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Número 515-516

Serie LI

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Manuel de Polo y Peyrolón, Memorias políticas (1870-1913)

Manuel de Polo y Peyrolón, Memorias políticas (1870-1913), Madrid, Biblioteca Nueva, 2013, 422 págs.

En los primeros meses de este año se ha difundido, editadas por Javier Urcelay, las memorias inéditas o (como veremos inmediatamente) una parte de las mismas del incansable y destacado dirigente carlista finisecular Manuel de Polo y Peyrolón (1846-1918). Libro útil para quienes se interesan no solamente por el Carlismo y su historia, sino también para los estudiosos de las relaciones entre Iglesia y política en España. Advierte el editor, que ha enriquecido el texto con una presentación y numerosas notas a pie de página, que estamos en presencia sólo de una parte de las Memorias de un sexagenario que redactó Polo y Peyrolón. Digamos primero qué es lo que no hemos encontrado en este tomo, para luego apuntar los hallazgos que nos han aparecido más interesantes.

La parte de las memorias que se transcribe se refiere a los años 1870-1913. Acaban, pues, en el umbral del cisma de Vázquez de Mella y no se ocupan del precedente de Nocedal, el de los integristas y el Manifiesto de Burgos, que sólo alude a veces de pasada. No se refiere la visita, de interés imperecedero, de don Manuel Senante y la redacción de El Siglo Futuro al Papa Pío X en 1911, para pedirle aclaraciones definitivas sobre las ambigüedades de la jerarquía eclesiástica española sobre el liberalismo. Los documentos publicados no revelan el protagonismo del propio Polo en la respuesta a la famosa impertinencia de León XIII a una peregrinación de católicos españoles a Roma, recién concluida la tercera guerra carlista, al pedirles que se plegaran a la «Reina regente», María Cristina de Habsburgo, y que fue parte importante del intento de hacer en España lo que en Francia sería conocido como ralliement. Pasado el estupor ante la emboscada, aquellos católicos –que prácticamente en su totalidad eran carlistas legitimistas– le replicaron con ironía que acatarían la dinastía liberal y usurpadora cuando el Papa reconociera a la Casa de Saboya, que había despojado al papado de los Estados pontificios en aras de la unificación laicista de la península italiana y que estaba excomulgada. Polo y Peyrolón, remontando el nivel popular de los carlistas de filas en su desplante a León XIII, dirigió cartas personales a cada uno de los obispos españoles preguntándoles si las palabras del Papa les obligaban a disolver el Carlismo. Fueron veinticinco los obispos que respondieron con sendas cartas, que están localizadas y esperan que un Javier Urcelay las edite. Se encuentran en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia. Este asunto, aunque sólo apuntado, confiere a Polo el protagonismo glorioso de haber sido uno de los responsables de que el ralliement de León XIII, en aquel momento, no triunfara en España.

Esta desilusión inicial por no encontrar en el libro los asuntos dichos queda reparada al adentrarnos en la lectura, pues son muchas las cosas que nos regala. En primer lugar, noticias generales acerca de la situación de España en el periodo que comprende, en especial en lo que toca al Carlismo, a la Religión y a la política. El impacto de la derrota de la guerra de Cuba y del penosísimo Tratado de París de diciembre de 1898 fue enorme. Aquel desaliento nacional, al que otros dieron realce con la denominación de «generación del 98», era propicio para un nuevo alzamiento bélico del Rey Carlos VII, que empezó a preparar el marqués de Cerralbo, delegado regio en España, junto con el general Valeriano Weyler. Las bases carlistas lo pedían y, al ver que se retrasaba, marchitándose la oportunidad, algunos entusiastas se adelantaron por su cuenta con los sucesos de Badalona, a cuyo conocimiento hace aportaciones valiosas este volumen. Fueron fugaces y fracasaron, pero mantuvieron la presión del recién vencido Carlismo en la tercera guerra, presión recogida sin duda en la política de Cánovas del Castillo. La cosa quedó en nada. ¿Por qué?

Según estas memorias, tres causas principales privaron a España de un golpe de timón salvador. La primera, el retraimiento y escepticismo personal del propio Don Carlos VII. Actitud en la que influyó notablemente su madre, Doña Beatriz, que había vivido los últimos veinticinco años recluida en un convento. Escribió Polo: «[...] Entre el profesor Borgazzi, o sea, la Compañía de Jesús, la madre del Rey, su hermano el Infante Don Alfonso, el Papa León XIII y el emperador Francisco José, rodearon a Carlos VII de una red tan tupida, mediante la conjura perfectamente tramada, y llevada a la práctica por la madre del Rey o por el profesor Borgazzi, que a esto y a nada más que esto se dedicaba, se debió que no se iniciara otra guerra civil en España apenas firmado el Tratado de París por el ínclito Montero Ríos. Véase, pues, si los jesuitas perdieron o no el tiempo consagrando exclusivamente un padre al cultivo de la conciencia de una princesa vieja, destronada y retirada completamente del mundo». El precio de alejar una nueva guerra fue, añadimos nosotros, dejar incubar la revolución de 1936. La segunda, la incapacidad de los más altos dirigentes del partido, y también de sus masas entonces importantes, para comunicar al Rey su entusiasmo, proclive al nuevo alzamiento. Su fracaso se saldó con el apartamiento que el Rey hizo de ellos, en una especie de golpe de Estado interior palaciego en el exilio. Muchas páginas dedica Polo a describir aquellas intrigas y luchas internas entre los más altos dirigentes, Cerralbo, Melgar y Mella entre otros. Son habituales en la política, sin ir más lejos en nuestros días, por lo que no deben impresionarnos demasiado. La tercera, el pensamiento y la acción del papa León XIII, que se conformaba con lo que podía ir arañando, que era poco, a la dinastía alfonsina a cambio de su apoyo, más que discreto, y que no aspiraba a tanto como le pedían los carlistas y el bajo clero que los alentaba. Venían a ser éstos más papistas que el Papa, que se había mostrado pusilánime más que magnánimo, en Francia como en España, que estaba cansado y aceptaba los avances de la República como hechos consumados y se conformaba con una política de mínimos. Sus colaboradores se dedicaban a formar «asociaciones católicas» que se dicen no políticas sino neutras, y que venían fundando en España desde hacía años con la única finalidad de matar al partido carlista y sustituirlo por un partido alfonsino o dinástico: «Sospecho que los jesuitas son los que más daño han hecho en todo tiempo a la Causa carlista en España [...]. Alentaron, o por lo menos dirigieron, detrás de la cortina, la rebeldía de Nocedal [...]. Esos benditos padres con su integrismo dividieron y partieron por el eje al partido católico español, que aún no se ha repuesto de ello [...]. La madre del Rey, inspirada por su confesor el profesor Borgazzi, fue quien principalmente se opuso a que su hijo Carlos VII cumpliera su palabra de volver [...]. No lo he comprendido nunca. Los carlistas españoles somos el único partido que ha derramado a torrentes la sangre por la religión y por a Iglesia. Y, sin embargo, los altos dirigentes de ésta, que fueron en definitiva los únicos favorecidos, no pueden ver a sus favorecedores y hacen todo lo que pueden contra ellos». León XIII escribió una encíclica a favor del «mal menor» y dos encíclicas más contra el liberalismo, Inmortale Dei y Libertas, pero que trascendieron poco a los hechos. Se crearon, así, situaciones ambiguas y paralizantes. Con estos silencios y misteriosos apoyos de las omisiones vaticanas, la Revolución fue creciendo hasta 1936, a pesar del paréntesis de la Dictadura de Primo de Rivera.

Este libro registra, finalmente, preciosas noticias del Carlismo valenciano de la época, que contrastan vivamente con el desierto actual. Situación debida a la persecución del general Franco, a los desvaríos ideológicos de Carlos Hugo de Borbón Parma y, en gran medida, algo disimulada, a la gran crisis de la Iglesia en torno al II Concilio Vaticano.

Cualquiera que sean las interpretaciones, a veces dispares, de todas estas situaciones, el servicio prestado por Javier Urcelay a la Causa tradicionalista merece las mayores felicitaciones.

Manuel de SANTA CRUZ