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Número 521-522

Serie LII

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Una introducción al realismo jurídico de Juan Vallet de Goytisolo

 

1. Sobre el orden social

Si queremos en dos palabras, caracterizar toda la doctrina jurídica de Juan Vallet de Goytisolo, deberemos indicar que la razón de ser de ésta y su fundamento último está en una filosofía realista, diametralmente opuesta a todo nominalismo y voluntarismo, sistemas filosóficos que a su vez darán apoyo a todo positivismo jurídico.

Será la Filosofía de Santo Tomás y de toda su Escuela, la cual asume y prolonga, la que prestará el armazón conceptual para desarrollar toda su teoría del Derecho Natural. Ello es posible por el doble carácter de aquélla: realista e intelectualista, alejada por igual del empirismo ciego para las esencias, así como de todo idealismo apriorístico alejado de la realidad.

Aparte de gozar de la virtualidad de estar insertada dentro de una tradición de perennidad por la validez universal de sus principios y normas, confirmadas a su vez por el espiritualismo antropológico cristiano.

Juan Vallet considera que la realización del Derecho es un instrumento más, pero no el único, para la consecución del orden social. En efecto, dicha consecución no sólo se obtiene a través de la realización del Derecho, sino mediante la edificación de la Ciudad sobre los dioses, como dijeran los clásicos greco-romanos, o dicho en otras palabras, cuando la Ciudad se edifica sobre la Religión, dado que la Religión es una virtud potencial de la justicia, que como dijera Cicerón, «ofrenda respeto, homenaje y culto a cierta naturaleza de orden superior que llaman divina»[1].

Si la Ciudad se edifica sobre la Religión, ésta informa toda la vida de la comunidad política: sus fines, el origen y el ejercicio de la autoridad, y todas y cada una de las instituciones. Existe así una moral pública, vivida colectivamente, que impregna a los ciudadanos y que contribuye a que el hombre (que alcanza su fin sobrenatural a través y en medio de la vida en comunidad a la que está naturalmente ordenado) pueda practicar más fácilmente la virtud; contribuyendo también dicha moral pública a que reine en mayor medida la paz social.

Por el contrario, como señala Donoso Cortés, a quien cita Vallet, a menor represión interior (de cada hombre consigo mismo) hará falta mayor represión exterior del Estado. O sea, podemos decir que a menor virtud social, y por ende, menor virtud individual, hará falta mayor uso del Derecho y de la fuerza para su aplicación.

Y «cada vez se le escapará más de sus fines [a la Autoridad que ejerce el Poder] el logro de la Justicia, porque en definitiva su fuerza necesitará centrarse en la coacción ante la corrupción de los súbditos y de los ciudadanos. Todos los esfuerzos del Estado por este camino, resultarán contraproducentes… El único camino de salvación –árido y largo– será entonces el de comenzar de nuevo por predicar Religión, Moral y Ética…»[2] para la regeneración de la Ciudad.

Vemos, pues, que el Derecho no es el único medio para mantener el orden social, como indica Vallet.

 

2. El concepto del Derecho

Señala Juan Vallet que «a juicio de Santo Tomás de Aquino, ius es la res iusta, el obiectum iustitiae, id quod iustum est»[3]. O sea, aquello que se hace con la acción de la justicia y aquello a lo que se pone término mediante dicha acción[4].

En el Digesto, en este sentido, ius significa «lo suyo», o sea «estatuto o condición que corresponde a cada cual, es decir, su justa situación»[5]. El Derecho no se identificaría así con el sistema de normas positivamente impuesto por la autoridad del Estado, concepción ésta de la escuela francesa de la exégesis para quien Derecho, Ley y Código de Napoleón llegaron a coincidir, por lo menos en el campo del Derecho civil[6].

Si el Derecho es aquello que es justo o que es conforme a Justicia, corresponde definir qué sea la Justicia. Para el Derecho Natural clásico (Aristóteles, Santo Tomás de Aquino y asimismo para Vallet y Villey), «la justicia reside en el orden natural de las cosas. Orden natural que consiste –según Santo Tomás– en la recta disposición de las cosas a su fin o según el orden de la Creación –contrario a la idea kantiana del “caos de sensaciones”– preexistente en la mente de un Dios Creador»[7], orden que «se debe ir descubriendo en las cosas»

Como observa Villey, la Justicia, el Orden natural, según el método tomista, se halla a través del análisis preciso, que efectúa la inteligencia, de la esencia y finalidad de los seres, pues todo ser tiene un fin no determinado por él mismo sino por la mente divina.

La justicia debe hallarla el jurista en cada caso que ha de resolver, «sin olvidar lo universal, pero teniendo en cuenta todas las circunstancias particulares y examinando la relación [jurídica] en todos sus ángulos, aspectos, perspectivas, relaciones y consecuencias reales, sean particulares o generales»[8] es decir, que también habría que tener en cuenta a la hora de determinar el derecho las consecuencias de tal determinación que en el caso concreto tienen sobre el bien común de la Ciudad.

 

3. División del Derecho

Aristóteles distinguía entre Justicia general y Justicia particular. Ésta última la dividía en justicia distributiva y justicia conmutativa (sinalagmática o correctiva). «La justicia conmutativa –señala Vallet– es la justicia que trata de resolver las relaciones creadas entre los particulares, generalmente por los convenios establecidos entre ellos. Es propiamente la justicia que debe presidir los contratos, las situaciones llamadas cuasi contractuales y aquellas que deben dar lugar a indemnización de daños y perjuicios. Esta justicia… se define en proporción aritmética, por la igualdad. Claramente se percibe así en la compraventa o en la permuta, donde la justicia persigue la equivalencia de las prestaciones. Cierto que el problema de la equivalencia de las prestaciones es cuestión en cierto modo subjetiva, porque lo que puede ser desigual objetivamente, puede ser igual para los intereses de una y otra parte. Punto que trataremos al estudiar los contratos, en una segunda entrega, pues su apreciación ha suscitado diversas posiciones. Unos buscan siempre la justicia objetiva y exacta. Otros, parten de que la estipulación, lo que en el momento del contrato hayan convenido una y otra parte, es y ha de ser irrevisable, pues es cuenta de cada cual la exactitud de lo que en el momento del otorgamiento han considerado igual. Así lo que cada uno da y lo que a cambio admite, cómo lo valora y lo que deja de valorar, es cuenta puramente suya. Con este último criterio, el Derecho sólo interviene en cuanto haya intimidación o violencia, error, fraude o dolo o en ciertos casos alguna variación de las circunstancias que pueda dar lugar a la revisión. La justicia distributiva, en una comunidad organizada, trata de distribuir honores, beneficios y cargas entre sus miembros. Dijo Aristóteles y lo repitieron Santo Tomás de Aquino, el jesuita Luis de Molina y casi todos los autores de Derecho común, que la característica de la justicia distributiva es la proporción geométrica, en el sentido de que la distribución no se verifica en igualdad, sino en proporción. Lo que se llama igualdad en justicia distributiva no es la igualdad absoluta aritmética, sino la proporcionalidad a las necesidades, méritos y situaciones, que naturalmente no pueden ser apreciados en un solo momento ni siquiera en una sola generación, sino que tiene que derivar de una serie de consideraciones mucho más complicadas, en las cuales también juega el interés general…»[9].

Mientras la justicia conmutativa regula la relación de parte a parte, y la distributiva del todo (la Comunidad) a todas las partes, la justicia general se ocupa de la relación inversa de todas las partes al todo (la Comunidad) y su pauta es el bien común deducido del orden natural[10], bien común de la Comunidad al que debe servir y ordenarse el individuo, para la consecución de su propio fin natural y trascendente.

 

4. Finalidad del Derecho: consecuencias y efectos

El fin del Derecho no sería, pues, la libertad y autodeterminación absoluta del individuo en todos los órdenes, religioso, moral, político, familiar, económico (hasta la «elección del sexo» y la «configuración personal del propio modelo familiar»), ni la igualdad material absoluta de bienes de todos los ciudadanos, ni una combinación de ambas cosas, sino que el fin del Derecho, como señala Vallet, sería la consecución de la Justicia, tal como se ha explicado[11].

Vemos en la actualidad que «la ley se ha hecho fuente omnipotente y casi única de todo el Derecho y ha proliferado en forma tan pluriforme como absorbente. Lo peor es que muchos juristas empiezan a no saber moverse sin la falsilla de un texto legal; ante cualquier punto dudoso piden una reforma legal; para aplicar las leyes solicitan reglamentos y, luego, órdenes aclaratorias y circulares. Se ha perdido el hábito de razonar jurídicamente, sólo se desea aplicar mecánicamente normas detalladamente escritas». Pero no era así en el Derecho Romano, ni el Derecho intermedio, en que se legisló muy poco[12].

Conforme la opinión entonces dominante, la ley debía reunir determinados requisitos intrínsecos para su validez. Así Santo Tomás la definió como ordenación de la razón, dirigida al bien común, y promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad, llegando a señalar que si la ley escrita contiene algo contra el Derecho natural (la ordenación natural de las cosas según el plan divino), la ley es injusta y no tiene fuerza para obligar, siendo lícito en tal caso recurrir a la resistencia, de naturaleza activa o pasiva (Coing), pues «el Derecho positivo sólo es aplicable cuando es indiferente ante el Derecho Natural, cuando ante éste resulte igual que una cosa sea hecha de uno u otro modo; y que, aun las leyes rectamente establecidas, son deficientes en algunos casos, en los cuales, si se observasen irían contra el Derecho natural y, por eso, no debe juzgarse según su letra sino recurriendo a la equidad»[13].

Cabe que nos preguntemos qué papel ocupa el ordenamiento jurídico positivo, según la escuela clásica del Derecho natural aristotélico-tomista. «Sin duda un lugar primordial, pero nunca absoluto. Tiene, también, su sitio adecuado. Toda sociedad necesita de una autoridad que la dirija, que organice la disciplina necesaria, que atienda al bien común; que contenga la injusticia por el gobierno; y para efectuar esa labor hará falta organizar la administración de la justicia, dotarla de personas adecuadas y de medios idóneos, y promulgar reglas establecidas in plerisque, como dice Santo Tomás, en atención a la mayoría de los casos para facilitar la labor de justicia. De estas normas –según distinguió Santo Tomás– unas representan etapas en la busca del Derecho natural (conclusiones) y otras completan arbitrariamente lo que el Derecho natural no resuelve pero sí determina que debe ser resuelto para satisfacer las necesidades prácticas (determinaciones). Así, el orden natural, ni la naturaleza de las cosas no nos dan el detalle de una reglamentación del tráfico, no nos dicen si debe circularse por la derecha o por la izquierda; pero dimana de los mismos que la autoridad ha de regular adecuadamente este tráfico y, para ello, ha de comenzar por decidir arbitrariamente que se circule por la derecha o por la izquierda (no por ambos lados, ni por ninguno). Igualmente ocurre con la medida precisa de los términos, caducidades, plazos de prescripción o usucapión, penas, etc., que ha de ser determinada por la ley arbitrariamente dentro de los límites racionales que la naturaleza de la cosa precisa más o menos ampliamente»[14].

El Derecho natural sería así fuente inspiradora y correctora del ordenamiento jurídico positivo, dotando a las normas jurídicas positivas de legitimidad y validez si son concordes con el mismo.

 

5. Ley y Derecho

Si bien pues, «la doctrina clásica del Derecho natural requiere la existencia de leyes para que la injusticia de unos sea contenida por el gobierno de otros… nunca sus reglas serán en sí mismas Derecho [la solución buena, adecuada al caso]. Ninguna fórmula podrá jamás contener toda la justicia. Sin embargo, para poner en situación la justicia, hay que partir de esas reglas, iguales para todos… establecidas… en consideración a la mayoría de los casos».

Como ninguna expresión humana del Derecho natural, aunque se inscriba en un código, agota el Derecho, «puesto que el Derecho es adaptación a una situación concreta que la ley no puede prever, la ley no es más que un instrumento en la busca de la respuesta justa al caso concreto»[15].

 

6. Metodología jurídica

La pregunta que nos surge ahora es «qué proceso mental debemos seguir a fin de hallar, en cada caso, el Derecho que debe aplicarse». En otras palabras, qué método jurídico debe seguirse para la interpretación e integración del Derecho. Fundamentalmente existen dos clases de métodos, los idealistas y los realistas. Los métodos idealistas nacen con Descartes, que quiso extender el método matemático a la filosofía. Para Descartes habría que partir de la idea, no de las cosas, según la regla ab nosse ad esse valet consequentia. «Frente a ese método, pervivía el que seguían los escolásticos, desde que Santo Tomas hizo aplicación del método aristotélico basado en la realidad de las cosas. Aristóteles partía de la regla ab esse ad nosse valet consequentia, es decir, de la cosa a la idea»[16].

«En las Ciencias del espíritu los métodos idealistas suelen desembocar en un positivismo materialista porque llevan al relativismo, y como consecuencia a dudar de todo»[17].

«La razón es obvia. Los métodos idealistas parten de la idea, de conceptos, y a través de estas ideas y conceptos, más o menos simples, van desarrollando sus consecuencias. Naturalmente, si en un raciocinio partimos de un determinado concepto llegaremos a una serie de consecuencias, totalmente distintas –si somos perfectamente lógicos– a las que llegaríamos –igualmente con una lógica perfecta–, si partiéramos de otro concepto, por poco que varíe del anterior. Así evidentemente se concluye con una sensación de relativismo, como ha ocurrido en la crisis sufrida por la filosofía en estos últimos tiempos, que ha llevado a pensar que la verdad es una cosa inasequible o que ni siquiera existe permanentemente. Ante el escepticismo a que llega la filosofía, como ante el escepticismo a que puede llegar el Derecho, aquélla en el conocimiento de la verdad y éste en la formulación de la justicia, se impone el positivismo. Hace falta un orden en la vida social, y puesto que se niega que preexista en la ley divina o en la natural, bien porque se estime que no existen o bien porque de existir se desespera que las podamos captar y se cree que todo es relativo, y que lo mismo es opinable una doctrina, o una norma que otra, ese orden ha de imponerlo, como ley, el Estado, bien por el voto de la mayoría, por el interés del grupo dominante, o bien por la conveniencia política de quien mande»[18].

Vallet realiza una clasificación de los métodos jurídicos, atendiendo al lugar donde sitúan el concepto de Derecho. Así tenemos:

a) Métodos legalistas, que se desenvuelven partiendo de la equiparación de norma legislada y Derecho.

Aquí cabe indicar tres: el método exegético; el método conceptualista y la jurisprudencia de intereses.

El método exegético se extiende a partir del Código de Napoleón. Parte del llamado «principio de la plenitud del ordenamiento jurídico positivo». La norma abarcaría todos los casos. El Derecho ya está hecho, es la ley escrita. A partir de ahí el jurista ha de razonar con lógica formal, estableciendo silogismos. Ahora bien, ya Aristóteles señaló que la ley, por muy detallista que sea, ni el legislador por mucho que prevea, puede tener en cuenta toda la mutabilidad de la vida y toda la enorme variedad de casos. «Siempre habrá una serie de supuestos que, aun cuando parezcan comprendidos en la letra de la ley, no están en su espíritu, porque el legislador ni los previó ni los pudo prever. Y de haberlos podido prever seguramente los hubiese previsto en forma distinta de como en realidad suceden». Ya Santo Tomás de Aquino dijo que «apegarse al texto de las leyes en lo que no conviene es vicioso» y que «obra contra la ley el que aferrado a sus palabras va contra la voluntad del legislador». Por otro lado, la lógica formal, también llamada lógica matemática, no contiene puntos de vista axiológicos, es decir, finalistas. «La lógica ha de partir siempre de determinados datos que le están previamente dados, que son metalógicos, porque ella nada puede descubrir. Es decir, la lógica se cierra en sí misma, no puede dar más de lo que previamente se le ha dado». Como señalaba Biondi, a quien cita Vallet, «cuando se pretende resolver un problema jurídico no se trata de formular un silogismo a fin de llegar en forma mecánica a un resultado lógico, sino de alcanzar un resultado que parezca justo; pues lo absurdo jurídico no es lo absurdo lógico sino lo injusto»[19].

El método conceptualista: «El dogmatismo conceptualista –señala Vallet– es el método que ha preponderado en el Derecho privado desde hace más de un siglo hasta fechas muy recientes. Es la más pura aplicación del idealismo metódico». «En Derecho las bases del razonamiento deben ser los conceptos de derecho subjetivo, persona jurídica, etc., y una serie de conceptos derivados, como los de derecho real, derecho de crédito, etc., en un sistema lógico cerrado de conceptos, mediante los cuales se ha de razonar para obtener soluciones lógicamente adecuadas a dichos conceptos». El principal defecto que presenta este método es que «sustituye la complejidad de la realidad concreta de las cosas, por un cierto número limitado de ideas concebidas en sí mismas como verdadera realidad… En Derecho, junto a los problemas de cantidad, los más básicos son de calidad que un método matemático no puede captar ni, menos aún, valorar. Hay tal gama de variaciones, según las circunstancias, que es imposible su subsunción en un concepto preelaborado […]».

«El Derecho se ha hecho para resolver problemas de la vida real; problemas cotidianos, que se nos presentan en contacto con esa realidad que el conceptualismo repudia, porque teme que la pureza de sus conceptos se deforme […]. Por eso sólo debe darse a los conceptos un valor de gramática jurídica y de ordenación. Los necesitamos para entendernos […]. Y necesitamos también las clasificaciones […]. Lo que no podemos es utilizar el valor de estas palabras o el valor de estas clasificaciones para sacar deducciones de ellas e imponerlas a la vida real. Esa imposición del concepto a la vida real, que hacen los métodos idealistas, ha de rechazarse en una disciplina, como el Derecho, hecha para la vida real y al servicio de la finalidad práctica de hacer justicia.

«Además la dogmática conceptual usa el llamado método de inversión. Método que parte de la calificación dada a la situación jurídica para deducir de aquella las consecuencias a ésta pertinentes […]. Ello contiene naturalmente un error lógico porque: O bien se deduce lo que ya está inducido (v.gr. si al examinar aquella relación jurídica en todos sus aspectos, plenamente, comprobamos que por ley, por costumbre, por la naturaleza de las cosas, tiene fuerza respecto a tercero), y entonces no vale la pena que nos elevemos a formular un concepto (en nuestro ejemplo, de derecho real) para deducir lo que ya sabemos (que aquella relación es eficaz respecto terceros). O, de lo contrario, si en una relación jurídica hemos visto las características A, B, C, y D, pero no la característica E, y luego nos elevamos al concepto para deducir que también tiene esa otra característica E, que no hemos tenido en cuenta para clasificar la relación en el concepto que incluye esa característica, entonces sacamos una deducción que no se puede apoyar en la base que hemos tomado (pues, falta ese dato precisamente para poder subsumir la relación en el concepto general); es decir, cometemos uno de los errores lógicos más elementales en contra de las reglas del silogismo, pues ningún término puede tener más extensión en la conclusión que en las premisas»[20].

La jurisprudencia de intereses nació de la crítica de Ihering al conceptualismo. Su característica peculiar consiste en que «utiliza como conceptos metódicos auxiliares el concepto de interés y la serie de nociones que están en conexión con él: estimación de intereses, situación de intereses, contenido de intereses, etc.». El interés se identifica con cualquier reivindicación de cualquier tipo. El juez está vinculado por los intereses valorados y protegidos por la ley y, eventualmente, por aquellos que dominan en la comunidad. Esta corriente de pensamiento estima que todas las concepciones religiosas, morales y políticas son igualmente válidas y convierte la lucha de intereses, de encontrados deseos y apetitos (según expresión de Federico de Castro) en la única causa y contenido de la norma: «No se trata de hallar el lugar que conforme al orden natural corresponde a cada cosa armónicamente, sino de determinar el interés que debe predominar con arreglo al Derecho positivo. Por todo eso, […] resulta que la jurisprudencia de intereses no supera el positivismo y acepta la jerarquía [de intereses] que el legislador quiera imponer por absurda y arbitraria que sea»[21].

b) Métodos desarrollados en torno a la equiparación del Derecho con su realización fáctica.

Estos métodos parten de la idea de Augusto Comte de que la Sociología, esto es, el estudio de los hechos humanos como sometidos al mismo determinismo que los hechos naturales y no como hechos libres, debía sustituir a la metafísica. El jurista debe estudiar el hecho social, tal como es, no como debería ser, buscando sus causas sociales. Aunque estas corrientes, como el realismo jurídico norteamericano, han destacado el papel «creador» del Derecho de jueces y notarios, rechazando la primacía de la ley como fuente jurídica, y pasando el centro de gravedad a la jurisprudencia, (de manera que Derecho sería profetizar lo que realmente harán los jueces y tribunales en un caso dado), como señala Villey, para quienes buscamos la mejor solución a los problemas jurídicos, el Derecho no es un hecho social, sino algo a descubrir en el orden natural de las cosas[22].

c) Métodos que parten de situar el Derecho en la convicción popular o el espíritu del pueblo.

Algunas posiciones han identificado el Derecho con el sentimiento o espíritu general del pueblo sobre la justicia o injusticia de tal o cual norma, prescindiendo de que objetivamente pueda existir una realidad justa por encima de este sentimiento. Fue la Escuela Histórica la que como dogma central afirmó que el espíritu del pueblo es la fuente legítima de todo Derecho, apoyándose en la filosofía del espíritu de Schelling. Su doctrina es opuesta a Rousseau. Consideró que el espíritu del pueblo es una situación espontánea, de lenta evolución que, según señala Federico de Castro, se opone cual «firme muralla defensiva frente a la invasión de las ideas revolucionarias francesas, como vacuna contra el peligro de la volonté générale [como fuente del Derecho], que se había mostrado un instrumento tan fecundo de subversión». Savigny, máximo representante de esta escuela, «si bien admitió que el legislador puede alterar el Derecho, afirmó que no debe hacerlo y que su creación arbitraria, rompiendo los hilos de la historia es despotismo o favorece en alto grado al despotismo». Para esta corriente, la costumbre es la fuente primordial del Derecho. Otra escuela que también se encuadra dentro de este método es la llamada Escuela del Derecho libre, para quien el sentimiento jurídico de la masa es superior al Derecho del Estado (Isay). Señala De Castro que si bien la expresión espíritu del pueblo tuvo la virtualidad de destacar el valor de lo histórico en el Derecho, y ser una llamada de atención frente a las tendencias materialistas y apátridas en las ciencias jurídicas, es un error creer que el espíritu del pueblo pueda sustituir al Derecho natural[23].

d) Métodos que arrancan de la existencia objetiva de un Derecho natural o de unos principios supralegales de justicia que deben ser aplicados.

La Escuela moderna del Derecho natural, que deriva remotamente de Duns Scotto y del nominalismo de Guillermo d'Ockam, y más próximamente del idealismo metódico cartesiano, tiene su máximo representante en Hobbes. Éste siguió el camino inverso al que habían seguido Platón, Aristóteles y Santo Tomás de Aquino. Partió de la noción primera de individuo y de su libertad natural, o derecho subjetivo natural. Sobre esta base se construyó un derecho objetivo, producto artificial y racional del hombre, axiomático y geométrico, con el que se pretendió crear una especie de reglamentación modelo, que podía ser igual para todos los países y tiempos y que inspiró la idea de realizar las codificaciones. Como es la voluntad popular la poseedora de la razón, esta corriente desembocó en el normativismo más positivista[24].

La Escuela Clásica del Derecho natural, a la que se adscribe Vallet, «no es idealista, sino realista, no es subjetivista, sino objetiva […]. Parte de la existencia de un orden natural donde debe hallarse lo justo…». No se trata ni de crearlo ni de deducirlo axiomáticamente mediante un método matemático: «El orden natural exige que exista una autoridad, que defienda la sociedad del desorden y de la injusticia. Ha de haber leyes que dispongan normas generales, y han de existir jueces, preparados debidamente, que determinen en los casos concretos cuál es el derecho. A veces la naturaleza no predetermina cuál debe ser el contenido de la ley, pero sí reclama su existencia para determinar lo justo… Son estas las leyes positivas determinativas. Otras veces, que son las más, las leyes rozan el contenido del orden natural que tratan o deben tratar de expresar. Entonces han de hallarse conformes a éste […]. Estas leyes son conclusiones provisionales, para los casos generales y comunes. Pero no para todos los casos comprendidos en la letra de su texto, pues como ya observó Aristóteles, son tantas las contingencias de las cosas y tal su mutabilidad que ningún legislador puede preverlas. Estas leyes son un instrumento del Derecho. El juez debe hallarlo en cada caso, sin poderlo deducir mecánicamente del texto legal ni ser esclavo de su enunciado […]. Sin el mecanicismo de la exégesis ni la libertad de la escuela del derecho libre. Cada uno en su función, el juez es, igual que el legislador, un servidor de la justicia; no es un agente ejecutivo del legislador, sino –como dice Villey– más bien su continuador»[25].

«Para interpretar cada norma hay que buscar su fin; por qué se ha elaborado la norma; qué Derecho quiso leer o quiso determinar según su especie […]. El fin de la ley o de la costumbre hay que buscarlo teniendo en cuenta la razón histórica que la motivó, su proyección como acción o como reacción respecto aquélla, y la naturaleza de las cosas y situaciones vividas a que se quisieron aplicar. Para interpretar una ley hay que partir de saber si aquella determinada situación entra dentro de la ratio legis y, en especial, en la razones de Derecho de la ley. Aunque la letra de la ley sea más amplia no debe aplicarse en aquellos casos que contradigan su ratio, ni en aquellos en que el resultado concreto a que nos llevaría repugnase jurídicamente o no fuera adecuado a la verdadera finalidad que concretamente la motivó. Veremos así que, en contra del criterio de su plenitud, pretendido por la exégesis, las leyes tienen muchas lagunas […]. Pero, además, la naturaleza de las cosas ha de ser base incluso para limitar o enervar la juridicidad de la ley o costumbre que la desconozcan»[26].

Finalmente, dentro de este apartado habría que incluir la jurisprudencia valorativa alemana. Esta corriente utiliza un método idealista «al razonar partiendo de unos principios supralegales hallados por intuición. Pero es realista en el ámbito inferior a dichos principios donde la respuesta debe darla la naturaleza de las cosas».

«En cambio, el método del Derecho natural clásico es único, aunque tenga una proyección dualista, al atender a la vez a lo universal y lo particular, a lo permanente y lo circunstancial, pero deduciéndolo todo del orden de la naturaleza, desde la existencia de un Dios creador y ordenador, de un alma humana inmortal… hasta las más mínimas particularidades, peculiaridades y circunstancias que, en cada caso, influyen en la determinación concreta de lo justo»[27].

 

[1] S. th., II-II, q. 80 y 81.

[2] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, Barcelona, Bosch, 1973, pág., 9.

[3] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit., pág. 12.

[4] Domingo BÁÑEZ, Decisiones de iure et iustitia, q. 57, art. 1.

[5] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit., pág. 12.

[6] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit., pág. 13.

[7] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit., pág. 27.

[8] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit., pág. 28.

[9] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit., págs. 29 y 30.

[10] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit., págs. 29 y 30.

[11] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit., pág. 39.

[12] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit., pág. 35.

[13] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit., pág. 36.

[14] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit., pág. 48.

[15] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit., pág. 57.

[16] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 58 y 59.

[17] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 59.

[18] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 59 y 60.

[19] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit., págs., 61 a 64.

[20] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 64 a 67.

[21] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 68 y 69.

[22] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 70 y 71.

[23] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 71 a 73.

[24] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 73 y 74.

[25] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 74 y 75.

[26] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 75 y 76.

[27] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 76.