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Número 517-518

Serie LI

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La democracia deliberativa: de las instituciones al consenso

CUADERNO: TECNOCRACIA Y DEMOCRACIAS

 

1. Introducción

La noción de democracia deliberativa, aunque había sido usada con anterioridad, sobre todo para referirse a la democracia ateniense, es acuñada en su sentido contemporáneo por Joseph Bessette, quien, en 1980, publica un artículo titulado «Deliberative democracy: the majority principle in republican government»[1]. El propósito de este autor es rescatar la interpretación de la Constitución de los EE.UU. del monopolio de las élites políticas que se apropian de los mecanismos institucionales limitando, así, el auténtico gobierno de las mayorías. La fórmula para conseguir esto, sostiene, es volver a radicar esa interpretación en una mayoría «deliberativa», que habría sido, además, la intención original de los Padres Fundadores. Más allá de las tesis de Bessette, de su contexto, y de las discusiones a las que remiten, que no nos interesan aquí, vale la pena destacar que en esta primera utilización del concepto hay, ya, una aproximación general a las notas características de todas las diversas posturas que se van a relacionar, después de Bessette, con la noción de «democracia deliberativa». Estas notas distintivas son tres: primero, el recurso a la democracia deliberativa como oposición a la democracia liberal representativa, en el supuesto de que ésta ha fracasado como estructura política que refleje el ideal de la modernidad; segundo, el intento de fundar esa renovación de las estructuras políticas en un retorno a las raíces de aquél ideal moderno; y tercero, el recurso a la deliberación pública como la piedra angular de esta renovación.

Tras la publicación del artículo de Bessette, el interés por el concepto de «democracia deliberativa» fue creciente, y adquirió un desarrollo multiforme. Es así que muchos defensores de la democracia liberal representativa, en sus diversas versiones, intentaron otorgar una mayor importancia relativa a la deliberación, pero sin renunciar a los elementos arquitectónicos de sus propias concepciones de la democracia. Fue, sin embargo, cada vez más relevante el grupo de autores que comenzó a concebir a la democracia deliberativa como un modelo independiente de realización de la democracia moderna.

El conjunto de estos autores es muy variado y diverso. Entre ellos se han contado representantes de tesis políticas con grandes diferencias, como Jon Elster[2], Joshua Cohen[3], James Fishkin[4], Carlos Santiago Nino[5], John Rawls[6] y Jürgen Habermas. En todos ellos, sin embargo, coinciden las tres notas distintivas antes dichas. El presente trabajo se centrará en la descripción del despliegue singular que el concepto de democracia deliberativa ha tenido en Jürgen Habermas, con alguna referencia a Rawls para mostrar la unidad de aquellas notas, a pesar de que este es un autor que mantiene grandes distancias con el alemán. El objetivo de esta descripción es mostrar que Habermas ha tenido éxito en, al menos, uno de sus objetivos, que es el de reformular el ideal político de la modernidad sin alterar sus principios más fundamentales, esto es, conservando el carácter radicalmente ideológico de ese ideal. Se ordenará esta exposición en torno a aquellas tres notas distintivas de todos los proyectos teóricos unificados bajo el concepto de «democracia deliberativa».

Se comienza, consecuentemente, con la primera de estas notas, que era la del recurso a la democracia deliberativa como oposición a la democracia liberal representativa, en el supuesto de que ésta ha fracasado como estructura política que refleje el ideal de la modernidad.

 

2. La democracia deliberativa como oposición a la democracia representativa

En Habermas, la crítica de las estructuras políticas de la modernidad es, en realidad, una crítica que tiene raíces anteriores y más profundas que la sola discusión del orden político. Se trata de poner de relieve un fracaso antecedente al de las estructuras políticas, como es el fracaso del gran proyecto moderno de la liberación del hombre por la razón[7].

Esta liberación había de manifestarse en la completa igualdad y autonomía de todos los miembros de la humanidad, pero tanto la una como la otra se han quedado a medio camino: aunque es evidente que, por comparación a la oscuridad de los tiempos premodernos, el hombre ha dado un paso adelante en el camino de esa liberación; no obstante, la racionalidad moderna parece haber quedado atrapada en la instrumentalidad[8].

La razón que se impone culturalmente desde el Renacimiento y políticamente desde las revoluciones americana y francesa (aunque ya estuviera incoada en los regímenes absolutistas) es una razón que se concentra en la búsqueda de la eficiencia de los medios y que, como tal, se la emplea como instrumento de dominio: una manifestación clara –a la vez que no política– de esta deformidad de la racionalidad moderna, dirá Habermas, es el de la subordinación de la ciencia a la tecnología[9], dejando a la primera, en consecuencia, reducida a la condición de una disciplina cuyo valor depende de su capacidad para ofrecer al hombre las oportunidades de una intervención provechosa en la naturaleza.

Esta racionalidad deforme la designa, el alemán, con el nombre de razón estratégica, pues se distingue por elaborar sus discursos en orden a situar al destinatario de los mismos dentro de una estrategia orientada a conseguir el máximo beneficio individual. Y el principal problema de este modo de la razón es que, en el contexto de las relaciones humanas, supone situar al otro como un medio que debe ser atraído a servir a los propios fines, esto es, también en este ámbito se manifiesta como un instrumento de dominación, señalando así el fracaso de aquél ideal de igualdad y autonomía.

Este es el problema que ve Habermas en las estructuras políticas de la modernidad. Aunque en el horizonte de tales estructuras se halla presente ese ideal (lo cual ya marca un abismo de diferencia con, por ejemplo, las estructuras políticas medievales), la racionalidad estratégica se centra en el poder de grupos e individuos para asegurar su propio ámbito de autonomía, y no atiende consistentemente a la necesidad de la universalidad de la misma, que es exigencia de la igualdad.

En esta dirección, los medios políticos que se han consagrado como determinantes para la consecución de la libertad liberal son dos: en primer lugar, el recurso a la agregación de preferencias, es decir, la suma de los intereses individuales que, sin salir de su individualidad, conforman un interés mayoritario que se manifiesta como voluntad general. En este contexto, la razón estratégica se mueve en la búsqueda de discursos que permitan conformar mayorías y, así, situar los propios intereses en una posición de dominio. Este medio es determinante de la institucionalidad legislativa y gubernativa y, específicamente, de la relación de representación política, cuyo mecanismo esencial son las elecciones en las que se constituyen aquellas mayorías[10].

En segundo lugar aparece, como medio esencial de la razón política estratégica, la solución negociada de los conflictos de intereses. También aquí se ve de modo nítido la naturaleza estratégica de la racionalidad que se ha impuesto, porque en la solución negociada el discurso ha de dirigirse hacia la proposición de razones que muevan a la parte contraria, o a quien debe resolver el conflicto, hacia el interés privado de quien emite ese discurso. La concesión a las razones contrarias nunca se hace en atención al bien de la otra parte, o al acuerdo como un bien en sí mismo, sino siempre atendiendo al mejor modo de asegurar el propio interés. Este segundo medio es, a su vez, determinante de la institucionalidad judicial, aunque no exclusivamente de ella[11].

Así, en ambos medios se manifiesta claramente el carácter instrumental de la racionalidad estratégica: todo el desarrollo de la actividad política moderna, en la que está incluida la búsqueda de la solución de los conflictos de intereses, se muestra como una incansable lucha de poder para conseguir que prevalezca el interés privado, esto es, para imponer el propio dominio. No aparece nunca, en el discurso racional político, la intención de establecer una relación comunicativa con el otro, sino que se trata, tan sólo, de atraer a los demás hacia mis propias razones.

De este modo, tanto la representación como la negociación, aunque fueron concebidas para asegurar la igual libertad de todos los hombres, fracasan en este propósito original por el grave defecto en su raíz recién descrito. Todo lo más que puede ofrecer la racionalidad estratégica es un conjunto de herramientas para procurar que, en la representación y la negociación, se evite el dominio absolutamente arbitrario de unos intereses sobre otros, y se generen las condiciones que faciliten la confluencia de los intereses particulares. Pero nada hay que suponga la orientación del orden político hacia un bien común que trascienda aquellos intereses.

El non plus ultra de esta racionalidad estratégica en sus aplicaciones políticas, serían las últimas versiones de la democracia liberal representativa, que no son otra cosa que la expresión política del liberalismo económico clásico en su versión más radical. En las ideas políticas de autores como Hayek, Friedman y Nozick, el espacio público es reemplazado por el mercado, y no existe el bien común sino tan solo unos bienes comunes. Pero el mercado no es un ámbito verdaderamente público, sino sólo el lugar de confluencia y encuentro de los intereses privados, donde unos pueden usar de otros para favorecer esos mismos intereses. Y los bienes comunes no son un bien verdaderamente común, sino sólo las condiciones necesarias para la realización del bien privado:

«El punto crucial del modelo liberal no es la autodeterminación democrática de ciudadanos que deliberan, sino la normativización, en términos de Estado de derecho, de una sociedad volcada en la economía que mediante la satisfacción de las expectativas de felicidad privadas de ciudadanos activos habría de garantizar un bienestar general entendido de manera apolítica»[12].

De aquí que, para tales autores liberales, la única función del orden político sea el aseguramiento de aquellas condiciones y, consecuentemente, entiendan que el aparato estatal debería ser reducido a mínimos, para evitar que interfiera en las relaciones que los privados establecen entre sí –a partir de sus respectivos intereses– y cuyo despliegue natural se da según las leyes del mercado.

Es, dirá Habermas, la racionalidad capitalista llevada a su máxima exaltación que, en tanto se muestra como principio de alienación, aparece como síntoma inequívoco del fracaso de la modernidad en su ideal de igualdad y autonomía.

La democracia liberal representativa se manifiesta, así, como ejemplo definitivo del secuestro de la razón moderna por la burguesía, que se materializa en este carácter estratégico o instrumental del uso de la razón para el poder del propio burgués. Esta versión deforme de la modernidad proclama: libertad e igualdad, sí, pero para aquellos que son capaces de ser libres e iguales. O, como sintetizara brillantemente el profesor Juan Fernando Segovia, en estas mismas páginas, hace algunos años: «[b]ien podría decirse que el sistema representativo fue ideado como un mecanismo que dejaba el poder en manos de quienes pensaban con la razón liberal y sentían con el corazón burgués»[13].

Una carta de Tocqueville a John Stuart Mill, que tomamos del propio Segovia, manifiesta de modo nítido este espíritu del dominio burgués en el nacimiento de las estructuras políticas. Y, aunque en cierto sentido el contenido parece contradictorio con aquellas versiones economicistas del liberalismo político, el trasfondo es el mismo en aquello que toca a la crítica de Habermas: la democracia liberal, tal como ha sido desarrollada en los dos últimos siglos, se conforma como un nuevo instrumento de dominio, arrebatando a los individuos y las sociedades su derecho al autogobierno. Dice Tocqueville:

«Se trata, para los amigos de la democracia, menos de hallar los medios de hacer gobernar al pueblo que de hacer elegir al pueblo los más capaces de gobernar y de darle sobre ellos un imperio suficientemente grande para que puedan dirigir el conjunto de su conducta y no el detalle de los actos ni de los medios de ejecución»[14].

A modo de apéndice de la descripción de esta primera nota distintiva de las teorías que se agrupan en torno al concepto de democracia deliberativa, aquellas últimas versiones de esta racionalidad capitalista, que serían las ideas políticas de los economistas liberales asociados a la escuela de Chicago, nos permiten hacer una breve referencia a Rawls para que se manifieste la unidad que, en torno a la crítica del modelo liberal representativo, se da entre los autores próximos a los modelos deliberativos, a pesar de las diferencias que pueda haber entre ellos.

En efecto, el profesor de Harvard carga contra aquella concepción economicista del orden político y despliega una gran cruzada en torno a la necesidad de ampliar las atribuciones del Estado para que pueda intervenir en el mercado y así permitir una redistribución de las riquezas[15]. Lo interesante es la razón de fondo de esta cruzada, que él sitúa en la exigencias de la justicia: Rawls, en efecto, no abandona los principios liberales que están también en la base del economicismo político de Friedman, Hayek o Nozick, y concibe al individuo como un sujeto que se dirige exclusivamente a su propio bien como un bien privado, pero entiende que ese bien exige, en el plano social, la igualdad de todos. Esta igualdad, consecuentemente, sin trascender el individualismo liberal, le añade a ese mismo individualismo un aspecto de comunicación con los demás y es, por esto mismo, un reclamo contra la racionalidad estratégica, según los términos en que ésta ha sido descrita por Habermas. Como se intentará exponer un poco más adelante, la reformulación rawlsiana del contractualismo incluye, entre las bases elementales para la realización del Estado liberal, unas condiciones muy semejantes a aquellas que Habermas propone para una reconstrucción de la razón moderna que posibilite la realización del ideal de igualdad y autonomía.

 

3. Bases modernas de la refundación política

Se decía que la segunda nota distintiva de los proyectos reunidos bajo el concepto de «democracia deliberativa» era aquella que refiere a la intención de renovar las estructuras políticas de la modernidad sin traicionar las bases más profundas de esta misma modernidad sino, más bien, en un retorno a las raíces del propio ideal moderno.

Esto se puede advertir nítidamente en Habermas quien, a la vez que denuncia a la razón estratégica, señala que ésta no es una expresión única de la racionalidad moderna, y sostiene que la misma puede ser rescatada de su fracaso mediante la liberación de la razón de su estado de instrumentalización, al que ha sido sometida por la racionalidad estratégica. La razón así liberada sería lo que Habermas ha llamado «racionalidad comunicativa»[16].

A partir de su teoría de la acción comunicativa, entiende que hay una racionalidad cuyo discurso no tiene por fin situar al otro en una estrategia que tiene por objetivo la imposición del propio dominio, sino establecer con él una relación comunicativa. En el uso estratégico del lenguaje, de hecho, no se establece auténtica comunicación, porque los hablantes se reservan las razones ocultas de su estrategia.

En su núcleo esencial, la teoría de la acción comunicativa viene a sostener que el uso ideal del lenguaje consiste en la realización, por medio del mismo, de un consenso o acuerdo entre los comunicantes. Este uso ideal, de hecho, se verifica en la mayoría de los contextos comunicativos, que se conforman a lo que él llama «situación ideal del habla», en la que el lenguaje goza de las propiedades de inteligibilidad o verosimilitud (es decir, que lo que se dice es comprensible para el otro); de rectitud (esto es, que la comunicación atiende a las normas implícitas del contexto comunicativo, por ej., la frase «vete afuera», dicha por un profesor o por un alumno); y veracidad o sinceridad (es decir, lo que se expresa interiormente tiene un correlato interior o subjetivo). Estas propiedades son los requisitos de validez para que la acción sea auténticamente comunicativa y, si concurren las tres, se da el fruto de esa acción que es la verdad consensual[17].

Cuando falla cualquiera de estos requisitos, entonces el lenguaje pierde su condición comunicativa y, de hecho, se transforma en violencia. Si se vuelve brevemente sobre la crítica de la democracia liberal representativa, se podrá observar que falla en las tres condiciones: al ser, el discurso político, un discurso racional de naturaleza estratégica, esto es, un discurso cuyo fin es atraer al otro hacia unas razones que están dirigidas al propio interés, entonces carece de sinceridad y verosimilitud. Y como consecuencia, termina, también, por carecer de rectitud, como se manifestaría en el moderno problema de la corrupción generalizada de la clase política.

En tanto se cumple con estas tres condiciones de validez, en cambio, la razón conserva su naturaleza comunicativa. Las relaciones humanas, a partir de esta racionalidad, no son de dominio, sino que se trata de relaciones dialógicas. Ya no estamos frente al famoso axioma liberal de que la libertad de uno termina allí donde comienza la libertad del otro, sino que, más bien, se trata de que la auténtica libertad, la plena autonomía del individuo, puesto que es imposible sin la sociedad, se da en el encuentro comunicativo con el otro.

La dificultad del orden político es que el espacio público se encuentra lleno de elementos parasitarios que distorsionan el lenguaje e impiden que se den los tres requisitos de validez de la acción comunicativa y, consecuentemente, que se alcance el consenso. El mejor ejemplo de estas distorsiones están dados por la presencia, en un mismo espacio público, de diversas «doctrinas comprehensivas» metafísicas y religiosas.

Frente a estas distorsiones, Habermas propone el recurso a la ética del discurso, cuya exigencia básica es el esfuerzo por una recomposición de una «situación ideal de habla» que permita recuperar el consenso, lo cual se consigue mediante una doble condición. Dice Habermas:

«Sin la ilimitada libertad individual de la toma de posición respecto de pretensiones de validez criticables, una aquiescencia obtenida fácticamente no puede ser verdaderamente universal; sin la disposición solidaria de cada uno a ponerse en la situación de todos los demás, no se podrá llegar en modo alguno a una solución que merezca la aquiescencia universal»[18].

Es decir, es necesario, en primer lugar, que cada uno tenga, en el espacio público, la autonomía suficiente para denunciar aquellas acciones comunicativas que no parecen cumplir con todos los requisitos de validez; y, en segundo lugar, es igualmente necesario que todos estén dispuestos a renunciar a las diferencias –siempre en el espacio público–, porque podrían conservar su valor en el espacio privado. En el ejemplo paradigmático, antes citado, se trata de denunciar –o renunciar a– aquellas «doctrinas comprehensivas» metafísicas y religiosas que se constituyen en principio de diferencia. Esta renuncia permite atender con sinceridad a las razones del otro y, eventualmente, reconocer su verosimilitud y rectitud o, al menos, establecer un ámbito mínimo de razones comunes en las cuales se verifiquen los requisitos de validez y, así, se consiga restablecer la comunicación. De este modo, el diálogo se impone a la violencia, que es su única alternativa.

Como se puede advertir fácilmente, esta propuesta teórica de Habermas consiste en la recuperación de la razón moderna mediante una reformulación del imperativo kantiano: entendida la acción humana en su contexto lingüístico, el único modo de afirmar la universalizabilidad de la propia regla de conducta es el de situar a las propias razones en un plano de igualdad absoluta con las razones de los demás. Es, al igual que en Kant, la identificación de la razón moral, y de su universalidad y obligatoriedad incondicionales, con la autonomía absoluta del individuo.

Así, pues, aparece con mucha claridad la segunda nota distintiva de las teorías de la democracia deliberativa que, como se recordará, consistía en el intento de fundar la renovación de las estructuras políticas modernas en un retorno a las raíces más puras del propio ideal moderno. No cabe duda que ese ideal encuentra su expresión más refinada en la filosofía kantiana.

Volvemos, otra vez muy brevemente, a Rawls, para que quede manifiesto, también en relación con esta nota, la unidad esencial de unas propuestas teóricas que son muy diversas en su materialización concreta.

En su reformulación de los principios del liberalismo, el filósofo político norteamericano parte de un escenario hipotético que consiste en la concurrencia de todos los hombres a un contrato que se da en un plano de absoluta igualdad. Ahora bien, para que tal igualdad hipotética sea posible, introduce la ficción del «velo de la ignorancia»[19], esto es, que, al momento de contratar, cada hombre desconoce absolutamente sus condiciones singulares: no sabe si es religioso o ateo, rico o pobre, inteligente o tonto, heterosexual u homosexual, etc. El único dato relevante, al momento de contratar, es la propia dignidad en la cual se funda la misma posibilidad de contratar, es decir, la libertad o autonomía. Desde estos supuestos hipotéticos, los dos únicos principios fundamentales de justicia son aquellos que están implicados como condición de la hipótesis: la exigencia de igualdad absoluta en la autonomía, por una parte, y la exigencia de la compensación de las diferencias, por la otra[20] (aquí se encuentra la razón de la necesidad de la redistribución de la riqueza, que señalábamos en la referencia anterior a Rawls). Sobre estos dos principios ha de estructurarse toda la vida política. Como se ve, también Rawls entiende que la corrección del modelo liberal imperante ha de hacerse sobre la base del ideal moderno en su expresión más pura. Y también la teoría rawlsiana remite a aquella formulación más acabada de ese ideal, que es la kantiana.

 

4. El recurso a la deliberación pública como la piedra angular de esta renovación

Finalmente, la tercera nota distintiva de la democracia deliberativa consistía en el recurso a la deliberación pública como piedra angular de la renovación de las estructuras políticas de la modernidad.

En Habermas, este recurso a la deliberación no es más que la formalización de las exigencias de la acción comunicativa en el espacio público. Se trata de encontrar las vías, tanto en la sociedad civil como en el ámbito institucional, para que las decisiones políticas no se tomen en adecuación a una racionalidad estratégica, sino en conformidad a los requisitos de validez de la acción comunicativa, y eso implica, fundamentalmente, que todos los interesados por aquella decisión política tengan parte en la misma porque, de otro modo, se generará una situación de dominio que es contraria a la igualdad y autonomía de los miembros de la sociedad. Pero para que esto sea posible, son necesarias ciertas condiciones. Dice, respecto de ellas, Habermas:

«El poder comunicativo sólo se forma en espacios públicos que establecen relaciones comunicativas sobre la base de un reconocimiento recíproco y posibilitan el uso de libertades comunicativas, es decir, posicionamientos espontáneos del tipo positivo / negativo, respecto a los temas, razones, informaciones a tratar. Naturalmente, un espacio público liberal necesita de una red de asociaciones libres, necesita que el poder de los medios de comunicación sea un poder domesticado, necesita de la cultura política de una población acostumbrada a la libertad y necesita también del medio y elemento favorable que representa un mundo de la vida más o menos racionalizado»[21].

La formalización y exposición de estas condiciones no cabe en este trabajo, aunque sí es conveniente llamar la atención sobre un carácter general de las mismas, que es nítido en texto citado del filósofo alemán: las condiciones que permiten el despliegue de las virtudes de la democracia deliberativa son condiciones aparentemente formales o procedimentales que, sin embargo, suponen un contexto sociológico muy determinado. En efecto, la condición fundamental para que el espacio público se preste a las relaciones comunicativas es aquél que se resume en la última de las necesidades enumeradas por Habermas: un mundo de la vida más o menos racionalizado; donde aquella racionalización consiste en la renuncia de todos a las razones que se constituyen en principio de diferencia (especialmente a las doctrinas comprehensivas) y el reconocimiento del consenso como el bien público fundamental (si no único). De este modo, aquél contexto sociológico determinado consiste en la presencia de una masa social que está conforme con la neutralidad del espacio público. Sólo en tal contexto es posible la deliberación pública. Cualquier individuo o agrupación que rompa el dicho contexto es un factor destructivo del orden democrático deliberativo.

En Rawls el fenómeno es semejante: en su sistema, lo fundamental es la confluencia de dos ideas: la de los ciudadanos como personas libres e iguales y la de una sociedad bien ordenada. Esta segunda se verifica en tres condiciones: una sociedad ordenada es aquella en la que «cada cual acepta, y sabe que todo el mundo acepta, los mismos principios de justicia» [22]); es una sociedad cuya «estructura básica [ … ] cumple con estos principios [de justicia]»[23]; y, finalmente, se trata de una sociedad en la que «sus ciudadanos tienen, normalmente, un sentido efectivo de justicia, y por ello cumplen generalmente las reglas de sus instituciones básicas, a las que consideran justas»[24]. Como se ve, también Rawls advierte la exigencia, para una auténtica democracia, de la conformidad general con la neutralidad del espacio público (en la que se resumen o sintetizan los principios de justicia a los que hace referencia).

Es posible la deliberación, en otras palabras, cuando todos los ciudadanos están dispuestos a reconocer la primacía de la autonomía individual en su expresión pública o política. Por ello, la democracia deliberativa es un orden que se engendra desde el cuerpo social, y sólo secundariamente se expresa institucionalmente. Así, pues, en esta última característica aparece una nota de gran importancia –y que es aquella que da razón del título de esta ponencia–: la renovación de las estructuras políticas de la modernidad, tal como la propone el alemán, exige el reemplazo de la razón estratégica por la razón comunicativa, a la vez que la exaltación de la dimensión pública de ésta última, en la que consiste la deliberación que adjetiva esta forma democrática. Pero en tal reemplazo y exaltación se produce un cambio de eje: si la democracia liberal representativa descansaba, aparentemente, sobre el orden institucional en el que se expresaba la propia representación; la democracia deliberativa habrá de descansar, en cambio, en un consenso que es, en su núcleo esencial, no institucional. No se opone Habermas –ni Rawls–, desde luego, a las instituciones democráticas, ni siquiera a las propias instituciones de la democracia representativa. De lo que se trata es de que estas instituciones no reemplacen, en la toma de decisiones, a la autonomía individual que se expresa en el consenso. Ese reemplazo es, inevitablemente, un síntoma de racionalidad estratégica. Y ésta debe ser evitada como el cáncer si se quiere realizar el ideal de la modernidad.

 

5. Conclusión

No se ha pretendido, aquí, exponer suficientemente las doctrinas que sustentan la nueva democracia deliberativa, sino tan sólo describir, a grandes rasgos, unas notas esenciales que permiten reconocer, agrupar y delimitar a tales teorías. Lo dicho, sin embargo, puede bastar para esbozar una rápida conclusión sobre la naturaleza de las mismas: la ideología política de la modernidad tiene dos características imperturbables que son su unidad y su carácter totalitario. Puede esconderse tras una fachada de instituciones representativas, de la organización del proletariado o de la raza superior, pero en sus principios permanentes es siempre la misma y, a la vez, aunque diga defender la libertad y dignidad del individuo, de una clase o de un pueblo, es siempre la imposición totalitaria de un grupo de iluminados por la propia luz ideológica. Las teorías de la democracia deliberativa vienen a dar una nueva prueba de este doble carácter de la ideología moderna: la unidad con los demás postulados ideológicos no es necesario ni siquiera demostrarla, porque es afirmada explícitamente: como se recordará, el propósito de la democracia deliberativa es la reformulación del ideal político de la modernidad, que es el mismo ideal que se halla en la base de todos los movimientos ideológicos, aún si parecen contradictorios entre sí. Y la naturaleza totalitaria de este ideal aparece aún más claro, si cabe, en esta nueva democracia deliberativa: en ella, la igualdad que excluye las posiciones de dominio es la igualdad de aquellos que están conformes en señalar el consenso como el único bien público. Así, en realidad, quienes adquieren una posición de dominio son los que se adhieren a la moralidad de neutralidad pública puesto que, en realidad, son los únicos que cumplen con las condiciones necesarias para participar con rectitud en la vida política. La democracia deliberativa se revela, así, igualmente totalitaria que todos sus antecesores.

 

[1] Vid. Joseph M. BESSETTE, «Deliberative democracy: the majority principle in republican government», en Robert A. GOLDWIN y William A. SCHAMBRA (eds.), How democratic is the Constitution, Washington, American Enterprise Institute for Public Policy Research, 1980.

[2] Vid. Jon ELSTER, The cement of society: a survey of social order. Studies in rationality and social change, Cambridge, Cambridge University Press, 1989.

[3] Vid. Joshua COHEN, Philosophy, politics, democracy: selected papers, Cambridge, Harvard University Press, 2009.

[4] Vid. James FISHKIN, Democracy and deliberation: new directions for democratic reform, New Haven, Yale University Press, 1991.

[5] Vid. Carlos Santiago NINO, The constitution of deliberative democracy, New Haven, Yale University Press, 1996.

[6] Vid. John RAWLS, Liberalismo político, traducción de Sergio René Madero Báez, Ciudad de Méjico, Fondo de Cultura Económica, 1995.

[7] Vid., entre otras obras, Jürgen HABERMAS, Teoría de la acción comunicativa (I). Racionalidad de la acción y racionalización social, traducción de Manuel Jiménez Redondo, 4ª Edición, Madrid, Taurus, 2003; Jürgen HABERMAS, El discurso filosófico de la modernidad, traducción de Manuel Jiménez Redondo, Madrid, Taurus, 1989.

[8] Vid. Jürgen HABERMAS, Teoría de la acción comunicativa (I). Racionalidad de la acción y racionalización social, págs. 465 y sigs.

[9] Vid. Jürgen HABERMAS, Teoria e prassi nella società tecnologica, traductores varios, Bari, Laterza, 1978.

[10] Vid. Jürgen HABERMAS, La inclusión del otro. Estudios de teoría política, traducción de Juan Carlos Velasco Arroyo y Gerard Vilar Roca, Barcelona, Paidós, 1999, págs. 238 y sigs.

[11] Vid. ibid., págs. 240 y sigs.

[12] Ibid., pág. 241.

[13] Juan Fernando SEGOVIA, «De la democracia representativa a la democracia deliberativa», en Verbo, núm. 465-466 (2008), págs. 445.

[14] Alexis de TOCQUEVILLE-John Stuart MILL, Correspondencia, Ciudad de Méjico, Fondo de Cultura Económica, 1985, pág. 52.

[15] Vid. John RAWLS, Teoría de la justicia, Traducción de María Dolores González, 2.ª edición, Ciudad de Méjico, Fondo de Cultura Económica, 1995, págs. 243 y sigs.; John RAWLS, Liberalismo político, págs. 299 y sigs.

[16] Vid., entre otras obras, Jürgen HABERMAS, Teoría de la acción comunicativa (II). Crítica de la razón funcionalista, traducción de Manuel Jiménez Redondo, 4.ª Edición, Madrid, Taurus, 2003; Jürgen HABERMAS. Conciencia moral y acción comunicativa, traducción de Ramón García Cotarelo, 3.ª edición, Barcelona, Península, 2000.

[17] Vid., entre otros lugares, Jürgen HABERMAS, Conciencia moral y acción comunicativa, págs. 59-134, 160 y sigs.

[18] Jürgen HABERMAS, Aclaraciones a la ética del discurso, Madrid, Trotta, Madrid, 2000, pág. 23.

[19] Vid. John RAWLS, Teoría de la justicia, págs. 119 y sigs.; John RAWLS, Liberalismo político, págs. 45 y sigs.

[20] Vid. John RAWLS, Teoría de la Justicia, págs. 67 y sigs.; John RAWLS, Liberalismo político, págs. 51 y sigs.; 56 y sigs.

[21] Jürgen HABERMAS, Más allá del Estado nacional, Ciudad de Méjico, Fondo de Cultura Económica, 2000, pág. 160.

[22] John RAWLS, Liberalismo político, pág. 56

[23] Ibid.

[24] Ibid.