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Número 521-522

Serie LII

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Retrospectiva de mis últimos XXV años (1968-1993)

 

1. Introducción

En 1968, al cumplir mis bodas de plata con la cátedra, redacté una breve memoria retrospectiva que se publicó en esta misma revista, ahora reaparecida [Atlántida][1]. Decía allí que quizá, con el favor divino, tendría ocasión, al cabo de unos años más, de poder hacer otra nueva retrospectiva, a modo de una nueva «memoria» de cátedra. Han pasado otros veinticinco años desde esa anterior «retrospectiva», aunque yo no llegué a cumplir exactamente los cincuenta de cátedra, ni siquiera contando los tres años de supervivencia oficial como «emérito». Pero sí puedo hablar del medio siglo de docencia universitaria, iniciada oficialmente en 1939, y, más aún, contando con que empecé a dar clases en la Universidad Central dos años antes de nuestra Guerra del 36. Fue esa primera y precoz docencia algo ilegal –como tantas otras cosas ilícitas de mi vida, honrosamente ilícitas[2]–, pues se debió a la singular benevolencia de mi maestro José Castillejo, que me encargó de unas lecciones («optativas», diríamos hoy) de Derecho Romano, cuando yo todavía no me había licenciado en aquella Facultad; recuerdo que incluso pretendía él que me nombraran «ayudante», pero el entonces decano, don Adolfo Posada, con toda la razón, se negó. Aun sin esa irregular anticipación, un oficio de nombramiento de 1939 me facilitó una antigüedad reglamentaria, a efectos de la jubilación, que no creo haya sido superada por muchos de mis colegas.

En 1985, al jubilarme como septuagenario, quise despedirme de la Universidad del Estado con una Prelección jubilar, precisamente en la de Santiago, a la que he seguido muy afectivamente unido, a pesar de mi traslado a la de Navarra en 1961[3]. Traté en esa lección de explicar cuáles habían sido los temas principales de mi actividad científica, en relación sobre todo con las personas de discípulos y colaboradores de aquella universidad. En efecto, la suerte de haber tenido como continuador en aquella cátedra a un hijo, el catedrático de Derecho Romano Xavier d'Ors, ha facilitado la identidad de lo que se ha llamado «Escuela Compostelana de Derecho Ro mano», aunque su ámbito no se haya reducido estrictamente al de esa especialidad. Si no expuse en aquella lección las líneas generales a las que suelen dedicarse las «memorias» de oposición reglamentarias, se debió a que consideré que ese propósito se encontraba ya cumplido con la «memoria» reglamentaria de mi continuador, en la que se encuentra suficientemente el programa metodológico que caracteriza esa «Escuela Compostelana»[4]. Así, como sucede en tantas ocasiones, los proyectos se han cumplido, pero en una forma distinta de la prevista.

Al presentar hoy esta «retrospectiva» de los últimos veinticinco años, no voy, pues, a repetir ni prolongar lo dicho en las dos mencionadas ocasiones anteriores, ni a redactar otra «memoria pedagógica», ya innecesaria. Es cierto que, en el campo de mi especialidad, entre las frecuentes (y también recientes) aportaciones de detalle –lo que algún colega llamó, no sin cierto desprecio, «labor de menudeo», y lo fue a conciencia–, se pueden rastrear algunas grandes líneas que las orientan, y llegan a encuadrar nuevas perspectivas institucionales y metodológicas; pero sobre estas nuevas aportaciones son otros los que pueden hablar, como ya han empezado a hacer.

Hay también algunas provincias de mi estudio algo inactivas en mis últimos años. Así, en el campo de las fuentes jurídicas godas (mejor que «visigodas», como acertadamente nos ha hecho ver el colega Lalinde) mi atención cesó casi del todo hace más de treinta años, después de haber publicado El Código de Eurico (1960) y haber sometido a los historiadores del derecho mi opinión sobre el carácter romano-vulgar del derecho privado de los godos, no sólo los de España. Asimismo, los estudios papirológicos iniciados con mi tesis doctoral sobre La constitución Antoniana (1941) y proseguidos durante muchos años, también han cesado hace algún tiempo. Y en Epigrafía, la suerte de contar con tan excelente continuadora como la filóloga Carmen Castillo, me ha permitido desocuparme de ese campo, salvo cuando me he visto urgido por el hallazgo en España de algunas muy importantes inscripciones jurídicas, sobre todo, la copia irnitana de la ley Flavia municipal.

Mi «retrospectiva» de hoy se proyecta como una visión de conjunto sobre un itinerario ideológico seguido por mí, sin proponérmelo, a lo largo de muchos años, pero que ha venido a cerrarse sobre sí mismo últimamente; en efecto, sin yo darme cuenta, por una congruencia interna, he venido a realizar algo que yo mismo no podía haber previsto en su sentido global.

Este itinerario ha tenido como cuatro etapas o «stationes», en las que han ido incidiendo sucesivamente mi reflexión y mis escritos, y sólo hoy, al final, he llegado a ver el sentido general de su desarrollo, como diré para terminar estas páginas. No se trata, pues, de estudios sobre fuentes jurídicas o históricas, sino de reflexiones sobre las raíces de la crisis moral de nuestro tiempo[5].

 

2. La secularización

Primeramente, mi atención se dirigió hacia una crítica de la secularización europeizante. Mi prólogo a la traducción española de «Der Heilbringer» de Romano Guardini, escrito durante un descanso en la Abadía de Samos, en julio de 1947[6]; así como los escritos (alguno ya anterior) reunidos en mi libro De la Guerra y de la Paz (1954), y otros posteriores, en especial alguno crítico sobre la actitud del pre-moderno Francisco de Vitoria, corresponden a ese rechazo de la secularización y de la idea misma de «Europa». Esto podía resultar sorprendente en alguien como yo, cuya juventud y ambiente familiar se habían hallado hondamente penetrados por una existencia europea, y había sido influido después por un pensador alemán como Carl Schmitt, en modo alguno anti-europeo. Francamente, fue la experiencia vital –tan decisiva para los españoles de mi edad– de una cruzada nacional la que me hizo ver el profundo sentido del contraste entre la tradición patria y la secularización europea encarnada en el enemigo[7]; pero no fue ésa una simple reacción ocasional y patética, sino el estímulo intelectual para una reflexión íntima y perseverante que, con variaciones, se ha ido consolidando hasta el presente, y que me coloca hoy en una posición claramente antagónica contra los que han venido a ser tópicos imperantes en la actual crisis mental y ética de la democracia pacifista. Se ha concretado, al mismo tiempo, la convicción geopolítica de que Europa no es un «continente», sino el pequeño extremo occidental del continente Euro-asiático, a pesar de las ilusiones europeístas hoy en boga[8]. Europa no es un «pueblo» con su pertinente «suelo», sino un infiel e infeliz sustitutivo de la Cristiandad; ésa fue mi primera batalla intelectual, el análisis de la tragedia de un humanismo subjetivista seducido, si se me permite hablar así, por la divulgación del cronómetro y el espejo de cristal: la angustia de los minutos y la presunción de la propia imagen que dominan el actual humanismo secularizante de hoy.

 

3. El «Estado»

Un segundo momento de ese itinerario se centra en la crítica del «Estado», partiendo de la enseñanza schmittiana de que el Estado aparece tan sólo en el siglo XVI, como recurso de fuerza para superar las guerras de religión. Sobre esto he venido a incidir constantemente, y en relación con la previsión de un nuevo regionalismo regido, a escala universal, por el principio de subsidiariedad, así como en la defensa de la foralidad de la Tradición hispánica. Una conferencia de 1959 sobre Nacionalismo en crisis y regionalismo funcional[9] ofrece el texto más antiguo y amplio en esta línea anti-estatal, pero otra de Andorra sobre Los pequeños países en el nuevo orden mundial, poco posterior, la exposición más nuclear de la misma actitud[10].

En este tema no me encuentro ya contra corriente, sino dentro del curso actual de los acontecimientos mundiales. Es claro que el pacifismo propagado por los vencedores de 1945 es incompatible con la subsistencia del Estado soberano, y por eso se da la paradoja de que, en defensa de aquel pacifismo utópico, se haya impuesto como necesaria una guerra común contra algunos Estados que se creían soberanos: una confusión entre la verdadera y tradicional beligerancia entre Estados y la guerra civil criminalizante del adversario vencido. Así, todo apunta hoy hacia un nuevo «ordo orbis» sin Estados soberanos, con múltiples instancias regionales, infra y supra-estatales.

También en este punto, el impulso para la crítica del Estado –un fenómeno típicamente «europeo»– fue favorecido por la conciencia de que la tradición española, libre de las guerras de religión que afligieron a Europa, pudo rechazar la abstracción del «Estado», que no asomó en nuestros lares hasta la irrupción borbónica, pero sigue siendo visceralmente rechazada por el pueblo español, a pesar del oficial europeísmo del momento.

Partiendo de una idea schmittiana, derivé así en un sentido muy diverso, pero no sin coincidir en un rechazo del «one world» pretendido por el imperialismo actual, y en la previsión de un menos utópico reparto de «grandes espacios» –pero no estatales– aunados como comunidades éticas resultantes de una ordenación regional a partir de la comarca, y relacionados entre sí por vínculos de paz pactada: «grandes espacios» éticos, de verdadera «comunidad», en los que, necesariamente, el factor religioso tendría un papel importante, pues no parece posible un Ética común sin una base religiosa suficiente»[11].

En relación con esta crítica del Estado, aunque con un ámbito mucho más dilatado, se halla la distinción principal entre «autoridad» y «potestad» sobre la que no voy a insistir aquí[12]. Basta recordar que ha sido un mal para la claridad de muchas cosas el que el Estado haya venido a confundir la autoridad, que es un «saber», y el «poder» de la potestad, impidiendo la necesaria limitación de la potestad por una distinta autoridad independiente, limitación imposible por la simple y utópica «división de poderes». Y la llamada «potestad indirecta» de la Iglesia es, en realidad, una autoridad universal, distinta de la potestad de jurisdicción interna que compete al Papa y, en las iglesias particulares, a los Obispos. Volvemos así a la formulación del Papa Gelasio: la potestad, del emperador y la autoridad, del Papa.

Toda mi defensa del derecho canónico, contra los «eclesiasticistas» seguidores del «Kirchenrecht» del protestante Sohm, se relaciona con mi anti-estatismo.

 

4. El derecho subjetivo

En tercer lugar, mi reflexión se dirigió, apoyándome aquí en Michel Villey, hacia una crítica del concepto de «derecho subjetivo», como degeneración de un orden de justicia objetiva. Un concepto que presupone, claro está, el de «sujeto» como sustitutivo de «persona». Es evidente, para mí, que la conversión del adjetivo de significación pasiva (de «sujetar») en substantivo activo se halla en relación con el moderno antropocentrismo individualista, que fue definitivamente entronizado por Kant, esa especie de Aquinate protestante, pero que, por serlo, ni fue teólogo, ni tampoco pudo ser santo.

En esta revisión conceptual, llegué a apartarme de la identificación, que viene de Boecio, entre «hombre» y «persona», y sostengo que «hombre» (también «caput» para los romanos) es una identidad físico-espiritual, única e invariable para cada uno, que se expresa por el semblante de la cara o rostro –el «espejo del alma»–, que sirve para reconocernos sensiblemente, en tanto la «persona», que se identifica por un nombre, es plural, acumulable y variable, según la posición de cada uno respecto a otros. Ha sido para mí algo muy esclarecedor que el canon 96 (ant. 87) reconozca como personas, para la Iglesia, a los hombres bautizados; pero lo mismo puede decirse de las personas dentro de los pueblos, los Estados, las familias, las empresas, corporaciones, etc.: se es persona respecto a otros, y la personalidad varía según la relación. De esta concepción relativista deriva mi aforismo «homo homini persona». En otras palabras menos nuevas: el «hombre» lo es por su «natura» y la «persona», por su «status»[13].

El error del «derecho subjetivo» culmina en las declaraciones mundanas de «derechos del hombre», versión anticristiana del Decálogo, que sólo consta de «deberes de las personas». Así: derecho a la vida, ¿para qué le sirve al muerto?, ¿por qué no se habla, en cambio, del derecho a ser sepultado? Se trata, en realidad, del deber de no matar, y, si quisiéramos entender ese derecho como tal, sólo cabría hablar quizá de la legítima defensa ante una amenaza de muerte, aunque no es en eso en lo que se piensa cuando se habla de «derecho a la vida». Pero lo mismo cabe decir de todos esos otros «derechos humanos»; por ejemplo, el «derecho de información». ¿Quiere decir de ser bien informado?, ¿se trata quizá de otra manera de aludir a la libertad de prensa? Y ¿qué decir de las declaraciones de «derechos de los animales»? Toda esta confusión es uno de los signos más claros de la crisis del derecho que padece nuestro siglo, pero deriva ya del error del «derecho subjetivo».

Persuadido, en fin, de que la consideración del derecho como conjunto de «poderes» personales –un sucedáneo del antiguo sistema de «acciones»– es inconsecuente con la idea cristiana (ya judía) del «directum», he llegado a proponer un cambio total de perspectiva: de ver todo el ordenamiento civil como un conjunto de deberes en la medida en que sean socialmente exigibles. Se trata, pues, de encajar mejor el derecho en el sistema de deberes de la Ética, apartando aquellos deberes que no son humanamente exigibles, y sobre los que sólo puede juzgar Dios, como efectivamente hará en el Juicio Final. El antiguo «ius» pagano era algo que se hacía con las manos –la «manus» es precisamente el símbolo del poder personal–, en tanto el derecho cristiano, el «directum», se hace con los pies, siguiendo sin desviarse el «camino recto» trazado por Dios. Y, para mí, el núcleo de este nuevo orden de deberes ha de tomarse del modelo de la relación laboral, como ya había intuido hace casi medio siglo, cuando se introdujo en el plan de estudios de la Facultad de Derecho la asignatura del Derecho Laboral, que yo no había tenido que estudiar en la carrera de Derecho[14].

Con esta nueva perspectiva del servicio socialmente exigible, los llamados «derechos absolutos», como es, ante todo, el de propiedad, se configuran como reflejo del deber de no perturbar determinadas preferencias respecto a las cosas, conforme a un orden socialmente convenido. En realidad, cuando decimos que la propiedad es de derecho natural –«secundario», según suele decirse–, el fundamento «natural» para tal afirmación sólo se puede encontrar en el Séptimo Mandamiento –«No hurtarás»–, precepto negativo; la propiedad, después de todo, no es más que una convención social mudable, y cuyo contenido real depende de la naturaleza de las cosas sobre las que versa; el precepto «natural» de no lesionar tales preferencias reales se remite a esa convencionalidad contingente y a esas diferencias físicas de su contenido; esto explica que ese Séptimo Mandamiento no se refiera exclusivamente a ese delito tipificado legalmente como «hurto», sino al deber de respetar cualquier clase de preferencia patrimonial, «absoluta» o relativa; porque, desde el punto de vista de la Ética, no hay gran diferencia entre retener lo sustraído o retener el pago debido, y el no pagar entra así en el hurtar.

 

5. El capitalismo

La última etapa de nuestro itinerario ideológico es la de la crítica de la Economía capitalista que parece dominar hoy el mundo tras la ruina casi total, no del Comunismo, que sigue como superestructura ideológica compatible con la praxis capitalista, pero sí de la economía socialista[15].

Ésta mi entrada en el campo de la Economía es tanto más apasionada por reconocerme indocto en esa ciencia, pero mi punto de partida para esa crítica ha sido un dato que es cierto para un jurista, y del que dependen todas las otras derivaciones del capitalismo: el error de que el dinero puede producir frutos civiles, siendo así que las cosas consumibles no pueden producirlos de ninguna clase. El encontrar que había sido un calvinista –De Moulin– quien negó la consumibilidad del dinero para admitir su posible producción de frutos como «intereses» o «usuras», me vino a confirmar lo que hace años había dicho Max Weber sobre el origen protestante, en especial calvinista, de la Ética capitalista: esa ética calvinista fue precisamente la que convirtió en protestante el cisma anglicano.

De negar que las usuras sean «fruto» del dinero se sigue lógicamente que el inversionista, con su aportación de sólo dinero, es un prestamista y no un socio de la empresa, y que, en consecuencia, la empresa no debe ser considerada como una organización instrumental para la producción de bienes y el enriquecimiento, sino como forma de convivencia laboral que debe ser regida, en una u otra medida, por los que trabajan como socios y no como simples asalariados, y por los que aportan bienes no-consumibles de los que sí pueden obtenerse frutos. Así, esa crítica del capitalismo se funda en un dato estrictamente jurídico que los economistas parecen querer ignorar: una falacia del capitalismo. De ahí la necesidad de un nuevo planteamiento del derecho laboral, incluyendo en él el de la empresa, con el fin de que, convenientemente depurado del lastre clasista, pueda servir como modelo de ese ordenamiento civil del futuro, centrado en la idea del serv i c i o socialmente exigible, al que me acabo de referir.

Finalmente, en esta crítica del capitalismo por uno que se reconoce indocto en la ciencia económica, pero no en la jurídica, me he atrevido a apuntar un remedio para evitar el mal del consumismo a que conduce el capitalismo, un mal que, en sí mismo, es mucho peor que el del socialismo comunista. En efecto, la libertad de mercado, de la que parte el capitalismo, debe considerarse como natural y, dentro de ciertos límites, conveniente; sin embargo, esa libertad, a través de la competitividad y la publicidad comercial, conduce inexorablemente al mal del consumismo. ¿Cómo romper esa secuencia del bien del mercado libre al mal del consumismo? La solución me parece ser la de eliminar la propaganda comercial, reduciendo la publicidad a una austera información para ayuda del consumidor y no para su corrupción. Con ese cambio, la competitividad selvática que fomenta el capitalismo, en perjuicio siempre del más débil, se reduciría a una natural y más humana competencia en provecho general, no en beneficio de los productores más fuertes. Término éste, el de «beneficio», que nos revela ya el distanciamiento de la actual Economía respecto, a la vez, del Derecho y de la Ética: del primero, porque «beneficio», en sentido jurídico, se refiere a una facultad que se concede a quien la solicita, como, por ejemplo, el «beneficio de inventario»; de la segunda, porque en sentido moral, «beneficio» es el favor lucrativo o meramente gratuito que se hace por generosidad. Para los economistas, en cambio, «beneficio» es el enriquecimiento obtenido por la venta de lo que se produce. Como siempre, la preferente consideración económica ha venido a desvirtuar los conceptos jurídicos; es un aspecto más del vulgarismo jurídico que domina en este siglo de crisis del derecho, pero que arranca ya del grosero desprecio por los juristas que animó la revolución luterana, esa gran revolución sin la cual, como bien vio Hegel, todas las otras no hubieran sido posibles. No se trata de una simple confusión terminológica, sino de una profunda subversión moral, pues el «beneficio» del productor se ceba en el consumismo.

 

6. Conclusión

Éstas han sido las cuatro etapas de un itinerario ideológico completado en los últimos años. Como ya he dicho al principio, no siguió una directriz predeterminada, sino que se fue realizando al impulso de una personal coherencia reflexiva ante los estímulos de la vida y del estudio; también bajo la influencia de algunos pensadores: han salido los nombres de Max Weber, Carl Schmitt y Michel Villey, pero sería difícil hacer una lista de todos los que, de algún modo, han podido influir en mí.

Al final, he podido comprobar que esas cuatro etapas se han orientado todas congruentemente en el sentido de una crítica de los efectos ideológicos de la revolución protestante, respectivamente, en la Ética, la Política, el Derecho y la Economía: contra la secularización del espíritu «europeo» no-confesional, contra la forma política del «Estado», contra el «derecho subjetivo», contra el «consumismo» capitalista.

Cuando se habla hoy de la «re-cristianización de Europa», vemos que el tema se limita a predicar un apostolado universal indiferenciado. En mi opinión, la incidencia de este apostolado, siempre necesario, en el expansivo ámbito europeo, exige un previo análisis crítico de las consecuencias de la Reforma protestante, y un perseverante esfuerzo por su depuración mediante la apertura de nuevas actitudes auténticamente cristianas, es decir, católicas: una nueva Ética confesional de la que dependa un nuevo «ordo orbis», un nuevo derecho justo y un desmantelamiento del «status quo» capitalista. Ha sido, pues, un claro signo anti-protestante el que ha guiado e impulsado mi pulso a lo largo de ese itinerario ideológico, sin darme cuenta yo mismo, hasta el final, de su íntima congruencia.

Esta actitud intelectual puede parecer, y lo es, atrevidamente anti-moderna. En efecto, ha sido una de mis más claras conclusiones la de que la Edad Moderna es esencialmente protestante; que su inicio debe fijarse, no con la aparición de la tipografía (1440), no con la caída de Constantinopla (1453), ni con el descubrimiento de América (1492), sino sólo con la sublevación luterana contra la Iglesia (1517)[16].

Lo que no sabemos es cuándo termina la Edad Moderna –de la que la «Contemporánea» no es más que una prolongación–, pues las declaraciones de «post-modernidad» que circulan hoy por el mundo no parecen corresponder realmente a una nueva era del curso de la Historia; tampoco aquellos movimientos «futuristas» de hace setenta años fueron seguidos por un cambio histórico real y general. Hay síntomas, sí, del fracaso de una Ética no-confesional, y del Estado y del pacifismo; puede intuirse también la insatisfacción profunda por los resultados del individualismo jurídico y del positivismo legalista, y cierta alarma ante la locura de la inmoralidad capitalista; pero no sabemos cómo estos fenómenos de agotamiento general acabarán por cristalizar en una nueva forma que permita hablar, a los hombres del futuro, de una nueva era histórica. No sé. Los signos de los tiempos me parecen inexplicablemente contradictorios, y he de confesar que, a estas alturas de mi vida, no veo más luz que la trascendental divina:

El mundo nos atraviesa
más que nosotros al mundo[17].
Aunque tengamos las piezas,
no vemos bien el conjunto,
y es tan vana mi cabeza,
que voy más ciego que mudo.
¡Queda la ventana abierta
por la que da Dios un rumbo!

 

[1] En Atlántida , 1969, pág. 620. Reproducido, con el título «Retrospectiva en las bodas de plata con la cátedra», en Nuevos papeles del oficio universitario, 1980, pág. 147. Una relación de publicaciones mías (hasta 1987), cuidada por Rafael Domingo, se incluye en los Estudios de Derecho Romano que me dedicó, en 1987, con ocasión de mi jubilación, la Universidad de Navarra.

[2] He de reconocer que, en mi vida, la lealtad y la legitimidad han estado mucho más presentes que la legalidad. No se puede esperar, pues, que sea un demócrata, pues la democracia, de manera exclusiva, se pretende fundar, aunque no suela conseguirlo, en la mera legalidad.

[3] Prelección jubilar, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Santiago de Compostela, 1985.

[4] Xavier D'ORS, Posiciones programáticas para el estudio del Derecho Romano, Santiago, 1979.

[5] Un resumen elemental de mi pensamiento puede verse siempre en Una introducción al estudio del derecho, octava edición, Rialp, 1989. Sobre el político, Frederick WILHELMSEN, «The political philosophy of A. d'O.», The Political Science Reviewer, núm. 20 (1991), pág. 144. La obra más representativa es La violencia y el orden, Madrid, Dyrsa, 1987. En la parte central de ésta aparecen las dos ideas fundamentales de que la potestad civil no viene de Dios a través de la sociedad (como pensaron algunos filósofos), sino que la aceptación social es una «condición» de una potestad derivada siempre directamente de Dios, y, por otra parte, que los imperativos legales no obligan en conciencia por sí mismos, sino en la medida en que coinciden con imperativos morales dados por la autoridad (con lo que se resuelve el enojoso problema de las leyes merepenales). De todo esto espero todavía la crítica.

[6] Es el primer número de la «Biblioteca del Pensamiento Actual» de la editorial Rialp: Romano GUARDINI, El mesianismo, en el mito, la revelación y la política, 1948, traducción de Der heilbringer in mythos, offenbarung und politik (eine Theologisch-politische besinnung), de 1946. Sobre Teología política, en confrontación con C. SCHMITT y E. PETERSON, «Teología política: una revisión del problema», en Revista de Estudios Políticos, 1976, pág. 41, reproducido en Sistema de las ciencias IV, pág. 86.

[7] De este enemigo de 1936 hay que apartar al vasco –los «gudaris»–, genuinamente españoles, que sólo por una contingencia de última hora no militaron junto a los «requetés», frente a los impíos comunistas extranjeros. Esto es algo que parece haberse olvidado ahora, pero que explica algunas aparentes contradicciones de hoy.

[8] De hecho, la incorporación que se pretende, de la antigua URSS a Europa pondrá en evidencia el raquitismo del actual concepto de «Europa». No hay que pensar en los Urales como límite Oriental, sino en el Pacífico, con lo que el centro de Europa, que vemos correrse hoy a Berlín, quizás acabe por pasar a Moscovia, la Tercera Roma. Pero si la extensión de Europa se quiere ver en la América no-hispánica, todavía queda más desfigurada geográficamente, y se pone más en evidencia su relación con el Protestantismo.

[9] Publicada primeramente en Derecho de gentes y organización internacional, Santiago, 1959, y luego en Papeles del oficio universitario, pág. 310.

[10] Publicada sólo como apéndice de la primera edición (1963) de Una introducción al estudio del derecho, 1983, pág. 161.

[11] Esta idea del «gran espacio ético», ya en la conferencia de 1956 incluida en Papeles cit.: «En tomo a la definición isidoriana de “ius gentium”», esp. págs. 307 y sigs. Se relaciona con la convicción de que la racionalidad del «derecho natural» es compatible con la reducción práctica, existencial, de su reconocimiento; sobre esto, ya la conferencia de 1950 Los romanistas ante la crisis de la ley, reproducida en Escritos varios sobre el derecho en crisis, CSIC, 1973. La frase «ius naturale catholicum» fue mal entendida por algunos, que no distinguían la racionalidad del reconocimiento afectivo facilitado por el Magisterio de la Iglesia; por ejemplo, a propósito de la indisolubilidad del matrimonio. Sigo creyendo en la labilidad de una Ética no-confesional, y buena prueba de ello es el fracaso de todo intento de objetivación de los «valores», cuya falacia nos mostró Carl Schmitt.

[12] Después del libro de Rafael DOMINGO Teoría de la «auctoritas», Pamplona, 1987, es poco lo que puedo añadir sobre este tema, pero puede verse el artículo de F. WILHELMSEN, cit. en nota 5.

[13] Sobre este concepto de «persona» he insistido en varios escritos; véase una formulación concentrada en la comunicación de 1979 recogida en Nuevos papeles, cit., pág. 377-381: «Caput y persona».

[14] Sobre «servicio socialmente exigible», la cit. Prelección jubilar, págs. 27 y sigs., y la conferencia de 1988 publicada en Trabajos en homenaje a Valls y Taberner, X, pág. 2541, y en Temas de derecho, VI, 2, 1991 –de la «Universidad G. Mistral» de Chile– pág. 19, pero la idea ha sido plenamente desarrollada en la tesis doctoral (todavía inédita) presentada en la Universidad de Navarra en 1992 por la doctora mexicana Ana María Alvarado Larios: «El servicio del trabajo como concepto fundamental del ordenamiento jurídico».

[15] Para esa crítica del capitalismo, mis «Premisas morales para un nuevo planteamiento de la Economía», en Revista chilena de derecho, 17, 3 (1990) pág. 439; de manera menos libre, mi comentario de la encíclica Centesimus annus publicado en Verbo, núm. 297-298 (1991), pág. 1069.

[16] Con este criterio para fijar el límite entre Edad Media y Moderna se relaciona el que propongo para separar la Antigua de la Media: no con el cristianismo oficial (siglo IV), no con el hundimiento del Imperio Romano invadido por los pueblos germánicos (siglo V), ni con el apogeo bizantino (siglo VI), sino hacia el 700, cuando el Mediterráneo, a consecuencia de la expansión islámica, deja de ser un mar interior y distancia las costas de África. Son así grandes acontecimientos religiosos los que determinan los cambios de era, pues la Historia Universal, como ya han reconocido otros, es siempre, en el fondo, Historia de la Iglesia.

[17] Es un eco en contrapunto del «Cántico del sexagenario Carl SCHMITT», al final de su Ex captivitate salus (1950, traducción española de 1960): «Durch alles das bin ich hindurchgegangen, / und alles ist durch mich hindurchgegangen» (que traduzco: «por todo esto he pasado y todo me atravesó»).