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Número 517-518

Serie LI

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Tecnocracia como gobierno: reflexiones sobre la teoría y la praxis en la España contemporánea

CUADERNO: TECNOCRACIA Y DEMOCRACIAS

 

1. Dos testimonios

El primero es el de Juan Vallet. Inolvidable mentor de Verbo y la Ciudad Católica, fue un cultivador del derecho civil, que practicó como notario y aquilató como estudioso. A fines de los años cincuenta del siglo pasado, merced en buena medida al trato con otro de los inspiradores de estas páginas y esta obra, Eugenio Vegas Latapie, iuspublicista tanto práctico como teórico, se abrió al contexto socio-político que condiciona el desenvolvimiento del derecho privado. Dos obras, respectivamente de 1968 y 1971, consagran ese ensanchamiento de su horizonte. Y a ellas nos vamos a referir a continuación.

El segundo, de Danilo Castellano, procede de una reflexión sobre la obra de Gonzalo Fernández de la Mora, que pasa entre nosotros por el teórico más destacado de la tecnocracia, con ocasión del décimo aniversario de su muerte.

 

2. La posición de Vallet

La primera de las dos obras relevantes de Juan Vallet de Goytisolo, Sociedad de masas y derecho[1], fue objeto de una crítica severa e injusta de parte de Gonzalo Fernández de la Mora, en la que afirmaba: «La llamada masificación, aunque no exenta de connotaciones negativas, me parece un avance en el proceso de socialización de la especie y de configuración política de la humanidad. El ensanchamiento del campo de acción del Estado permite una mayor racionalización de la convivencia. Lo que Maeztu llamaba “el sentido reverencial del dinero” es fecundo. La seguridad social debe ser completa. La igualdad de oportunidades es uno de los objetivos primarios de la acción del gobierno y para alcanzarlo se imponen, entre otras medidas, una fortísima limitación de la herencia y una política fiscal decididamente redistribuidora. La planificación económica es un instrumento de eficacia probada e indispensable para los países en vías de desarrollo […]. No sólo deseo la generalización de la enseñanza media, sino también de la superior, hasta convertir la vida entera de todo ser humano en educación permanente sin techo en el nivel de conocimientos y capacitación. Creo, finalmente, que para el hombre medio cualquier tiempo pasado fue peor y que la utilización sistemática y generalizada de la razón acelerará el proceso de hominización, del que es claro testimonio el último medio siglo de Occidente»[2].

Juicio además algo sorprendente, ma non troppo, a la luz del vertido pocos años antes, en otra crítica, esta vez dirigida al ensayista Vicente Marrero, también amigo y colaborador de estas páginas: «No es históricamente cierto que el liberalismo haya sido siempre algo ilícito y pecaminoso. Esta era la tesis integrista del padre Sardá. El liberalismo, como todas las ideologías políticas, ha evolucionado profundamente. Yo no sólo no lo condenaría en bloque, sino que salvaría de él, como lo han hecho los Pontífices, sus numerosos elementos nobles. Pero tampoco sigo a Marrero cuando afirma que “hoy la democracia no es tanto una forma peculiar de gobierno como un elemento esencial que ha de entrar en todos los sistemas políticos”. También es equívoco y polivalente el vocablo “democracia”; pero en su acepción científicamente más pura significa gobierno del pueblo y, en definitiva, voluntad general. Y ambas nociones atraviesan gravísima crisis. Llevamos siglo y medio de demoliberalismo; pues bien, de esta corriente bifronte yo no me quedaría con la democracia condenando al liberalismo, sino más bien lo contrario»[3].

Sorprendente –digo– porque el signo de su pensamiento parece haberse ido desplazando, de 1964 a 1969, en un sentido netamente socializador. Ma non troppo, en cambio, porque –aun con sus contradicciones– lo que permanece es una peculiar perspectiva liberal. Lo que en 1964 es un liberalismo políticamente antidemocrático, en 1969 es tecnocracia tendente a un cierto socialismo[4].

El segundo libro de Vallet, que prolonga el anterior, apunta ya directamente a la cuestión de la tecnocracia[5]. Afirma, así, que la tecnocracia es una ideología «que trata de desarrollar la producción y realizar el bienestar y la homogeneización social, conforme la idea que preside su concepción de la racionalización de la sociedad y de su economía», contemplada como un objeto-deseo y no como un puro objeto; que para tal fin realiza «una praxis basada en el análisis de la realidad –objetos y sujetos, que también cosifica– y que desarrolla mediante técnicas de manipulación de personas y cosas para articularlas mecánicamente», de acuerdo con el plan trazado según la idea predeterminada que tiene su objeto-deseo; y que esa acción conduce necesariamente al totalitarismo, ya que los órganos del Estado –centralizados o distribuidos periféricamente– «necesitan dominar todos los resortes de la cultura, la economía y la política para poder imponer y realizar los planes de un modo eficaz, que es dirigido por tecnócratas, especialistas, unos, en la manipulación de la opinión y, otros, en la de las cosas y los hechos». A partir de estas tres primeras conclusiones, observa que desde la perspectiva científica actual, conforme a los últimos hallazgos de la física, «la estructuración tecnocrática se halla en plena contradicción con los criterios sociales que pueden deducirse de la visión cuántica del universo». Y constata que «la eficacia es desbordada por sus resultados que escapan al proyecto» en forma tal que imponen la conducta de quienes provocaron su producción y el autor queda condicionado por la obra: de ahí la aceleración de la historia que los tecnócratas tienden a compensar con su fe en el mito del progreso indefinido[6]. He ahí pues la ideología, la praxis y el mito de la tecnocracia apretadamente resumidos.

 

3. El análisis de Castellano

El profesor Danilo Castellano, por su parte, nos ha ofrecido tres apuntes a propósito de la significación intelectual de Gonzalo Fernández de la Mora. En el primero advierte que el pragmatismo que tiñe su obra en apariencia consistía propiamente en una teoría racionalista. Que, en segundo lugar, resultaba funcional a la situación del franquismo y necesaria no sólo para su supervivencia en España sino también en el concierto internacional. En este sentido, y es la tercera pincelada, la opción racionalista de Fernández de la Mora se sumó a la «espiritualista» del Opus Dei en una doble fundamentación de la tecnocracia.

Tras la segunda guerra mundial, en efecto, se impuso en Europa occidental el modelo de liberalismo pragmatista difundido por los Estados Unidos de América. También el régimen del general Franco se fue alineando progresivamente con el mismo, para lo que se fue despojando de diversas adherencias ideológicas. Ahí encaja la opción tecnocrática: «Fernández de la Mora era ciertamente la persona con la que contar para una operación tecnocrática de supervivencia del franquismo, vaciado completamente de su contenido ideológico (admitido que lo hubiera tenido efectivamente) y hasta de su imagen, en un contexto radicalmente mudado respecto al de los años en que se afirmó. La doctrina de Fernández de la Mora representaba una modernización del franquismo sin obligarlo a renuncias y menos aún a abjuraciones. Permitía a Franco reinar sin gobernar y, por ello, representaba para España la gradual transición pacífica y no traumática, por lo menos en el nivel organizativo (aunque no completamente en el del ordenamiento), en el cultural y en el de la política exterior (por lo menos en lo que respecta a la estrategia de la diplomacia)»[7].

Castellano, a continuación, aquilata con gran finura los efectos de tal opción: «La implícita, aunque sustancial, reforma (tecnocrática) que adoptó España en los últimos decenios del pasado siglo le permitió salir del “ghetto” (admitido que hubiera estado efectivamente en él). Le permitió también poner en marcha un proceso de modernización que, a la muerte de Franco, le condujo a acoger siempre más abiertamente el liberalismo como doctrina política y a codificar en el nivel constitucional las opciones del protestantismo secularizado de la vieja Europa y del americanismo. Mientras las viejas costumbres de los españoles no fueron arrolladas por la nueva Weltanschauung las cosas parecieron sólo mejorar. También porque Europa, inyectando notables recursos, sostuvo y animó el cambio, que no era un simple cambio de condiciones de vida sino propiamente un cambio de vida. Quiero decir que la tecnocracia ha sido el instrumento (aparentemente neutral y benéfico) para llevar a España a posiciones ideológicas distintas (quizá) del franquismo, pero sobre todo (y ciertamente) distintas de su gloriosa tradición cultural, la expresada por la Hispanidad. Por ello, las dos formas de tecnocracia (racionalista y “espiritualista”) se han revelado como un verdadero caballo de Troya para España, aunque le hayan permitido (y es también cosa no pequeña) evitar un fin traumático del franquismo y dar un salto económico que ha maravillado al mundo»[8]. Pese al poco tiempo transcurrido desde que se escribieran estas palabras, puede notarse hasta qué punto el trecho final se ha desvanecido. Y no sólo en lo relativo al «milagro económico» sino incluso en lo que toca al –apenas apuntado– aspecto institucional. Lo que, paradójicamente, refuerza la tesis de fondo del colega friulano.

 

4. Democracia y tecnocracia: vueltas y revueltas

Si la tecnocracia en Europa revistió una significación general opuesta a la ideologización radicalizada tras 1968, en España –como acabamos de ver– se adaptó a las singulares exigencias de su coyuntura política y social. Sin embargo, no mucho tiempo después se eclipsaba para dejar paso de nuevo a una oleada democratizadora[9]. Era lógico, por lo menos en España, una vez producida la sustitución del régimen franquista por el Estado constitucional democrático. No tanto en Europa donde, por más que entre tensiones, la tecnocracia había convivido con la democracia. Panorama que, al extenderse a una España ya democrática, ha permitido la vuelta de la tecnocracia también entre nosotros.

Como quiera que sea, la afirmación de la tecnocracia se ha producido principalmente por una doble vía, a la que España tampoco ha sido ajena, a saber, las instituciones europeas y las exigencias del «buen gobierno» frente a la ideología democrática. Aunque se trate en realidad de fenómenos convergentes o íntimamente ligados.

Volvemos a encontrarnos con el nombre que nos ha venido acompañando: «Gonzalo Fernández de la Mora consideraba atentamente el proceso de unificación europea, en el que veía un fin parcial de la soberanía de los Estados y también una vía a través de la que la eurocracia habría marcado su transformación: no más Estados ideológicos y, por lo mismo, en su análisis, instrumentos de prevaricación de una parte sobre las otras a través del uso de las instituciones, particularmente de la burocracia, y menos aún Estados regidos con criterios de la doctrina politológica, que introduce una guerra civil “civilmente” conducida, sino Estados que, imitando a la Unión Europea, se transformen en Estados “racionales”, esto es, gobernados por expertos que deciden adoptando los solos criterios de la racionalidad operativa. No puede negarse que Fernández de la Mora mirara lejos y, por tanto, que hubiera visto bien la situación que se estaba delineando en el nivel europeo hasta el punto de transformar radicalmente la política contemporánea. Los partidos han renunciado a los aspectos ideológicos: ha muerto (al menos aparentemente) el marxismo, el mismo liberalismo (si se excluye su alma radical) se presenta como técnica necesaria sobre todo para la solución de los problemas económicos, la doctrina social cristiana parece oscurecida por el mito de la libertad liberal. Todo se ha hecho “ligero”. La orientación prevalente parece ser la de evitar los problemas de fondo. El pragmatismo nihilista es el método aplicado por doquier»[10].

 

5. Ideología democrática y tecnocracia como buen gobierno: la aporía de la Unión Europea

La organización y actuación de la Unión Europea han evidenciado, así, la falsedad de la visión según la cual la integración europea sería una culminación de la democracia y el paradigma de la modernidad política. Frente a esta ingenua proyección del liberalismo al orden internacional, del que el supranacional constituiría la versión última, lo que, por el contrario, se percibe crecientemente –en particular a partir del Acta Única Europea–, es la divergencia de las organizaciones que llevan adelante la integración europea respecto de esa democracia vinculada a la modernidad política[11].

En efecto, las instituciones europeas tienen funciones que pretenden la reproducción a mayor escala las instituciones democráticas del Estado nacional, pero que no pasan en verdad de resultar su mera apariencia[12]. Nos encontramos así con un régimen político nuevo, al margen de las distintas formas del modelo constitucional. Como es sabido, y pese a las reformas introducidas por el Tratado de Lisboa, tras el fracaso del llamado Tratado constitucional, el impulso político parte del Consejo Europeo, integrado por los jefes de gobierno –el presidente de la República en el caso de Francia–, que se reúnen por lo menos dos veces al año; el poder ordinario –tanto ejecutivo como legislativo– reside fundamentalmente en el Consejo de la Unión, donde los gobiernos de los Estados negocian sin cesar, y que aparece limitado en lo principal por el monopolio de iniciativa legislativa de la Comisión Europea –que también dispone de ciertas competencias de ejecución–; finalmente, el papel del Parlamento es marginal, aunque creciente, y el Tribunal de Justicia desarrolla una activísima labor de creación del derecho comunitario. Dado el peso preponderante del Consejo de la Unión, donde se confunden las funciones legislativa y ejecutiva, se ha llegado a afirmar que la integración comunitaria «transfiere menos poder de las capitales nacionales a Bruselas, que del legislativo al ejecutivo en París, Roma o Copenhague»[13].

La Unión Europea es, pues, el reino de las burocracias, tanto las administraciones nacionales como la Comisión Europea, pero quizá sobre todo de aquéllas. Es de notar, entre paréntesis, que pese a los ataques contra la burocracia de Bruselas y su supuesto gigantismo, en el conjunto de las instituciones comunitarias trabajaban en 1994 veinticuatro mil personas, de las que catorce mil quinientas en la Comisión. Esto es, la mitad de las que trabajan en el Ministerio español de Economía, o las mismas que en la administración local de Madrid (municipio y región)[14]. La explicación de esta nueva organización del poder ha podido hallarse en el seno de un proceso de desideologización y aun de despolitización de naturaleza tecnocrática: los Estados miembros habrían transferido a Bruselas una parte considerable de la soberanía y, de resultas, el factor determinante de las decisiones colectivas se encontraría entre los eurócratas, expertos de la burocracia comunitaria. Estos, seleccionados con una cierta proporcionalidad estatal y entre los presentados por los gobiernos nacionales –y ahí radica la remanente dosis de politización–, lo son principalmente en virtud de su capacitación técnica: «Basta hojear –se ha escrito– la documentación y sofisticación de los informes que inspiran las decisiones comunitarias para comprobar la superespecialización de sus autores. Y la concreción de las materias relega a un lugar secundario las posiciones ideológicas o las dependencias originarias. La eurocracia tiende hacia la capacitación funcional y la neutralidad política, que siempre se han considerado como metas teóricas de la administración pública»[15].

Cierto es que una tal presentación de la desideologización presenta ribetes ideológicos. Algo así como la «ideología» del «crepúsculo de las ideologías»[16]. Pero hay algo más. Es el buen gobierno. Y, en alguna medida, más que al impulso de un proceso racionalizador y desideologizador, a lo que responden las tendencias sumariamente descritas es a la búsqueda de una buena gestión de los asuntos públicos que la democracia de partidos no logra. He ahí el porqué último del éxito de las administraciones independientes: la desconfianza del ciudadano medio y aun del político responsable respecto del funcionamiento del Estado democrático, convertido en Estado de partidos, a la hora de jugar con las cosas importantes. Administraciones independientes nacidas en los Estados Unidos a mediados de siglo como instrumentos en manos ya del presidente ya del Congreso, que se difunden en Inglaterra en el decenio de los setenta, se trasvasan a la Europa continental a continuación y alcanzan al corazón de la Unión Europea. Así, en el Tratado de Mastrique se han situado expresamente al margen de los caracteres centrales de la democracia –elección de los gobernantes por sufragio universal y libre determinación de la acción de gobierno por la voluntad mayoritaria– las más importantes disposiciones de política económica, tales como la estabilidad de los precios y el saneamiento de las finanzas públicas, custodiadas por el severo guardián que es el Sistema Europeo de Bancos Centrales. Los proyectos desde entonces surgidos, como la necesidad de contar con comisiones nacionales de la deuda –tan independientes como los bancos centrales–, que garanticen sin interferencias del gobierno y del parlamento el volumen de ésta, e incluso la atribución a órganos de idéntica naturaleza la reestructuración del sistema de pensiones y, en último término, la reforma del Estado del bienestar, muestran que no estamos ante una excepción sino ante una tendencia sólidamente asentada. Que sólo ha vacilado ante las fauces de la feroz crisis financiera primero, económica después y –perdón por la palabreja– finalmente sistémica de los últimos años.

Cuando se quiere tener una autoridad monetaria o una seguridad nuclear serias y ajenas a la presión demagógica, se sustraen a la gestión política y se entregan a unos técnicos competentes. Aunque los riesgos tampoco se pueden ocultar, de la colonización por los intereses sectoriales –tanto más fácil cuanto que los especialistas privados y públicos tienen frecuentemente la misma raíz–, al desarrollo excesivo del espíritu de cuerpo, se considera preferible a la acción de unos partidos sometidos a las clientelas y dependientes de las necesidades electorales[17]. No es pequeño el resultado que nos ofrece en este campo la Unión Europea y su peripecia institucional para la problematización aquí buscada de la experiencia política hodierna. Pero en esta elusión de la democracia por las exigencias del buen gobierno hay otras consecuencias mucho menos tratadas. Y es que, en primer lugar, el conjunto de las cautelas antidemocráticas contenidas en el Tratado de la Unión Europea, tomadas en su conjunto, equivalen a lo que podríamos llamar una «invariante» de política económica, esto es, un conjunto de reglas de rigurosa y obligada observancia. Se llega, pues, al resultado de que si el pensamiento democrático excluyó siempre de su horizonte la existencia de una «invariante moral del orden político», ahora, su deriva tecnocrática, recupera la exigencia de unas normas incuestionables, pero sólo que en vez de situarse en el terreno moral, se limitan al económico. En segundo lugar, la dinámica a que hemos dedicado estas últimas páginas abre también la perspectiva de la recuperación de la distinción entre potestad y autoridad, aunque no tanto de la limitación de la potestad por una autoridad independiente –siempre salutífera para el orden político–, sino más bien de absorción de la potestad por la autoridad, vicio opuesto al democrático de dilución de la autoridad en la potestad[18].

La Unión Europea, pues, ha introducido en la experiencia político-jurídica, más que una rectificación de los errores de la razón de Estado, y claro está que más que la recuperación de la inteligencia política, la contemplación de las aporías de aquélla[19]. Al resolverlas, ¿nos aproximaremos a ésta? O, por el contrario, apurando sus contradicciones, ¿terminaremos de darle muerte?

 

6. Tecnocracia y democracia

Pero, como antes apuntábamos, no para aquí el influjo de la tecnocracia. Que, tras la crisis económica y social de los últimos años, se ha expandido también en el seno de los Estados. Resulta paradigmático el caso italiano, pues motivó una intervención descarada, mientras que en España los movimientos han sido más discretos.

Danilo Castellano lo ha explicado también, contrastando los hechos recientes con las tesis ya referidas: «Lo que Fernández de la Mora intentó evitar, proponiendo la solución tecnocrática o racional-operativa de la política, está volviendo a emerger como cuestión ineludible. En Italia, por ejemplo, después de la experiencia del gobierno de los partidos ligeros, afirmada en la II República, se ha advertido la necesidad del gobierno de los técnicos. El gobierno de Monti es aparentemente la máxima expresión de la tecnocracia. En una lectura superficial podría parecer probada, así, la tesis de Fernández de la Mora: las ideologías, incluso las pobres de contenido, son incapaces de gobernar; la solución, por tanto, residiría en la técnica, sobre todo cuando está en danza el déficit público, que representa una cuestión sustancial no sólo para los acreedores sino para los mismos Estados. Hace falta, sin embargo, preguntarse por qué el déficit público constituye una cuestión sustancial para los Estados. Y se convierte en un verdadero problema porque plantea la cuestión de la justicia, que es un problema político (Fernández de la Mora diría ideológico), no técnico. ¿Por qué da tanto miedo a todos la quiebra? Si fuese sólo una cuestión técnica, no guiada sino por criterios operativos, el problema no subsistiría: que los acreedores deban pagar las deudas no debería ser un problema para quien considera la cuestión solamente bajo el ángulo operativo. En el fondo, incluso esta vía (hacer pagar las deudas no a los deudores sino a los acreedores) es una solución desde el punto de vista técnico. La cuestión, en cambio, se sitúa en otros términos. El mismo gobierno Monti se ve obligado a hablar de equidad. Y las fuerzas políticas y sociales italianas proponen medidas diversas y rechazan algunas elecciones de los técnicos porque las consideran inicuas (no importa si con razón o sin ella). En otras palabras, el gobierno de los técnicos se ve frente al problema de la justicia, que –repito– no es problema técnico sino “el” problema político por excelencia: Benedicto XVI, en efecto, remontándose a San Agustín, ha afirmado justamente que la justicia es el fin y la regla de la política»[20].

La disyunción democracia-tecnocracia no es sino una falsa oposición. Ya Vallet vio con agudeza que la democracia (y menos aún su versión partitocrática) no podía constituir una defensa contra la tecnocratización total: «La demagogia desarrollada con fines electorales, por una parte, incita al Estado democrático a ofrecerse a sus ciudadanos para sustituirles, cada vez más, en sus responsabilidades y prometiéndoles así un bienestar difundido. Este canje tiene como precio la masificación y, como contrapeso, empuja al Estado democrático a confiar las palancas de la administración pública a la tecnocracia. Los medios de comunicación de masas, manipulados por ella, permiten conducir muy democráticamente (es decir, con el refrendo de los votos mayoritarios) hacia la aprobación y la realización totales y absolutos de los planes tecnocráticos»[21]. Y centró la verdadera defensa contra la acción deletérea combinada de tecnocracia y democracia, de un lado, en la responsabilidad personal, y de otro en la organización social por cuerpos intermedios[22].

 

7. La gobernanza tecnocrática

El término «gobernanza»[23] ha aparecido con fuerza singular durante los últimos decenios en el seno de la evolución de la democracia representativa, degradada en el Estado de partidos, atacada en apariencia por la tecnocracia y profundizada en la llamada democracia deliberativa. Ésta, en efecto, a partir del consenso moderno, comporta que las instituciones –vaciadas de cualquier finalidad objetiva y convertidas en un recipiente que puede llenarse de cualquier cosa– se pongan al servicio de lo mayoritario o prevalente en el seno de la sociedad. Eso implica la desaparición del gobierno, reducido a gobernanza, esto es, gestión de las deliberaciones que certifican el consenso provisional. De ahí que pueda afirmarse que al consenso, como pseudo-fundamento del gobierno, debe seguir la gobernanza, como pseudométodo de toma de decisiones. Ésta, finalmente, no puede sino menoscabar la democracia representativa, ya que concluye en un «autoritarismo soft, cuyo objetivo casi confesado es el de “despolitizar” los asuntos públicos, alejándolos lo más posible de los humores de electores versátiles»[24]. En suma, como ha escrito aceradamente Pierre Manent, un kratos sin demos[25].

 

[1] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Sociedad de masas y derecho, Madrid, Taurus, 1968.

[2] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Pensamiento español 1969, Madrid, Rialp, 1971, págs., 191-192.

[3] ID., Pensamiento español 1964, Madrid, Rialp, 1965, págs. 153-154. El libro de Marrero es La consolidación política, Madrid, Punta Europa, 1964.

[4] Puede verse, para una explicación de su pensamiento sobre este asunto, mi «Liberalismo y democracia», en Razonalismo. Homenaje a Fernández de la Mora, Madrid, Fundación Balmes, 1995, págs. 244-250.

[5] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, Madrid, Escelicer, 1971; 2.ª ed., en portugués, Lisboa, Restauração, 1974; 3ª ed., Madrid, Montercorvo, 1975.

[6] ID., op. ult. cit., págs. 123-124. Cito por la primera edición.

[7] Danilo CASTELANO, «Un empeño generoso para una imposible neutralidad política. A los diez años de la muerte de Gonzalo Fernández de la Mora», Verbo (Madrid), núm. 501-502 (2012), págs. 7-12, 9.

[8] ID., ibid., págs. 9-10.

[9] Guy HERMET, «Espagne: changement de la société, modernisation autoritaire et démocratie octroyée», Revue Française de Science Politique (París), núm. 4-5 (1977), págs. 27 y sigs. He resumido el proceso en el primer capítulo de mi El ágora y la pirámide. Un visión problemática de la Constitución española, Madrid, Criterio, 2000.

[10] Danilo CASTELLANO, loc. cit., pág. 10.

[11] Miguel HERRERO DE MIÑÓN, «Integración europea y democracia», Política Exterior (Madrid), núm. 59 (1997), págs. 15 y sigs.

[12] Sigo lo consignado en el capítulo 4 de mi ¿Ocaso o eclipse del Estado? Las transformaciones del derecho público en la era de la globalización, Madrid, Marcial Pons, 2005.

[13] Andrés ORTEGA, La razón de Europa, Madrid, 1994, pág. 58. Muy interesante la recensión de Juan Manuel ROZAS en Verbo (Madrid), núm. 327-328 (1994), págs. 875 y sigs.

[14] Cfr. Andrés ORTEGA, op. cit., pág. 104.

[15] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «¿Despolitización de Europa?», en el volumen de Danilo CASTELLANO (ed.), Patrie, regioni, Stati e il processo di unificazione europea, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1999, pág. 79.

[16] Del libro de Gonzalo Fernández de la Mora de igual título, publicado por primera vez en 1965, acaba de salir una edición crítica de Carlos Goñi, estampada en Hildesheim, Georg Olms Verlag, 2013. Véase, sobre el asunto, mi sintético «Terminaron las ideologías? Ideología, realidad y verdad», Verbo (Madrid), núm. 439-440 (2005), págs. 767 y sigs.

[17] Miguel HERRERO DE MIÑÓN, loc. cit., pág. 28 y sigs.

[18] Cfr. Juan Manuel ROZAS, «La invariante económica en el Tratado de Mastrique», Verbo (Madrid), núm. 321-322 (1994), págs. 36 y sigs.

[19] Es la constatación que he reproducido en numerosos papeles, sobre todo a partir de ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo, Madrid, Speiro, 1996.

[20] Danilo CASTELLANO, «Un empeño generoso para una imposible neutralidad política. A los diez años de la muerte de Gonzalo Fernández de la Mora», loc. cit., pág. 20.

[21] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, cit., pág. 126.

[22] ID., ibid., págs. 131 y sigs.

[23] Véase el capítulo 5 de mi El Estado en su laberinto. Las transformaciones de la política contemporánea, Barcelona, Scire, 2011. Así como también «Gouvernance, gouvernement et État», Droit prospective (Aix-enProvence), núm. 122 (2008), págs. 1053 y sigs.

[24] Guy HERMENT, Démocratie et autoritarisme, París, Cerf, pág. 254.

[25] Pierre MANENT, La raison des nations, París, Gallimard, 2006, págs. 16 y sigs.