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Número 517-518

Serie LI

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El Syllabus y la civilización moderna

 

1. Introducción

Se instruye el proceso de beatificación de Pío IX, el Papa de la Inmaculada Concepción, del Syllabus y del Primer Concilio Vaticano. No sabemos qué forma adoptan las objeciones presentadas (siempre las hay). Pero el reproche que nuestra época suele dirigir a este Papa es haber «condenado la civilización moderna» en la última proposición del Syllabus. Nuestra intención será examinar, si bien no exhaustivamente, el sentido que tiene en cuatro perspectivas:

– desde el punto de vista lógico;
– desde el punto de vista semántico;
– con referencia al contexto de la enseñanza de Pío IX;
– por comparación con la doctrina recientemente enunciada en la encíclica Mater et Magistra.

El Syllabus es un «resumen» y algo así como un «índice»: enuncia proposiciones falsas ya indicadas en los documentos anteriores del mismo Soberano Pontífice. El título completo del Syllabus es: «Resumen de los principales errores de nuestro tiempo señalados en las alocuciones consistoriales, encíclicas y otras cartas apostólicas de nuestro Santo Padre, Papa Pío IX».

La 80ª y última proposición del Syllabus enuncia: «El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna».

Un escritor católico escribió recientemente que esta proposición condenada expresa, sin embargo, «un sólido buen sentido». Pero quizá ese sentido ya no se comprenda.

Cuando se niega una proposición, cuando se la declara falsa, ¿se afirma a la vez una verdad? ¿Cuál? He ahí un problema de lógica.

 

2. Lógica

Negar una proposición no es afirmar implícitamente todo lo que pueda parecer lo inverso o lo contrario de ella.

Para saber cuál es la afirmación implícita en una negación, hay que recurrir a la regla lógica llamada «de los opuestos»[1].

Esta regla distingue las oposiciones en contrarias y contradictorias. Son «contradictorias» dos proposiciones que se oponen a la vez por la calidad y la cantidad. Por la calidad: es decir, que una es afirmativa y la otra negativa. Por la cantidad: el sujeto de una es universal, es decir, tomado en toda su extensión (ej.: el hombre, en el sentido de «todos los hombres»)[2]; el sujeto de la otra es particular (ej.: algunos hombres)[3].

Sea una proposición universal afirmativa: «todos los hombres tienen piel blanca», y una proposición particular negativa: «algunos hombres no tienen piel blanca»; son contradictorias: no pueden ser ni verdaderas las dos, ni falsas las dos; si una es verdadera, la otra es falsa, y a la inversa.

Son simplemente contrarias las proposiciones que son ambas universales, pero una es afirmativa y la otra negativa. Ejemplo: «todos los hombres tienen piel blanca» y «ningún hombre tiene piel blanca». Dos proposiciones contrarias no pueden ser ambas verdaderas a la vez, pero pueden ser falsas las dos. También pueden ser una verdadera y la otra falsa[4].

Por lo tanto, cuando una proposición es falsa –y ese es el caso del Syllabus, que enuncia proposiciones rechazables–, se debe concluir de ello que la proposición contradictoria es forzosamente verdadera; pero nada puede concluirse acerca de la proposición contraria, que puede ser verdadera o falsa.

Nuestro examen lógico de la 80ª proposición del Syllabus versará esencialmente sobre la cantidad y por ende sobre el sujeto de la proposición: «el Romano Pontífice». Por esta razón y en esta perspectiva, no hay ningún inconveniente en considerar la proposición en su forma simplificada:

«El Romano Pontífice debe reconciliarse con la civilización moderna».

¿Es ésta una proposición universal afirmativa?

Puede suponerse. O sea, que «el Romano Pontífice» tendría el mismo valor lógico que «el hombre» cuando se dice: «el hombre tiene la piel blanca», lo cual significa (desde el punto de vista lógico): «todos los hombres tienen la piel blanca». Habría, pues que entender: «todos los Romanos Pontífices deben reconciliarse con la civilización moderna».

La contradictoria, es decir, la verdad afirmada por la negación de esta proposición, sería entonces: «Algunos Romanos Pontífices no deben reconciliarse con la civilización moderna»

La contraria, es decir, la proposición acerca de la cual no es posible concluir si es verdadera o falsa, sería: «Ningún Romano Pontífice debe reconciliarse con la civilización moderna».

Pero también se puede suponer que la proposición 80ª del Syllabus no es universal: que es una proposición singular, es decir, una proposición cuyo sujeto (desde el punto de vista lógico) es un solo individuo determinado. Ejemplo: «Pedro es un hombre».

«El Romano Pontífice» puede, en efecto, ser entendido como «Pedro», como el Vicario de Cristo: «San Pedro que desde hace veinte siglos ocupa la primera de las cátedras abriendo y cerrando las puertas del cielo»[5].

Ahora bien, las proposiciones singulares se asimilan a las proposiciones universales, salvo en lo que concierne a la regla de los opuestos. Para las singulares, no hay más que opuestos por contradicción y no opuestos por contrariedad. Es decir, que si una proposición singular afirmativa es falsa, la proposición singular negativa correspondiente será, por fuerza, verdadera.

En ese caso, la verdad afirmada por la negación de la 80ª proposición del Syllabus es la siguiente: «El Romano Pontífice no debe reconciliarse con la civilización moderna».

La lógica nos lleva así al umbral de una cuestión que no puede franquear, pero que contribuye a plantear muy claramente:

O bien los Pontífices Romanos son esencialmente una serie de individuos sucesivos. En ese caso el Syllabus niega que todos puedan y deban reconciliarse y transigir con la civilización moderna; pero no niega que tal o cual de ellos lo pueda o lo deba.

O bien el Pontífice Romano es, a través de los siglos, una sola persona moral. En ese caso ningún Pontífice romano podrá nunca, según el Syllabus, reconciliarse con la civilización moderna.

Desde un cierto ángulo, es bien evidente que los Soberanos Pontífices son una serie de individuos físicos distintos, que cada uno tiene su temperamento y, en cierta manera, sus ideas. Desde otro, concerniente a su magisterio solemne y universal, ¿acaso no son como una sola persona, «San Pedro que desde hace veinte siglos ocupa la primera de las cátedras»?

Acotación marginal: se considera al Syllabus como prototipo de documento tajante y autoritario, porque condena una serie de proposiciones falsas, porque es «negativo». He ahí una reacción de sensibilidad epidérmica, que se aparta de la realidad. Puesto que, si en lugar de reaccionar superficialmente según la sensiblería, «condicionada» además por el verbalismo de la época, se hiciera el esfuerzo de pensar, se advertiría que negar un error es menos tajante y autoritario que afirmar una verdad.

Negar un error es afirmar a la vez la proposición contradictoria pero dejar abierto el debate en lo concerniente a la proposición contraria.

Afirmar una verdad es a la vez negar tanto la contradictoria como la contraria: causa finita est.

Precisemos: tratándose de un Magisterio que se expresa por proposiciones universales, «condenar» una proposición universal no es otra cosa que afirmar la contradictoria (particular) y no pronunciar nada acerca de la contraria (universal). Mientras que enunciar «positivamente» una verdad universal es condenar a la vez la contraria universal y la contradictoria particular. Dos proposiciones contrarias pueden ser ambas falsas, pero no pueden ser verdaderas las dos. Afirmar una es rechazar la otra. Pero negar una no es decir nada de la otra; la búsqueda continúa. Por lo tanto, negar resulta mucho menos «tajante» que afirmar

En realidad, lo que ciertas sensibilidades ya no soportan es tanto la afirmación como la negación: el est, est; non, non no les parece «caritativo» ni «pastoral». Se han vuelto alérgicos a todo pensamiento como tal. Sin lo cual comprenderían que un documento pontificio «negativo», como el Syllabus, deja de suyo muchas más puertas abiertas y cuestiones pendientes que un documento «afirmativo». Los decretos conciliares, por ser afirmativos, han «cortado» definitivamente ciertas cuestiones. Las condenas negativas promulgadas por el Magisterio pontificio a menudo tienen, desde el simple punto de vista lógico, un alcance menos total.

 

3. Semántica

El predicado de la 80ª proposición del Syllabus reclama un estudio principalmente semántico. Dejemos a un lado el «liberalismo» cuya causa es sabida. El adjetivo liberal significa, psicológicamente «que es digno de un hombre libre», «que gusta de dar», de hacer «liberalidades», en una palabra «generoso». Pero en sentido doctrinal, la palabra hace referencia a la doctrina del liberalismo. Dejemos también a un lado «el progreso»: el mito del progreso automático e indefinido. No porque la causa se conozca en este caso perfectamente. Pero el malentendido principal se produce sobre «la civilización moderna».

El Syllabus dice: cum recenti civilitate.

La palabra civilitas, por sí, designaría la organización política y el conjunto de la sociedad civil más que la civilización. Pero los dos significados, salvo en situaciones de excepción, son muy próximos. Hay muchos indicios de que Pío IX haya empleado corrientemente civilitas (quizá por influencia de la palabra italiana civiltà a la sazón en boga: bajo su Pontificado se fundó la Civiltà cattolica) en el sentido de «civilización». Con León XIII, y a partir de la Encíclica Inscrutabili, el latín pontificio emplea más bien civilis humanitas y, sobre todo, a la manera ciceroniana, civilis cultus y luego cultus solamente. Desde entonces ha de privar la palabra cultus para significar «civilización».

El término moderno no figura en la 80ª proposición del Syllabus. Pero está en la alocución Jamdudum a la cual se refiere dicha proposición. Por otra parte, recens y modernus tienen originalmente el mismo sentido. El término moderno fue acuñado en época tardía, a partir de modo, que significa «recientemente».

Littré define: «MODERNO. Adjetivo. Que es de los últimos tiempos». Cita a La Bruyère: «Nosotros que somos modernos, seremos antiguos dentro de algunos siglos». Luego precisa: «Historia moderna: la historia desde el renacimiento en el siglo XVI hasta nuestros días (...). Escuela moderna, la escuela de hoy. Geometría moderna, la de Descartes. Astronomía moderna, la que empezó con Copérnico. Física moderna, la de Galileo, Descartes, Newton. Química moderna, la creada por Lavoisier (...). Sustantivo masculino. Los modernos, los hombres de las épocas recientes, por oposición a los hombres de los tiempos antiguos (…). La querella de los antiguos y los modernos, querella que se produjo en el siglo XVIII sobre la cuestión de saber quién, si los antiguos o los modernos, tenía la superioridad en las cosas del espíritu».

Y en el Nuevo Larousse Universal: «Que pertenece o conviene a la época presente (...). Historia moderna: desde la toma de Constantinopla (1453) hasta la Revolución francesa (1789)».

La noción de «moderno» es, pues, en extremo relativa, como lo demuestran estos dos usos contradictorios del Larousse.

De donde pueden hacerse algunas observaciones e interrogantes:

 

1. «Moderno» quiere decir «reciente». El moderno es, a ese nivel, un futuro «antiguo» y el antiguo es un antiguo «moderno». Los que hoy en día dicen: «Pío IX estaba contra el pensamiento moderno, pero es una posición superada, que ya no se puede sostener», ¿entenderían, entonces, referirse al pensamiento «moderno» que rechazaba Pío IX, al pensamiento «moderno» de mediados del siglo XIX? ¿Entenderían que Pío IX es un Papa del siglo XIX, y por eso superado, pero que el pensamiento contemporáneo de Pío IX, por la única condición de haber sido señalado entonces como «error moderno», puede todavía ser llamado «moderno» un siglo más tarde?

2. La historia moderna comienza alrededor del siglo XV. ¿Cuando se detiene? El mundo moderno, la civilización moderna, entendidos como la civilización y el mundo surgidos del Renacimiento, ¿irán en lo sucesivo a durar indefinidamente, sin otros cambios que los cambios de crecimiento? Los manuales de historia, tras «los tiempos modernos», que hacen cesar en las inmediaciones del siglo XVIII, inauguran el capítulo de «la época contemporánea». Pero, en ese contexto, moderno tampoco significa reciente: significa antiguo, más antiguo, o menos reciente, que lo «contemporáneo».

3. Hay un pensamiento llamado «moderno», que a grandes rasgos consiste en: Descartes-Kant-Hegel-Marx. Ha sido moderno en el sentido primero de la palabra. Es antiguo, ahora, en el sentido obvio del término. A ese pensamiento, que fue moderno, o sea, reciente, en su tiempo, se le deja la calificación de moderno para conservarle el prestigio de reciente. Es cierto, sin embargo, que no hay nada más reciente: un pensamiento nuevo, orgánicamente consistente, que tenga un alcance suficientemente universal y en ruptura con el pensamiento de Descartes-Kant-Hegel-Marx. La idea misma de una ruptura semejante es considerada como sacrilegio. No obstante, el pensamiento moderno, el pensamiento de Descartes-Kant-Hegel-Marx, nació de una ruptura radical y revolucionaria con lo que le había precedido. Eso, entonces, no es imposible. Y ningún sistema humano es eterno.

No es imposible, pero aún no se ha hecho. Sin embargo, no deja de haber pensadores y filósofos en ruptura radical con el pensamiento de Descartes-Kant-Hegel-Marx: Péguy, Chesterton y los doctores tomistas. Pero, por una razón válida o no válida –no es éste el lugar de analizarlo–, aparecen como astros aislados y no como un nuevo sistema solar del pensamiento, análogo o comparable al sistema solar de Descartes-Kant-Hegel-Marx. Por otra parte, existe la extraordinaria Suma doctrinal, sin precedentes, elaborada por los Papas, de León XIII a Pío XII: es más reciente que el pensamiento de Descartes-Kant-Hegel-Marx, es más «moderna» y hubiera ocupado su lugar con sólo haber sido conocida por las élites católicas; con toda seguridad, se sitúa «en otro plano», pero justamente: afirma que constituye en especial otro universo intelectual. Un universo desgraciadamente poco explorado por los mismos a los cuales debiera resultarles más familiar. Además, hay una ausencia recíproca de comunicación intelectual entre los documentos pontificios de León XIII a Pío XII, por una parte, y Péguy, Chesterton e incluso la mayoría de los doctores tomistas por la otra.

Es verdad que todo pensamiento nuevo, en ruptura con el «pensamiento moderno» de Descartes-Kant-Hegel-Marx, si es cristiano –y no puede menos de ser cristiano– es calificado inmediatamente de «marcha atrás»: la religión y el pensamiento cristianos tienen esencia eterna y referencias históricas, es decir, pasadas, que se aprovechan para calificar de «pasado» lo que es «eterno». Si habláis de un tomismo moderno, o sea, reciente, y más reciente que el pensamiento de Descartes-Kant-Hegel-Marx, se pretende confinarlo en sus referencias antiguas. Por un «condicionamiento» psicológico que no tiene ningún valor como pensamiento, pero sí un gran poder efectivo sobre los espíritus, lo moderno, es decir, lo reciente, es decir, la etiqueta publicitaria que se impone, es confiscado en beneficio de ideas ya muy antiguas y sin referencias a fechas. Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) es un reciente, un «moderno», pero San Pío X (1835-1914) no lo es. Emmanuel Kant (1724-1804) es un «moderno», pero Chesterton (1874-1936) no lo es. Pocas palabras como ésta es responsable de tantas mentiras.

 

La apología dogmática de lo «moderno» es un medio de combate –de guerra psicológica– contra lo más «reciente», cuando eso «reciente» contradice lo «moderno» ya establecido.

Veamos un ejemplo.

Los dirigentes de la ortodoxia oficial del comunismo soviético saben muy bien que lo que ellos llaman «neotomismo» y «renacimiento de la escolástica medieval» es un hecho actual de importancia mundial: por eso le han consagrado un capítulo íntegro del libro Los principios del marxismo-leninismo[6] que, juntamente con Historia del P.C.U.S., sirven para la formación ideológica de los cuadros del aparato comunista de todos los países. Esos cuadros comunistas son de ese modo alertados de que «el neotomismo es una doctrina sutil y astuta», que esta doctrina tiene actualmente un éxito notable y una influencia evidente en los «intelectuales» y que, por otra parte, «muchos son atraídos» por su moral, especialmente por su moral social. Por lo tanto, los comunistas han advertido claramente que el «neotomismo» es importante en los medios «científicos» y en los medios «sociales», o sea, en los medios «modernos» preocupados en trabajar por el «progreso». Y por eso, también, los comunistas se ven obligados a prestarle atención, a informar y prevenir a sus cuadros a ese respecto.

Pero la mayoría de los católicos (e incluso a menudo los sacerdotes) ignoran por completo ese fenómeno comprobable –comprobado y registrado por la enseñanza comunista de nivel mundial. La mayoría de los católicos (y acaso sus pastores) creen que el tomismo no es «moderno», que «no habla el idioma de nuestro tiempo» y que, para «ponerse al día» en lo social y lo científico, una doctrina de origen tan «antiguo» no podría ser otra cosa que un lastre.

Por otra parte, los comunistas, que acusan y reconocen –para uso interno– la importancia moderna del «neotomismo», lo combaten por afuera acusándolo, naturalmente, de no ser moderno.

Es una logomaquia en el sentido etimológico: no una «logomaquia vana» sino una lucha de palabras que seguirá siendo eficaz y nefasta en tanto los cristianos se dejen ya sea intimidar o bien condicionar por el alboroto de vocablos que suele provocarse con esa intención.

Si se quiere tratar de pensar de una manera que no sea automáticamente «condicionada», es necesario, en cada caso, distinguir entre el sentido cronológico y el sentido ideológico del término «moderno». Al oponerse al «pensamiento moderno», la Iglesia se opone –con muchas precisiones y matices– al pensamiento de Descartes-Kant-Hegel-Marx, y no a lo que es «reciente». Cuando surgió el filósofo moderno Taparelli, Pío IX no lo excomulgó, ni para nada le impidió desarrollar y expresar su pensamiento. El pensamiento de Taparelli, además, figurará en parte notable en los documentos pontificios de León XIII, que es el gran Doctor moderno de fines del siglo, y que en la encíclica Libertas (20 de junio de 1888) escribía:

«Hemos hablado en muchas partes, y en especial en la Encíclica Immortale Dei, de las libertades modernas (de modernis libertatibus), distinguiendo en ellas lo que está bien y lo que no lo está. Al mismo tiempo, hemos demostrado que todo lo que esas libertades contienen de bueno es tan antiguo como la verdad: la Iglesia siempre lo ha aprobado con diligencia y lo ha admitido efectivamente en la práctica. Lo que en ellas se ha agregado de nuevo es un elemento completamente corrompido, producido por el mal de los tiempos y por un deseo excesivo de novedad (rerum novarum libido nimia)».

En el pensamiento de un evolucionismo sumario hay principalmente (y como fatalmente) errores antiguos y verdades modernas. Según el pensamiento de los Papas, existen esencialmente verdades eternas y errores modernos: eso no es negar en manera alguna que cada alma sea nueva (esa es incluso la novedad más grande, la más cierta, la más incesante en la historia humana); eso tampoco es negar que las verdades eternas no puedan hallarse accidentalmente mezcladas con errores antiguos (modernos en su época), ni que la adquisición y profundización de las verdades universales no sea una tarea constantemente moderna y siempre recomenzada. Eso, por último, no es negar en manera alguna el cambio de lenguajes y la vida de la historia, que es una mezcla de perfecciones y decadencias.

Sólo que, si todo lo moderno no es forzosamente un error, en compensación, todo error, de cualquier época que sea, empieza evidentemente por ser moderno. Y si una verdad puede ser moderna por accidente, es esencialmente universal. El gusto exclusivo por lo moderno delata una primacía de la aspiración a lo temporal, a lo histórico, sobre la aspiración a lo eterno.

 

4. Contexto

La 80ª proposición del Syllabus no comporta más que una sola referencia: ella remite a la alocución Jamdudum cernimus pronunciada en el Consistorio secreto el 18 de marzo de 1861.

No resulta inútil exhumar sus pasajes principales. Así se descubrirá, especialmente hacia el final, el retrato de un Pío IX muy diferente de la caricatura que le han hecho quienes, un siglo más tarde, lo vituperan con encarnizamiento sin tregua.

Pio IX declaraba: «Desde mucho tiempo atrás vemos a la sociedad civil (civilis societas), sobre todo en nuestra desdichada época, agitada por un conflicto lamentable entre los principios de la verdad y el error, de la virtud y el vicio, de la luz y las tinieblas…».

(Un paréntesis: no por ello hay que creer que eso es de todos los tiempos, ni decir que es quimérico imaginar una «Cristiandad» en la que tal cosa no sucedería. Lo que es cotidiano en todos los tiempos es el combate entre la virtud y el vicio. Pero lo que es particular de ciertas épocas es el querer colocar los principios del vicio en el lugar de los principios de la virtud).

Y seguía: « (...) Unos favorecen a los principios de una civilización que llaman moderna (quaedam moderna, uti appelant civilitatis placita); otros defienden los derechos de la justicia y de nuestra santa religión. Los primeros exigen que el Romano Pontífice se reconcilie y transija con lo que llaman «el Progreso», «el liberalismo», y la civilización actual (primi postulant ut Romanus Pontifex cum Progressu, cum Liberalismo, uti vocant, ac recenti civilitate se reconciliet et componat). Los segundos reclaman con razón que se conserven íntegros e inviolados los principios inmutables e inquebrantables de la justicia eterna, y la fuerza salvadora de nuestra divina religión que difunde la gloria de Dios y proporciona remedios oportunos a tantos males sufridos por el género humano; religión que es la única y verdadera regla por la cual los hijos de los hombres, formados en todas las virtudes en esta vida mortal, serán conducidos al puerto de la eterna bienaventuranza. Pero los defensores de la civilización actual (hodiernae-civilitatis) no aceptan una línea demarcatoria de esa índole, porque afirman que son amigos verdaderos y sinceros de la religión. Quisiéramos prestar fe a sus palabras; pero los espantosos acontecimientos que a diario contemplarnos prueban lo contrario (...).

”A los que, para el bien de la religión, nos invitan a tender la mano a la civilización actual (ad hodiernae civilitatis dexteram porrigendam invitant), les preguntamos si los hechos son tales como para que el Vicario de Cristo, divinamente establecido por El para mantener la pureza de su doctrina celestial, y para apacentar y confirmar a su rebaño en esta misma doctrina, pueda, sin cometer un crimen mayor y sin causar universal escándalo, asociarse con la civilización de hoy (se cum hodierna civilitate consociet): civilización que produce tantas obras perversas como jamás podrá deplorarse suficientemente, y tantas opiniones horribles, tantos errores, tantos principios absolutamente contrarios a la religión y a la doctrina católica (...).

”Por lo tanto, ¿acaso podría jamás el Soberano Pontífice tender una mano amiga a una civilización de esa especie y establecer sinceramente con ella la alianza y la paz? Llamemos a las cosas por su verdadero nombre (vera rebus vocabula restituantur) y veremos que la Santa Sede es siempre constante consigo misma (et haec Sancta Sedes sibi semper constabit). Siempre fue defensora e inspiradora de la verdadera civilización (siquidem ipsa verae civilitatis continenter fuit patrona et altrix); la historia (historiae monumenta) lo afirma y lo demuestra elocuentemente: en todas las épocas, la Santa Sede ha hecho penetrar, en las regiones más lejanas y más bárbaras del universo, la verdadera humanidad, la verdadera educación, la verdadera sabiduría (veram rectamque morum humanitatem, disciplinam, sapientiam). Pero cuando, bajo el nombre de civilización (civilitatis nomine) se quiere entender un sistema especialmente montado (apposite comparatum) para debilitar y quizá hasta destruir la Iglesia de Cristo, jamás, jamás la Santa Sede, jamás el Romano Pontífice podrán ponerse de acuerdo con una civilización de esa especie. “¿Qué hay de común –dice justamente el Apóstol– entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué unión hay entre la luz y las tinieblas? ¿Qué alianza entre Cristo y Belial?” (II Cor., 6, 14-15) (...).

”Nos declaramos clara y abiertamente ante Dios y ante los hombres que no existe absolutamente ninguna razón por la cual deberíamos reconciliarnos con quienquiera que sea. Pero puesto que, aunque indignos, Nos ocupamos en la tierra el lugar de Aquel que oró para que sus verdugos fueran perdonados, sabemos muy bien que debemos perdonar a los que Nos odian, y debemos rogar por ellos para que se arrepientan por la gracia de Dios, y para que así merezcan la bendición de quien en la tierra es el Vicario de Cristo. Rogamos, pues, de todo corazón por ellos, y estamos dispuestos, tan pronto se arrepientan, a perdonarlos y bendecirlos. Pero mientras tanto Nos no podemos permanecer sin hacer nada, como aquellos a quienes no preocupan las calamidades humanas. No podemos menos de sentirnos violentamente conmovidos y angustiados. No podemos sentirnos ajenos a los sufrimientos a que se ven sometidos injustamente aquellos que sufren persecución por la justicia.

”Por eso, al mismo tiempo que penetrados de profundo dolor, Nos rogamos a Dios y cumplimos con el más solemne deber de nuestra suprema carga apostólica elevando la voz para enseñar y condenar lo que Dios y su Iglesia enseñan y condenan, a fin de satisfacer de esa manera nuestra misión y el ministerio de la palabra que hemos recibido de Nuestro Señor Jesucristo.

”Si se nos piden cosas injustas, Nos no podemos consentir en ellas. Pero si se nos pide perdón, Nos estamos dispuestos, tal como acabamos de declarar, a concederlo de todo corazón».

 

Alocución verdaderamente esclarecedora, alocución emocionante, que manifiesta con toda claridad la actitud doctrinal, pastoral y caritativa de la Santa Sede con relación a «la civilización moderna».

Un siglo atrás se pedía, y hoy en día se pide, que la Santa Sede se reconciliara con los que atacan a la Iglesia con intención declarada de destruirla. En tanto los atacantes no depongan sus intenciones hostiles, una «reconciliación» semejante sería sencillamente una capitulación. Para que ya no se advierta de inmediato esta evidencia, es necesario, a buen seguro, que el condicionamiento de los espíritus haya creado reflejos intelectuales contra natura.

Se debería «no hablar mal» de la civilización moderna: los que así intiman a los cristianos son también los que vituperan con gran violencia, y no sin motivos, contra el «capitalismo» y el «desorden establecido». Pero, entonces, ¿qué es esa farsa, a qué se juega? Ese «desorden establecido» y ese «capitalismo», ¿acaso no son típicamente modernos? ¿Qué es esta nueva logomaquia? Por civilización moderna, Pío IX entendía la civilización del liberalismo. La 80ª proposición del Syllabus es una de las cuatro proposiciones finales del capítulo intitulado «Errores que se relacionan con el liberalismo moderno (liberalismum hodiernum)». La traducción económica del liberalismo moderno fue el «capitalismo liberal», que los actuales panegiristas de la civilización moderna han rechazado con razón. ¿Qué misterio es éste, entonces? ¿Por qué reprochar a Pío IX el haber combatido con denuedo lo que ellos mismos combaten con violencia? Misterio que todavía se espesa más: porque esos mismos quieren ahora que los cristianos rechacen la «civilización occidental», a la vez que quieren reconciliarse cada vez más con la «civilización moderna». ¿Dónde está entonces, cuál es entonces, esa civilización moderna que no es ni capitalista ni occidental?

Cuestión inquietante. El mundo moderno y su civilización han sido el mundo y la civilización del liberalismo, del capitalismo, de los nacionalismos que destrozan a Europa: eso es lo que rechazaba Pío IX al «condenar» la civilización moderna. Pero es también el que condenan los actuales defensores de la civilización moderna; condenan ese «desorden establecido», rechazan los nacionalismos, el capitalismo, el liberalismo. Entonces, ¿qué queda del mundo moderno?

Queda el comunismo. El mundo moderno sin capitalismo, sin liberalismo, sin nacionalismo y sin «civilización occidental», es el mundo comunista.

Sólo que no advierten que es el mismo mundo, y la misma civilización, y el mismo «desorden establecido». El mundo comunista no es lo contrario sino el resultado del mundo de los nacionalismos modernos, del liberalismo moderno, del capitalismo moderno. El mundo comunista es el paso final de la perversidad moderna: ha recogido, reunido y llevado a un punto de perfección las taras del capitalismo y del liberalismo; ha llevado al colmo la «alienación» y la «explotación» del hombre por el hombre. Es un mundo intrínsecamente perverso.

¿Qué es lo que nos separa, pues, a los que abrimos proceso a la civilización moderna de los que nos querrían imponer el deber («apostólico», según dicen, o «pastoral») de aceptarlo?

Del mundo moderno, rechazan el capitalismo y el liberalismo: nosotros también los rechazamos, y más radicalmente aún.

Pero nosotros rechazamos también el sistema comunista. Y ellos, sin tener nunca conciencia de ello, esperan instintivamente, vagamente, que venga de ese lado «la civilización que está a punto de nacer» y «el mundo del futuro».

Acerca de esto algunos observan que abrir proceso contra la civilización moderna es dar la espalda a los descubrimientos científicos, a los progresos técnicos, a las adquisiciones de la exégesis bíblica, a los antibióticos y a los frigoríficos. A ésos no tenemos nada que responderles. La estupidez se da en ellos con tal insistencia que, por costumbre, ha llegado a convertírseles en una segunda naturaleza.

 

5. Comparación

Se podría demostrar, con enorme cúmulo de textos, que la actitud y la enseñanza de Pío IX en lo relativo a la civilización moderna se vuelven a hallar substancialmente idénticas en todos sus sucesores. Las palabras pueden ser distintas –y eso, apenas–, pero el pensamiento subsiste.

Pero, dado que la tesis sostenida más o menos subrepticiamente por alusiones esotéricas e insinuaciones, es que la posición de la Santa Sede ha evolucionado progresivamente con el tiempo, limitaremos la comparación a la encíclica más reciente que trata este tema: la encíclica Mater et Magistra.

En primer término, una palabra acerca de las ciencias y técnicas de la materia. Por importante que sea su contribución, eso no constituye lo esencial de una civilización: lo esencial es lo moral. Eso debería darse por supuesto. Sin duda en razón del lamentable estado de los espíritus a este respecto, la encíclica Mater et Magistra insiste algo sobre eso, y el hecho de que haya tenido que insistir no es índice de un proceso de las conciencias: «Sin duda alguna, un progreso de las ciencias, y técnicas y una economía próspera constituyen un aporte importante a la civilización. Sin embargo, debemos quedar persuadidos de que esos bienes no son los más elevados, sino solamente medios para lograrlo[7] (…).En consecuencia, lo que motiva Nuestra profunda tristeza es comprobar que, en los países adelantados, hay demasiados que no se preocupan en absoluto de la justa jerarquía de valores; pues descuidan, olvidan o incluso niegan los valores del espíritu, mientras persiguen apasionadamente el progreso de las ciencias, de las técnicas y de la economía, y hacen del bienestar material el objetivo supremo de su existencia[8] (…). La Iglesia ha enseñado en todos los tiempos, y sigue enseñando, que el progreso científico y técnico, tanto como la prosperidad que de ello resulta, son bienes auténticos, signo del progreso de la civilización. Pero Ella también enseña que se debe juzgarlos según su verdadera naturaleza; no pueden ser considerados más que como medios para que el hombre alcance más fácilmente un fin superior: perfeccionarse en el orden natural y en el orden sobrenatural»[9].

Veamos ahora el juicio emitido sobre la civilización moderna, en la parte IV de la Encíclica, acerca de la cual se observa que es, con mucho, la menos comentada: «El error más grande de la época moderna (falsissima quaedam nostris hisce diebus) (en italiano: l’errore piu radicale nell’epoca moderna) es considerar el sentido religioso, inscrito por la naturaleza en el corazón del hombre, como una ilusión y un producto de la imaginación, y creer que es necesario extirparlo del espíritu humano como un anacronismo opuesto al progreso de la civilización[10] (…). La locura (stultitia) más grande de la época moderna (nostrae hujus aetatis) (en italiano: l’aspetto piu sinistramente tipico dell’epoca moderna) es pretender construir un orden temporal estable y fecundo rechazando su fundamento necesario: Dios soberano; querer exaltar la grandeza del hombre desechando la fuente de la cual surge y se alimenta, trabando y hasta deteniendo, si fuese posible, el impulso de las almas hacia Dios»[11] (…). Pío XII afirma con razón que nuestra época se distingue por el contraste entre un enorme progreso científico y técnico, y un retroceso muy evidente del sentido de la dignidad humana. Nuestra época prosigue su monstruosa obra maestra, cual es transformar al hombre en un gigante del mundo físico a expensas de su espíritu reducido al estado de pigmeo del mundo sobrenatural y eterno»[12].

Con esto se advierte que la Iglesia no ha renunciado de ningún modo a enjuiciar a la civilización moderna y no contempla en absoluto el reconciliarse con ella. La Iglesia no puede ni debe reconciliarse con el designio de extirpar el sentido religioso del espíritu humano, ni capitular ante el intento de construir un orden temporal sin Dios, ni aceptar una transacción con la monstruosa obra maestra que hace del hombre un gigante del mundo material y un pigmeo del mundo sobrenatural y eterno. ¿Es o no es la civilización moderna la autora de esa monstruosa obra maestra? ¿Se quiere o no, que la Iglesia la acepte, colabore con ella, y se transforme en su cómplice? Y si eso no es lo que se quiere, entonces ¿de qué civilización moderna se está hablando?

Pero es la civilización moderna la que «puede y debe reconciliarse» con la Iglesia; esta es la reconciliación que la Iglesia espera, no pasivamente sino preparándola por medio de la oración y la penitencia, de las obras de fe, esperanza y caridad: «La Iglesia se encuentra hoy colocada ante esta pesada tarea: transformar la civilización moderna conforme a un orden verdaderamente humano y a los principios del Evangelio (ad humanitatis nempe et evangelicae doctrinae normas progredientis hujus aetatis cultum componere»[13].

Nuestra civilización «moderna», «reciente», «actual», no se conforma ni a los principios del Evangelio ni al orden natural. Este juicio terminante de la encíclica Mater et Magistra recuerda la invocación histórica de Pío XII: «Es un mundo total el que hay que rehacer desde los cimientos: de salvaje, volverlo humano; de humano, volverlo divino, es decir, según el corazón de Dios».

Juzgar al mundo moderno no es ni abandonar a los hombres a sí mismos ni condenarlos a que vivan en él. Por el contrario, es medir su infortunio para librarlos de él. Si se considera que el hombre moderno está muy bien como está, no vemos por qué ni cómo se podría convencerlo de volverse además hacia una Iglesia de la cual, por definición, no tendría necesidad. Existe también una opinión según la cual la Iglesia es quien debería inscribirse en la escuela del hombre moderno, la Iglesia es la que estaría perdida si no fuese a solicitar al mundo moderno el secreto de su salvación. Tal inversión de perspectivas es enunciada verbalmente por algunos cristianos que no pueden en verdad pensar lo que dicen, sino que hablan sin pensar, y sin medir el contenido objetivo de lo que realmente dicen. Dan una gran importancia a las opiniones del mundo y a lo que ellos creen que es «la historia». Pero esos que juzgan con tanta severidad los pasados compromisos de la Iglesia con estructuras «caducas», ¿no pueden imaginar cómo juzgarían sus homólogos del mañana la transacción y reconciliación de la Iglesia con un mundo salvaje, el mundo de hoy? ¿Con un mundo que ni siquiera es humano? Y si ese mundo moderno salvaje e inhumano llegara a derrumbarse, ¿sería entonces menester que la Iglesia no estuviera en situación de sobrevivirlo?

Se quiere encerrar al pensamiento cristiano en una alternativa sumaria:

– o bien la civilización moderna es perversa, y entonces habría que alejarse del mundo;

– o bien queréis actuar en el mundo, ayudar al prójimo y contribuir a su salvación, y entonces se hace necesario aceptar la civilización moderna tal cual es.

Semejante simplismo es de verdad sorprendente. Va acompañado, además, de consideraciones de orden táctico, según las cuales convendría hablar a los hombres en su lenguaje. Si eso quiere decir no hablar en chino a un turco, y de manera general emplear un lenguaje adecuado a cada espíritu, eso sería demasiado evidente. Pero eso quiere significar otra cosa. Se desearía evitar el tener que hablar al mundo un lenguaje distinto al del mundo. Ahora bien, solamente cuando oiga otro lenguaje distinto al suyo, podrá convertirse el mundo, y si se le ofrecen otros valores que no sean los suyos. Si la Iglesia no aportara al mundo más que el lenguaje y los valores del mundo, ¿por qué el mundo habría de cambiar?

Justamente porque el mundo moderno no se conforma al orden natural ni al Evangelio, por eso es de singular urgencia actuar en el mundo moderno. Justamente porque los cristianos no pueden aceptar la civilización moderna tal cual es, sus tareas son enormes en esta civilización. Se lee en Mater et Magistra: «De lo que hemos expuesto brevemente más arriba, sería erróneo concluir que Nuestros hijos, sobre todo los laicos, actuarían prudentemente si redujeran su actividad de cristianos en los asuntos temporales. Afirmamos, al contrario, que deben intensificarla[14] (…). Por más que nuestro siglo –hay que reconocerlo– sufra de errores muy graves y sea presa de violentos desórdenes, no por eso deja de ofrecer a los operarios de la Iglesia un inmenso campo de apostolado, y en ello Nos ponemos las mayores esperanzas[15]».

No es, entonces, porque supondríamos que el mundo moderno es bueno ni porque lo aceptemos tal como es, que se hace necesario actuar en este mundo.

El mundo moderno tiene necesidad de ser reformado y tiene necesidad de ser salvado. El campo de apostolado es inmenso, no a la medida de la perfección, sino a la medida del infortunio del mundo moderno.

Hay coherencia, consonancia y continuidad entre el Syllabus y Mater et Magistra. El mundo moderno, con todos sus adelantos científicos y técnicos, es, sin embargo, un mundo perdido. Va a hundirse y desaparecer de una manera u otra, como tantos otros mundos (tantos otros mundos en sus tiempos modernos) se han hundido y desaparecido antes de él, si no se vuelve conforme al orden natural y sobrenatural del cual la Iglesia es custodia.

En la disconformidad actual entre el mundo moderno y la Iglesia, es el mundo moderno el que se halla en peligro de muerte, y no la Iglesia.

De esta disconformidad algunos doctos católicos a menudo extraen la conclusión inversa: creen que es la Iglesia la que está amenazada de desaparición. Razonan desde el interior del mundo moderno; comprueban que la Iglesia retrocede dentro del cuadro de ese mundo; no advierten que ese mundo está condenado y va a desaparecer si no se reconcilia con la Iglesia. Ven al mundo moderno triunfante y a la Iglesia anacrónica; quieren entonces adaptar la Iglesia al mundo, en lugar de conformar el mundo a las verdades naturales y sobrenaturales enseñadas por la Iglesia y vividas dentro de la Iglesia. Pierden todo a la vez: porque de ese modo pierden a la vez tanto el sentido de la Iglesia como la única oportunidad de hacer que el mundo moderno sobreviva.

De Pío IX a Juan XXIII, el pensamiento pontificio acerca de la civilización moderna no ha variado. No es un pensamiento de «desconocimiento» ni de «desprecio», como dicen con demasiada ligereza los que pecan de despreciar o al menos desconocer la sustancia de la enseñanza pontificia desde hace un siglo, el más asombroso monumento intelectual de los tiempos modernos. Es un pensamiento que enjuicia la jerarquía de valores, y que entabla al mundo moderno un proceso fundamental: el de su espíritu. No le abre este proceso permanente para condenarlo, sino para salvarlo.

Con relación a la 80ª proposición del Syllabus, no parece, pues, que el pensamiento cristiano tenga que variar de actitud, renegar de Pío IX y renegar de sí mismo: parece, más vale, que es la civilización moderna la que debe emprender la vía de una reforma radical.

El conocimiento explícito de la 80ª proposición del Syllabus de 1864 no es en absoluto indispensable al cristiano de 1964. Pero el cristiano de 1964 cree conocerla, y la conoce mal. Con frecuencia oye hablar de ella, pero casi unánimemente sólo oye vituperaciones. En aras de la verdad, en aras de la apreciación exacta del sentido de la historia, no es ocioso volver a descubrir su justo alcance: así conviene también –creemos– al honor de la Iglesia y al honor de Dios.

 

[1] Fundamentos de la doctrina lógica de los opuestos en Aristóteles, Peri hermeneias, cap. 7, y comentarios de Santo Tomás.

[2] Sujeto universal tomado universalmente.

[3] Sujeto universal tomado particularmente.

[4] Las proposiciones subcontrarias son ambas particulares, una negativa, la otra afirmativa. Pueden ser ambas verdaderas, pero no pueden ser falsas las dos.

[5] JUAN XXIII, Ecclesia Christi lumen gentium, de 11 de setiembre de 1962.

[6] Primera edición francesa, de 1961, impresa en Moscú y a la venta en todas las librerías comunistas. Acerca de este libro, y del capítulo en cuestión, véase Itinéraires, núm. 62, pág. 207 y sigs.

[7] § 175.

[8] § 176.

[9] § 246.

[10] § 214.

[11] § 217.

[12] § 243.

[13] § 256.

[14] § 254.

[15] § 260.