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Número 517-518

Serie LI

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Jean Madiran (1920-2013): el último discípulo de Maurras

El propio Charles Maurras lo predijo en una de sus últimas apariciones públicas. Corría 1944 cuando delante de los estudiantes de la Acción Francesa preconizó a dos jóvenes como sus continuadores: Jean Ousset y Jean Arfel. El primero fundaba poco tiempo después la Ciudad Católica, que tanta tinta haría correr en la prensa francesa y que merced a Eugenio Vegas Latapie y Juan Vallet de Goytisolo tendría traslación, y duradera, a este lado de los Pirineos. Mientras el segundo, que pronto adoptaría el nom de plume de Jean Madiran, añadía a su quehacer de cronista político el de profesor en la escuela que dirigía André Charlier y se hallaba en el château de Maslacq. Por ahí había de entrar, junto a Maurras, una segunda referencia capital en su biografía intelectual: Charles Péguy, de quien André Charlier y su hermano Henri, escultor y escritor, ambos conversos, tenían parte en su espíritu. En esa doble herencia, y a beneficio de inventario, hecha propia sobre el lecho de la filosofía cristiana en su versión tomista, está in nuce toda la inspiración de la obra de Jean Madiran.

En 1956 da vida a una revista, Itinéraires, llamada a constituirse en lugar geométrico de un catolicismo combativo, contra el comunismo, de acuerdo con la necesidad imperiosa de la época, pero no menos contra la fortuna anónima y vagabunda, o contra el clericalismo modernista que hacía presagiar los tiempos de hierro del posconcilio. Una revista mensual, de un centenar de páginas, con colaboraciones cuidadas aunque sin pretensiones de Academia, que iba a durar con esa fórmula hasta 1989 y con periodicidades crecientes hasta su desaparición en 1996. Una revista que él no quería dirigir, sino tan sólo inspirar, pues había pensado encargarla al escritor André Frossard. Años después reconoció que hubiera sido un error, pues Frossard cayó del lado confortable del poder en las batallas que azotaron al catolicismo francés bien pronto, aun antes del Concilio, y sobre todo después. Mientras que Madiran e Itinéraires sufrieron no sólo el ostracismo sino la condena formal. Inaudita parte, como de costumbre en los procesos de la inquisición moderna. Entre sus colaboradores destacan los hermanos Charlier, el «filósofo campesino» Gustave Thibon, el economista Louis Salleron, los filósofos belgas Marcel De Corte y Charles de Koninck, el almirante Auphan, los escritores Jacques Perret, Henri Pourrat, Michel de Saint-Pierre y el brasileño Gustavo Corçao. Más adelante también el historiador Jean Dumont. Y, desde el campo eclesiástico, el dominico Calmel, los abates Dulac y Berto, el benedictino Calvet y el arzobispo Lefebvre... Así pues, Itinéraires se situó en el austero camino de la crítica contra –así la llamó Madiran en uno de sus libros– «la herejía del siglo XX» y fue adelantada en combatir la posteridad, por más que hubiese sido incoada antes, del Concilio Vaticano II. En particular la «nueva misa», impuesta con violencia en todo el orbe católico. Antes de que el arzobispo Lefebvre iniciara su obra, los hombres de Itinéraires alzaban la voz. En 1988, en cambio, cuando aquél se decidió a consagrar cuatro obispos sin mandato –o con la prohibición– de Roma, Madiran se negó a pronunciarse, ni aprobando ni condenando el acto. Marcel Lefebvre y la Hermandad de San Pío X, naturalmente radicalizados en momentos muy delicados, no supieron comprender las razones de quien –una vez más con Péguy– pregonaba que «cuando hay un eclipse todos estamos a oscuras». Decidieron un boicot y la revista murió desangrada por las bajas de los suscriptores que lo secundaron. Madiran, a decir verdad, no prosiguió la pelea, más allá de la defensa propia, y guardó (y manifestó) siempre simpatía respecto de la obra de quien había sido su amigo. Hasta el punto de que, cuando hace pocos años se rodó un documental sobre la vida del prelado, ya fallecido, Madiran no tuvo empacho en reconocer ex post facto que con ese acto había dado solidez a su fundación. Si bien sigo sin estar seguro, a tal señor, tal honor. Quizá, en este orden de cosas, lo más relevante sea su carta al papa Pablo VI de 1972, donde reclamaba: «Santo Padre: Devolvednos la Escritura, el Catecismo, la Misa. Estamos cada vez más privados de ellos por arte de una burocracia colegial, despótica e impía, que pretende, con razón o sin ella, pero que pretende de todos modos, sin ser desmentida, imponerse en vuestro nombre y del Concilio Vaticano II».

En 1982 añade a los empeños dichos uno nuevo. El de dar vida en Francia al primer diario «católico y nacional» después del fin de la Segunda Guerra Mundial: Présent, que sigue saliendo cinco veces por semana, y en el que Madiran –convertido en director emérito desde 2007– seguía colaborando con frecuencia, con editoriales o crónicas, hasta pocas semanas antes de su muerte. En las páginas del diario, más aún que en las de la revista mensual, se han hecho evidentes sus dotes de escritor de raza. Si el hombre es el estilo, con mayor motivo lo es el escritor. Y Madiran lo tenía admirable: acerado y elegante, directo y elevado. Se ha dicho que si en la superficie parecía dominar en él lo intelectual, con el trato emergía fácilmente lo emocional, escondiendo siempre púdicamente lo espiritual. No en vano era oblato benedictino de la abadía provenzal de Santa María Magdalena, en Le Barroux, y gran amigo de su fundador y primer abad Dom Gérard Calvet. De nuevo la herencia de Péguy, pues Dom Gérard era discípulo de los Charlier. Se ha pretendido que –ahora vuelve la de Maurras– fuese un polemista. Lo que le disgustaba, reclamándose en cambio cultivador de la controversia, en la que no se busca abatir a un enemigo sino convertir o al menos desenmascarar a un adversario. Por ello, lejos de hacer desaparecer sus «razones», las pesaba, las cernía, las citaba y las volvía a citar con esa prosa admirable y eficaz. Me parece que Madiran enlaza directamente en este sentido con Louis Veuillot, el director de L’Univers durante buena parte de la segunda mitad del siglo XIX y que Pío X propuso como modelo de los periodistas católicos. Veuillot escribió que «un periódico es esencialmente una máquina de guerra». Y Madiran lo explicaba: «Tenía razón Veuillot. Porque no somos nosotros quienes hemos querido la guerra, no somos nosotros los que hemos instalado en Francia la guerra política, la guerra escolar, la guerra religiosa que desde hace más de un siglo se afana en descristianizar nuestro país y en eliminar el poder espiritual de la Iglesia Católica». En el terreno de lo contingente, donde se ejercita la más humana de las virtudes, la prudencia, optó por apoyar al Frente Nacional. No sin reservas ni sin excepciones. Pero creo que también sin dobleces o rencores. Y, por lo general, sin interferir en sus querelles. Como antes había sostenido al mariscal Pétain y su «revolución nacional». «Optavi et datus est mihi sensus», reza el libro de la Sabiduría. Aunque no todas las opciones son siempre sabias...

Su obra escrita es abundante y, más allá de las colaboraciones periodísticas, pues no siempre he accedido a Présent, creo haber leído todos sus libros y la mayor parte de sus artículos de Itinéraires. Se distribuyen principalmente en tres ámbitos, el de la crítica política, el de la filosofía social y el de la crónica religiosa. Aunque no siempre es posible trazar netamente los confines ya que se entrecruzan con frecuencia. Por eso, resulta más fácil desdoblarla en libros que tratan preferentemente de la Ciudad y otros que lo hacen de la Iglesia. Aunque, incluso aquí, no es fácil encontrar el tejido seguro para aplicar el bisturí.

Respecto de los primeros, hallamos para empezar algunas de sus obras de juventud y, en particular, su libro sobre la filosofía política de Santo Tomás de Aquino (1948), con prólogo del propio Maurras y todavía bajo otro pseudónimo. A continuación, los escritos contrarios a la aproximación de ciertos núcleos católicos al comunismo, con títulos provocadores: Ils ne savent pas ce qu’ils font e Ils ne savent pas ce qu’ils dissent (ambos de 1955). A partir de un libro de 1959, de título también literario, y antes escriturístico, On ne se moque pas de Dieu, que contiene en germen parte de sus análisis, desarrolla sagazmente la línea de demarcación de las categorías políticas derecha e izquierda (1977), torna a la distinción entre una democracia clásica, pura forma de gobierno, y otra moderna que se pretende fundamento del gobierno (1978), y describe el proceso que condujo a Francia del liberalismo «avanzado» de Giscard al socialismo de Mitterrand (1981). Entre tanto, data de 1966 su ensayo sobre el comunismo bajo el rubro de La vieillese du monde. Que concluye así: «El objeto de la virtud de la fortaleza radicará en vivir cada día y dar testimonio cotidiano. Porque se necesita hoy una energía de hierro para resistir, en pensamiento y en acto, las presiones clericales o profanas que, anónimas, colectivas, irresponsables, aplastan las conciencias o las colonizan». Lo que, claro está, no se aplica sólo al comunismo. Pero también tratará siempre monográficamente algunos asuntos centrales de la doctrina social de la Iglesia como la justicia social (1961), el principio de totalidad (1963), la conexión entre doctrina y prudencia (1960) y, más adelante, los «derechos del hombre sin Dios» (1988) y la ley natural (1995). Igualmente pueden ubicarse de este lado sus libros sobre Maurras (1966, 1992 y 2004) o Gilson (1992). He dejado para el final su Une civilisation blessée au coeur (2002), donde tematiza una de sus preocupaciones constantes, la de la comprensión de la civilización en la perspectiva de la pietas, destruida en un mundo que desconoce, además del primero, el cuarto mandamiento y, a partir de ahí, todos los demás.

Del otro lado, no son menos las aportaciones salidas de su pluma. Que recorren, como las anteriores, toda su trayectoria. Así, la defensa de la Ciudad Católica (1962), entra en buena medida en este lote. Como, sub specie historiae, el estudio sobre el integrismo a partir del Sodalitium pianum (1964). Aunque son la denuncia de la herejía del siglo XX y la reclamación al Santo Padre (1970 y 1974), ya referidas, las que contienen mayor carga doctrinal y polémica. En un tercer momento, también tienen interés la discusión sobre el Concilio con el dominico Congar (1985) o la recopilación de los textos producidos en torno de las consagraciones episcopales del arzobispo Lefebvre en 1988 (1990). No ceja, sin embargo, a partir de ahí, como evidencia su denuncia de la «revolución copernicana en la Iglesia» (2002) o de «la laicidad en la Iglesia» (2005), y las obras más ceñidas temáticamente sobre la «traición de los comisarios» (2004), la historia del Catecismo en Francia (2005), la rendición de la Iglesia al comunismo (2007) o la historia de la «Misa prohibida» (2007 y 2009). Todavía, con noventa años, recogía sus crónicas del pontificado de Benedicto XVI (2010) y un año después daba a las prensas un divertimento literario, Dialogues du Pavillon Bleu, diálogo more platonico sobre la situación de la Iglesia y del mundo.

Con Jean Madiran abandona la Iglesia militante el último de los grandes del catolicismo tradicional (o tradicionalista) francés. En España, Eugenio Vegas Latapie, que tanto le admiraba, hizo publicar en la revista Verbo durante los años sesenta parte importante de los escritos de Madiran. No he hecho otra cosa, en la misma sede, estos últimos años. Pues parecía necesario, desde los acentos distintos de la orilla del tradicionalismo hispánico, no prescindir de la «voz grave, necesaria y obsesiva» de Péguy, que él reverberaba, la voz de la piedad religiosa, filial y patriótica. La voz de la reforma intelectual y moral. Junto con la voz de la reforma política, que a través de Maurras, también encarnaba. Y es que, como escribió Madiran en uno de sus libros de juventud, «las realidades más preciosas son también las más frágiles si no se las rodea de instituciones, si no se las provee de fortificaciones».