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Número 515-516

Serie LI

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Antonio Hernández-Gil Álvarez-Cienfuegos, La edad de los deberes

Antonio Hernández-Gil Álvarez-Cienfuegos, La edad de los deberes, Madrid, Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, 2013, 160 págs.

Antonio Hernández-Gil, catedrático (como su padre) de Derecho Civil y decano (que fue) del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid, ha tomado posesión de su plaza de numerario de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (de la que su padre fue largos años presidente) con este discurso sobre «la edad de los deberes». Un discurso bien pensado y que, desde luego, no es un simple texto de circunstancias. Pues no ha elegido, como le habría resultado bien fácil, un tema específico de su especialidad u otro de la práctica forense, sino que se ha dirigido a un campo en que el saber científico del derecho (aun enriquecido por el histórico o el sociológico) requiere los aportes del filosófico. Lo dice expresamente al final del obligado párrafo de reconocimientos: «Este mi discurso de ingreso […] quisiera ser en alguna medida reflejo de todo ello: una experiencia jurídica heterogénea puesta al servicio del acto académicamente más importante de una vida dedicada, en forma seguramente no bien equilibrada, a la profesión de abogado y al conocimiento desinteresado del derecho».

El punto de partida radica en la inversión del título del famoso libro de Norberto Bobbio sobre «la edad de los derechos». Y no es otro que el de la sustitución del paradigma de lo jurídico: del derecho al deber. Este mero hecho es, a nuestro entender, digno de encomio. Pues, cuando el signo de los «derechos» se radicaliza en los autores y –sobre todo– en la jurisprudencia de los tribunales, el plantear un cambio de paradigma como el que late en las páginas merece consideración atenta. Por ello, no es de extrañar que en el mismo acto de su lectura provocara ya críticas, por más que veladas por la cortesía (o así) del protocolo académico. Así, el profesor Díez-Picazo y Ponce de León, presidente de la Corporación, y que fue el encargado de contestar al recipiendario, no ahorró observaciones distanciándose de la propuesta contenida en el discurso: «No es que me oponga a una consideración de los deberes como parte integrante del ordenamiento jurídico y como correlato de los derechos. Lo que único que quiero señalar es que no conviene exagerar esa idea…». Lo que, por cierto, resulta más aproximativo que riguroso.

Tras el preliminar dedicado precisamente a encarecer el significado de la «edad de los deberes», aborda «la función social del jurista y la definición de los derechos humanos», para examinar «un escenario general de incertidumbre». En particular profundiza en «la incertidumbre en los vínculos entre personas y Estado», repasa «el progreso de los derechos humanos», cala en el «lenguaje y fundamento de los derechos humanos» y se fija en «la extensión del elenco de los derechos humanos en el orden internacional». Finalmente, a partir de la dupla «solidaridad o fraternidad», se plantea «el tránsito al deber» y, antes de arribar a la conclusión, avizora «el tiempo de los deberes colectivos».

Más allá de la pulsión problemática que preside el discurso, los aciertos son menores. Pues no se atreve a penetrar en la crítica de la categoría de los derechos humanos, transmutados en fundamentales, ni en la denuncia de sus (no) fundamentos y de sus consecuencias. Tampoco, me parece, está suficientemente articulado el «nuevo paradigma» y no he podido evitar acordarme de don Álvaro d’Ors y su concepción del derecho como el orden del servicio personal judicialmente exigible frente al de potestades individuales o derechos subjetivos. Queda, pues, como un intento frustráneo, o quizá no tanto, pues es posible que el autor no quisiera ir más lejos, y le bastara con apuntar lo que no es conveniente desarrollar. Esto es, un divertimento o –según se mire– una suite. En el camino, el lector culto gustará de la marmita sazonada donde se conjugan los ingredientes jurídicos (técnicos y científicos) con otros históricos, sociológicos, filosóficos y aun teológicos. Recuerda al final una frase de Ovidio («soy aquí un bárbaro porque no soy entendido») a fin de distanciarse de tal estado por considerarse comprendido en la docta casa y, en consecuencia, ennoblecido. Más allá de la cortesía académica (o así), no es seguro.

Miguel AYUSO