovadores- de la teología moral. Su trabajo más célebre es su aportación al Dictionnaire de Théologie Catholique en la entrada «Probabilismo»: ochenta nutridas páginas que nunca se publicaron en forma de libro, viendo por tanto mermada su influencia a pesar de que la citada obra enciclopédica la ha tenido, y mucha, en la formación del clero dentro y fuera del ámbito francófono.

Como sucedió con Ramírez por su prurito –loable científicamente– de escribir en latín, la dispersión de sus trabajos en el caso de Deman fue un obstáculo para la difusión de su pensamiento en un siglo de vulgarización lingüística, en beneficio de autores tomistas más populares pero no más profundos como Cornelio Fabro o Jacques Maritain.

El padre Deman enseñó en el convento de Le Saulchoir de 1928 a 1945, «época de la mayor efervescencia intelectual de ese senado de la inteligencia», como señala José Antonio Ullate Fabo en el prólogo a la obra que comentamos, y dirigió el Bulletin thomiste de la provincia dominica de Francia entre 1937 y 1945. Desde ese año y durante los nueve transcurridos hasta su prematura muerte impartió su docencia donde –como dijimos– lo había hecho el titán burgalés.

Ullate, colaborador de Verbo y editor audaz y selecto, nos brinda con La prudencia la primera obra de Deman traducida al español. Estas páginas tampoco las publicó su autor en un volumen separado, sino que constituían un apéndice a su traducción crítica del tratado de la prudencia de la Suma teológica.

Aunque la sustancia de su tesis se halla bien avanzada la lectura y es tan aparentemente simple como que «la prudencia sustituya a la conciencia a título de noción directora de orden práctico», para penetrarse bien de su sentido y alcance es necesario el intenso y erudito desbrozamiento conceptual que hace Deman en los primeros capítulos.

Primero, para delimitar qué entiende Santo Tomás por prudencia a la luz de la tradición aristotélica en la que se inserta y de la doctrina bíblica y patrística que incorpora como fuente a la Summa. De esta forma podemos comprender que el Doctor Angélico atribuye a esa virtud un papel director de la acción, y deja claro que es una virtud eminentemente intelectual aunque orientada a la práctica, y por tanto busca la verdad de las cosas y sólo se apaga en ella.

Y segundo, para separarla de la conciencia como instrumento determinador último de la moralidad de la acción, que es a fin de cuentas de lo que se trataba. En efecto, Deman se alzó contra el nefasto efecto de los llamados sistemas de moralidad, que en los casos dudosos sobre la rectitud de un acto sustituyen la decisión prudencial del sujeto (suya propia e intransferible, aunque por supuesto previo el conocimiento de los fundamentos de la fe y la moral) por su adhesión a sentencias que incluso puede no compartir, con tal de que sean más, igual o menos probables que otras.

Los sistemas de moralidad (probabilismo, probabiliorismo, tuciorismo absoluto o mitigado, etc.), pensados por los moralistas para orientar la conciencia de los fieles de forma que la duda especulativa sobre la bondad o maldad de una acción se tradujese en una certeza de orden práctico, fueron «enteramente desconocidos de la antigüedad clásica» y eso «los hace sospechosos o, al menos, pone ya fuera de toda duda que no son absolutamente necesarios», afirma el padre Antonio Royo Marín, O.P., en su Teología Moral para seglares, donde duda de «si su invención y empleo favoreció las buenas costumbres o contribuyó más bien a rebajar el nivel de las mismas y la sublime elevación y grandeza de la teología moral tal como la concibieron los grandes teólogos medievales, con Santo Tomás a la cabeza».

Esa sublime elevación es la que nos ofrece Deman aquí, para que no pasemos «de buscar lo verdadero en las acciones a concebir la moralidad del acto al margen de la verdad de la elección concreta», quedando la moral «reducida a una habilidad para tranquilizar la conciencia», como subraya Ullate.

En conclusión: Santo Tomás de Aquino jamás habría aprobado que tomásemos una decisión sobre la moralidad de un acto que no fuese la que considerásemos verdadera. Un católico acostumbrado a actuar siempre con la verdad como criterio –lo cual exige una preocupación sincera por formarse en ella– jamás caerá en el subjetivismo de quien se aferra a una forma de «no pecar» que consiste en dar por bueno lo que hacemos con tal de que tenga algún fundamento in re o, lo que es peor, in alii, pero cuyo alcance, sin embargo, nos abstenemos de juzgar.

Carmelo LÓPEZ-ARIAS