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Número 517-518

Serie LI

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La democracia partidocrática: ideologías e instituciones

CUADERNO: TECNOCRACIA Y DEMOCRACIAS

 

1. Monarquía, aristocracia y democracia

Alguien se tomó hace tiempo la molestia de contar las definiciones de la democracia y encontró más de seiscientas. Las definiciones serían seguramente muchas más desde que mostró Jean Baechler que ha sido una forma de gobierno bastante común y no es una singularidad heredada de Grecia y el destino de la civilización occidental.

Tiene que ver sin duda esta creencia por su peculiaridad en comparación con las otras dos formas clásicas del gobierno. Todo el mundo entiende fácilmente en qué consisten la monarquía o la aristocracia aunque se discutan sus diversas formas concretas, su conveniencia, su oportunidad y la preferencia por la monarquía o la aristocracia y sus variantes. La confusión es en cambio enorme cuando se trata de la democracia. En vista de que nadie o casi nadie sabe ya en qué consiste, Hayek propuso cambiar la palabra por demarchía, que no tuvo éxito.

Actualmente, mucha gente en modo alguno hostil a la libertad desconfía abiertamente de la democracia, y grupos libertaristas o libertarianistas empiezan a plantear seriamente la necesidad de superarla. Hans H. Hoppe, uno de los más destacados, para quien la historia moderna no es otra cosa que la historia del estatismo, llega a proponer la vuelta a formas monárquicas hereditarias. Dentro de esta tendencia se está extendiendo también la idea de que la democracia, signifique lo que signifique, es un concepto político, pero se ha convertido en una religión. De hecho se enseña así bajo la influencia de las ciencias sociales en general, que han sustituido el derecho, que reconoce las desigualdades naturales frente el igualitarismo pseudodemocrático, y, como una suerte de teología política, a la política. La extendida pedagogía inspirada por John Dewey consiste esencialmente en eso y la llamada ideología americanista se presenta como una religión democrática.

 

2. El problema de la democracia: la forma mixta

Las dificultades conceptuales y prácticas se multiplican en el caso de la democracia. Si no está nada claro en qué consiste la democracia, cabe preguntarse si es posible una democracia sin demócratas, igual que serían imposibles la monarquía sin monárquicos y la aristocracia sin aristócratas basadas en el sentimiento de fidelidad, como formas del gobierno o del Estado. ¿Qué democracia? ¿Quiénes son los demócratas? ¿Cómo articular el gobierno democrático? Etc.

Una solución relativamente fácil, que sin eliminar las dudas elimina aparentemente el problema, es la de las formas mixtas del gobierno. En la práctica, si no se distingue entre formas de gobierno y formas de régimen, todas las formas del gobierno son mixtas, aunque predomine una o dos de ellas en la mixtura, y si se mezclan formalmente las tres formas clásicas o algunas de sus variantes, el asunto queda resuelto.

La forma mixta es en cierto modo un método para eludir el problema político fundamental: que todos los regímenes son oligárquicos. Aunque por esta misma razón, la forma mixta puede ser una solución del problema si se pasa del plano formal al material como hizo Aristóteles.

 

3. Forma de gobierno y decisión

En contraste con la ideologización de la democracia, que ha dado lugar al florecimiento de religiones seculares, según la fórmula de Raymond Aron, si se distingue la forma del gobierno –lo que es diría Montesquieu– de la forma del régimen –cómo opera–, en último análisis, desde el punto de vista del gobierno todo gobierno político es monárquico o, con un término más neutro, monocrático, puesto que la terminación arquía implica la idea de principio, origen, autoridad. En efecto, mandar –krattein, de ahí cratos– no es lo mismo que decidir: la capacidad de decisión es la forma suprema del mando, pues supera al mero mandato, que presupone una potestad, y es siempre uno el que decide con autoridad. Lo que singulariza la Política es la decisión y el político –en el sentido de «hombre de Estado»–, no es tanto el tejedor de Platón como el soberano de Schmitt, que decide en la situación excepcional en la que no basta mandar de acuerdo con la potestad que otorga el Derecho. La decisión política es un acto por decirlo así en el vacío por lo que su acierto o desacierto es azaroso. En El príncipe de Maquiavelo, que es un tratado sobre la decisión, tiene por eso la diosa Fortuna un papel principal. Y por cierto, una peculiaridad de la partidocracia es la eliminación de la decisión, sustituida por el llamado consenso político entre los partidos. La política estatal deviene así cada vez más burocrática llegando a ser doblemente técnica, puesto que el Estado es de suyo un aparato técnico; es decir, bajo el Estado, no hay otra manera de hacer política que la que tolera el propio Estado. La tecnocracia es como un estrechamiento del carácter técnico de la estatalidad: suprime la «solución» de los problemas políticos mediante compromisos, sustituyéndola por la única manera que se considera oportuna por razones técnicas, en el fondo económicas: la tecnocracia reduce la política a la economía.

Así pues, la forma del gobierno es una distinción acerca de quién es el sujeto visible que decide formalmente, aquel a quien se le imputa la decisión. Cabría decir que es simbólica, pudiéndosele aplicar lo de «la ilusión de que los símbolos utilizados en la realidad política son conceptos teoréticos», como pensaba Voegelin[1]. Esto pone en tela de juicio la distinción entre monocracia, aristocracia y, a mayor abundamiento, la democracia, pues lo esencial políticamente no es, por decirlo así, la administración –a la que reducía Saint Simon la política– sino la decisión, que es siempre personal, aunque esté oculto quien decide. Sin embargo, como la decisión política es dictatorial, palabra proscrita por la corrección política, se condena la decisión y con ella la política, como es evidente que ocurriendo en este momento en Europa.

 

4. La oligarquía, denominador común de las formas de gobierno

Las cosas se ven de otra manera desde el punto de vista del régimen, el punto de vista material, pues el régimen se refiere a la manera en que operan realmente los gobiernos, al contenido de sus actos. A su virtud, aquello que les hace actuar, diría en Montesquieu. Sin embargo, al hablar de las virtudes de los regímenes, el barón de la Brède estaba aludiendo y a la vez encubriendo inconscientemente el denominador común de todos los regímenes e indirectamente de todas las formas del gobierno: la oligarquía, palabra cuya versión objetiva es oligocracia, igual que monocracia en el caso de la monarquía. No obstante, precisamente por ser el denominador común que cualifica la política efectiva, real, en la que es imposible ser neutral, es mejor emplear oligarquía, pues de ella reciben los gobiernos su autoridad política. Según esto, quién decide es por lo pronto un enigma, con lo queda en entredicho el simbolismo de la forma del gobierno. ¿Quién decide realmente? ¿El gobierno, algún oligarca consejero o la hijastra de Periclés, como ironizaba Sócrates?

Al ser la oligarquía inmanente a cualquier forma de gobierno, Gonzalo Fernández de la Mora decía que las trasciende a todas.

Como la legitimidad auténtica es la de ejercicio, es el régimen lo que legitima los gobiernos: la oligarquía otorga la legitimidad. Es ella la que legitima políticamente –nada más que políticamente–, a los gobiernos y a los mismos regímenes. De ahí la preocupación de Montesquieu por la virtud correspondiente a las respectivas formas del gobierno, en la que se sintetizan las demás virtudes que lo hacen posible. Si el gobierno se rige por la virtud es un gobierno legítimo.

Por la misma razón, la tiranía es radicalmente inmoral y, según Montesquieu, antipolítica, pues, al carecer de virtud por fundarse en el miedo, no es una forma de gobierno. No obstante, en el caso del Estado explica la obediencia, que, como decía Julien Freund, es pasiva, por cierto igual que en el protestantismo con la relativa excepción del calvinismo, que reivindica el derecho de resistencia cuando es una minoría no tolerada. Amorfa por naturaleza, igual que la anarquía, la tiranía es intrínseca y extrínsecamente ilegítima al adolecer de virtud.

En relación con Montesquieu, es interesante recordar de pasada que confundió la tiranía y el despotismo introduciendo un grave equívoco en la teoría de las formas del orden político, sean las de gobierno o las de régimen, así como en el pensamiento político en general. Pues el despotismo puede ser legítimo intrínseca y extrínsecamente. De hecho, la mayoría de los gobiernos han sido, son y serán probablemente despóticos y esto no puede eludirlo fácilmente la democracia, aunque en cierto modo tiene esa finalidad. La posibilidad de que el régimen no sea despótico depende únicamente de la existencia de una representación aceptable. Si se prescinde de la retórica, la Revolución francesa no se hizo contra una tiranía sino contra una monarquía despótica. Comenzó como una disputa sobre la representación.

 

5. El buen gobierno

Dado que los gobiernos son oligárquicos, el problema político remite al del buen gobierno, el gobierno que se legitima por sus actos. ¿En qué consiste el buen gobierno? Todo gobierno descansa en la opinión. David Hume escribió a mediados del siglo XVIII en su brevísimo ensayo Sobre los primeros principios del gobierno: «La opinión es el único fundamento del gobierno, y esta misma alcanza igual a los gobernantes más despóticos y militares que a los más populares y libres». Lo ejemplificaba así: «El sultán de Egipto o el emperador de Roma pueden manejar a sus inermes súbditos como simples brutos, a contrapelo de sus sentimientos e inclinaciones; pero tendrán que contar al menos con la adhesión de sus mamelucos o de sus cohortes pretorianas»[2].

 

6. Democracia, opinión y representación

Ahora bien, se dice, y es cierto, que la democracia es por antonomasia un régimen de opinión. En el gobierno democrático, ¿quién opina? O sea, ¿quién es el pueblo? ¿Y quién y cómo se representa su opinión? Formalmente, se trata de la opinión del pueblo como un todo o de una parte cualificada del mismo, como ocurría entre los griegos, donde los ciudadanos eran una minoría, que debido a su concepción naturalista llamaban democrática, porque todos los que eran legalmente ciudadanos –para ellos la forma perfecta del animal político– eran iguales; es decir, para ser ciudadano no bastaba la condición de libre: ser ciudadano implicaba tener libertad política, concepto que descubrieron así los griegos. Algo parecido cabe decir de los modernos regímenes censitarios, calificados simplemente de liberales, no de democráticos, por la misma razón. Aun así, ¿quién representa a la parte cualificada, sean los mamelucos, las cohortes pretorianas, una parte del pueblo o el pueblo como un todo? En el caso de los primeros, evidentemente sus jefes y en el de los segundos los mandatarios, delegados o representantes.

En el caso del gobierno democrático, en el que se presupone que manda el pueblo, el problema remite al de la representación, bien entendido que, aunque mande formalmente el pueblo, no puede mandar materialmente y muchos menos decidir, a menos que quien decide le proponga al pueblo las alternativas entre las que tiene que pronunciarse comprometiéndose a ejecutar lo que diga. Es, por ejemplo, el caso de Pilatos cuando le dice al pueblo que decida entre Jesús o Barrabás. Pilatos, que tenía la plena potestad de decidir, renuncia explícitamente a su potestad, limitándola a la de ser ejecutor, poder ejecutivo. Es un ejemplo de la democracia máxima posible, la plebiscitaria.

 

7. Legitimación y representación

Los dos mayores problemas del gobierno según Voegelin, la legitimación y la representación, no se entienden sin tener en cuenta la Iglesia. Tiene razón Pierre Manent, cuando afirma que los problemas políticos de Europa son respuestas a problemas planteados por la Iglesia; problemas que no son políticos en sí mismos, puesto que la Iglesia no es política. La Iglesia es una institución peculiar de la civilización occidental, sin parangón con ninguna otra. Es una complexio oppositorum que acoge todo menos el pecado, ante el que no puede ser neutral, a diferencia por cierto del Estado, cuya naturaleza es, justamente, la neutralidad. La Iglesia es un contramundo en el mundo, cuya mera presencia tiene implicaciones políticas y en este sentido es la más política de todas las instituciones a las que condiciona. Pues los creyentes –ciudadanos de la Iglesia– son a la vez súbditos o ciudadanos de los poderes temporales. Por esta causa, el Estado, una forma de orden particularista, es incompatible con el orden universalista de la Iglesia.

 

8. Legitimidad y autoridad

La legitimidad es la fuente de la autoridad. En política tiene dos formas: una extrínseca; otra intrínseca. Voegelin sólo consideraba la extrínseca, que es, ciertamente, la decisiva, puesto que la otra depende del régimen; de si el gobierno actúa de acuerdo con la virtud correspondiente: según Montesquieu, el honor en el caso de la monarquía, la moderación en el caso de la aristocracia y la virtud del patriotismo en el de la democracia, que Montesquieu consideraba análoga a la República, que puede ser también aristocrática.

Voegelin explicaba la legitimidad extrínseca como la conformidad del orden social con el orden cósmico. De ahí que el orden político sea un orden subordinado dentro del orden social considerado como un todo. Y que la ciencia –el cientificismo, y de su mano la ideología– le dispute a la religión la interpretación de la Verdad del orden a la que responde el derecho natural, sustituido por el positivismo. De ahí a la tecnocracia sólo hay un paso. La decadencia de la Iglesia como autoridad legitimante –en cierto modo ha renunciado a serlo al adoptar progresivamente una postura neutral renunciando a ser un contramundo en el mundo– y el triunfo del positivismo, al que aquella ha dejado el campo libre, han hecho prácticamente irrelevante esta forma de legitimación en el mundo occidental.

¿En qué consiste la legitimidad intrínseca? Puesto que el régimen de cualquier gobierno es oligárquico, para ser legítimo tendrá que ser un buen gobierno. ¿Y en qué consiste el buen gobierno? Es una evidencia que todo orden político tiende al desorden. Las causas concretas del desorden pueden ser diversas, pero podrían achacarse todas a la libertad humana: la acción humana introduce desorden. De ello se aprovechan obviamente las oligarquías, a las que suele beneficiar el desorden. De ahí que se desprenda de lo que dice Maquiavelo, como mostró Pocock por ejemplo, que el fin principal del gobierno consiste en equilibrar las fuerzas o elementos en presencia a fin de conservar el orden, siendo esta su tarea más difícil. Justo porque, aunque Maquiavelo no lo diga, eso implica que el gobierno tendrá que moderar a la oligarquía o enfrentarse a ella. La política consistiría, pues, en un conflicto permanente entre el gobierno y la oligarquía. En el fondo es lo que sostiene el modo de pensamiento ideológico, imperante prácticamente desde la guerra de 1914.

Este modo de pensamiento presupone ingenuamente que un gobierno que actúe conforme a la ideología será inmune a la oligarquía, a la que combate. De hecho, es la causa de la revolución legal mundial de que hablaba Carl Schmitt. Ésta significa, por ejemplo, que al menos los países occidentales viven desde hace mucho tiempo en una situación de ilegitimidad semejante a la del Imperio romano. Pues el mismo gobierno se instituye como una oligarquía para combatir a la oligarquía inherente al régimen.

 

9. Legitimidad y revolución

Las ideologías pueden reducirse al socialismo, aunque este modo de pensamiento ha contaminado las actitudes políticas naturales, la conservadora y la liberal, que adquieren también un carácter ideológico, como ha venido ocurriendo a partir de la Revolución francesa. Pues bien, el socialismo suele considerar por eso la revolución como fuente de legitimidad: la legitimidad revolucionaria; todo lo que sea revolucionario es legítimo y por tanto son legítimos los actos de la oligarquía ideológica gobernante; en realidad, los únicos legítimos. De ahí la política correcta.

Ahora bien, la ideología introduce el relativismo en la política, que no puede remitirse a la Verdad objetiva del orden universal, cósmico, plasmada en el derecho, pues la verdad de la voluntad de poder no es la Verdad, sino, en el mejor caso, una verdad subjetiva, parcial, ideológica aunque se trate de una ideología de las que Karl Mannheim llamaba totales. El revolucionarismo, por muy legal que sea, como pretende la socialdemocracia a diferencia del socialismo directamente revolucionario, no puede ser fuente de ninguna verdad. Aunque el positivismo equipare legal y legítimo, en último análisis, la legitimidad descansa en la fuerza.

 

10. El poder hoy justifica al poder

Es lo que observó Maquiavelo en la política de su tiempo: que el poder legitimaba al poder, aunque el pensador florentino pensaba más bien que lo justificaba, que es cosa distinta. De hecho, el poder es hoy lo que justifica el poder y, excluida o autoexcluida la Iglesia, al no existir otra alternativa, el poder se convierte en fuente de legitimidad. No obstante, si se reconoce como democrático, busca la legitimidad en una fuente exterior: nominalmente el pueblo, en realidad la opinión pública, que no es necesariamente la opinión del pueblo. Como decía Voegelin, el pensamiento político contemporáneo descansa en ilusiones, aunque sería mejor decir mitos; Jean-François Revel decía que en la mentira. Piénsese por ejemplo en la abundante legislación inicua –intelectualmente estúpida– que producen los gobiernos actuales. La más llamativa es la relacionada con «la cuestión antropológica».

Esta legislación, contraria por lo general al interés de la especie y por ende al sentido común, no sólo divide sino que confunde a los gobernados. Muchos de los que no creen que justifique los actos que se ajustan a la legalidad, confundiendo justificación y legitimidad, creen que es legítima porque es legal. Por ejemplo en los casos del aborto y la eutanasia legales o el absurdo matrimonio homosexual. Basta que se invoquen sentimientos humanitarios para que mucha gente no partidaria de esas «conquistas» contra el interés de la especie, estimen como legítimos los actos respaldados por la legislación.

 

11. Oligarquía y buen gobierno

Se mencionó antes que el buen gobierno no es simplemente el del tejedor de la metáfora platónica. El gobierno tejedor es el gobierno normal, al que no le preocupa la oligarquía del régimen si es moderada; se adapta a ella, la ignora y gobierna. Sin embargo, en tanto kybernetikós, timonel, constituye el problema principal del gobierno que en este sentido es, decía Hegel, movimiento (die Regierung ist Bewegung): el gobierno marcha a la cabeza de los gobernados orientando la actividad y los intereses de las oligarquías hacia el bien común, pues se trata de llegar a un buen puerto sin incidentes graves. El buen gobierno kybernetikós hace que no se note que el gobierno y el régimen son oligárquicos, de manera que el propio gobierno pueda limitarse a hacer de tejedor. Cuando se percibe que el gobierno es oligárquico, se trata de un mal gobierno. No es que desempeñe mal su función. Todos los gobiernos tienen muchos defectos. Un gobierno puede ser muy malo sin parecer oligárquico. El gobierno oligárquico es aquel que favorece sin tapujos ni escrúpulos sus propios intereses y los de las oligarquías que lo sustentan. Se echa entonces de menos la única verdad de la política, la falta de libertad política, pues, en sí misma, la política carece de contenido. Como decía Gómez Dávila, «las ideas que menos influyen en política son las políticas». Qué es de interés político, qué es políticamente lo bueno o lo malo, lo mejor o lo peor, depende de las circunstancias. La política forma parte de la moral y del mismo modo que no existen las acciones morales en sí mismas (en contra de lo que decía Kant), tampoco existen acciones políticas en si mismas. Que una actividad sea política, depende de la intensidad con que afecte al orden político, al orden social si es más grave y al histórico si está en juego la existencia del grupo político. La intensidad es la categoría que determina que una acción sea o no política.

A diferencia de la moral, que afecta a la vida interior –al hombre interior– la política afecta a la vida exterior. Sus fines son externos y pueden sintetizarse en el concepto de bien común, un concepto moral, puesto que se trata del bien, cuya concreción tiene muchas facetas. El medio imprescindible para alcanzarlo es la seguridad; bien entendido que dar protección y seguridad vienen a ser lo mismo, pues se trata de la protección que da el derecho, consistiendo la seguridad en que el gobierno garantice su cumplimiento.

 

12. Libertad política y participación

Según lo anterior, no hay política sin libertad política. Al ser una libertad colectiva se ejercita mediante la representación, pues la participación sólo es posible en grupos políticos pequeños como las poleis griegas. Y aún en este caso es opinable si el fracaso de la pólis –aparte, naturalmente, de que todo caduca y de la intervención de Roma– no se debió a la falta de un régimen representativo. La participación es uno de los mitos favoritos de las oligarquías partidocráticas con el que pervierten la libertad política reduciéndola al acto de votar como un trámite para ratificar la política partidista. Este mito es una consecuencia de que el Estado se organizó no sólo imitando a la Iglesia, sino a la pólis griega, como sostenían Paul Joachimsen, Werner Naef y Álvaro d’Ors. Por otra parte, se olvida demasiado que la obediencia al Estado descansa en el miedo a la potencia de su aparato de poder. De ahí que, bajo el Estado, la representación inherente a la libertad política en orden a la formación de la voluntad estatal, se entienda como participación a través de los partidos. Pero como mostraron Ostrogorski, Mosca, Pareto, Michels y Fernández de la Mora, que les sigue, los partidos son oligárquicos. O sea, que la participación consiste en la voluntad de la oligarquía del régimen expresada por los oligarcas de los partidos.

 

13. Partidocracia y Estado total

La partidocracia explota otro mito, el del Estado total. Si el Estado en sí y la sociedad como tal son ya mitos inventados por el contractualismo político, el Estado total que absorbe a la sociedad es doblemente mítico. Constituye una consecuencia de la perversión de la misión securitaria del gobierno. La seguridad es un medio para hacer posible la libertad colectiva. Pero el Estado hace de ella un fin igual que en la pólis griega, un modo de vida cuyo ideal era justamente la asphaleia, la seguridad. Sin embargo, la oligarquía se autolegitima mitificando la seguridad, para poder penetrar en el tejido social mediante la legislación, a fin de reorganizar mecánicamente a su conveniencia las relaciones sociales.

 

14. Política, soberanía y legislación

El Estado se justificó como soberano con ocasión de las guerras de religión a causa de la Reforma, atribuyéndose la misión de garantizar la salvación terrenal, entendida inicialmente como seguridad política; sustancialmente, la protección de la vida y la propiedad. Idea paralela a la de la Iglesia, cuya missio consiste en mediar para facilitar la salvación eterna. Reproduciendo el dualismo Iglesia-poder político, Hobbes, siguiendo a Marsilio de Padua y Bodino, escindió la totalidad orgánica del pueblo en el Estado y la sociedad pasando el gobierno a ser el maquinista del Estado, como se decía en el siglo XVIII; algo así como el Papado respecto a la Iglesia.

Para proteger a la sociedad, entendida como el conjunto de los individuos aislados, se despolitizó al pueblo suprimiendo la política natural, al atribuirse al Estado el monopolio de la libertad política o colectiva. Es decir, siguiendo el paralelo con la Iglesia, que despaganizó al pueblo laicizándolo en torno a ella, el Estado lo neutralizó para darle seguridad en este mundo haciéndolo suyo. La política se convirtió así en política estatal, la política de la razón de Estado, cuya lógica y contenido es predominantemente de naturaleza económica. La economía es esencial en la vida del poder político.

Esta política no se limita hacer cumplir el derecho. Apunta a unificar la vida social en torno a la soberanía estatal, un concepto teológico politizado, organizándola mediante la legislación, su derecho supuestamente racionalizador, igual que el derecho canónico en relación con el pueblo de Dios.

 

15. El modo de pensamiento ideológico

La separación entre el Estado –la nueva Iglesia particularista– y la sociedad –el pueblo estatal–, dos grandes mitos modernos, llevada a cabo por Hobbes, se convirtió en el centro de gravedad de la historia política europea. Para paliarla, apareció en la Revolución francesa el modo de pensamiento ideológico, coherente con la forma estatal de entender la política, que fundió la estructura política eclesial y el pueblo político en la nación, surgiendo así el Estado-nación.

En contraste con el modo de pensamiento eclesiástico, hasta entonces dominante aunque en decadencia a medida que se politizaba, los fines de ese modo de pensamiento estatal son puramente mundanos. La primera gran ideología fue, pues la nacionalista, que pretende unificar la sociedad y el Estado en el culto a la nación. Jouvenel decía que trasladando a la nación el culto a la Virgen María. A la ideología nacionalista se contrapuso la socialista, que condenó asimismo la separación entre el Estado y la sociedad sugiriendo empero, no sin buenas razones, que el poder político debiera garantizar también la seguridad social de los no propietarios o desposeídos.

 

16. Ideología y Estado ideal

Siguiendo su propia lógica, el modo de pensamiento ideológico emprendió finalmente, en el siglo XX, la conquista de la seguridad total para formar la comunidad secular, pendant de la eclesiástica, mediante la unificación del Estado y la sociedad: el Estado ideal, una constante mítica del pensamiento occidental, decía Fernández de la Mora, desde los tiempos de la pólis griega. Se configuraron no obstante dos tendencias socialistas divergentes: la revolucionaria, que postula la disolución del Estado en la sociedad (coincidiendo en esto con el anarquismo, un producto de la decadencia de la Iglesia y de la política natural), y la reformista evolutiva, que, al revés, postula la disolución de la sociedad en el Estado.

Fue decisiva la experiencia de la primera guerra mundial para que enraizase en la mentalidad colectiva la idea del Estado como una especie de dios mortal –el mítico deus mortalis de Hobbes– en trance de convertirse en inmortal. David Halévy explicó bastante bien como triunfó el erastianismo durante la contienda, al generalizarse prácticamente la movilización total, militarizarse la economía poniéndola al servicio de los Estados o gobiernos combatientes y consolidarse como creencia colectiva la idea del Estado como el único instrumento de salvación. Inmediatamente después de la contienda, los sindicatos controlaron el trabajo, la libertad social más elemental.

Todo esto asestó un duro golpe a las iglesias, el contrapunto del poder político en la civilización occidental como valladar frente a sus excesos, al desplazar definitivamente la atención hacia la salvación en este mundo. Fue en ese momento cuando se impuso apenas sin discusión el Estado, un orden artificial cerrado territorialmente mediante la legislación y la fuerza, como un modo de vida (igual que la pólis griega) frente a la natural idea ancestral del orden cósmico como el orden fundamental cuyas pautas o leyes rigen todo lo existente sin perjuicio de la libertad.

 

17. El totalitarismo

El totalitarismo sólo es comprensible como una imitación del peregrinaje espiritual del pueblo de Dios encarnado en la Iglesia. El socialismo bolchevique y el nacional-socialista fusionan por la fuerza el Estado y la sociedad rechazando todas las libertades, entre ellas la libertad política o colectiva, que trasforman mediante la violencia en colectivista, y, por consiguiente, admiten solamente un partido único, en realidad un movimiento, que dirige la marcha del pueblo hacia la comunidad secular. Ocurre lo mismo con la socialdemocracia, con la diferencia de que en vez de la revolución cainita postula la reforma evolutiva bajo la dirección del Estado, que para esta tendencia ideológica es dios, como decía su Moisés, Ferdinand Lasalle. Acepta por eso el pluralismo como sucedáneo o Ersatz de la libertad colectiva y correlativamente el pluripartidismo.

 

18. Partidos y Estado total

Ahora bien, en el pluripartidismo socialdemócrata, los partidos no son ya el medio por el que, según la definición de Lorenz von Stein, la sociedad civil penetra en el Estado para dirigir su actividad, sino el medio por el que el Estado penetra en la sociedad con el fin transformarla mediante la Legislación en el Estado ideal organizado de acuerdo con las prescripciones de la ideología, en el que está asegurada la salvación. Es así como aparece la figura del Estado total, el Estado que está y actúa en todas partes dedicado a lo que se ha llamado la Daseinvorsorge, la «procura existencial», para garantizar la seguridad total.

En una época insegura, paradójicamente a causa de la búsqueda obsesiva de la seguridad temporal –cuyo auge es proporcional a la decadencia del interés en la salvación ultramundana–, se impuso la tendencia socialdemócrata después de la última guerra mundial, la tercera de las grandes contiendas civiles europeas. Se justificaba por la necesidad de contrarrestar la tendencia revolucionaria comunista.

Debido a esta circunstancia, las tendencias políticas naturales, la conservadora y la liberal con sus diferentes matices y mezclas, incluso contradicciones, se fueron adaptando definitivamente, en parte por la fuerza de las cosas, a las prescripciones de la ideología socialdemócrata y el Estado empezó a configurarse de manera casi natural como Estado de partidos, los medios para la salvación en un Estado sacramental. No es casual que el Estado alemán de la postguerra –el más afectado por la contienda– adoptase constitucionalmente esa figura, que circunscribe de hecho la política a las oligarquías partidistas. Por supuesto, la política estatal, inspirada ya desde la Revolución francesa por l’ordre publique, el orden público, que amplía indefinidamente el radio de acción de la ratio status, circunscrita a los intereses de la soberanía como intereses públicos. El orden público entraña empero la primacía absoluta de la acción pública y, por ende, de la moralidad pública y del derecho público –la legislación– sobre la acción particular o privada, la moral privada y el derecho privado, hasta entonces el derecho común, el derecho.

 

19. El Estado de derecho

Esto significa que, como la ley de hierro es inexorable, las oligarquías patrimonializan directamente el Estado, aunque se proclamen democráticas, una causa principal de las confusiones en torno a la democracia. La confusión se hace mayor cuando se define la estatalidad como Estado social y democrático de derecho, fórmula política que unifica varios mitos. Efectivamente, esa fórmula une al mito del Estado, el del Estado como Estado de derecho, la mitología de que es social puesto que se ocupa de la procura existencial, y la de que es democrático en tanto máquina igualadora, encubriendo que los maquinistas y sus clientelas aumentan su distancia social respecto a los gobernados cuanto más democrático y social quiere ser ese Estado. La causa última es que los diversos partidos aunque discrepen en los métodos y las maneras están unidos por los fines: todos persiguen el mismo objetivo, el progreso económico, o sea, el mito del desarrollo, que es, según Bernstein, el concepto clave de la socialdemocracia, un socialismo no revolucionario en tanto evolutivo. Contrapone al capitalismo clásico el capitalismo de Estado, en el que, siguiendo a Saint-Simon, es fundamental el monopolio del crédito, que se dispensa por los gobiernos igual que la Iglesia dispensaba indulgencias. Tal es el meollo del artificioso consenso político, una suerte de conspiración oligárquica contra el pueblo, que, desde el punto de vista nominalista, que según Jouvenel es el adecuado a la política para evitar mixtificaciones, sustituye al consenso social natural en torno al cual se forman los pueblos y las naciones.

 

20. Consenso y tecnocracia

En la democracia «avanzada», los partidos están unidos por el consenso o acuerdo fundamental, no necesariamente escrito, sobre los fines, que suelen fijarse en las constituciones, que, como observó Hayek, son desde la Revolución francesa planificaciones de la vida colectiva. Marcan la pauta a los partidos que dirigen la marcha del pueblo hacia el Estado-sociedad ideal, una especie de Estado-Iglesia. Pueden diferir en sus métodos, la oportunidad de unas u otras medidas, etc., reduciéndose a eso la lucha política en la que, a la verdad, ha desaparecido la política. Por eso se habla de la tecnocracia, otro mito, cuya única realidad es que las medidas o normas técnicas, de contenido económico, incluso sobre la conducta, sustituyen definitivamente al derecho. La tecnocracia es el complot de las oligarquías contra los pueblos, con los que se relacionan a través de la gobernanza, una técnica de las grandes empresas adoptada con entusiasmo por la Unión Europea.

 

21. El consenso socialdemócrata

La política del Estado dirigido por el consenso socialdemócrata es una tiranía suave, oculta. Aunque sea pacifista y prometa el bienestar, la obediencia sigue descansando en el miedo que inspira la máquina estatal. Sólo así puede explicarse por ejemplo la aceptación de los abrumadores sistemas fiscales subjetivos con los que explotan y amenazan las oligarquías dirigentes a sus súbditos, y otra multitud de intromisiones, siendo quizá la más grave la intervención en la cultura, cuyo objeto es hacer aceptable la servidumbre voluntaria. Con ocasión de la presente crisis, las oligarquías gobernantes se producen ya abiertamente como enemigas del pueblo.

 

22. El Estado moral

La representación podría ser la única garantía frente a la dominación de las élites. Ahora bien, el Estado que salió de la Revolución francesa es un Estado que pretende ser moral. De ahí la distinción aludida entre moral pública y moral privada, típica del Estado de derecho, en el que el derecho público tiene un papel moralizador. De ahí también que los sistemas electorales, imprescindibles para articular la representación pretendan ser justos e igualitarios. Por esa razón se rechaza el mandato imperativo, que es el propiamente político, y se prefieren los sistemas geométricos, proporcionales. El argumento es que así estarían todos, incluidas las minorías, debidamente representados.

No obstante, esta solución es en el mejor caso ingenua, pues ignora la cuestión principal de la política práctica: la ley de hierro de la oligarquía, cuyos efectos intensifica.

 

23. Conclusión

Como se recordó antes, la ley de hierro de la oligarquía ha sido formulada recientemente, pero en realidad es un leit motiv, seguramente el principal, aunque bastante inconsciente, del pensamiento político realista, que, reconociendo ese hecho, rechaza mito del Estado ideal. Los mismos griegos barruntaron esa ley, en torno a la cual fundaron la política. Sin embargo, dado que la pólis era una koinonía o comunidad natural fundada en la sangre, en la filía, no podían distinguir claramente entre la forma del gobierno y la forma del régimen. Platón, el fundador de la filosofía política, la tenía seguramente in mente y Aristóteles, reconociendo su realidad, concibió la forma mixta del gobierno como una combinación de oligarquía y democracia. Pensaba que el peso de los números –la democracia–, podría contener o moderar a la oligarquía e impedir que se convirtiese en una casta.

Esta misma fórmula podría ser la adecuada en los tiempos modernos para obtener gobiernos suficientemente representativos, a condición de que los sistemas electorales sean del tipo mayoritario, corrigiendo empero los efectos de la primera elección, que excluye la representación de los restantes electores, con una segunda vuelta para evitar la paradoja de Arrow. No se eliminaría ciertamente la oligarquía, siempre presente, pero se suprimiría o por lo menos se moderaría la partidocracia, diluyéndose la tendencia de los partidos a convertirse en castas, dada la posibilidad de la aparición de gentes nuevas sin vinculación con los partidos establecidos en el aparato estatal.

Además, los partidos podrían volver a ser el medio por el que penetrase la sociedad civil en el Estado y disminuiría el poder del modo de pensamiento ideológico.

Con todo, quedaría en pie el hecho de que el Estado es el dios mortal al que se obedece por el miedo que es capaz de inspirar.

 

[1] Nueva ciencia de la política, Madrid, Rialp, 1998, I, 1, pág. 151.

[2] Escritos políticos, Madrid, Unión Editorial, 1975, pág. 3.