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Número 521-522

Serie LII

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¿Es posible la neutralidad ética y religiosa del Estado?

CUADERNO: RELIGIÓN Y COMUNIDAD

 

1. Introducción

Desde muy antiguo ha sido asumido que el bien de la persona y de la sociedad política no se distinguen como realidades sustantivamente diversas, sino como el de una parte y el del todo al que ella pertenece. Por eso, también, siempre ha sido una premisa para entender el orden humano personal y social que la ley, cuando manda hacer actos buenos para lograr el bien de la comunidad, es causa no sólo del bien colectivo de la polis, sino también del bien personal de quien los realiza. La relativa identidad de bien político y bien personal permitiría decir lo mismo a la inversa: la ley, cuando manda hacer actos para que las personas sean buenas, causa también el bien de la polis.

Piénsese, por ejemplo, en el muy conocido caso de Antígona cuando reclama el derecho a cumplir su deber de enterrar a su hermano muerto, oponiéndose al decreto de Creonte que lo prohíbe. Para esto, alude a leyes no escritas provenientes de los dioses, que prevalecen sobre las leyes y decretos humanos. Esas leyes procuran el bien y la honra del muerto y, de esa manera, velan al mismo tiempo por el bien de la ciudad. Si el decreto de Creonte viola la honra del muerto, entonces también quebranta el bien de la ciudad. El cumplimiento de las leyes justas, cuyo objeto es el bien común, hace justas y buenas a las personas. Por eso, Antígona reprocha a su hermana Ismene su rechazo a participar en el entierro y le dice: «Sé tu como te parezca. Yo lo enterraré». Antígona está convencida que tanto el carácter moral de su hermana como el suyo propio dependen de la sujeción o no a las leyes[1].

La idea de la relativa identidad del bien personal y del de la ciudad se encuentra también en Platón. Piénsese, por ejemplo, en el Critón, donde la moralidad de los actos de Sócrates, aún la de aquellos ordenados a salvar su vida que ha de ser eliminada producto de un juicio injusto, no puede entenderse sin referencia a las leyes, porque éstas, no obstante que se aplicaron injustamente, son la causa de la bondad de Sócrates, porque son, también, la causa del bien de la ciudad. De allí que si Sócrates se desentiende de las leyes, destruye la ciudad[2]. Esta idea la recogió Aristóteles de su maestro cuando al comienzo de la Ética a Nicómaco señala expresamente que «la política […] constituirá el bien del hombre. Pues aunque sea el mismo el bien del individuo y de la ciudad, es evidente que es mucho más grande y más perfecto alcanzar y salvaguardar el de la ciudad»[3]. En la Política va a sostener la misma idea, cuando se pregunta «si hay que afirmar que la felicidad de cada uno de los hombres es la misma que la de la ciudad», a lo que responde rápidamente que sí[4].

Estas ideas tan caras a los griegos, también estuvieron presentes en la civilización creada por Roma, donde existió en una medida importante esta identificación entre virtud humana y virtud ciudadana. Esta identificación existió incluso en los momentos de decadencia moral, cuando se siguió admirando con nostalgia la virtud de los antiguos romanos que eran capaces de postergar su bien privado en aras del bien de la república, de manera que su virtud personal causara el de la ciudad.

Ya en el Medioevo, Tomás de Aquino recoge esta idea clásica y enseña que el fin de la ciudad es la virtud, en la que consiste la vida buena de las personas y de la sociedad: «[…] el fin de la multitud congregada es vivir según la virtud. Pues para esto los hombres se congregan, para juntos vivir bien, lo que cada uno no puede conseguir viviendo aisladamente. Ahora bien, la vida buena es según la virtud; por lo tanto, la vida virtuosa es el fin de la congregación humana. Signo de esto es que son parte de la multitud congregada sólo los que comparten mutuamente el bien vivir. […] Además, porque el hombre viviendo según la virtud se ordena a un fin ulterior, que consiste en la fruición divina, como ya dijimos antes, es preciso que el fin de la multitud humana sea el mismo fin de un hombre»[5]. Y en Summa theologiae dice: «La bondad de cualquier parte se considera en proporción a su todo, por lo que también Agustín dice en in III Confes., que es mala toda parte que no sea congruente con su todo. Por lo tanto, como cualquier hombre es parte de la ciudad, es imposible que algún hombre sea bueno si no está bien proporcionado con el bien común, ni tampoco el todo puede subsistir a no ser a partir de las partes a él proporcionadas. Por esto es imposible que pueda poseerse el bien común de la ciudad, si los ciudadanos no son virtuosos»[6]. De allí no es extraño que santo Tomás sostenga que el fin y efecto propio de la ley sea inducir a la virtud a todos quienes le están sujetos[7].

En el terreno religioso basta con constatar, para nuestro propósito, lo mismo que en la antigüedad ya hicieron Platón y Aristóteles[8]: en la historia de la humanidad todos los pueblos –griegos y bárbaros, en expresión de Platón– han tenido religión. Por eso, el orden social siempre ha considerado la religión como una de tantas otras actividades que han de estar ordenadas por ley. Es recién a partir del siglo XX que han comenzado los intentos más serios de constituir sociedades oficialmente ateas. Después del fracaso de los regímenes comunistas –cuyos pueblos, por lo demás, nunca siguieron a los gobiernos en su irreligiosidad– el caso más avanzado es, sin lugar a dudas, el de Europa. Es en los pueblos europeos donde, a la hora de organizar la sociedad, ha confluido de una manera determinante una irreligiosidad popular bastante extendida con la gubernativa. Pero como decíamos, esta es la excepción histórica y de ninguna manera la regla.

Es, por lo demás, bastante obvio que, habiendo unidad en el actuar del hombre, y no parcelas o compartimentos estancos, es natural que el fin último de todas las acciones, las mismas que están reguladas por la ley, tenga presencia en esta ley.

En otras palabras, el objeto del acto moral, que incluye a modo de principio el fin último por el que se mueve, debiera estar recogido en la ley que fija dicho objeto en una sociedad concreta y en un tiempo determinado. De hecho, esto es lo que ha acontecido corrientemente en la historia de la humanidad.

 

2. El problema de la neutralidad de la ley

De acuerdo a lo señalado, la premisa de ese trabajo es que toda ley manda acciones señalando el objeto general al cual ellas deben dirigirse. Al mismo tiempo se asume que ese objeto, en tanto es objeto de acciones humanas, es moral.

Si estas premisas son verdaderas, entonces, evidentemente, existe un problema con aquellas teorías que pretenden que las leyes que ordenan la sociedad en sus relaciones de justicia son neutrales en materia moral y, en consecuencia, también en el campo religioso. El Estado tendría por misión ordenar una sociedad a partir de leyes moral y religiosamente neutras que, así, permitirían la convivencia de diversas concepciones de vida. ¿Es posible la existencia de una ley moral y religiosamente neutra? ¿Es posible, consiguientemente, la existencia de un Estado neutro en estos órdenes? La tesis que intentaré desarrollar en este trabajo es que tal cosa no es posible.

La teoría política que sustenta esta idea tiene como uno de los objetivos centrales el de lograr la existencia de una sociedad libre en la que puedan convivir distintas doctrinas comprehensivas –según el término usado por John Rawls– religiosas, filosóficas y morales. El mismo Rawls lo plantea en estos términos: «¿Cómo es posible que pueda existir en el tiempo una sociedad estable y justa de ciudadanos libres e iguales profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables aunque incompatibles? Dicho de otra manera: ¿Cómo es posible que doctrinas comprehensivas profundamente opuestas aunque razonables puedan vivir juntas y todas ellas afirmar la concepción política de un régimen constitucional?»[9]. Una doctrina comprehensiva es aquella según la que cada ciudadano organiza su vida a partir de su idea de bien: «Una concepción […] es comprehensiva cuando incluye concepciones tanto de lo que es de valor en la vida humana, como ideales de virtud y carácter personal, cuyo propósito es dar forma a muchas de nuestras conductas no-políticas (en el límite, nuestra vida como un todo)»[10].

Rawls piensa que el liberalismo político no es una doctrina comprehensiva más, sino que corresponde a ciertas ideas fundamentales latentes en una cultura política pública de una sociedad democrática.

Intentaré, entonces, poner de manifiesto que una teoría política con esas características no es posible y que, usando el mismo término de Rawls, el liberalismo político y su concepción de justicia es una doctrina comprehensiva más.

Un Estado neutral sería aquel que mediante leyes crea un orden que permite la convivencia de todas las concepciones razonables de bien que las personas puedan tener, sin favorecer ninguna de ellas sobre las demás en el tratamiento público que les de, sea a través de la ley, sea a través de la administración. Además, el Estado será neutral en la medida en que en caso de conflicto entre todas o algunas de esas concepciones de bien, no participe de ninguna de las opciones enfrentadas.

Teniendo claro qué significa la neutralidad de Estado, me parece importante señalar expresamente, aunque sea obvio, que las concepciones de bien a las cuales nos referimos –las morales y religiosas–, respecto de las cuales se afirma esa neutralidad, no son triviales o insignificantes. Las concepciones de bien que nos ocupan son las que tocan directamente al hombre como tal y al orden total de su vida práctica. Esta advertencia puede parecer superflua, pero lo es menos si sirve para notar, primero, que no se trata de preferencias personales[11] prescindibles por no ser determinantes del tipo de vida que se quiere desarrollar; y, segundo, tampoco se trata de «preferencias» relativas a bienes que pueden, sin problemas, vivirse en el mundo de la vida privada, sin necesidad de que estén ordenadas por la ley o dirigidas por instituciones públicas, como pudiera ser una preferencia de segundo orden, por ejemplo, en el terreno deportivo. A diferencia de estas, en el caso de las preferencias que incluyen bienes morales o religiosos, en torno a los cuales las personas organizan su vida entera, estamos ante realidades que no parecen ser posibles de recluir en la vida privada. Hacerlo, probablemente significaría obligar a la persona a actuar de acuerdo a unos principios en la vida privada y de acuerdo a otros en la esfera pública, suponiendo además que existe un límite claro entra una y otra. Si hay principios morales más particulares que pudiesen llegar a soportar algo así sin quebrarse, pareciera indudable que también existen aquellos que no lo soportarían. En este caso, la obligación legal de recluir esos principios en la vida privada equivaldría a exigir a una persona que se desdoble moralmente, según esté actuando en la esfera pública o en la privada. Pero algo así no es menos extraño y violento que pedir que se desdoble en el terreno psicológico de la personalidad. Si en este último ámbito, la doble personalidad es signo inequívoco de una enfermedad, más aún lo será si ella ocurre en el terreno moral. Permítaseme poner un ejemplo. Si Mario y María quieren contraer vínculo matrimonial indisoluble, mientras que Carlo y Carla quieren un vínculo disoluble, podrá decirse que lo más apropiado es una ley que contemple la disolución del vínculo. Así, los primeros, pueden casarse y no acabar con su matrimonio si no quieren y los segundos pueden casarse y disolver su vínculo si así en algún momento lo desean. Cada uno elegiría qué hacer en el campo de su vida privada. El problema es que el vínculo matrimonial definido por la ley como disoluble afecta la naturaleza del contrato, sea lo que sea que hagan Mario y María o Carlo y Carla, porque la determinación obrada por la ley, en cuanto ella es siempre pública, afecta siempre el vínculo privado[12]. Su vínculo es disoluble privada y públicamente. De esta manera, la ley determina a los primeros a actuar en base a una ficción: privadamente deben actuar como si el vínculo fuera indisoluble aún cuando de hecho no lo es, porque así está determinado públicamente por la ley. El problema es más complejo aún, si se considera que los matrimonios indisoluble e disoluble son considerados por diversas concepciones morales como un bien social y, en consecuencia, como deseable no sólo para quienes sustentan esas concepciones, sino para todos.

Hay bienes y actividades que parecieran resolverse sin problemas en la sola esfera privada, sin que su ejercicio o disposición requiera trasladarlos ni siquiera parcialmente a la esfera pública. En cambio aquellos bienes o actividades cuya disposición o ejercicio no puede realizarse en la sola esfera privada de vida diremos que tienen una formalidad pública de la que no pueden separarse sin alterar el mismo bien. El ejemplo de la preferencia deportiva y el del matrimonio sirven también para mostrar casos como el primero y el segundo, respectivamente.

¿Es posible para una teoría del Estado neutral salvar esta dificultad? Mi tesis es que no. Para mostrar por qué no, examinaré muy brevemente la idea de neutralidad estatal según se encuentra en algunos textos de autores relevantes.

 

3. La idea de neutralidad en algunos teóricos liberales

Rawls tiene perfecta conciencia del problema en que se encuentra. En su libro The law of peoples, hablando de la relación entre los Estados, análoga a la existente entre ciudadanos, que es la que aquí nos interesa, dice: «Una tarea importante en la aplicación de la ley a gente no liberal es especificar hasta qué punto gente liberal debe tolerar gente no liberal […]. Si a todas las comunidades se les exigiera ser liberales, entonces la idea de liberalismo político fallaría en la expresión de la debida tolerancia por otras formas aceptables de ordenar la sociedad»[13].

Rawls, en Theory of justice, primero, y en Political liberalism, luego, sostiene que el Estado debe ser neutral frente a las doctrinas comprehensivas razonables de los ciudadanos razonables[14], aun con aquellas que no son liberales. Las doctrinas comprehensivas razonables[15] son aquellas en las que desde la idea de bien, cada ciudadano organiza su vida, aceptando al mismo tiempo que su propia visión no puede ser impuesta o privilegiada por el Estado. La neutralidad del Estado existiría con el objetivo de asegurar la convivencia de todas estas doctrinas comprehensivas. Así por ejemplo, en el terreno religioso, un catolicismo razonable podría convivir perfectamente con una razonable interpretación del Islam o con un ateísmo razonable. Lo esencial es que ninguna doctrina comprehensiva sirva de base para usar el poder coercitivo del Estado, pues en ese caso, libertad e igualdad se perderían. La justicia política será para Rawls precisamente aquella que no se apoye en ninguna doctrina comprehensiva ni en una solución de compromiso, negociada entre las diversas concepciones de mundo y de vida presentes en la sociedad. La justicia política será posible en la medida en que los principios de justicia se formulen con total independencia de una idea de bien que sea central para alguna doctrina comprehensiva. De allí la necesidad que tiene, por ejemplo, de afirmar la posición original de los hombres que, bajo el velo de la ignorancia, es decir, sin atender a sus propios intereses, sean capaces de establecer normas de justicia que sean válidas para todos. Se trataría de una sociedad organizada a partir de una razón pública que se define como tal por el hecho de que prescinde de toda noción de bien central a una doctrina comprehensiva. Esta razón pública tendría por objeto las cuestiones de justicia política que permiten ordenar las relaciones entre ciudadanos libres e iguales[16].

La neutralidad, dice Rawls, se concretaría a través de un procedimiento que pueda ser justificado recurriendo exclusivamente a valores neutrales, como la imparcialidad, la consistencia en la aplicación de los principios generales a todos los casos similares e igual oportunidad para las partes de presentar sus demandas[17]. Hayek, por su parte, concebía la sociedad política como un orden en el que nadie busca fines o bienes comunes, sino que surge de la autonomía de los individuos, cada uno de los cuales se preocupa de sí mismo. «El más importante bien colectivo a proporcionar por el gobierno no consiste en la satisfacción directa de las necesidades personales, sino en la creación de un conjunto de condiciones en base a las cuales los individuos o grupos de individuos pueden ocuparse de la satisfacción de las mismas»[18]. «El concepto central del liberalismo –dice Hayek– es que bajo la vigencia de las reglas universales de conducta justa, que protejan un dominio privado de los individuos que pueda ser reconocido, se formará por sí mismo un orden espontáneo de las actividades humanas de mucho mayor complejidad del que jamás podría producirse mediante un ordenamiento deliberado. En consecuencia, las actividades coercitivas del gobierno deberían limitarse a mantener el cumplimiento de dichas reglas»[19]. Como explica Cruz Prados, «hacer del orden social una meta consciente, una finalidad deliberada, un diseño humano […] –en base a un bien, añado yo– implica –para Hayek– imposición, racionalismo y totalitarismo»[20]. Esas normas de conducta justa tendrían carácter político, porque fijarían negativamente los límites de las actividades de los individuos, de manera que no invadan el campo privado de sus conciudadanos. Serían normas que determinan que es lo que no puede hacerse, más que fijar un bien al cual las acciones humanas debieran ordenarse.

 

4. Las premisas fundamentales para la afirmación de la neutralidad del Estado

¿Es cierto que existe una razón pública y una justicia política que se refieren exclusivamente a una estructura jurídica neutra moral y religiosamente, sin incluir ninguna referencia al bien humano? Me parece que no. Veamos por qué.

Creo que la tesis inicial y determinante de todo el pensamiento en el que se sustenta la idea de un Estado neutral es la de que el individuo está constituido humanamente sin que la sociedad sea en absoluto causa de tal cosa. En otras palabras, el bien del individuo está definido de manera independiente respecto de su pertenencia a una comunidad y respecto de bienes que sean comunes a ella y, en consecuencia, posibles de obtener como resultado de una acción originaria y esencialmente social. Si el bien es puramente individual, el paso siguiente será que quede definido por el mismo individuo. Es decir, tendremos un bien individual que será el resultado directo de los intereses individuales determinados autónomamente respecto de cualquier consideración de una realidad ajena y externa al individuo mismo. Pero esto parece corresponder más a una visión antropológica más propia de lo que Rawls llama una doctrina comprehensiva que de una razón pública neutra.

El complemento inmediato de la concepción individualista es el de la autonomía individual como la condición necesaria para una vida libre. Podemos definir la autonomía moral con Kant, quien luego de afirmar «la autonomía de la voluntad como principio supremo de la moralidad» dice que esa autonomía «es la constitución de la voluntad, por la cual es ella para sí misma una ley, independientemente de cómo estén constituidos los objetos del querer»[21]. Autonomía, quiere decir, literalmente, la cualidad de un sujeto de estar sometido sólo a leyes que el mismo se da. La dependencia de leyes que provengan de alguna realidad exterior será heteronomía, la cual siempre implicará daño o supresión de la libertad. Para los autores de línea empirista, a diferencia de Kant, la heteronomía está definida principalmente respecto de leyes que provengan de otros hombres. La libertad para estos autores será la posibilidad de actuar sin normas que otros hayan determinado. La libertad queda reducida a ausencia de coacción. Se alejan de Kant, porque para ellos la libertad no requiere independencia respecto de cosas exteriores y particularmente respecto de bienes sensibles, objeto de los apetitos también sensibles. Estas cosas exteriores pueden suscitar el interés del individuo; y si éste se mueve por tal interés sigue siendo autónomo. La autonomía dependerá, entonces, de la existencia de condiciones que permitan al individuo darse sus propias normas de manera tal que nadie, excepto él mismo, defina su propio bien. Pero todo esto parece corresponder a una concepción de la libertad más propia de una doctrina comprehensiva que de una razón pública neutra.

Por último, el individualismo y la autonomía como principios explicativos centrales de la vida humana tienen la dificultad de que conducen a una aparente incompatibilidad entre la vida individual y la social: ¿cómo actuar exclusivamente en función de los propios intereses y con plena autonomía, si al mismo tiempo se debe convivir con otros? La respuesta a este problema han sido las teorías contractualistas de la sociedad. Básicamente, como se sabe, la idea es la siguiente: el individuo en estado de naturaleza –presocial– tiene plena libertad; sin embargo, la inseguridad en la cual vive –producto de que cada uno puede hacer lo que quiere– hace muy débiles y precarias las condiciones y oportunidades para satisfacer sus intereses y gozar sus bienes con tranquilidad[22]. De allí la necesidad de organizarse en sociedad: «La finalidad de la sociedad civil es evitar y remediar los inconvenientes del estado de naturaleza»[23]. Pero si la convivencia social es conveniente, habrá de organizarse de manera de salvaguardar un ámbito privado en el que esa libertad originaria quede protegida. La sociedad deberá crear normas que, sin imponer un fin a la libertad individual, proteja el ejercicio de ésta. En otras palabras, la sociedad deberá proveer leyes que permitan que cada cual defina su propio bien ético o religioso en su ámbito privado de vida y, al mismo, tiempo, no lo imponga al resto de las personas. Pero esto es una visión de la sociabilidad humana que está en el mismo nivel que la que sostiene que el hombre es naturalmente social. En esa medida, pareciera corresponder más a una doctrina comprehensiva que se preocupa de definir la naturaleza del vínculo social, en lugar de una razón pública neutra.

Es cierto que Rawls se da cuenta de que su propia teoría podría ser interpretada como una doctrina comprehensiva más. Lo intenta corregir en Liberalismo político, pero pareciera que su salida es meramente pragmática, sin que haya una respuesta al fondo del asunto: su solución es suponer, como dice reiteradamente, que se comparten los valores de un régimen constitucional democrático, como si estos no correspondieran a la manifestación de una determinada y excluyente concepción de bien.

 

5. ¿Es posible la neutralidad del Estado en relación con las doctrinas comprehensivas?

Repitamos entonces la pregunta: ¿es posible la neutralidad del Estado en materias morales y religiosas?

A partir de lo señalado la respuesta parece bastante evidente. La misma teoría liberal sería una doctrina comprehensiva más, a la par de otras y, por lo tanto, sin el derecho a situarse por sobre todas las demás en calidad de árbitro.

La idea de una concepción política liberal de justicia como si se tratara, efectivamente, de una concepción neutra que así hace posible mitigar los conflictos religiosos o morales descansa en que ella sea, tal como la llama Rawls, «una concepción política y no metafísica»[24]. Para Rawls, esto significa que se trata de una concepción de justicia que no está definida por el bien al cual la ley se refiere. Pero ya veíamos que esa concepción de justicia política tiene supuestos metafísicos fundamentales.

Permítanme ver esto desde otro ángulo. La neutralidad del Estado pareciera ser imposible no sólo porque la doctrina liberal tiene supuestos que corresponden a afirmaciones relativas a la naturaleza humana y sus vínculos sociales, siendo así una determinada concepción más de bien. La neutralidad del Estado también pareciera imposible si se examina lo que ocurre con las doctrinas comprehensivas que habitarían ese Estado neutral.

La idea más común de bien moral, aquella que Rawls afirma que no puede ser el criterio de organización política, pareciera tener algunas características incompatibles con un Estado neutral. Efectivamente, los preceptos morales parecen tener una pretensión de universalidad. También Sartre reconoce el carácter universal de la moral. El problema para Rawls es que, así, los preceptos que provienen de una concepción del bien no son compatibles con otros preceptos basados en una concepción de bien diversa. Parecería que cada concepción de bien, para ser compatible con el Estado neutral, debiera excluir la pretensión de universalidad. Cada concepción de bien debiera ser relativista. ¿Es relativista la concepción del bien en el pensamiento moral común? ¿Tiene razón Rawls que piensa que una concepción razonable de bien es siempre relativista?

Para responder esto podemos seguir el análisis que Spaemann realiza con gran sencillez en el comienzo de su Ética: Cuestiones fundamentales. Las categorías de bien y de mal las usamos en todos los ámbitos de la vida. Así, regalar todo a un amigo en vez de ahorrar será malo desde el punto de vista exclusivamente financiero, aunque bueno, sin lugar a dudas, para el beneficiario de la donación. Estar con una gripe fuerte puede ser malo si me hace sentir mal, aunque bueno si me impide cometer una barbaridad. Desde la perspectiva médica, sin embargo, una gripe siempre es un mal. Por otro lado, es claro que en materia de costumbres existen innumerables diferencias. Los mahometanos son polígamos, los cristianos, no. Ha habido culturas que incluyen los sacrificios humanos, otras no. Existen pueblos en los que la mutilación del cuerpo es buena, en otros no. Unos aprueban el aborto, otros no. Los romanos podían exponer a los niños recién nacidos, los cristianos que les siguieron, no. Y así, suma y sigue. Pareciera que la evidencia está abrumadoramente de parte de Rawls. «Que los sistemas normativos –dice Spaemann– son claramente dependientes de la cultura, es una eterna objeción frente a la posible exigencia de una ética filosófica, es decir, una objeción a la discusión racional sobre el significado absoluto, no relativo, de la palabra “bueno”. Pero esta objeción desconoce que la Ética filosófica no descansa en la ignorancia de estos hechos. Todo lo contrario»[25]. Todo comenzó cuando los griegos constataron la existencia de pueblos con costumbres distintas. Aristóteles comienza su reflexión sobre la ética constatando que las ideas de felicidad son casi tantas como personas existen[26]. Pero los griegos no se quedaron simplemente con la boca abierta frente a las diferencias. Buscaron una medida según la cual se pudiera juzgar si unas eran mejores que otras, si unas eran buenas y otras malas. Esa medida fue la fisis o naturaleza. Alguien podrá decir que se trata de una invención para juzgar a los demás desde la propia cultura o desde la propia idea de bien. Pero no es así. La afirmación de una naturaleza no es un a priori desde el cual luego se interpreta forzadamente la realidad. Ella es afirmada en razón de la constatación empírica de que tras las diferencias hay semejanzas que se dan entre todos los hombres, por lo cual no queda sino atribuirles una causa. Hay conductas que siempre admiramos: la de alguien que sacrifica su vida por salvar la de otro. La del hombre que renuncia a parte de sus bienes para darlos al necesitado. Hay otras conductas que siempre condenamos, como la del padre que tortura a su hijo pequeño por haber mojado la cama o la del que prometiendo una cosa, hace exactamente la contraria. La primera cosa importante que hay que señalar es que la sola constatación de diferencias deja sin explicar la tendencia del hombre a juzgar las acciones como buenas o malas en absoluto y con valor universal, independientemente de su propia situación cultural o histórica. La segunda es que pareciera, como decíamos, que tras las diferencias se pueden constatar muchas semejanzas, que también quedan sin responder cuando simplemente nos quedamos con las diferencias. Aun más, la constatación de diferencias accidentales, a veces, no deja ver semejanzas esenciales. Por ejemplo, la amabilidad es valorada en todas las culturas y tiempos históricos, aunque, por supuesto, el modo de practicarla varía mucho. De esta manera, la afirmación de una naturaleza que respondiera a esos juicios semejantes no era una arbitrariedad. Lo que ocurre, vuelve a advertir Spaemann, es que «las diferencias nos llaman más la atención porque las coincidencias son evidentes»[27]. Todo el ejercicio de Aristóteles en la ética es tratar de ver las coincidencias detrás de las diferencias para encontrar esa medida según la cual, finalmente, todos los hombres juzgan, no sólo sus propias acciones como buenas o malas, sino las de todo el resto de la humanidad, cuando se trata, por supuesto, de acciones que tienen por efecto un determinado carácter humano.

De aquí nace, entonces, la idea de una naturaleza que es medida del bien moral. De aquí surge la idea de un fin que define como buena o como mala una operación. De aquí surge la idea de que el hombre es bueno, no cuando hace cualquier cosa, sino cuando realiza cierto tipo de acciones y de un cierto modo. De aquí surge la idea de que hay un bien al cual todos los hombres aspiran –no obstante las infinitas diferencias con que se reviste– y que no se reduce fácil y simplemente a concepciones diferentes de bien. De aquí surge, en definitiva, la idea de que hay un bien según el cual se juzga no sólo la vida de cada hombre, sino también la vida social.

Es por estas cosas que la vida moral nos importa: nos estamos jugando algo serio. Por esto el juicio difícil y tantas veces incierto que debemos hacer en el terreno moral nos complica: no nos estamos jugando nada banal, como inevitablemente parecería ser, si el bien en juego pudiese simplemente preferirse sobre otro, sin atender a su propia naturaleza.

En cualquier caso, no tengo la pretensión de que la sola naturaleza nos solucione totalmente nuestra vida moral y política. Pero lo dicho prueba, al menos, que fundar un orden político que intenta dar cabida a diferentes concepciones de bien moral sin pronunciarse a favor de ninguna, renunciando a integrar la vida comunitaria a partir de la unidad moral, puede ser un problema insoluble para un Estado que pretende ser neutral, porque supone necesariamente negarle a las visiones morales la pretensión de universalidad que todas tienen y, en consecuencia, supone admitirlas siempre y cuando renuncien a un elemento que es central y esencial. Pero esto es como el amante que promete aceptar a su amada en los momentos de felicidad e infelicidad si ella cambia su personalidad. «El “Estado neutral” que los liberales defienden no es tal –escribe Massini, explicando algunas ideas de los autores comunitaristas–, ya que se inclina decididamente por la promoción de aquel modelo particular de hombre, tratando con “desigual consideración y respeto” a todos aquellos que no participan de él»[28].

 

6. ¿Es posible la neutralidad del Estado desde la perspectiva política?

Abundaré en el mismo argumento, pero haciendo el análisis desde la perspectiva de lo político. Aristóteles, y con él toda la tradición de pensamiento clásico y medieval, nunca concibió separadamente la ética y la política. De hecho cuando presenta las reflexiones sobre la felicidad, sobre la voluntad, sobre las virtudes y la amistad, contenidas en su Ética a Nicómaco afirma que hablará de política. La tajante separación de una y otra es moderna. En quien puede encontrarse por primera vez, aunque todavía muy toscamente, es en Maquiavelo. Será en el pensamiento liberal en el que a la ética se le negarán sus fueros en la vida ciudadana, dejándola recluida en el ámbito privado, que, además, será concebido como un compartimiento estanco respecto de la vida pública. Para el liberal, como está visto, la ética pasa a ser una cuestión de preocupación pública sólo cuando alguien intenta que su propia concepción de bien sea asumida como común y como principio de orden social. Para el liberalismo, el buen ciudadano es el que aprende a realizar la tarea de desdoblarse de manera que el bien que se juega en su intimidad personal o familiar sea diverso del que se juega en su vida pública, siendo esta última nada más que el espacio común en el que un conjunto de normas o reglas garantizan una convivencia pacífica entre personas indiferentes entre sí respecto de su bien real. Pero, ¿es posible esto último?

Si aceptamos que el hombre se juega su vida humana en su vida moral y religiosa, y a eso le añadimos la idea tan cara a los antiguos de que ella se juega en la polis, no quedará más que admitir también, con Aristóteles, que el bien de la persona es el mismo que el bien de la ciudad. Difieren en el grado de perfección. Por eso, para el Griego, estudiar los principios universales del bien humano no era algo diverso de indagar en los de la ciudad. Para él, el saber ético, en cuanto es arquitectónico, es decir, en cuanto le corresponde dirigir los demás, es también político.

Pero lo más interesante en la obra de Aristóteles viene cuando él afirma que hay verdadera comunidad sólo cuando los ciudadanos se ocupan de lo que son los otros, es decir, de su ethos o virtud. La razón de esto no sería superflua. Se trataría de que el hombre alcanzaría su propio bien procurando el bien de otros, es decir, en la medida en que ordene su actividad a un bien que lo excedería. Por supuesto, Aristóteles puede estar equivocado y Rawls tener la razón. Pero pareciera que al menos algunas experiencias tienden a inclinar la balanza a favor del Griego. La vida cotidiana está marcada por un sinfín de actividades en las que los hombres parecieran esperar y a veces aun exigir ciertas conductas de parte de los otros que tienen que ver precisamente con el bien no del mismo agente, sino de terceros. Y son conductas que muchas veces se esperan o exigen sin estar siquiera normadas positivamente. El orden jurídico positivo, en lo relativo a los bienes morales muchas veces se queda corto. Es esperable y moralmente exigible, por ejemplo, que el joven que viaja sentado en el metro jugando con su teléfono ceda el asiento a la mujer que sube con su niño en brazos. Es esperable y exigible moralmente que el jefe en una empresa no sólo cumpla con sus metas y con las leyes, sino que lo haga de un modo habitualmente amable con sus subordinados. Es esperable y exigible moralmente que un conductor no eche su auto encima del de su vecino para ganar una posición, calculando que éste le cederá el paso para evitar la colisión. Es esperable y exigible que el paciente en la clínica sea tratado no simplemente como un cliente que paga, sino de un modo tal que revele preocupación por su bien no sólo físico, sino humano. Los ejemplos se podrían multiplicar al infinito. Lo que trato de mostrar es que no pareciera tan errado Aristóteles cuando pensaba que el bien de uno se resolvía en acciones que tenían por objeto el bien de otros. Si esto es así, empujar el bien humano al claustro de la privacidad, por tratarse de una doctrina comprehensiva implicaría necesariamente la imposibilidad de alcanzar el bien humano, porque hacerlo sería imponer la propia concepción de bien a otros en la esfera pública. Si esta –digamos– espontánea concepción de lo político de la gente común es correcta, el Estado neutral se convertiría en el principal impedimento para que ella se ponga en práctica.

En otras palabras, el Estado neutro del liberalismo político está abierto a todas las doctrinas comprehensivas razonables, pero él mismo se instala como el árbitro que señala cuáles son razonables o no. Por supuesto, como se podrá sospechar, son razonables aquellas doctrinas que son compatibles con una concepción de justicia política liberal[29]. Pero para que eso ocurra, cada doctrina comprehensiva debe renunciar a su carácter universal. Sólo así podrá ser considerada razonable, porque podrá convivir con otras en el régimen democrático constitucional. El problema es que renunciar a ese carácter universal implica, para toda doctrina comprehensiva que lo tenga, perder un elemento esencial y, en consecuencia dejar de ser lo que es. El problema, también, es que por esa vía, cualquier doctrina comprehensiva podría alegar para sí misma ser el criterio de razonabilidad de las demás. Por supuesto, esto Rawls lo excluye tajantemente. Dice que «hay muchas razones no públicas, pero solo una razón pública»[30]. Para ser parte de la única razón pública, cada doctrina comprehensiva debe renunciar a ser universal para así hacerse compatible con la universalidad de la concepción de justicia política liberal. Pero así, el Estado neutral se autodestruye, porque para ser tal no puede admitir doctrinas comprehensivas tal como son concebidas por aquellos que las sostienen.

Creo que en esto es más sincero Ronald Dworkin, quien en su libro Ética privada e igualitarismo político señala: «La igualdad liberal es neutra respecto de la ética en primera persona, no en tercera persona, y sólo en la medida en que la ética en primera persona no implique principios políticos antiliberales»[31].

 

7. Conclusión

Es indudable que existen concepciones del bien que incluyen como algo esencial su alcance público y por ello requieren estar presentes como algo común en la sociedad. Si se desea permitir que esas ideas de bien sean practicadas o profesadas según la concepción que los ciudadanos tienen de ellas y no según las formas que el Estado les imponga, obligará a que el Estado acoja esa formalidad pública, y por lo tanto renuncie a su carácter pretendidamente neutral. Si no se desea esta consecuencia, la otra alternativa es que el Estado imponga la privacidad de las concepciones de bien, contra lo que los ciudadanos piensan de ellas. Pero en ese caso, el Estado tampoco estará siendo neutral, sino que, desde su propia concepción de bien, permitirá a todas las demás aquello que estime razonable teniendo como criterio para hacer tal cosa, precisamente, la concepción de bien asumida. El objeto moral de las acciones humanas debe quedar reducido al estricto ámbito de la privacidad, so pena de ser juzgado como propio de una doctrina no razonable.

En definitiva, me parece que la teoría liberal no está en posición de presentarse como si ella misma no fuera una doctrina comprehensiva, y como si desde el pedestal de la neutralidad estuviese en posición de crear una sociedad inclusiva de todas las concepciones de bien.

Mi exposición ha sido más destructiva que constructiva. Ha tenido la modesta pretensión de destruir otra pretensión, que considero imposible. Si he logrado el punto, me parece que puedo terminar afirmando que la discusión política relevante y urgente no recae sobre los principios que ordenan una supuesta comunidad neutral en materias morales o religiosas, sino sobre algo sin lugar a dudas más difícil, pero ciertamente más afín a las necesidades del hombre concreto: cuáles son los principios morales o religiosos más razonables a partir de los cuales ordenar esa sociedad.

 

[1] Vid. SÓFOCLES, Antígona, 70-78, Assela Alamillo (trad.), Madrid, Gredos, 2000, págs. 79 y 80.

[2] PLATÓN, Critón, 50a -51d. Se ha usado la versión española Diálogos, vol. I, J. Calonge, E. Lledó, C. García (trads.), Madrid, Gredos, 2000, págs. 70 y 71. En el diálogo entre Sócrates y las leyes, que Platón crea, éstas le preguntan derechamente a aquél: «Después que hubiste nacido y hubiste sido criado y educado, ¿podrías decir, en principio, que no eras resultado de nosotras y nuestro esclavo, tú y tus ascendientes?».

[3] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, l. I, 2, 1094b4-9. Se ha usado la versión española Ética Nicomaquea. Ética Eudemia, J. Pallí (trad.), Madrid, Gredos, 1995, pág. 131.

[4] ARISTÓTELES, Política, l. VII, 2, 1324a1. Se ha usado la versión española Política, M. García (trad.), Ed. Gredos, Madrid, 1994, pág. 402.

[5] De regno ad regem Cypri, I, c. 15. He usado la versión de www.corpusthomisticum.org, que corresponde al texto de la Edición Marietti, de 1954.

[6] S. th., I-II, q. 92, a. 1, ad 3. He usado la versión de www. corpusthomisticum.org, que corresponde al texto de la edición de la Comisión Leonina de 1988.

[7] S. th., I-II, q. 92, a. 1, c.

[8] PLATÓN, Las leyes, l. X, 886a; ARISTÓTELES, De Coelo, l.I, 3, 270b 5-8.

[9] John RAWLS, Political liberalism, Nueva York, Columbia University Press, 2005, pág. XVIII.

[10] Ibidem, pág. 175.

[11] Uso el término «preferencia» para recoger el espíritu del problema que tiene Rawls delante. Pero me parece que frente a ciertos biene s el problema humano no es de «preferencia», sino de simple aceptación, porque aparecen como patentemente verdaderos. Si se considera que la inteligencia no es libre frente a la verdad, sino que lo que le compete, cuando la verdad aparece con evidencia, es recibirla, entonces el acto por el cual la verdad informa la inteligencia no está mediado por uno de libertad.

[12] En realidad, este vínculo no es privado, pero uso este término siguiendo el espíritu que tienen las palabras entre los teóricos liberales.

[13] John RAWLS, The law of peoples, Cambridge (Massachusetts) y Londres, Harvard University Press, 2002, pág. 59.

[14] Las tres características de una doctrina comprehensiva razonable son: a) es un ejercicio de la razón teórica que de un modo consistente y coherente cubre los aspectos religiosos, filosóficos y morales de una vida humana; b) organiza y caracteriza valores reconocidos de manera que ellos son mutuamente compatibles y expresan una visión inteligible del mundo; y c) es un ejercicio de la razón práctica en cuanto sopesa y trata de compatibilizar los distintos valores cuando ellos entran en conflicto. Political liberalism, Nueva York, Columbia University Press, 2005 (1993), pág. 59. Añade luego, que ser razonable tiene que ver con una idea política de ciudadanía democrática que incluye la razón pública. Ibidem, pág. 60.

[15] Se puede ver la definición general de doctrina comprehensiva en Political liberalism, pág. 175.

[16] Cfr. John RAWLS, The law of peoples, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 2002, págs. 132-140.

[17] Political liberalism, pág. 191.

[18] Friedrich HAYEK, Derecho, legislación y libertad, vol. II, El espejismo de la justicia social, (L. Reig, trad.), Madrid, Unión Editorial, 1979 (1976), pág. 7.

[19] Trabajo presentado en el encuentro de Tokio de la Sociedad Mont Pelerin, sept. 1966.

[20] Alfredo CRUZ PRADOS, Ethos y polis, Pamplona, E U N S A, 1999, pág. 22.

[21] Immanuel KANT, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Espasa Calpe, 1999, pág. 119.

[22] John LOCKE, Ensayo sobre el gobierno civil, § 87, A. Lázaro (trad.), Madrid, Ed. Aguilar, 1963, págs. 108, 109.

[23] Ibidem, § 90, pág. 111.

[24] Political liberalism, pág. 10.

[25] Robert SPAEMANN, Ética: Cuestiones fundamentales, Pamplona, Eunsa, 10.ª ed. 2010 (1982), pág. 22.

[26] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, libro I, 4; 1095a13-1095a29.

[27] Robert SPAEMANN, Ética. Cuestiones fundamentales, pág. 24.

[28] Carlos Ignacio MASSINI, La ley natural y su interpretación contemporánea, Pamplona, Eunsa, 2006, pág. 93.

[29] Vid. John RAWLS, Political liberalism, pág. 169. También pág. 193.

[30] John RAWLS, Political liberalism, pág. 220.

[31] Ronald DWORKIN, Ética privada e igualitarismo político, A. Domènech (trad.), Barcelona, Paidós, 1993, pág. 198.