Índice de contenidos
Número 517-518
- Presentación
- Estudios y notas
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Cuaderno
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La democracia representativa: génesis y desarrollo
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La democracia partidocrática: ideologías e instituciones
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La democracia deliberativa: de las instituciones al consenso
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La (nueva) democracia «corporativa»
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Tecnocracia como gobierno: reflexiones sobre la teoría y la praxis en la España contemporánea
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La Iglesia y las democracias
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- In memoriam
- Crónicas
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Información bibliográfica
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Bernard Dumont, Miguel Ayuso y Danilo Castellano (eds.), Iglesia y política: cambiar de paradigma
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Leonardo Castellani, Pluma en ristre
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Luis Bueno Ochoa (ed.), Ismos y política. Diálogos con Dalmacio Negro
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José Manuel Cuenca Toribio, Iglesia y cultura en la España del siglo XX
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Gonzalo Fernández de la Mora, El crepúsculo de las ideologías
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Rémi Fontaine, Sous le signe d’Antigone
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Julio Alvear Téllez, La libertad moderna de conciencia y religión. El problema de su fundamento
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AA.VV., Ferdinandi liber amicorum
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La democracia representativa: génesis y desarrollo
CUADERNO: TECNOCRACIA Y DEMOCRACIAS
1. Introducción
Siempre que tengo que dar una conferencia sobre este tema vienen enseguida a mi mente dos nombres totalmente contradictorios: Woodrow Wilson y Louis-Ferdinand Céline. Aunque no es frecuente que se les mencione conjuntamente (y con razón), ambos personajes resultan muy útiles para ilustrar hasta qué punto pueden diferir dos juicios sobre la realidad de la democracia representativa.
Para Wilson, hacer el mundo más seguro mediante dicho sistema de gobierno equivalía a garantizar el orden social, la paz eterna y la felicidad personal.
Para Céline, como explica uno de sus personajes en Viaje al fin de la noche, lo único que garantizaba la victoria de la moderna democracia representativa era la destrucción económica del hombre medio y su permanente movilización para un conflicto perpetuo.
Una de las mejores formas de iluminar estos contradictorios criterios, así como el origen y el valor de la democracia representativa como forma de gobierno, es acudiendo a los escritos del escritor jesuita Luigi Prospero Taparelli d’Azeglio, S.I. (1793-1862).
Nacido en el seno de una aristocrática familia piamontesa, empezó a ser conocido por su cargo como rector del Colegio Romano (1824-1829) y por su influyente Ensayo teórico de derecho natural apoyado en los hechos (1840). Su carrera posterior estuvo vinculada a la revista jesuita La Civiltà Cattolica, que se puso en marcha en 1850. Al tiempo que ejercía como editor y gran patrón de esta influyente revista (uno de los principales impulsos para la publicación del Syllabus de errores del Papa Pío IX y para todo el desarrollo posterior de la doctrina social católica), Taparelli escribió numerosos artículos sobre las relaciones entre el individuo, la sociedad, la Iglesia y el Estado. Los más importantes de estos ensayos se recogieron en 1854 en un volumen titulado Examen crítico del gobierno representativo en la sociedad moderna.
2. El derecho hipotático
Para entender la discusión de Taparelli sobre el origen y el valor de la democracia representativa es esencial comprender su íntima vinculación con esa extensa pero intensa línea maestra de toda acción humana que él propone a sus lectores bajo el nombre de diritto ipottatico: un término que puede ser traducido como «hipostático» o, mejor aún, como Ley de la Encarnación. Se basa en la creencia de que sólo centrando la mirada en la plenitud del mensaje de la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad en Jesucristo (el Hombre-Dios) pueden abordarse adecuadamente incluso esos asuntos que, a primera vista, parecen sólo «naturales».
¿Por qué? Porque fue sólo a través de la confirmación sobrenatural (por la Encarnación) de la bondad de la Creación divina como el hombre recibió suficiente estímulo intelectual (y gracias suficientes) para aceptar con coraje la importancia de sus dones naturales, para corregir sus desviaciones e insuficiencias pecaminosas, para ordenarlos según una jerarquía de valores apropiada, y para ponerlos en práctica de forma seria y armoniosa al servicio de su fin último. (Siendo la razón humana el primer don en la lista de medios movilizados).
Una lección capital de derecho hipotático es que el individuo se perfecciona en sociedad, y por medio de la sociedad. Esta verdad se revela en el llamamiento a todas las personas (en cuerpo y alma) a una nueva y más elevada vida como hijos de Dios, y en la doctrina de que la «divinización» que esa nueva vida hace posible debe realizarse mediante la pertenencia y la sumisión a la «sociedad» de Cristo: una sociedad que pervive en el tiempo en su Cuerpo Místico, la Iglesia.
El derecho hipotático sugiere que todo cuanto se afirme sobre la relación individual directa del hombre con su Creador y Redentor es también verdad respecto a su relación con el conjunto de la obra divina. Esto implica que las cosas naturales (confirmadas todas, por el hecho de la Encarnación, como esencialmente buenas y capaces de ser «divinizadas») sólo pueden llegar a cumplimiento mediante la acción social cooperativa. Esto es, mediante sociedades a las que se someten los individuos en su camino de perfección. Sociedades que, a su vez, se someten a esa sociedad que es la Iglesia para la corrección y transformación en Cristo que las adecua al bien del hombre.
Cada una de esas numerosas sociedades promueve algún don o valor de forma única, y anima al crecimiento en la virtud y a la evitación del vicio en formas que otras no pueden. Esto las convierte a todas en extraordinariamente útiles para el plan de Dios, y convierte, por el contrario, en extraordinariamente destructiva cualquier interferencia arbitraria en su tarea.
Pero, ¿cómo se forman las sociedades naturales cooperativas? También aquí conocemos la respuesta mirando a Cristo. La Iglesia, sociedad basada en la verdad innata, en el bien y en la fuerza del Dios vivo, se constituyó por la autoridad de su fundador. De forma similar, las innumerables sociedades naturales que ayudan al hombre a usar las cosas creadas para impulsarle de la tierra al cielo se constituyen mediante autoridades sociales que actúan sus verdades y fortalezas innatas, armonizándolas con la sabiduría divina hasta purificarlas de los defectos debidos al pecado original y a los pecados personales.
Para Taparelli, la autoridad puede pues definirse como la «forma» de las numerosas sociedades a las que deben someterse las personas para hacer sus vidas más felices y perfeccionarse para la eternidad. Es la autoridad la que hace a las sociedades «reales» para los individuos, quienes, más que contribuir a ellas, obtienen de ellas un bien en lo natural y en lo sobrenatural. Y como actualizar todos esos diversos fenómenos naturales da lugar a una sociedad multiforme, esto significa que la plenitud de la autoridad social asegura, por un lado, la plenitud de la protección personal ante los asaltos de los hombres sin ley corrompidos por el pecado, y por otro lado, la plenitud de la libertad personal para crecer y desarrollarse en todos los aspectos naturales y sobrenaturales.
Cuando el derecho de mandar, o autoridad, se ejerce en toda su plenitud, entonces todos los individuos, incluso los más débiles, pueden ejercer sus derechos en plenitud. La plenitud de la libertad se corresponde así con la plenitud de la autoridad. Por el contrario, la prevalencia de la fuerza pública o de la mayoría contra el derecho se corresponde siempre con la esclavitud.
3. La encarnación de la autoridad
Ahora bien, la «autoridad» es, en sí misma, un principio espiritual e intelectual. La Encarnación (la fundación por derecho hipotático) nos enseña que para imbuir ese principio en un mundo de personas humanas individuales, tiene que «hacerse carne». Esto sólo puede acontecer mediante un suceso histórico. Es el caso del mismo Hombre-Dios, que nació de una mujer concreta, en un lugar concreto, en un momento concreto. Una autoridad espiritual abstracta sólo podría guiar a una «naturaleza humana» abstracta. Pero esa «naturaleza humana» no existe separada de las personas humanas. Las criaturas concretas de carne y hueso necesitan líderes concretos de carne y hueso para ser movidos con eficacia por la autoridad.
Por eso el lenguaje coloquial equipara las palabras «superior» y «autoridad»: aquélla identifica el aspecto concreto de la fuerza a la cual la segunda apunta más bien de manera abstracta.
Ésta es también la razón por la cual el cristiano reverencia a quienes tienen autoridad, pues el carácter divino de la función natural convierte en cierto modo en «sagrada» también a la persona que la ejerce. Para eludir esa «divinización» de la autoridad, tendríamos que afirmar que los objetos tangibles en modo alguno hablan al hombre de lo espiritual, y que «la consagración del sacrificio no hace sagrado también el cáliz en el que se ofrece».
Es cierto que, tomada en sí misma, la autoridad se distingue de quien la posee en el espacio y en el tiempo. Es cierto también que esta autoridad debe siempre ejercerse en conformidad con las leyes de Dios y de la razón y para el bien último de quienes le están sujetos. Y debe ser capaz de demostrar que es así. Sin embargo, en la práctica, la autoridad sólo puede servir como «forma» de una sociedad cuando, en primer lugar, algún hecho histórico encarna el bien de su poder en una persona o grupo, y cuando, en segundo lugar, es obedecida habitualmente en cuanto autoridad, asientan o no sus súbditos en el día a día a todos y cada uno de sus mandatos.
En resumen, no residiendo el derecho de mandar en nadie de forma natural, es preciso que se adquiera por medio de un acto. Y con frecuencia ese acto –que no justifica la autoridad, sino su investidura– no depende (digan lo que digan los enemigos de la autoridad) de la voluntad de quien obedece, siempre que desobedecer viole los derechos, o bien del Creador y ordenador (natural y sobrenatural), o bien de los hombres a quienes respaldan las leyes habituales del orden natural.
Los hechos históricos concretos pueden «encarnar» de innumerables maneras a las autoridades, que sirven así como «forma» de muchas sociedades diferentes integrantes de un universo de extraordinaria complejidad. Si desobedecer el mandato de las autoridades históricamente encarnadas a las que los católicos se encuentran sujetos perjudica a otros miembros de las sociedades que mandan, entonces los fieles de Cristo no pueden ser un estorbo para ellas. Sin duda pueden denunciar sus defectos y trabajar para cambiarlas, pero sólo con absoluto respeto a los derechos preexistentes de esas autoridades, y sin retirarles la obediencia en cuanto tales autoridades.
4. Las formas de gobierno a la luz del derecho hipotático
Esto era particularmente verdad respecto a las autoridades encarnadas del Estado, considerado por Taparelli como el noble coordinador y garante del funcionamiento pacífico de la multiforme sociedad humana en su conjunto. Y por consiguiente, a pesar de su preferencia personal por la monarquía hereditaria, él estaba convencido de que tenía que aceptar cualquier forma de gobierno encarnada por hechos históricos que no constituyese «un error vivo» metódicamente contrario al bien común y al bien individual tal como los identifica el derecho hipotático.
Al discutir las diferentes formas de gobierno, Taparelli no contraponía «democracia» a «monarquía hereditaria». Las monarquías hereditarias se habían interesado en descubrir y atender los deseos populares auténticos, y por tanto se mostraban eminentemente democráticas en el espíritu y en la práctica. Lo que él contraponía a la monarquía hereditaria –y a mil otras encarnaciones históricas posibles de la autoridad estatal– era un gobierno que basase su derecho específico de mandar sobre la voluntad de algunos o todos los gobernados.
Al contemplar Taparelli los hechos históricos que habían dado lugar a dichos sistemas (por ejemplo, las repúblicas romana y veneciana, los cantones suizos o el reino de Bélgica), y comprender que la desobediencia a las órdenes de esas autoridades encarnadas estorbaría la consecución del bien individual y del bien común, tuvo que admitir que también ellas poseían un innegable droit de cité [derecho de ciudadanía].
Aparte de inevitables problemas en ciertos aspectos coincidentes con los de las monarquías hereditarias (a saber, los relacionados con la política electoral, que podría producir «un interregno expuesto al asalto de miles de ambiciones»), nada en sí mismo impedía a los gobiernos representativos responder a las exigencias del derecho hipotático. Los católicos, más allá de su preferencia personal, estaban obligados a someterse a ellos y obedecerles, trabajando –como debían hacer siempre– para purgarlas de cualquier mal debido al pecado.
Para Taparelli, las dificultades esenciales con las formas de gobierno surgen sólo de las opiniones políticas que desafían o rechazan abiertamente el derecho hipotático y su énfasis tanto en la simbiosis entre lo natural y lo sobrenatural como en los beneficios de la unión entre el individuo y la sociedad. Por desgracia –lamentaba–, dichas opiniones dominan el panorama político moderno, poblándolo de gobiernos tiránicos en ruinas, y en última instancia insostenibles y autodestructivos.
Las teorías anti-encarnacionales sirvieron para corromper las monarquías hereditarias. Y podían ser y fueron empleadas para corromper los gobiernos democráticos representativos, cuya génesis y desarrollo estamos abordando aquí también hoy.
Acerquémonos a este asalto mortal al derecho hipotático por parte de los modernos gobiernos representativos recordando la insistencia de muchos de sus partidarios en que su legitimidad se basa exclusivamente en la «soberanía popular».
Sólo en un sentido abstracto, argumentaba Taparelli, podía «el pueblo» considerarse soberano: en que, clara y universalmente, a lo largo de la Historia había querido ser conducido por las autoridades sociales.
Pero no podía hacerse una afirmación sobre los orígenes de un gobierno en ejercicio basándose en una idea abstracta carente de puentes históricos con el mundo natural. Un salto cualitativo de esa clase exigía un cambio cualitativo en los instrumentos. La autoridad social tenía siempre que encarnarse en hechos históricos, incluidos los que situaban al pueblo en la fundación del sistema.
Por desgracia, los hechos históricos reales que encarnan intentos de crear sistemas de gobierno basados en la «soberanía popular» revelan una verdad: que el poder «democrático» normalmente sólo ha servido como cobertura para satisfacer poderosos deseos individuales u oligárquicos hostiles tanto a la razón como a la Fe. Por ejemplo, la imposición de un poder opuesto al derecho hipotático.
Esto ya era palpable en los esfuerzos de los reyes de Francia para, en reuniones de los Estados Generales manipuladas con descaro, orquestar una «opinión popular» supuestamente ultrajada que les forzaría a un ataque regalista contra Bonifacio VIII, los Caballeros del Temple, la Iglesia o las sociedades subsidiarias en general.
La auténtica realidad de lo que implicaba ese supuesto «mandato» que respondería a la «voluntad popular» se hizo cristalina con los movimientos «conciliaristas» antipapales de los siglos XIV y XV. Casi todas las consecuencias contradictorias, pseudomísticas y tiránicas de los argumentos «democráticos» que uno encuentra en un Juan Jacobo Rousseau pueden hallarse en una u otra de las teorías bajomedievales sobre la «constitución popular» de la res publica christiana.
Tomemos, por ejemplo, los escritos de Marsilio de Padua apoyando al emperador Luis IV en su enfrentamiento con el Papa Juan XXII. Marsilio alega que la legitimidad política última de su señor reposa sobre la sumisión a la «voluntad del pueblo romano». Ahora bien, el pueblo romano real en el siglo XIV era una masa particularmente salvaje, desleal, frívola y a todas luces traicionera. Pero esto no suponía un problema especial para Marsilio. Según sus teorías, la tarea del príncipe, auxiliado por sus consejeros intelectuales, era despertar en esa desdichada muchedumbre el tipo de voluntad popular al que aquél sería el primero en responder.
La oposición del Papa a la voluntad política del pueblo romano –creada por el príncipe y sus consejeros– podía entonces superarse convocando un Concilio General que representaría la voluntad de todo el pueblo cristiano. Por supuesto la voluntad religiosa de ese pueblo, expresada a través de un Concilio, también tenía que ser «preparada» por expertos teólogos para ofrecer las respuestas esperadas. Y esto podría ofrecer un empleo perpetuo a hombres de letras hambrientos y a ideólogos de todo pelaje.
Guillermo de Ockham nos dice claridad en qué consiste en realidad la «voluntad política y religiosa del pueblo romano y cristiano» preparada por el príncipe y sus consejeros. No, ciertamente, en los dictados de la fe y de la razón tal como las entienden los filósofos socráticos y los teólogos católicos ortodoxos. Sino, al contrario, en los más prosaicos deseos individuales, inconexos pero intensos, de la autoridad ya existente –el Emperador–, todos ellos identificados con la voluntad de Dios y las exigencias de la razón. Algo que Ockham, como todos los nominalistas extremos, prohíbe discutir lógica en mano, para que la especulación degenere en charlatanería inútil.
Las directrices de Ockham para la «voluntad popular» surgen como una filosofía política materialista sin rodeos y, a la vez, de carácter irracionalmente místico: una religión civil que en muchos aspectos prefigura la del sistema pluralista americano del siglo XX. Uno llega a preguntarse, apunta Georges Lagarde, «si la justificación a toda costa del orden establecido no es la primera y la última palabra de esta filosofía –más bien pobre– de la sociedad y de la historia».
En siglos posteriores los propagandistas políticos continuaron ejerciendo una enorme influencia, convertidos en los poderes reales que había tras ulteriores encarnaciones de gobiernos supuestamente basados en la soberanía popular. En época de Taparelli el principal y declarado agente manipulador de la «voluntad del Pueblo» ya no era un rey o emperador, sino una poderosa oligarquía burguesa.
El hombre de ideas al servicio de esta oligarquía procuró tener siempre a su disposición argumentos para explicar por qué la voluntad popular debía reflejar sus deseos materiales, y en particular su interés por una libertad económica sin límites. De una forma u otra, consciente o inconscientemente, estos argumentos reiteran un punto que suele asociarse con Rousseau: a saber, la necesidad de que individuos maduros, conscientes, centrados en lo natural, guíen a quienes se hallan bajo el dictado de principios retrógrados, supersticiosos y antinaturales (como los del derecho hipotático), y hablen en su nombre. Sin importar que esos pobres tipos engañados sean la mayor parte de los hombres.
Esos argumentos suministraron a las personas con las ideas adecuadas –esto es, a los miembros de la oligarquía– la justificación para despreciar los votos democráticos que no concordaban con lo que la voluntad popular tenía que significar. Esto confirmaba a la oligarquía en su misión democrática como «vanguardia del Pueblo», en su papel de educadora inapelable de las masas atontadas, ansiosas de apoyar lo que fuese aun si no les beneficiaba ni en este mundo ni en la eternidad.
Taparelli habla con profundo desprecio del ministro italiano de Educación, representante de esta mentalidad y por tanto opuesto a toda influencia católica antinatural sobre el pueblo... por más que el pueblo respaldase esa guía religiosa: «En nuestros días, el ciudadano es propiedad del Estado. El servicio militar le ata al suelo de la patria durante el periodo más floreciente de su vida. El Estado tiene, por tanto, el derecho y el deber de ejercer sobre él una tutela casi paternal. Apenas se considera responsable de las leyes del país si se trata de un delincuente, o si permite que su moral o su educación política sean pervertidos por otros. Pero sólo a medias entendería el oficio de legislador si no reclamase para sí el dominio de la educación».
Además de utilizar estas ideas para quitar a la democracia sus aristas, las oligarquías burguesas dominantes del siglo XIX buscaban conseguir sus objetivos reduciendo las muchas formas de gobierno que la «soberanía popular» podría en principio aprobar a un sistema representativo constitucional a imitación de la Inglaterra whig/liberal. De nuevo, y en la medida en que este sistema se basaba en hechos históricos relevantes encarnados en su patria, lo más probable es que Taparelli reconociera su legitimidad, confiando en que la inercia de la Tradición podría accidentalmente preservar una conciencia católica corrigiendo sus defectos.
Pero ¡ay! esos defectos eran demasiados, pues el modelo inglés estaba muy viciado por un espíritu que perjudicaba el derecho hipotático, al reflejar esos ideales protestantes hostiles a la autoridad social que, en las doctrinas de John Locke, se hacían cada vez más individualistas, más materialistas y más destructivos para la plenitud del mensaje de la Encarnación. Dicho espíritu, ya bastante nocivo en su patria, era aún peor cuando las instituciones corrompidas por él se exportaban a países que no tenían la experiencia de los hechos históricos que las encarnaban en la Gran Bretaña, donde mitigaban quizá por ello su perversión.
Fueron precisamente ese espíritu antiencarnacional y ese conjunto ahistórico de circunstancias los que convirtieron el sistema constitucional representativo basado en la soberanía popular en algo tan conveniente para su promoción y manipulación por las oligarquías. Y en cualquier parte donde ese espíritu y esa maquinaria extraña se pusieron en marcha, la influencia benéfica de la Iglesia sobre el Estado desapareció enseguida y el sistema creado se hizo inhumano, ingobernable y en consecuencia tiránico.
5. Los dos poderes
Siendo el hombre una unidad, aunque compuesta por dos sustancias, quien manda sobre el hombre debe influir sobre las dos partes que componen esencialmente al individuo. Por tanto, eximir a la Iglesia del gobierno del cuerpo, y al Estado de obligar en conciencia, es una separación contra naturam. Los dos poderes siempre se encontrarán a sí mismos en el mismo campo, ya sea unidos para construir el orden, ya sea combatiéndose y triunfando el uno sobre el otro. Quienes (porque aborrecen a la Iglesia o por un deseo de libertad sin límites) promueven la separación, no pueden hacer otra cosa que, o bien permitir una completa anarquía de las conciencias, o bien encadenarlas con el uso de la fuerza.
Una vez arrancado el primigenio fundamento sobrenatural del derecho hipotático, todo lo natural perdió también su fuerza, y el individualismo y el materialismo (irracionales, pseudo-místicos, tardomedievales, protestantes y lockeanos) invadieron todo el cuerpo político. El gobierno, aun elegido democráticamente, ya no podía representar nada sustantivo y útil para los seres humanos. Si se conseguía algún bien por medio suyo, tenía que ser algo accidental, o bien resultado de los restos moribundos de un espíritu católico: cualquier cosa menos producto del sistema mismo. «Admitan con franqueza que la ley es expresión de combinaciones fortuitas», rogaba Taparelli a los liberales, pero «por favor, no me digan que en su sistema eso representa la [verdadera] voluntad de la nación».
¿Cómo podía ser de otra manera? La representación en el orden constitucional moderno era atomística, basada en individuos separados de las sociedades y de las autoridades sociales que descubrían de verdad sus necesidades, vicios y virtudes, y por tanto los perfeccionaban. Tal representación refleja tan poco a las personas reales y sus intereses «como los trozos de carne macerada a los que la reduce el cuchillo del carnicero representaría a una ternera». ¿Cómo podían ser esos representantes expertos a la vez en política exterior, agricultura y comercio?
Los legisladores no podían apreciar los objetivos espirituales últimos de la sociedad, es decir, coordinar a los hombres tal como son en realidad (cuerpo y alma), escuchar los mensajes de la naturaleza proclamados por las corporaciones orgánicas, y meditar sobre su significado. La legislación se reducía a enfrentar vulgares intereses en una guerra eterna de todos contra todos (con alianzas sólo accidentales y temporales), y a perfilar «leyes» puramente convencionales respaldadas por la fuerza, más que por la Fe y la razón.
Pero el Estado liberal no tenía una cabeza clara, eficaz y encarnada que administrase esos pronunciamientos arbitrarios respaldados sólo por la fuerza. Los checks and balances [controles y equilibrios] diseñados para manejar la guerra política de todos contra todos evaporaban los poderes del ejecutivo. Se los rodeaba de restricciones tan castrantes para la cabeza del Estado, que dejaba de ser cabeza en cualquier sentido práctico. Incluso si podía sobreponerse a las limitaciones a su autoridad impuestas por un legislativo incapaz de representar la verdadera voluntad popular, su poder y las «leyes» de un parlamento interesado sólo en sí mismo serían contestadas por un poder judicial que consideraba cualquier iniciativa de la autoridad social como si llevase en sí la destrucción de toda «libertad» individual.
Esa inferencia… se aplicaba a todo lo que un hombre tiene en la tierra y es gobernado en sociedad por la autoridad. Podríamos decir que el lenguaje del ciudadano se convierte en inútil en la medida en que la soberanía del Estado puede prohibir los insultos y las maldiciones. La acción humana queda destrozada desde el momento en el que se prohíben el robo y el homicidio. El hogar se rinde cuando no puede ser usado para organizar estragos y complots. En suma, si el gobernante tiene derecho a ordenar la sociedad, si tiene poder, la sociedad carece de valor (para los liberales).
Por tanto, a pesar de su aparente potencial para una acción irracional y tiránica, la historia de los sistemas representativos democráticos y constitucionales es una historia de impotencia, falta de confianza y parálisis, haciendo casi imposible toda acción decisiva, da igual que sea arbitraria o justa.
6. Estado, oligarquía, partido y voluntad de poder
Pero los hombres desean el orden. En el sistema representativo democrático constitucional descrito arriba no es el Estado en cuanto Estado quien puede ofrecerlo. Es el partido oligárquico organizado por la burguesía liberal el que ofrece al hombre el orden que suplica.
Conducido por la voluntad de poder, el partido maneja los hilos de esa marioneta que es el Estado democrático constitucional. Sus ramas ejecutiva, legislativa y judicial hacen lo que el partido quiere que hagan y con la autoridad que el partido les ceda. El partido le dice a la gente que el gobierno está cumpliendo la voluntad popular, cuando a quien sirve en realidad es a los intereses de la oligarquía. Y si la población reacciona contra su opresión, el partido sacrifica como víctimas expiatorias a sus mandos-marionetas ejecutivo, legislativo y judicial. Se responsabiliza entonces al inútil Estado liberal de los crímenes que perpetra la auténtica autoridad: a saber, la oligarquía liberal burguesa, que actúa a través de la pseudo-sociedad de un partido político.
Horrorizado como estaba ante la manipulación del sistema democrático representativo por las oligarquías liberales burguesas para sus mezquinos propósitos, Taparelli comprendió que el mantenimiento de su poder no era en modo alguno inevitable.
Por un lado, su victoria había sido posible sólo en unión con soñadores filosóficos y teológicos cuyas elevadas teorías identificaban la voluntad humana desencadenada con la voluntad de Dios y aportaban argumentos «democráticos» en apoyo de un cierto número de pasiones materialistas de campanario, dañinas para el verdadero bienestar del individuo (que no para el de los magnates liberal-capitalistas).
Por otro lado, el dominio liberal en los últimos tiempos ha sido asegurado casi siempre mediante la alianza con espadones bonapartistas y sardo-prusianos que daban rienda suelta a la ambición militar de que «el poder crea el derecho», ambición que al menos parecía temporalmente ser «buena para los negocios».
Los visionarios wilsonianos podían creer lo que quisieran sobre el valor del moderno gobierno representativo, pero el hombre medio cuyos ojos estaban abiertos al mundo que le rodeaba sabían que las críticas del Viaje al final de la noche de Louis-Ferdinand Céline eran correctas. Cuando la palabra «democracia» dirige el cotarro, lo único cierto es que al hombre medio le toca «pagar y callar».