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Número 517-518

Serie LI

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Una lección del siglo XV para la acción práctica actual

 

1. Introducción

Lo que sigue es una cavilación en torno a las vecindades prácticas entre la crisis del Gran Cisma de Occidente y la presente situación de la Iglesia. Salvo mínimos retoques, este artículo consiste en el engarce de tres sucesivas entradas de un cuaderno de bitácora, lo que da razón de una cierta informalidad en la expresión, lo cual, espero, no afectará demasiado a la consistencia de la argumentación. En aquel descomunal drama de la Iglesia del siglo XIV-XV pareciera que todo se jugaba en dirimir la «obediencia» papal genuina. La acerada lengua de una Santa Catalina de Siena representa a las mil maravillas ese modo de comprender la escisión de 1378, modo seguramente aún predominante también hoy cuando se echa la vista atrás para intentar comprender algo de todo aquel desbarajuste. En un primer momento idéntica –aunque materialmente su reverso– fue la disposición de Vicente Ferrer, también dominico, de la primera Orden. Lo más sugestivo en el combate del valenciano por preservar la fidelidad a la Iglesia de Cristo es que, al abarcar con su vida el entero arco de la dilatada ruptura eclesial, su respuesta moral, práctica, a esta circunstancia, sufrió una evolución inteligente que arroja mucha más luz sobre aquella crisis que cualquier otra de las de sus contemporáneos, incluidos santos de campanillas y abundosas revelaciones privadas. Es obvio que la situación actual materialmente no guarda semejanzas con aquella surgida a la muerte del papa Gregorio XI. Quienes de aquella vieja querella sólo les interesa dar con la línea ininterrumpida de sucesores de Pedro (noble aspiración, por otra parte), no verán ni remotamente qué lección se pueda extraer de aquellas agitadas calendas que resulte interesante para el cristiano de hoy. Sin embargo, como espero mostrar, en aquello que hace a la formación de la virtud de la prudencia cristiana, en su vertiente estrictamente eclesial –prudencia del fiel cristiano– pocas vivencias resultarán más ejemplares que la del dominico levantino durante el gran Cisma. Después de todo, si queremos eludir el riesgo de una vivencia ideológica de la fe cristiana, es necesario aprender a vivir cristianamente hasta las situaciones más incomprensibles para nuestra inteligencia. Tal fue la situación del pueblo de Dios en aquellos largos años de hundimiento de la visibilidad de la cadena apostólica y tal lo es hoy en que el desconcierto campa en las inteligencias cristianas.

 

2. La actitud de San Vicente Ferrer ante el Gran Cisma de Occidente

Corría el año de 1380 cuando fray Vicente Ferrer, de la Orden de los predicadores, compuso su célebre tratado sobre el «moderno cisma de la Iglesia». Apenas se cumplían entonces dos años del arranque del angustioso período conocido como «Gran Cisma de Occidente», momento en que sucedió la doble elección papal, primero la de Urbano VI y, poco después, la de Clemente VII.

Desde el comienzo de la escisión eclesiástica el fraile valenciano había militado resueltamente en las filas «clementistas». Estaba firmemente persuadido de que las amenazas, violencias y presiones a las que se había sometido a los electores durante el cónclave de abril de 1378 viciaban de nulidad, por coacción, cualquier resolución adoptada por aquella asamblea. «Romano lo volemo, o almanco italiano», ululaban las turbas tiberinas, enfervorecidas, a los electores del sucesor de Gregorio XI. Aquella nulidad la fueron proclamando, al principio paulatinamente, la práctica totalidad de los cardenales partícipes en la elección de Urbano, del que se fueron apartando en precipitado goteo. Parece, además, que el agitador e inductor de los cardenales arrepentidos no fue otro que un paisano mío, el obispo de Pamplona, Martín de Zalba, que principió por, a la vista de todos, regalarle un estruendoso desplante a Urbano, antiguo cofrade suyo en Aviñón. El 8 de agosto, cuando se cumplían cuatro meses de la designación como papa de Bartolomé Prignano (Urbano), la mayoría del colegio cardenalicio, reunida en Anagni, hizo pública la declaración de nulidad de aquella elección y la consiguiente situación de sede vacante. El intrépido Zalba se encargó de notificar en persona aquella peliaguda resolución al propio Urbano (que al punto mandó apresarlo). El 20 de septiembre aquellos cardenales eligieron como sucesor de San Pedro a Clemente VII.

Los hechos que rodean la génesis del gran cisma ofrecen abundante materia para la reflexión, para la meditación sobre la debida prudencia en las decisiones y sobre las consecuencias de esas decisiones, que rebasan ampliamente el ámbito de lo personal. Pero queden esas apasionantes consideraciones para otra ocasión.

El caso es que, dos años más tarde de aquellos acontecimientos, el flamígero prior dominico levantino redacta su tratado sobre «el actual (modernus) cisma de la Iglesia», dedicado «al cristianísimo príncipe» Don Pedro IV, rey de Aragón. Lo hace con la sana intención de convencer al monarca de que reconozca a Clemente como Papa y rechace a Urbano. Es lo que a su parecer y al de su mentor, el cardenal legado don Pedro de Luna, deben hacer todos los cristianos para finiquitar el cisma.

En aquel trance fray Vicente se había formado un esquema mental sobre la situación que resultaba simplicísimo. Como él explica, sus contemporáneos cristianos se dividen necesariamente en tres grupos: los que reconocen al que se presenta como papa de Roma, Urbano; los que acatan al papa que reside en Aviñón, Clemente; y, muy importante, los que no saben cómo salir de su perplejidad y no se inclinan ni por el uno ni por el otro, a la espera de conseguir claridad suficiente para tomar partido en lance de tan grandes consecuencias.

El librito es admirable por muchos títulos y evidencia las singulares dotes intelectuales y teológicas del santo valenciano. Incluso quienes afirman con rotundidad que el santo se equivocó «de bando» alaban la lucidez del estudio, sobre todo en su parte general y primera. El tractatus rebosa de sapiencia teológica, de amor a la Iglesia, de celo sobrenatural. Se podría decir que está repleto de verdades. Sin embargo, todas ellas están engarzadas, cual obra de concienzudo orfebre, para conducir al lector hasta una conclusión que es por fuerza falsa: la de que en el contexto del gran cisma «hay que afirmar llanamente que es necesario para la salvación determinarse en la creencia del papa verdadero» (I, V); que «no basta para la fe necesaria en la Iglesia de Dios creer bajo condición e indeterminadamente en el verdadero papa» (I, IV); y, por último, que «todos los que sufren ignorancia obedeciendo al falso papa y apartándose del verdadero pecan mortalmente, porque quebrantan el precepto divino y quedan excomulgados automáticamente según el derecho» (I, III). Que esas tres afirmaciones son falsas no requiere demostración. La historia de la Iglesia durante el gran cisma las refuta y las reduce a silencio.

Señala fray José María de Garganta que a partir de noviembre de 1399, San Vicente Ferrer se consagra a una tarea de apostolado y de predicación universal. Los veinte años que distan de la redacción del tractatus sobre el cisma han sido de una intensidad inverosímil. En ellos, el espíritu dócil a las intimaciones de la gracia ha sido afinado profunda y laboriosamente. En ese lapso, en el que ha desempeñado un papel de primer orden en la vida de la Santa Iglesia, San Vicente ha tenido oportunidad de conocer santos y bellacos en una y otra «obediencia papal», ha experimentado fidelidades y decepciones humanas y, sobre todo, ha madurado su personalidad, su prudencia, su santidad. Frisa los cincuenta años de una vida sin reposo ni tregua. Sus sermones de entonces, encendidos de fuego celestial como siempre, parece que dejan a un lado el asunto del cisma. Ese mero silencio, por sí solo, le hacía incumplir flagrantemente aquello que –so pena de condenación eterna– él exigía sin excepción a los demás dos decenios antes. Había escrito: «Todos, si quieren salvarse, están obligados necesariamente a informar al prójimo que esté en error sobre la legitimidad del sumo pontífice, induciéndolo a la verdadera y determinada obediencia de (el entonces) nuestro señor Clemente VII, papa» (III, I).

«Este cambio de actitud –comenta Garganta– es un testimonio muy fuerte de la existencia de un proceso interno que iba trabajando su conciencia. En alguna de las reportaciones (de sus sermones) se encuentra una alusión sobre la dificultad de saber cuál era el verdadero papa, de los tres que entonces eran reconocidos en los diversos sectores de la cristiandad» (pág. 79).

Durante aquellos años y hasta algún momento antes del 6 de enero de 1416 San Vicente siguió reconociendo públicamente al sucesor de Clemente VII, Benedicto XIII (Pedro de Luna), como papa legítimo. En aquella fiesta de la Epifanía el santo fue el encargado de leer públicamente el acta del rey Fernando I de Aragón por la que sustraía la obediencia del reino al papa Luna. Ignoramos qué valor concedía San Vicente a aquel acto diplomático y están lejos de quedar claras las razones teológicas de su apartamiento definitivo de Benedicto XIII, que en todo caso se hizo manifiesto en aquel punto. Las explicaciones al uso son inaceptables, por indignas de una de las más lúcidas y rectas cabezas teológicas de su tiempo, si no la más refulgente. No hubo pragmatismo en su decisión: de hecho, el santo rechazó las insistentes invitaciones a tomar parte en el concilio de Constanza, asqueado ante los errores conciliaristas de muchos de sus promotores. Si algo se puede decir de los actores principales del drama peñiscolano, desde Luna a Ferrer, pasando por Zalba y toda la corte pontificia es que abominaban de las ramplonas conjeturas de los traficantes conciliaristas. Piénsese lo que se quiera de Benedicto XIII, nadie pondrá en duda que creía servir a la verdad, como acreditan sus zagueras palabras, abandonado ya de casi todos: «Aquí está la verdadera Cabeza de la Iglesia, aquí solamente está el arca de Noé»

Parece evidente que durante los veinte meses que siguieron a su rechazo de Benedicto XIII San Vicente Ferrer pasó por alto el una cum famulo tuo papa nostro en el Te igitur del canon de la Misa. Ya no podía citar en él a Benedicto, al que no consideraba papa. Así lo mandan las disposiciones litúrgicas para un tiempo de sede romana vacante.

 

3. Del fogoso treintañero al sereno sesentón

San Vicente murió el 5 de abril de 1419, un año y cinco meses después de la elección de Martín V. Es probable que el santo llegase a reconocer como tal al papa de la unidad recuperada. Si lo hizo, no me consta cuándo. En todo caso, en esos meses finales prosiguió la misma línea de conducta de sus años últimos: parece que evitó hacer del asunto objeto de su predicación.

De la trepidante vida de San Vicente Ferrer me interesa ahora extraer una enseñanza. Entre el fogoso religioso treintañero y el desgastado y sereno fraile sesentón media un cambio de actitud radical en cuanto al problema de la autoridad. Sin embargo, no parece que sufriera una evolución reseñable en cuanto a sus posicionamientos doctrinales. Es decir: la doctrina es la misma e inalterable en el santo joven y en el anciano. ¿Dónde está el cambio? A mi modo de ver, el dominico, cribado por la dura experiencia, ha profundizado en su sabiduría y en su prudencia hasta advertir la importancia de factores contingentes que antes infravaloraba. Las cosas que él exponía en su tratado del cisma eran, prácticamente todas y desde luego las más importantes de ellas, verdaderas. Pero no eran todas las que estaban en juego, por lo cual, de premisas verdaderas (pero no completas) podía concluir una falsedad.

¿Qué era lo que el santo no advirtió en su ardor juvenil y que poseyó en su madurez y senectud? Con Shakespeare diríamos «Horacio, hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que imagina tu cabeza» (Hamlet 1, escena 5, freely). San Vicente había quedado rápidamente convencido de la legitimidad de la pretensión de Clemente VII. No es de extrañar, pues, todavía hoy, a pesar de obsequiosos historiadores que desdeñan al que piensan «perdedor» en aquella querella, los argumentos del santo y los hechos que conocemos en torno a la elección de Urbano VI son inquietantes y nada despreciables. Concedamos también que esos argumentos son objetables, pero nos lo parecen más hoy que lo que podían parecerlo entonces. Eso, sin embargo, es irrelevante ahora. El asunto es que el santo quedó moralmente convencido de que el único papa legítimo era Clemente. Lo único que ese convencimiento significó fue la plasmación de una premisa menor para un silogismo de acero: «Ticio o Cayo es el papa». La mayor era y es indiscutida: «Todo católico debe reconocer y someterse al papa». La conclusión se erguía, incontenible como un alazán desbocado, con desafiante arrogancia: «Quien rechace el papado de Clemente o aun dude de él, está excomulgado». Tratándose de un acto necesario para la pertenencia a la Iglesia y resultando posible conocer el dictamen de la Iglesia (según le parecía al santo: ahí se equivocaba, ahí se precipitaba), existía la obligación gravísima de acertar en la determinación. No cabía excusa ninguna para suspender el juicio alegando cortedad de luces. Dos o tres decenios más tarde, el mismo santo, con la misma fe y la misma doctrina, pero con una pesada mochila de periculis[1] a cuestas, y con un grado excesivo de los dones del Espíritu Santo, sobre el mismo asunto que amargaba en la boca de todos y penitenciaba las almas de todos, el mismo santo guardaba religioso silencio. Y si en alguna ocasión llegaba a quebrarlo era para comprender, sin chalanear: ¡qué difícil resulta discernir quién, de estos tres, sea el verdadero papa! Para, a renglón seguido, continuar predicando del Cielo, de la misericordia y del juicio de Dios, de la conversión… ¡Eso no puede pararse!

San Vicente Ferrer de joven, San Vicente Ferrer de viejo. Ya decían Aristóteles y Santo Tomás que la prudencia es patrimonio de los canosos. Pero detengámonos todavía un poco: no se puede dudar de que la verdad especulativa sobre la crisis del gran cisma tenía que ser una verdad objetiva. Uséase: o bien los papas de Roma eran los legítimos, o lo eran los de Aviñón-Peñíscola, quizás los de Pisa o, por último, ninguno de todos ellos lo fue (posibilidad ésta última que San Vicente rechazaba absolutamente). Pero más de un papa a la vez, no. Cualquier alma noble se indigna ante la misma insinuación de un cambalache, de un trapicheo, como salida de semejante brete. Pero –como también a muchos, muchísimos, nos ha ocurrido hoy dentro de nuestra peculiar y distinta crisis de autoridad– al santo todavía joven se le antojaba que prestaba un servicio a Dios si afirmaba una sentencia especulativa e intangible sobre la crisis hasta convertirla, tal cual, en verdad moral. En vía de salida para aquel atolladero. Aquel celo, por paradójico que parezca, pudo contribuir a agravar todavía más el morbo que con toda su alma deseaba remediar. Porque la verdad sobre la crisis es siempre, sí, la que es, es objetiva, pero una y simple no lo es más que para Dios. Si esa verdad hubiera sido objeto anticipado por la Revelación no tendríamos más que asentir a ella. Pero lo que sí constituía el objeto de la Revelación y su explicitación magisterial –el dogma y la moral– ya era compartido por todos los protagonistas, de un lado o de otro, de aquel gran cisma. Dentro del esquema exageradamente especulativo del joven Ferrer se volvía tan necesario dirimir la premisa menor –fáctica– como profesar con fe católica la premisa mayor junto con todo el depósito de la Revelación. Ése es el error.

En circunstancias normales, la noticia suficiente de haberse observado los procedimientos de elección pontificia, pero más frecuentemente todavía de la recepción universal por parte de la Iglesia de un nuevo Papa constituye lo que se ha llamado «hecho dogmático». Pero incluso con ese grave refrendo esa información no pierde su condición de verdad contingente.

El breve relato de lo sucedido en el origen del cisma da una pálida idea de lo confuso que resultó todo aquel drama, de la oscuridad radical que lo envolvía todo. La tentación era querer demostrar demasiado, querer resolver la crisis de forma exclusivamente especulativa y preventiva, por lo que inevitablemente se incurría en una radical inadecuación al tratar un aprieto práctico con criterios de la verdad intelectual (las verdades de fe, como se ha indicado, no eran cuestionadas entonces por ningún contendiente).

La vía de resolución del cisma no podía ser aquélla. De hecho, el Vicente Ferrer anciano no ha modificado un ápice su fe ni su doctrina moral, pero ha comprendido la impenetrabilidad especulativa que ofrecía la pugna entre los diferentes papas (algo sobre lo que, a fecha de hoy, nada hay definitivo, salvo que se tome la nomenclatura de los papas como objeto secundario del magisterio infalible, cosa poco razonable).

Había que detenerse y serenamente recomenzar por hacerse las preguntas adecuadas. ¿Qué era lo que demandaba Dios a aquella generación (en cuanto tal, no a tal o cual individuo)? ¿Acertar con la opinión probable respecto al papa legítimo (un discernimiento ante todo intelectual)? ¿O bien adoptar conductas prudentes a la vista de una situación excepcional y de la información disponible? El dilema era si principalmente se trataba de discernir una verdad objetiva o una verdad práctica. No es éste el lugar de desarrollar las implicaciones de ubicar el problema ante todo en el dominio práctico. Señalaré que en ningún caso eso relativiza las exigencias perennes de la verdad objetiva (en este caso de fe y de moral, y de las «consecuencias de la fe»), pero significa que en este punto en particular no se trata de acertar absolutamente con una idea resolutiva, sino de obrar el bien debido: el bien de disponer nuestra acción en orden a un bien mayor (la unidad de la Iglesia). No es que de nuestra acción se derive ese bien, sino que debemos ordenar nuestra acción adecuadamente a ese bien, que sólo Dios puede conceder. Hay que señalar que en ese sentido la conducta de San Vicente fue siempre ejemplar, incluso cuando se equivocó de planteamiento, pues su ardiente caridad, su amor encendido por la Santa Iglesia, su pobreza evangélica, su predicación infatigable de la fe, su penitencia y su misericordia compensaron con creces aquel error de perspectiva. A la postre, lo condujeron a un grado de santidad excepcional en la historia de la Iglesia y, sobre todo, hicieron más por la curación del cisma que cualquier transacción diplomática o cualquier sistema doctrinal imaginario que explicara la crisis.

 

4. La crisis y el ejemplo de San Vicente

Ahora, la enseñanza que entreveo en aquella penitencial aventura de Ferrer durante el Gran Cisma. La Iglesia hoy está afligida por tempestades diferentes, pero tremendas también. El rebaño que se ha resistido a la dispersión está desorientado. Yo también apuro mi ración de desconcierto. Es duro admitir que uno no llega siquiera a formarse una imagen completa de una realidad, que no alcanza a incluir toda la información relevante sobre la situación de la Iglesia dentro de un solo razonamiento sustancial. Que no sabemos qué está pasando. Bueno, eso no es verdad del todo. No sabemos lo que está pasando en cuanto al desciframiento del cúmulo de sucesos individualmente considerados, uno a uno. Alcanzamos, sí, a aplicar principios dogmáticos a fragmentos del problema –algunos, más despabilados, a muchos problemas– pero no a su conjunto. Tampoco, por lo mismo, somos capaces de formarnos una idea sintética, de dar con una clave, todavía en el orden de las causas segundas, que explique el porqué de este escenario. Pero no son ésas las únicas verdades disponibles, ni la verdad más alta, sobre este asunto. Nuestra fe no es saldo en almoneda o, por decirlo a la moda, no es «falsable». La fe tiene sus preámbulos razonables y tiene sus razonadas defensas púgiles. Es lo debido y es imprescindible. Pero el corazón de la fe se escurre de esos ruedos: es merced del cielo, es pacífica posesión de una verdad de la que no somos caporales y a la que no podemos acostumbrarnos. ¡Sabiduría de Péguy que alertaba contra las «almas acostumbradas»!

Si en medio de esta tiniebla no pierdo la fe, no sólo debo dar gracias al cielo por ello: debo vivir de la fe. Por chocante que resulte, la presente crisis de la Iglesia no es, en sí misma, un mal moral (diremos que en sentido absoluto es un bien moral). La miríada de dramas morales que en ella compadecemos y que nos estragan a nosotros mismos no eclipsan esa luminosa verdad originaria. El Espíritu Santo gobierna hoy su Iglesia con la misma inmediatez, con igual poder, con idéntico celo que en Pentecostés o en el concilio de Trento. Eso nos permite decir, con los santos: «¡Bendito sea Dios!», también por la crisis: algo que no podemos decir ante un mal moral. Ciertamente se trata de una prueba muy particular. No es un cataclismo natural: nuestra fe y nuestra esperanza –también nuestra caridad, he ahí un intríngulis del asunto– se ponen a prueba de un modo singular y extremo. Así lo ha querido Dios para nosotros y a eso nada tenemos que añadir.

De manera que la crisis es enorme, pero no más grande que la fe. La prueba se nos hace ineludible, imponente, viendo las enseñanzas eclesiales de los últimos cincuenta años. En apariencia, al menos, no se compadecen con el magisterio vetusto, lo que siembra la confusión. Sin anticipar juicios explicativos y ciñéndonos a cómo han sido recibidas estas enseñanzas, diremos que para la mayoría de los cristianos (ut in pluribus) la Iglesia hoy no enseña la misma doctrina en cuanto a su identidad con la Iglesia de Cristo, al ecumenismo o la libertad religiosa. Reconciliaciones hermenéuticas aparte (no es mi empeño), haría falta estar muy ciego para no advertir que basta con sostener en público la vieja doctrina de que la Iglesia católica es la Iglesia que Cristo fundó, que el único ecumenismo es el de retorno a la sola arca de salvación, «la católica», o que no existe ningún derecho natural civil a propagar el mormonismo para palpar la profunda discordia que anida en el pueblo cristiano. Existe otra serie de alteraciones en materia disciplinar y litúrgica que han contribuido a conformar una mentalidad popularizada que, sistemáticamente y en cualquier terreno, distingue: «Eso era antes, ahora ya no es así». Y dejo aparte –por ser consecuencia y no causa– la proliferación de heterodoxias mutantes, al amparo de esa mentalidad popular fluida y fluyente que asume el cambio como parte del dinamismo de su fe. Pero ahí quedan también, para testimoniar a su modo el delicado trance de este momento de la Iglesia.

La inmensa muchedumbre que ha cedido a una fe «líquida» y mundanizante no advierte que exista esta crisis. Para ellos existe otra, según se la imaginan: el riesgo «involucionista», la amenaza de volver su fe «sólida» y pre-conciliar. Lamentablemente, en el sentido más helénico de la palabra y sin ánimo despectivo, son ya «idiotas» desconectados de la lógica sobrenatural y de la razón natural.

En cambio, otros espíritus –cuajadamente cristianos: muchos excelentes y todos preocupados por la salvaguarda de la fe– tienen la tentación de pensar que la prueba es excesiva. De ahí que, más o menos conscientemente, la quieran conjurar, exorcizar o abolir «explicándola». Y de ahí que vean razonable exigir la adhesión a su «explicación» para resguardar la identidad de la fe y las promesas de Jesucristo. En esta categoría destacan dos polos: los que afirman que la constitución divina de la Iglesia impide absolutamente que tal situación se dé (los cuales se ven obligados a imputar la defección y la desmoralización epidémica de los cristianos a la apostasía de teólogos y de jerarquías inferiores, erigiendo un preservador «cordón sanitario» en torno a las enseñanzas y decisiones disciplinares de los romanos pontífices que, a priori son siempre magníficas) y los que afirman, en una gama amplísima (con un pequeño sector que hace observaciones muy lúcidas y valiosas junto con una amplia mayoría que incurre en confusiones teológicas lamentables, cuando no demenciales) que los papas del postconcilio no son papas. Ambas tipologías coinciden en una cosa: un «no puede ser» preventivo ante el alcance de la crisis. Ésta no se niega radicalmente, pero se la reconduce a derroteros más digeribles según la disposición de cada cual [Sé que las tres frases precedentes requerirían de un entero volumen dedicado a desgranar, matizar y diferenciar, así como a estudiar la multitud de posiciones intermedias. Sin embargo, lo que aquí quiero señalar requiere ir a uña de caballo, para no perdernos en tan enmarañado busilis].

Hoy, como en tiempos del Gran Cisma es una tentación querer ante todo ofrecer una explicación que quite la espoleta, que haga más soportable la prueba de la crisis, reduciéndola a dimensiones «controlables» teológicamente. Si la explicación fuera tan simple, si estuviera tan al alcance de todos, la crisis en realidad sería un enorme malentendido, un atoramiento de las inteligencias (lo cual forma parte innegable de nuestro apuro, mas no da razón del fondo de la cuestión). Pero en aquella gran escisión de entonces igual que sucede hoy, los nobles espíritus que se impacientaron por ofrecer explicaciones incurrieron –me parece– en un exceso de celo contraproducente (Santa Catalina no tributaba menores ni menos truculentas lindezas a los clementistas que las que el joven Ferrer dedicaba a los urbanistas. Dos santos, todo hay que decirlo, inteligentes y carismáticos hasta la ebriedad, privilegiados de los dones místicos como pocos…).

He aquí que, ciñéndome a las dos posiciones hoy extremas (discúlpenme las etiquetas que me disgustan y que uso sólo por abreviar), tanto las explicaciones «oficialistas», como las «sedevacantistas» (ambas en sus versiones más razonables) incurren en el fenómeno psicológico llamado «disonancia cognitiva». Es decir, al advertir que sus explicaciones no dan razón de «todos» los aspectos del problema, inconscientemente eclipsan, cancelan en su mente la insuficiencia de la propia explicación. Con este expediente dan por implícitamente resuelta la carencia de su sistema explicativo. Lo más curioso es que en estos casos las disonancias son estrictamente complementarias, recíprocamente especulares: los católicos que afirman que en los últimos decenios nada ha variado en cuanto al modo de ejercerse las prerrogativas de los pontífices vienen a dar por resueltas implícitamente todas las contradicciones doctrinales del magisterio reciente, sin sentirse en la necesidad de explanar esa identidad y esa continuidad. Los católicos que, apoyados en las contradicciones del magisterio actual, afirman que los papas postconciliares no son tales, afectan desconocer las contradictorias consecuencias que conlleva un diagnóstico semejante, cuando se lo prolonga durante más de cincuenta años, en lo tocante a la apostolicidad de la Iglesia y a su misma subsistencia como sociedad visible. O sea, que lo que remedian unos los otros lo dejan a la intemperie y exactamente al contrario. Partiendo de principios dogmáticos semejantes (quiero pensar que idénticos en los mejores casos) se llega a una nueva versión del mors tua vita mea, con lo que el litigio resulta una réplica del vivido con las sanguíneas conjeturas y drásticas condenas mutuas de un San Vicente Ferrer juvenil contra las de una Santa Catalina de Siena. Adviértase que la «disonancia cognitiva» es propiamente un amotinamiento moral que tiene un reflejo psicológico e intelectual. Es decir, no prejuzga de la lucidez, de la brillantez (y en este caso de la santidad o de la competencia teológica) de las inteligencias que lo sufren. Es un desfondamiento, una extenuación precoz ante la prueba, tal como la manda Dios mismo.

Con lo hasta aquí esbozado y dada la reciprocidad complementaria de estas argumentaciones poco me costaría decir que, si no fuera por la fuerza de los argumentos razonables de los «oficialistas», yo sería un «sedevacantista» confeso, o también que de no ser por la fuerza de los argumentos cuerdos de los «sedevacantistas», me consideraría un «oficialista» feliz. Pero como en anteriores tumbos de mi rebusca ya recalé en ambos puertos (o en otros parecidos), no tengo la menor prisa por disimular antinomias que no puedo resolver.

Hay, además, otro factor muy importante que empareja estas respuestas aparentemente irreconciliables. Si ante la ordalía con la que Dios nos examina exigimos no ya la teologal adhesión de la fe, sino la conformidad con una determinada explicación, el resultado casi inevitable es la condena desmesurada y brutal (el adjetivo «cismático» se regala con una prodigalidad estremecedora, en abierta contradicción con las exigencias canónicas) para quienes no suscriban nuestra interpretación. Nada más natural –aparentemente–, pues ¿qué puede haber más dispar que alguien que exija la incondicional sumisión a un papa y alguien que niegue que lo haya? La consecuencia siguiente es el radical extrañamiento moral y afectivo que se profesan mutuamente quienes comprenden la crisis de modos incompatibles. Aunque hipotéticamente se concedan los unos a los otros lo más elemental (la profesión de la fe), de facto y sin razón proporcionada se quiebra la unidad práctica, cordial y efectiva de la Iglesia. «Y viendo Jesús los pensamientos de sus corazones, les dijo: Todo reino que está en sí mismo dividido será arrasado» (Lc. 11, 17, desolabitur). Hablando en términos morales (y no jurídico-canónicos), subrayo un germen, una tendencia cismática en quienes se retiran del comercio amistoso con los hermanos que, profesando la misma fe, no alcanzan a concordar en una misma explicación de este drama. O, como es mi caso, no sostienen ninguna explicación más allá de constatar el oscurecimiento y la humillación misteriosamente queridos por Dios para la purificación de su Iglesia y cuyo significado se reserva Él en su intimidad. Ese germen de división lo advierto en todas las elucidaciones pretendidamente sistemáticas de la crisis de la Iglesia. Falla que también parece caer de pleno dentro de la compartida «disonancia cognitiva» que alcanza por igual a unos y a otros. Raramente esas «hermenéuticas rivales» se plasman en una leal, sincera y eficaz preocupación de amistad cristiana con «los otros».

Se equivocará quien –desde cualquiera de las esquinas de la palestra– interprete mi alegato como versión de un irenismo lánguido a lo von Hügel o lord Acton, como propuesta de un amor sentimental y voluntarista a modo de bálsamo de discordias doctrinales. Que cada cual piense lo que quiera, pero afirmo que ni estoy cansado de bregar, ni de pelear, ni se me han reblandecido las meninges (todavía), ni sobre mi fe se cierne duda alguna, ni entretengo la sospecha de que no exista una verdad objetiva sobre esta crisis. Esa verdad objetiva existe y todos, cuando se haga manifiesta, habremos de plegarnos ante ella sin reserva alguna. Tampoco niego que el esfuerzo teológico pueda ser la vía por la que Dios nos permita avanzar en la comprensión de su voluntad en esta coyuntura. Así que no disuado del uso de la inteligencia, al contrario. Lo que digo es algo mucho más elemental: usemos la inteligencia y combatámonos nuestras ideas, pero no podemos permitirnos posponer nuestra respuesta a Dios y a los hermanos para cuando consideremos que esa claridad es universalmente reconocida. Hace falta dar una respuesta ahora. Como ha hecho falta en cada instante de esta larga crisis. Tenemos un depósito de enseñanzas dogmáticas indudables (entre las que también se cuenta la apostolicidad de la Iglesia y su perdurabilidad visible) y tenemos un ejercicio anómalo de la autoridad de la Iglesia (no su ausencia, aunque cuando escribo esto estemos, de facto, en «sede vacante»)[2]. Y, por favor, que quede claro: no estoy proponiendo una «super explicación» mejor que las demás, no.

En eso consiste, precisamente, el fondo más amargo de esta prueba que –a nadie le quepa sombra de duda– es fruto de la caridad y de la misericordia de Dios: en que, después de haber descuidado durante siglos la formación de la virtud de la prudencia en el pueblo de Dios, cada cual ahora ha de esforzarse por dar una respuesta prudente a esta descomunal realidad, sin que para ello tengamos a disposición «la mano segura de otras veces» de los teólogos. ¡Cuántas reflexiones y cuantas peleas nos debemos todavía en este terreno (y aquí, obviamente quedan pendientes)! Y ojo: la verdad práctica que alcanza la prudencia en algunos casos puede disociarse de la verdad especulativa. ¡Se puede acertar prácticamente errando especulativamente!

Y voy concluyendo. A los que piensan que todo se cumple con asentir siempre a lo enseñando por estos papas recientes les diré cordialmente que ya me dirán cómo se hace eso cuando toca asentir a proposiciones contrapuestas. A los que me dicen que no hay Papa ni obispos legítimos les diré tranquilamente que no veo cómo se pueda sostener que ha desaparecido la jerarquía de la Iglesia y seguir creyendo en las promesas de Cristo. Y a entrambos les contaré lo que creo respondería el San Vicente veterano: «Es muy difícil, ¡qué demonios!, es muy difícil saber qué está pasando con la Iglesia. Hay dos cosas que no haré: ni negar los problemas ni dudar de mi fe. Y, mientras tanto, haced el favor de ayudarme a no excusarme en esta oscuridad para entibiarme ante Cristo y mis hermanos. Facilitadme la caridad».

El juicio prudente es difícil y más cuando se hace en medio de la refriega; requiere rectificación constante y sin perder de vista nunca la Polar. Niego que sea posible la artificial claridad que reivindican «conservadores», «sedevacantistas» y adalides de «jurisdicciones suplidas» (de nuevo perdón por la jerga) y confieso que me extraña la fijeza de algunos en posiciones sobre las que el paso y el peso del tiempo y las batallas parecen no hacer mella. Pero en relación a ellos me limito a señalar errores doctrinales, si los detecto, porque con ellos no podemos fundir aleación ninguna ni componer nada. En el orden práctico, intento presumir que no hay pertinacia en nadie, me protejo de su «caridad» hacia mí y cultivo las amistades que me lo permiten, en sodalicio de oración mutua.

Pero los pliegues más menudos de esas cosas que he vivido y aprendido en esta aventura (trompicando como cojo por vericueto) y que cargo en mi mochila son como la canción del marinero de Arnaldos. No se las canto «más que a quien conmigo va».

 

[1] In itineribus saepe, periculis fluminum, periculis latronum, periculis ex genere, periculis ex gentibus, periculis in urbe, periculis in deserto, periculis in mari, periculis in falsis fratribus («Frecuentemente de viaje; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos») II Cor. 11, 26.

[2] Pues fue escrito tras la renuncia de Benedicto XVI y antes de la elección de Francisco.