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Número 521-522

Serie LII

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La filosofía religiosa del Estado y del Derecho

 

CUADERNO: RELIGIÓN Y COMUNIDAD

1. Resumen

Denuncia Max Scheler la opinión, muy extendida en ciertos medios eclesiásticos, de que el cristianismo se halla hoy en situación tan normal y pujante como en cualquier época del pasado, dado que, por su esencia, debe desentenderse de los actuales conflictos políticos, económicos, nacionales, etc. La verdad de esta opinión entrañaría, sin embargo, la de aquella otra que ve fracasado el cristianismo como principio de civilización, apoyándose en la misma esencial gravedad de esas contiendas, de las que se halla ausente.

La cuestión de si es lícito o no considerar como ajenos al cristianismo todos esos problemas y luchas a que se entrega hoy el hombre por entero, conduce al más amplio problema de la esencialidad o inesencialidad religiosa del Estado y del Derecho. Se examinan las dos corrientes interpretativas que, sobre ello, pueden señalarse desde los primeros tiempos del cristianismo, y se advierte que no se da entre ellas verdadera oposición, sino que, en algún sentido, son complementarlas. Sólo a partir del protestantismo, y en su seno, se encuentra la tesis de la absoluta inesencialidad.

Se analizan los argumentos de los filósofos de la religión y del Derecho de inspiración protestante, y también su interpretación de varios textos evangélicos, resolviendo que se adapta mejor a la realidad de la tesis –tradicional en la Iglesia– de la «relativa significación religiosa» del Estado y del Derecho, siempre que sea rectamente comprendida.

Se ha querido ver, sin embargo, a través de varios hechos sintomáticos, un acercamiento de la Iglesia Católica a la tesis de la inesencialidad de esas realidades. Pero, examinados de cerca estos hechos, aparecen susceptibles de otra interpretación que no se aparta de la conclusión sentada. Solamente uno de ellos resiste a una explicación teórica, pero no a una justificación práctica.

Para terminar se intenta precisar esa «relativa significación religiosa del Estado y del Derecho», analizando la influencia posible de la religión sobre esos órdenes político y jurídico.

2. Introducción

A raíz de la primera guerra mundial denunciaba Max Scheler la opinión –tan difundida en muchos medios– de la «bancarrota del cristianismo». Ni el cristianismo –se decía– pudo evitar la catástrofe universal, ni se halla presente en la organización de la postguerra. Y las dimensiones y profundidad del conflicto suponen innegablemente la ruina del principio religioso actuante.

Por otro lado, y en aparente contradicción con ese juicio, destacaba una cierta actitud eclesiástica, según la cual el cristianismo estaría en aquella época, por término medio, en situación tan normal y pujante como en cualquiera otra de su mejor pasado. La Iglesia, según esta actitud, debía desentenderse, como extracristianos –pero no anticristianos–, de todos les movimientos sociales, políticos, económicos o nacionales de la época, y –sin inconveniente– sostener relaciones normales con sus representantes, supuesta su condición indiferente de factores humanos e históricos.

Y en los términos del más dramático dilema señalaba el filósofo alemán como esas dos, al parecer, encontradas opiniones, son, en cuanto a su validez, complementarias. Es decir, que la verdad de la segunda implica, necesariamente, la verdad de la primera; y la falsedad de la segunda supone, cuando menos, la no evidencia de la primera.

«En un respecto –dice–, esa equivoca y oscura afirmación [la bancarrota del cristianismo] tiene incluso razón: si el cristianismo, en el sentido de la fe subjetiva y la administración eclesiástica de las formas en que vive, estuviera tan bien y en una situación tan excelente como nos aseguran con tanta frecuencia; si se pudiera decir honradamente que el cristianismo dominaba efectivamente en la civilización europea moderna en la época en que se produjo esta guerra, o era todavía en ella, al menos, el poder espiritual director de la vida, ¿quién se atreverá entonces a atacar la afirmación, aniquiladora para la religión cristiana, de la bancarrota del cristianismo, aun como contenido objetivo de sentido? […] Es totalmente imposible querer demostrar estas dos cosas: que la Europa de antes de la guerra ha sido un círculo cultural cristiano y que el cristianismo no está en bancarrota; que la Iglesia está en su interior, aunque sólo sea por término medio en estado normal, y exteriormente en la plenitud de poder que corresponde a su dignidad, y que el cristianismo no está en bancarrota»[1].

Si esta disyuntiva se anunció hace más de un cuarto de siglo, tras la guerra del 14, su validez es hoy mucho mayor y más profundo su sentido después de una nueva guerra ante cuyas proporciones la pasada resultó un prólogo, y una postguerra en que faltan aquellos mínimos deseos de justicia y sentimientos de piedad y respeto para con el vencido que aún podrían interpretarse como nacidos en suelo cristiano.

Antes bien –podríamos hoy repetir con Max Scheler–, «verdadero y divino sólo puede ser el auténtico cristianismo en la medida en que no dominaba en este tiempo, sino estaba oculto y rechazado, en una Europa extracristiana, o, más bien, anticristiana. Así, el clamor de la bancarrota del cristianismo contiene un mentís relativamente justificado contra quienes, por amor al poder en el que se han acostumbrado a participar, o por temor a la lucha y oposición permanente, han ideado un sistema completo de ensordecimiento de su conciencia cristiana». Si en un mundo entregado a una lucha gigantesca, en cuyos bandos se entrecruzan escisiones sociales, políticas, económicas, raciales, nacionales..., el cristianismo nada tiene que afirmar ni que negar, porque para él son «contingentes y extrañas», y si a estas luchas se entregan los hombres y los pueblos hasta su aniquilamiento, entonces el cristianismo está en bancarrota.

«Si las pasiones nacionalistas, el espíritu capitalista y el de las masas obreras, el sistema radical de desconfianza mutua que impera en los Estados, e incluso las teorías del Estado y la sociedad; si la impía insolencia del imperialismo actual...; si todas estas fuerzas esenciales de la Europa moderna que la han llevado a la guerra son compatibles con el cristianismo o son sólo «vicios» de impulsos legítimos, pero no inversiones y reprobables escarnios del espíritu cristiano, entonces el cristianismo está en bancarrota».

Esa actitud que ve al mundo contemporáneo en una situación normal respecto a la conciencia cristiana, suele apoyarse en la consideración de que «ninguna época fue plenamente cristiana, como no lo es ésta, ni lo será probablemente ninguna», y también en la situación jurídica relativamente normal en que hoy se encuentra la autoridad eclesiástica respecto a los Estados, contrastando con recientes persecuciones, sin detenerse a reflexionar en que ese externo respeto puede estar basado, quizá, en una actitud más profundamente anticristiana que la inspiradora de las persecuciones.

A poco que se medite sobre la posible justicia de esta actitud, se concluirá que su dilucidación entraña la del más hondo problema teórico de la esencialidad o inesencialidad, desde un punto de vista religioso, del Estado y el Derecho. Si se afirma la radical heterogeneidad (o contrariedad) del orden religioso y el político-jurídico, tal actitud aparecerá relativamente justificada, pero si se admite una influencia del primero en el segundo, sea negativa o positiva, sea inspiradora o genética históricamente, tal actitud no encontrará, cuando menos, explicación por sí misma, sino que habría de buscarse en circunstancias exteriores.

3. La influencia del orden religioso en el político-jurídico: la posición cristiana

Para la concepción clásica precristiana, el Estado era algo esencial –incluso superior al individuo–, y dotado de una plena significación religiosa. La πολις era para Platón una encarnación más adecuada y universal de la idea hombre que el individuo-ser por participación, que debe estarle sometido. El Sócrates platónico muere sujetándose a un dictado injusto, porque las leyes «nos dan el ser» y no podemos rebelarnos contra ellas[2].

Pero Cristo predicó una relación del alma con Dios, una salvación y una moral personales; y en sus doctrinas no puede verse en absoluto una finalidad, ni aun una dominante preocupación política o social. Aquí parecen entrar en viva contradicción la intimidad y la espontaneidad amorosa de una moral fundada en esa relación, con la exterioridad y el carácter coactivo del Derecho y el Estado.

¿Cuál sería la significación que un recto y primitivo cristiano otorgaría a estas realidades? ¿Se trataría para él de algo en absoluto inesencial, meras convenciones humanas; o, más bien, de una realidad que, aunque humana, debe contener una cierta inspiración religiosa, y desde este punto de vista, aparecer relativa o absolutamente valiosa?

Desde los primeros momentos de la exégesis filosófico-religiosa del cristianismo aparecieron dos corrientes interpretativas, que, si complementarias y aun coincidentes en lo esencial durante varios siglos, llegaron a ocasionar posteriormente dos posiciones opuestas sobre el problema.

Esta dualidad de concepciones desde el advenimiento del cristianismo –dice Gilson– «había separado muchas veces a los representantes de la cultura antigua y a los confesores de la fe nueva, y no sólo levantaba a los hombres uno contra otro, sino que también levantaba dos hombres, uno contra otro, en el interior del mismo individuo: el que no veía el camino de la salvación más que en el sobrenaturalismo de la religión cristiana, y el que no podía resignarse a renegar de la naturaleza y de la inteligibilidad»[3].

La corriente general de pensamiento cristiano que podemos llamar agustiniana, inspirada filosóficamente en temas platónicos, colocaba al hombre en estado de gracia separado metafísicamente y por encima del orden general de las cosas naturales, en relación directa y amorosa con Dios; y se desentendía, en cierto sentido, de la existencia y comprensión de lo que Max Scheler llama «esfera universal racional». Es el sentido profundo de las conocidas expresiones de San Agustín –tan llenas de intimidad sobrenatural–: «Noli foras ire, in te ipsum redi, in interiori homine habitat veritas»[4], y «Deum et animan scire cupio. Nihilne magis? Nihil omnino»[5].

Pero esta tradición platónico-agustiniana –o paulino-agustiniana–, que suele ser calificada como la tradición del cristianismo primitivo, no fue la única: existió desde un principio otra que se esforzó en fundamentar teológica y filosóficamente esa esfera racional con valor propio, al lado de la sobrenaturaleza y la gracia, que no habían de suplantarla, sino que la completarían y elevarían. La salvación del hombre estaría, para esta concepción, en cumplir, ayudado de la gracia, su propia naturaleza, reflejar en sus obras la jerarquía –valiosa en sí– de los seres naturales, ser íntegramente hombre, en una palabra.

Esta es la corriente que culmina en Santo Tomás, pero que se abre paso desde los primeros momentos del cristianismo.

La actual Filosofía de la Religión –cuyo origen protestante parece inspirar a todos sus cultivadores– ve en esta interpretación una posterior elaboración eclesiástica o una influencia del racionalismo clásico, ajenas al espíritu del cristianismo primitivo y, desde luego, al recto sentido del Evangelio.

Así, para Max Scheler, las teorías que buscan la justificación de un orden natural con existencia y valor independientes por debajo de la esfera de la gracia, «deben ser consideradas como la primera irrupción de los ideales de la burguesía en el sistema ideológico de la Iglesia cristiana»[6].

Para Guardini –por no citar más que a los que se consideran católicos– ninguna teoría; ninguna estructura de valores éticos, ninguna ideología fundamental, puede calificarse de conforme con la esencia del cristianismo. «Lo cristiano es solamente la persona de Cristo, lo que a través de Él llega al hombre y la relación de persona a persona que, a través de él, pueda mantener el hombre con Dios»[7].

Por el contrario –sostiene Gilson–, la corriente teológico-racional «no es, contra lo que se cree, menos antigua en el cristianismo que la agustiniana, y es la que Santo Tomás habría podido legítimamente invocar. Consúltense todos los padres griegos o latinos del siglo II al IV, y se verá que todos se interesan antes que nada por el hombre, y que es el hombre, cuerpo y alma indisolublemente unidos, y no el alma sola, lo que se esfuerzan en salvar. Quien desprecia al cuerpo, quien denigra la naturaleza bajo pretexto de asegurar mejor los derechos del alma o de Dios, sale por este hecho mismo de la comunión de la Iglesia cristiana. La profundidad del pensamiento, la penetración del genio filosófico no pueden nada, y si se dudase del carácter ineludible de esta ley, la historia de los gnósticos, la de Orígenes, la de Tertuliano, estarían ahí para testimoniarlo».

Pero no sólo es de raíz cristiana esta corriente, sino que puede descubrírsela también como elemento integrante en el seno del pensamiento agustiniano. En el cristianismo preluterano no se da viva antítesis que hoy se nos presenta: Puede afirmarse que ambos sistemas –humanismo o naturalismo tomista y agustinismo– fueron complementarios, en este esfuerzo del cristiano –inacabable por principio– de aproximación cognoscitiva a la verdad que religiosamente se profesa. Si el uno se fija en la naturaleza –obra de Dios– tendiendo hacia sus fines, el otro se detiene ante la Gracia, que –sin destruir la naturaleza– incide directamente en el alma humana, sobrenaturalizándola.

E históricamente, en la evolución de ambas corrientes dentro del pensamiento ortodoxo, sirvieron ambas para corregirse –y apoyarse así– mutuamente. Todo excesivo intelectualismo que, sobre bases cristianas, quisiera llegar a una sistematización de la realidad universal, halló en la sencilla intimidad del agustinismo el refugio de la verdad, la luz del misterio con que siempre chocara, y, el consuelo de sus finales fracasos; y toda mística lindante ya con el ontologismo encontró siempre en el sistema tomista la llamada a una jerarquizada realidad que, por vías naturales, ayudada por la Gracia, va también a Dios y es hito sólido y estable de verdades demostradas.

Como dice Gilson, «la perennidad del tomismo, como la del agustinismo, en el interior del pensamiento cristiano, sería un hecho inexplicable si estas dos doctrinas fuesen en el fondo contradictorias, y lo serían si cada una de ellas no se esforzase por satisfacer también las exigencias legítimas que la otra tiene por función propia mantener. Poner al hombre y a la Naturaleza en su lugar y rango, dar a la Naturaleza lo que es de la Naturaleza y a Dios lo que es de Dios, lo quiere también Santo Tomás. Y, a la inversa: delimitar una razón, una naturaleza, una individualidad humana que se salva toda entera, cuerpo y alma, quiere el agustinismo expresarlo de manera no menos clara, y no sería difícil poner esto de manifiesto»[8]. Apliquémoslo a nuestro problema:

La misma elaboración agustiniana de la teoría de la ley, con su modo de integración de la ley positiva en la eterna, aleja del sistema toda sospecha de religioso desprecio hacia el orden jurídico positivo y –mucho más– de oposición entre éste y la ética amorosa del cristianismo.

Pero sobre el Estado, civitas o respublica, San Agustín se muestra explícito, sin dejar dudas acerca de su visión religiosa sobre ello: «Si la república –dice– es cosa del pueblo (conforme a una definición de Cicerón), y no es pueblo el que no está unido con el consentimiento del derecho, y no hay derecho donde no hay justicia, sin duda se colige que donde no hay justicia no hay república»[9]. El sentido religioso de esa justicia que instituye en condición de la república, lo aclara pocas líneas más abajo: «No sirviendo a Dios –dice–, es imposible que pueda el alma mandar con justicia al cuerpo, y si en el hombre mismo no hay justicia, tampoco podrá haberla en la congregación que consta de tales hombres. Luego falta aquí aquella conformidad con el derecho que hace pueblo a la muchedumbre, lo cual se dice ser la república». De lo que deduce San Agustín que ni el Imperio romano ni, en general, la sociedad de los gentiles, pueden constituir verdadero Estado en el concepto cristiano.

Hay que señalar, sin embargo, en esta corriente de pensamiento, un menor interés por los temas jurídicos y políticos, y hasta en algunos casos un desinteresarse, si no teórico, sí al menos práctico. De Tertuliano se cita la sentencia «nec ulla nobis magis res aliena quam publica». Y cuando San Buenaventura se plantea, por ejemplo, la cuestión de la validez del matrimonio entre esclavos contra la voluntad del señor, rehúsa resolverlo jurídicamente por la jerarquía de las leyes, sino que, patente su validez ante Dios, se desinteresa de lo demás.

Pero aun estas mismas expresiones pueden –y deben ante el contexto de la doctrina– interpretarse como frutos de una sobrevaloración relativa de la íntima espontaneidad moral y de la Gracia y acción divina sobre el alma.

4. La heterogeneidad del orden religioso y el político jurídico

Sólo el protestantismo, exagerando la intimidad religiosa tanto como el contraste entre el rigorismo, la coacción y la exterioridad del Derecho y el Estado con la amorosa espontaneidad de la verdadera moral, llegó a negar toda esencialidad y valoración religiosas a estas realidades humanas. Si en un principio, por razones de táctica, apoyó el derecho divino de las monarquías rebeladas contra la autoridad papal, pronto llegó, en el terreno jurídico-político, a sus naturales consecuencias. Si la religión es, para la mentalidad protestante, sólo la íntima entrega a Dios –quintaesencia en el acto de fe, único valioso–, nada existirá menos sistematizable en dogmas, ni menos jerarquizable en una organización eclesiástica que el orden religioso. Pero si la Iglesia, dogmas y la misma especulación teológico-racional fueron impostura posterior, ajenas a la doctrina de Jesucristo, mucho más lo habrá sido la creación o sanción de unos poderes civiles «de inspiración religiosa», y de un derecho positivo con un, al menos parcial, sentido religioso.

Según Radbruch, para Lutero, «la religión, revolucionaria y poco respetuosa con las legislaciones humanas como todavía lo es, no tolera que se limite su competencia con las bardas de una moral laica. Su fórmula significa la aguda manifestación de la extrañeza insuperable de uno y otro órdenes. Hay que vivir en el mundo del Derecho y el Estado, pero sintiéndose mantenido por la exigencia religiosa absoluta, y consciente de que se vive en un mundo condicionado y extraño, como si no se viviera en él. El Derecho y el Estado sólo tienen una significación transitoria: son, en último término, inesenciales»[10].

Desde entonces perdurarían en el mundo cristiano dos interpretaciones opuestas del hecho político y jurídico:

El catolicismo verá el Derecho y el Estado revestidos de una relativa significación religiosa. El Derecho positivo aparecerá como un esfuerzo aclaratorio y concretador de un Derecho natural que se asienta en la suprema ley divina. El orden jurídico representará, junto a la moral perfecta y amorosa del Evangelio, el papel de la moral posible, pero necesaria, para la coexistencia en sociedad; de un orden que, si se satisface con la exterioridad y aun puede entrar en conflicto con situaciones éticas personales, es sólo debido a imposibilidades fácticas, pero nunca a una esencial oposición o extrañeza. Tampoco el bien común que la autoridad civil reconoce como fin es, para el catolicismo, ajeno al destino sobrenatural del hombre, sino que debe ordenársele como condición y jalón previo. Si Derecho y Estado no son para el catolicismo plenamente religiosos, son en cambio susceptibles de una inspiración religiosa, y puede darse una contradicción esencial entre su estructura ideológica y los imperativos de la dogmática cristiana. Por eso las reformas políticas que se introdujeron en los Estados europeos por inspiración de la Revolución francesa dieron lugar, en los pueblos católicos, a unas luchas de resistencia, que tuvieron, para el creyente, un sentido y valor profundamente religiosos.

Para el protestantismo, en cambio, la vida debe ser una «anárquica comunidad de fe», una íntima y meramente personal relación con Dios, que permanecerá indiferente a cualquier realidad exterior». Y las iglesias, simples encargadas de un «servicio religioso» para el cristiano, y no estructuras objetivas de valor y sentido. Por esto el protestantismo convive –ajeno o participante– con cualquier situación política u ordenación jurídica; y el signo de éstas y el sentido de su evolución en los dos últimos siglos no engendra tragicidad ni espíritu de lucha en la conciencia protestante.

Aún cabría citar otras dos interpretaciones del hecho jurídico y político desde el cristianismo. Exageraciones ambas de los dos puntos de vista aludidos. Para León Tolstoi, Estado y Derecho no sólo son ajenos al auténtico cristianismo, sino positivamente anticristianos. La exigencia de una exterioridad sin espíritu interno es esencialmente opuesta a una religión inspiradora de un obrar en presencia constante de Dios[11]. Por el contrario, las tendencias regalistas que, a través de injustas deducciones de la teoría del derecho divino, conferían al poder político una significación religiosa superior a la de la misma Iglesia, representan la posición polarmente opuesta con la máxima valoración religiosa de la estructura jurídico-estatal.

Si, pues, la opinión católica actual puede llamar en su apoyo al común sentir de la Iglesia en todos los tiempos –incluso, como hemos visto, al de la misma corriente agustiniana–, la opinión de la inesencialidad –generalmente mantenida por el protestantismo– suele buscar la paternidad del cristianismo primitivo, o, más exactamente, de las mismas palabras de Jesucristo y del espíritu de su doctrina.

Radbruch, que en su Filosofía religiosa del Derecho[12] se adhiere a la interpretación protestante, hace un resumen de los pasajes evangélicos, en que suele apoyarse la teoría de la inesencialidad. Ante todo, la sentencia del tributo: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». Sólo en la segunda parte –dice Radbruch– está el acento de la frase. Es decir, «vivid la relación con Dios, cumplid sus imperativos; esto es lo que os mando, y sólo esto: lo demás no importa». «Buscad el juicio de Dios, y lo demás (inesencial) se os dará por añadidura». «Cuando en la parábola del mayordomo infiel se elige la conducta engañosa de éste en su sentido de preparación para el juicio de Dios, se expresa con terrible agudeza la opinión Jesús sobre la inesencialidad de la valoración jurídica. ¿Es realmente tan grande la diferencia entre el derecho y la injuria, entre la sanción y el robo?» En cierto modo, derecho e injuria se suponen y pertenecen a un mismo orden –inesencial– de cosas, bien distinto de aquel otro que supone «el más radical derrocamiento de todos los valores jurídicos: ¡No resistáis al mal; ofrece tú mismo la otra mejilla a la bofetada!»[13]. Sólo el amor al prójimo –mediante el amor de Dios– es esencial en las relaciones de los hombres. «La comunidad humana no es en su esencia una comunidad jurídica, sino una pura y anárquica comunidad de amor. Sabéis que los príncipes de las gentes se enseñorean de ellas y tienen sobre ellas potestad; mas no sea así entre vosotros: antes, cualquiera que quisiera hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor».

Todo lo demás –conexiones políticosociales, integración en un sistema racional, organización eclesiástica– han sido, para esta opinión, adiciones posteriores que no nacieron de suelo cristiano. El amor que predicó Jesucristo –sostiene– no lleva en sí mismo una intención política o social, sino que es inspirador de un orden y una vida aparte[14]. Más aún: la elaboración filosófica de un «orden universal racional» relativamente completo y sin solución de continuidad con el sobrenatural, dio lugar, según Litt, a la creación de una ética autónoma, fundamentada en sí misma, independiente de la idea de Dios, y constituyó uno de los principales factores en la gestación de la ética moderna[15]. En el mismo sentido, Sombart atribuye al tomismo decisiva influencia en la formación del espíritu capitalista, que considera esencialmente anticristiano[16].

Toda esta interpretación, sin embargo, dista mucho de ser evidente. Lo es, sí, que la predicación del Evangelio no tuvo una intención política o social. Por eso ha podido decir Max Scheler, con razón, que «todos los intentos por sacar de la moral cristiana programas políticos sociales positivos, nuevos sistemas para el reparto de la riqueza o del poder, han nacido de una turbia amalgama de utilismo y moral cristiana»[17]. «No hay –añade– error más profundo que el de interpretar el movimiento cristiano, según oscuras analogías, con ciertas formas del movimiento social y democrático moderno, y –como han hecho los socialistas cristianos y los no cristianos– ver en Jesús una especie de “demagogo” o “político social”». Algunos han pretendido que el espíritu de su predicación propugnaba una especie de comunismo económico; pero ni las formas comunistas de la vida en los primitivos grupos cristianos, ni las actuales comunidades religiosas, demuestran que se propugnase tal forma de vida para el común de los hombres. Antes bien, en mil pasajes del Evangelio se supone y reconoce la propiedad privada. «Todo revela –concluye Scheler– que Jesús presupone, como factores fijos de la existencia, las fuerzas y leyes mediante las cuales la vida se despliega y las comunidades políticas y sociales se forman y desarrollan».

Pero de aquí a declarar al orden religioso y al jurídico-político totalmente heterogéneos, sin posible influencia del primero en el segundo, y negar a éste toda valoración religiosa, media una gran distancia.

El texto evangélico del tributo ha sido históricamente objeto de una interpretación, no sólo distinta, sino contrapuesta: poniendo el acento, no en la segunda parte –a Dios lo que es Dios–, sino en la primera –al César lo que es del César–, se ha querido ver en ella una institución divina del poder real. Así, dice Filmer en el Patriarcha, o del poder natural de los reyes: «Cuando los judíos preguntaron a nuestro Divino Salvador si debía pagar los tributos, no les preguntó de leyes o consentimientos populares; no hizo más que mirar la inscripción y exclamar: “Esta imagen que veis es la del César…”. Aquí aparece Nuestro Salvador limitando y estableciendo el poder real, dando al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios; debemos obedecer donde el mandato de Dios no nos lo impida; sólo, pues, la ley de Dios puede impedir nuestra obediencia»[18].

Pero entre ambas interpretaciones contradictorias –la que ve en la respuesta de Nuestro Señor un gesto de despego e indiferencia hacia el poder político y la que funda de modo preceptivo y religioso en esas palabras el poder precisamente– cabe una tercera visión más sencilla, natural y ajustada a la expresión en su sentido llano: «Yo no he venido a anular los poderes de la tierra, ni mi Iglesia deberá absorber al poder civil ni ser absorbida por él; no vengo a realizar una utopía social universal, ni seré caudillo de un Estado judío…». La coexistencia de las dos sociedades –la civil y la eclesiástica– y la fundación por Él de esta última, distinta de la política: he aquí lo que rectamente y sin forzar las cosas cabe deducir de las palabras finales del texto evangélico. Santo Tomás ha expresado en los términos más concisos la necesidad de los dos poderes: «Si el fin supremo y último del hombre fuera asequible por las fuerzas humanas puramente naturales, sería misión propia del rey el conducir a los hombres a ese fin último. Pero la unión eterna con Dios no ha de ser alcanzada por las solas fuerzas humanas, sino con ayuda de la Gracia. Por consiguiente, el guiar a los hombres a ese fin no es empresa de una realeza humana, sino más bien de una soberanía divina»[19].

Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Pero no prejuzga la separación radical de ambos órdenes, ni que el espíritu religioso del cristianismo deje de ser compatible o incompatible con los poderes de la tierra, o incluso principio inspirador de ellos, como puede serlo de las demás realidades propiamente humanas.

También cabe otra interpretación de los demás textos aducidos del Nuevo Testamento. La parábola del mayordomo infiel, la exigencia de no resistir a la injuria, del sermón de la Montaña, y la que se refiere al carácter de los que tienen poder, hablan de una moral íntima y personal que no satisface con exterioridades, de un modo interno de hacer las cosas en el servidor, en los hombres entre sí, en el gobernante. Pero ello sin perjuicio de la necesidad y del valor –aún religiosamente hablando– del orden jurídico y político que aparecerá ante esta moral como jalón previo, escalón inferior, pero necesario, a la coexistencia social; un modo de moral mínima y posible vigilable por el hombre, que debe realizar en cuanto pueda la única y eterna ley moral.

La filosofía religiosa del hecho jurídico-político que mantiene el protestantismo no puede, pues, considerarse a sí misma la interpretación más diáfana y sencilla del Nuevo Testamento. Tampoco cabe a esta interpretación apoyarse en ninguno de los sistemas filosóficos medievales o preluteranos, ya que, como hemos dicho, ni aun en la corriente paulinoagustiniana se puede hallar la teoría de la inesencialidad, sino sólo una atención preferente por otros temas. De otra parte, el protestantismo, a fuerza de exagerar la intimidad del hecho religioso y separarlo de cuanto debe serle extraño, negó valor a todo acto, aun al acto interno de amor, minimizando en la fe el hecho religioso, y anulando la idea cristiana de amor, de caridad fraterna, que, si no primaria, si posteriormente y de hecho, adquiriría el sentido de principio interna de sociabilidad.

La tesis de la inesencialidad nos parece, pues, como un punto de vista nuevo, asentado implícitamente en los principios del protestantismo, que, dejando sola al alma con Dios, ignoró las relaciones naturales en que el hombre está inserto o les negó todo valor soteriológico. Podrá haber encontrado algún apoyo en los temas de preocupación dominante en el agustinismo y franciscanismo, pero sólo como motivo ocasional, nunca como causal o auténticamente inspirador. De análoga manera a como la integración racional de ética cristiana, que realizó el tomismo, pudo ser ocasión –nunca causa– de la moderna ética independiente.

5. ¿Evolución de la Iglesia?

Sin embargo, aun rechazada por cristianamente heterodoxa la inesencialidad del Derecho y del Estado, la tesis de la «relativa significación religiosa» –común en el catolicismo– permanece un tanto imprecisa y abierta a diversas interpretaciones.

Antes de entrar en esta cuestión, quiero recoger y enjuiciar una opinión muy difundida hoy, según la cual, la Iglesia Católica ha evolucionado modernamente en su consideración de los órdenes jurídico y político, aproximándose a la posición que los declara inesenciales religiosamente. Si en el siglo XVI tenía sentido para una conciencia católica la lucha armada por la defensa de un orden políticosocial que se llamase católico, y aun a principios del XIX luchaban los pueblos religiosamente contra la ideología revolucionaria y sus realizaciones políticas, hoy –se dice– tales luchas carecerían de sentido en el seno de la Iglesia culta y consciente de sí misma.

Son varios los hechos en que esta opinión se apoya para ver, tras lo que Max Scheler llama «la conclusión de la paz entre la Iglesia y la democracia», un cambio de actitud del catolicismo respecto a las cuestiones políticas y jurídicas.

Cabe señalar, en primer lugar, un creciente conformismo de la Iglesia con los Gobiernos actuales, sea cual fuere su estructura jurídica y sus supuestos teóricos, con tal de que, en la práctica, pueda establecerse un área de convivencia y se respete un cierto margen de libertad religiosa. A pesar de que las estructuras políticas contemporáneas se mantienen, por lo general, asentadas en suelo revolucionario y han seguido una línea evolutiva de acuerdo con su espíritu, que las pone teóricamente más lejos del campo católico, las relaciones con la Iglesia han mejorado, ganando en estabilidad y aun, a menudo, en cordialidad. A esta actitud corresponde asimismo una política de hechos consumados en las luchas y alteraciones políticas.

Por otra parte, en aquellos países nuevos en que de un suelo protestante o indiferente surge un catolicismo también nuevo (piénsese en los Estados Unidos), la Iglesia que allí se forma parece haber abandonado el retraimiento hostil, que aún es general en Europa, hacia un mundo que se considera espiritualmente apóstata, y cesado en el ambiente de reconquista y lucha con el medio en que vive. Su posición parece haber perdido toda la tragicidad que fue común en el catolicismo del siglo XVIII a esta parte. No sólo la convivencia pacífica con fuerzas que se juzgaban espiritualmente hostiles, sino aun la cooperación para determinados fines con las Iglesias protestantes y con el Estado democráti-coliberal y la fácil aceptación de costumbres generales, parecen hoy posibles en estos nuevos ambientes católicos. La virtud esencialmente liberal de la tolerancia –antigua arma contra el proselitismo y la intransigencia católicas– se cita y predica hoy en estos medios junto a la caridad y como su consecuencia necesaria.

Un tercer dato en que aquella opinión se apoya es esa políica de paz desarrollada a ultranza por la Santa Sede en la última guerra mundial. La sobrevaloración de la paz (de la paz en oposición a la guerra) por sí misma, el ideal de la paz por la paz, no se estimó nunca como una exigencia cristiana. Existen para el cristiano bienes y males muy superiores a la paz y la guerra, que deben ser buscados o combatidos, aun si se requiriese, con el auxilio de las armas. La «paz en la tierra» que Cristo predicó es una última tranquilidad del alma que anula todo odio personal entre los cristianos; pero ella –en su estado bienaventurado– sólo se propugnó «para los hombres de buena voluntad». Pero cuando se reconoce una inmensa apostasía en la sociedad en general y las fuerzas actuantes representan aberraciones respecto al espíritu cristiano, las guerras actuales y las catástrofes que se anuncian deben considerarse consecuencia de ese verdadero mal, y pueden ser interpretadas –en confirmación de la divinidad y santidad del cristianismo– como el justo castigo divino a un fundamental desvío de la voluntad de los hombres. Nada resultaría más opuesto a las afirmaciones cristianas que el que la moderna civilización liberal y ateísta hubiera logrado para sí el estadio «cooperativo y pacifico» que vaticinaba Comte.

Las Iglesias protestantes, en cambio, se adecuan muy bien con una función pacifista y humanitaria en sentido moderno. Si para ellas la religiosidad se da sólo en la relación directa e íntima del alma con Dios, cuanto en lo exterior perturbe esa comunicación y excite las pasiones, haciendo a los hombres entregarse a luchas políticas, nacionales, económicas o raciales, será entitativamente malo. Para el protestante, dentro de la inesencialidad de las cosas humanas, la guerra será lo más vitando. Para el católico, si bien es mala, otros son los males radicales y causantes, y, a veces, puede ser el medio «de ganar el ser en la vida».

Un cuarto hecho es, por fin, el retraimiento que observa hoy la Iglesia en aquellos casos en que el espíritu católico de un pueblo impone una lucha religiosa contra sus Gobiernos, hostiles a sus convicciones o perseguidores de su espíritu. Si estos movimientos populares encontraron hace un siglo su apoyo moral, en aquellos pocos sitios donde aún son posibles (Méjico, España...) chocan, cuando se producen, si no con el desvío e indiferencia, sí, al menos, con cierta frialdad y cauta abstención de la Iglesia romana.

¿Implican estos hechos una rectificación en orden a la relativa significación religiosa del Derecho y el Estado, y una aproximación del pensamiento de la Iglesia Católica hacia la teoría de la inesencialidad o indiferencia? Para Max Scheler, por ejemplo, la integración filosófico-teológica del tomismo, con su religiosa aceptación de la naturaleza y su racionalización de la teología, representa, como dijimos, una primera irrupción de los ideales naturalistas de la burguesía en el sistema ideológico del catolicismo. Lo mismo piensa de su «esencialización» del hecho político como exigido por la naturaleza humana y querido, a la vez, por Dios, con abandono de toda actitud religiosamente despreciativa hacia su valor. Lutero, en cambio –dice Scheler–, «con su destrucción de la teología natural, con su odio a la razón, con su hostilidad y lucha contra los intentos escolásticos de racionalizar las ideas cristianas, da testimonio, en este punto, de que sabia discernir lo auténtico de lo exteriormente adquirido». Sólo errará, según él, al negar que el amor tenga carácter sobrenatural y primitivo, como la fe, «con lo que derrumba el principio de solidaridad en el terreno religioso-moral». La conclusión lógica de Scheler será la de acoger la evolución de la Iglesia Católica favorable a deslindar esa «religiosa intimidad» de todas las situaciones exteriores.

Cabe, sin embargo, también aquí una interpretación de estos hechos más natural y adecuada a la continuidad ideológica que se ha de suponer a la Iglesia Católica en tan grave y palpitante cuestión. Ella implica precisamente aquel reconocimiento que exigía Max Scheler de la gran apostasía de la sociedad actual, de la descristianización de las principales fuerzas culturales y políticas que mueven el mundo de hoy.

Si este desvío se acepta en toda su extensión, hasta el extremo de juzgar ya imposible la reimplantación en los países de un previo hecho político y jurídico católico –o compatible con el catolicismo–, que facilite la restauración social de la fe y el espíritu cristianos, se impondrá entonces una «política de realidades» que, abandonando toda lucha política, se limite al apostolado individual y procure –mediante la influencia desde abajo– sus mejores condiciones de desenvolvimiento. Una actitud semejante a la que mantuvo la Iglesia primitiva respecto al Imperio romano antes de que se considerase posible su transformación político-rreligiosa, o a la que ha observado siempre la Iglesia respecto a los imperios paganos o extracristianos en su labor misional. No cabría entonces hablar, como hace Max Scheler, de una «paz de la Iglesia con la democracia liberal», sino, más bien, de un aceptar la Revolución como hecho consumado.

Con esta interpretación se aclara el sentido de casi todos los síntomas señalados sin tocar el aspecto teórico de la cuestión: el conformismo y aceptación de las situaciones jurídicopolíticas sin más exigencia que la tolerancia; el aire optimista, libre de hostilidad y retraimiento en aquellos grupos recientes de catolicismo en países también de nueva formación, fruto de la previa y radical aceptación de un ambiente extraño. Por otra parte, si la labor que los hechos históricos imponen es el apostolado individual, el ambiente de paz, con su tranquilidad en los espíritus, será el más apropiado y deseable para meditación y preocupación religiosa. Y el procurarlo por parte de la Iglesia no tendrá ya nada que ver con el «humanitarismo» de hoy, ni con lo que Nietzsche llamaba «sentimental pacifismo de las domesticadas reses modernas»

Alguna luz arroja también esta hermenéutica sobre el desvío de la Iglesia hacia los movimientos armados de resistencia religiosa, aunque, a mi juicio, es asunto de más difícil explicación. Porque, si la actitud general explicativa es fruto, no de una evolución doctrinal, sino de una apreciación de las condiciones históricas –no es teoría, sino práctica–, deberá amoldarse a la situación fáctica de cada lugar, ambiente y cultura, en vez de imponer una táctica uniforme.

Es decir, en aquellos pueblos en que los hechos demuestran la posibilidad de restaurar una situación política católica, la actitud eclesiástica no puede ser la misma, ni quedar desamparados tales esfuerzos. Más aún: para la esperanza de una integra recuperación cristiana de la sociedad parece necesario contar con esos núcleos –aun pequeños y aislados– de resistencia. La experiencia prueba, por desgracia, la inmensa importancia actual de la estructura política en comparación con las posibilidades prácticas de la propaganda religiosa. La influencia desmoralizadora, y generalmente arreligiosa, de la «formación juvenil» en los Estados socialistas, y la ateísta de las propagandas sectarias en los Estados liberales, apartan de la fe o del fervor muchas más conciencias que el apostolado eclesiástico pueda ganar. Si este apostolado es necesario –y seguramente el único medio de acción viable en la mayor parte de los países–, no es, en cambio, fácil, humanamente hablando, que la salvación del ambiente colectivo provenga de ahí. Por el contrario, esos núcleos nacionales de resistencia y fervor religiosos pueden representar, con la ayuda divina, un germen o reducto de futura reconquista. La explicación posible de la aludida conducta de la Iglesia en este respecto sólo podría hallarse, a mi juicio, en la misma particularidad localista de los hechos y en la humana tendencia a la uniformidad en el obrar, unido, tal vez, a una deficiente información.

6. La relativa significación religiosa del derecho y del Estado

Resolvemos, pues, a pesar de estos hechos que se registran en la Iglesia contemporánea, que debe mantenerse la teoría de la parcial significación religiosa del Derecho y del Estado como la auténticamente cristiana, congruente, como hemos visto, con el cristianismo primitivo y con toda la tradición eclesiástica. Y sólo nos restará, la cuestión de cómo debe entenderse la valoración religiosa que el catolicismo otorga a tales realidades.

Parece claro por sí mismo que no puede tratarse de una plena significación religiosa, como la que ciertos pensadores griegos otorgaban al Estado y a las leyes basándose en una interpretación miticofilosófica, ni al modo de las teocracias orientales o del Imperio romano, que divinizaban al emperador. La predicación cristiana se dirigió primariamente a fundar una relación de la persona humana con Dios, y no a la constitución de un sistema social o una unidad nacional.

No puede negarse que el espíritu religioso choca a menudo –como señalaba Radbruch– con la exterioridad legalista del orden jurídico-político en nombre de una moral íntima, abierta, paradójica a veces. Pero ello no supone, como dijimos, la radical heterogeneidad de ambos órdenes, ni su total extrañeza. Si la concepción religiosa otorga al Derecho el papel de constituir un orden mínimo, concreto y posible para vivir en sociedad, y al Estado el crearlo y guardarlo, aunque se cumpla a veces con exterioridades faltas de íntima moralidad –y aunque choque en casos con la auténtica moralidad–, se le confiere esencialidad y valoración religiosas al exigirle la interpretación y el tendente cumplimiento de la única y eterna ley divina.

La primera influencia que la realidad políticojurídica recibirá de la religión es negativa: podrá haber leyes, ordenaciones jurídicas o sistemas políticos incompatibles con los preceptos o con el espíritu cristianos. Así, por ejemplo, «la idea moderna –dice Scheler–, según la cual, la caridad se hace cada vez más superflua, porque las exigencias legales sustituyen –y deben sustituir– cada vez más la libre actividad del amor y del desprendimiento, es diametralmente opuesta al espíritu de la moral cristiana… La actividad cristiana de amor y sacrificio comienza donde la llamada justicia social, fundada en la legislación positiva vigente, cesa de dictar exigencias»[20]. El moderno socialismo –o ideal de la organización estatal omnicomprensiva–, y las tendencias a él conducentes, parece, pues, que reciben de la valoración religiosa una negativa radical. Otro tanto podría decirse de la democracia liberal, con su supuesto previo de la bondad natural del hombre y su concepción del origen del poder en la voluntad popular empíricamente considerada. Max Scheler, que se opone a derivar del espíritu cristiano un sistema positivo y concreto de política o derecho, no sólo acepta las incompatibilidades efectivas de algunos movimientos con el cristianismo, sino que exige, como vimos, la proclamación contundente de estas radicales oposiciones: «Si las pasiones nacionalistas, el espíritu capitalista y el de las clases obreras, si la impía insolencia del imperialismo actual son compatibles con el cristianismo…». Más aún: en otro lugar insinúa la posibilidad de una influencia espiritual positiva de la Iglesia en el Estado. «Éste –dice– no posee ethos propio, sino que adopta el de la persona cultural que está tras él; así, pues, no se tratará de un influencia directa de la Iglesia en el Estado, sino tan sólo a través del ethos propio de la unidad cultural a la que aquél pertenece»[21].

¿Cabe, efectivamente, admitir algún género de influencia positiva, o de inspiración al menos, del cristianismo en el terreno social y político? Desechada la predeterminación religiosa de los procedimientos concretos de gobierno, de reparto de las riquezas, o de una legislación positiva –medios que quedan a la libre e histórica decisión de los hombres–, sólo cabría hablar de una inspiración del cristianismo, bien en la estructura fundamental de las sociedades y Estados, bien en el espíritu de los que gobiernan y legislan.

Santo Tomás, sobre las formas aristotélicas de gobierno, resolvió, con su visión teológicocristiana, que la mejor era, no tanto la monarquía pura, como una situación armonizadora de las tres formas rectas de gobierno, en que una democracia administrativa de pequeños grupos naturales, y una aristocracia seleccionada por sus virtudes propiamente humanas (o morales), limitasen institucional y consuetudinariamente al poder monárquico[22], al que compara frecuentemente con la autoridad del padre de familia[23]. Y es curioso observar cómo el régimen políticosocial que a lo largo del Medievo cristiano se formó casi uniformemente en los pueblos europeos, coincide en sus líneas estructurales con el sistema escogido por Santo Tomás, tan lejano al cesarismo estatista como de la despersonalizada democracia. Como dice un autor contemporáneo, «el Occidente cristiano poco a poco, armónicamente, como un ser que va creciendo, amplió la estructura espiritual del lar, de donde surgiera; extrajo de él el concepto del patrio poder, y, ampliando siempre los principios con que constituyera la familia, edificó la monarquía cristiana, el Estado europeo, totalmente distinto de los anteriores por la humanidad de su origen, por la acción ennoblecedora de su mando, por la comprensiva dulzura de su autoridad»[24].

Se da en este terreno una relación semejante a las que entre sí guardan la religión y la filosofía. La profesión religiosa del cristianismo no impone al filósofo la admisión de unas determinadas soluciones a los problemas o la aceptación de un sistema concreto. La fe –se dice– actúa sólo negativamente, indicándole, cuando entra en contradicción con su contenido, el momento en que ha errado. Pero, aparte de esto, el conocimiento y aceptación del contenido revelado sugiere al filósofo cristiano unas perspectivas de pensamiento, el sentido de muchos problemas, un estilo de enjuiciamiento, y aun –se discute– algunos conocimientos positivos[25]. Caben filosofías cristianas en número indefinido –e históricamente se han realizado muchas–; pero, dentro de tal variedad, se puede hablar con pleno sentido de una filosofía cristiana, y no sólo en el sentido negativo de no oposición objetiva al dogma o de preocupación por ello en sus autores, sino con un significado y sustantividad reales.

Volviendo a nuestro tema, el Estado tiene una relativa significación religiosa por razón de su origen (non est potestas nisi a Deo) por razón de su fin (hacer posible y coadyuvar al bien y fin últimos del hombre). El derecho adquiere esta misma significación por su fin (concreción jurídica de la única y divina ley natural) y por su origen en un poder legítimo.

Y en la gestación histórica de la sociedad, el Derecho, la religión no predetermina unívocamente formas y sistemas, pero ejerce una influencia negativa al oponerse esencialmente a determinadas realizaciones, y otra positiva al inspirar una estructura fundamental y un espíritu en quien gobierna, legisla o administra justicia.

Esto nos lleva a concluir que la expresión «política cristiana» (o católica) puede ser legítima, pero también profundamente equívoca, y equívocamente se viene usando desde hace más de un siglo en las naciones europeas. Si en cualquiera de ellas examinásemos las que se consideran fuerzas políticas –o partidos– actuantes, apreciaríamos en unos un signo predominantemente económico, social o nacional en otros; político puro en alguno. Por otra parte, mientras en el caso de la mayor parte, su programa se centra en reformas prácticas de uno u otro carácter, en el de algunos constituye toda una estructura filosófica o religiosa-política (piénsese en los de tipo tradicionalista, por ejemplo). Entre unos y otros median diferencias específicas o, más bien, son realidades totalmente diferentes en su sentido y su valor. Mientras unos poseen sólo un carácter circunstancial, y su ensayo práctico los consagra o los hace fracasar definitivamente, otros poseen un valor permanente, superior y distinto al éxito o al desacierto en un cometido histórico.

De entre estas dos diferentes clases de «partidos» políticos hubo siempre algunos que se calificaron a sí mismos de cristianos o católicos. Entre los del primer grupo, por el mero hecho, a menudo, de contar en su programa el respeto a la Iglesia o a la libertad religiosa, o por representar una moderación en sus teorías (socialistas, por ejemplo) en relación con las de otros partidos, y en forma más compatible con el cristianismo (piénsese en los de tipo social-cristiano).

En los segundos –aunque no suelen propender a calificarse de este modo– sería más lícito que lo hicieran, ya que, aunque incluyen también un contenido histórico o nacional, pueden representar una estructura político-social de inspiración cristiana. No es, en cambio, lícito a los mantenedores de estos sistemas pretender deducir –como tan frecuentemente hacen– medios concretos y prácticos con que resolver los circunstanciales problemas técnicos de cada época (problemas económicos, laborales, etc.), como si se tratase de una premisa mayor de fecundidad ilimitada, y otorgarle la misma esencialidad que a la estructura fundamental de que se cree deducir. Ello supondría esencializar religiosamente terrenos entregados a la libre disputa e industria de los hombres, y no cabe olvidar que –como dice Max Scheler– nada hay más ajeno al sentido de Jesucristo que fundar en su predicación un nuevo instrumento político o un nuevo reparto económico de la riqueza mediante una u otra institución.

 

[1] Max SCHELER, De lo eterno en el hombre, Madrid, 1940, págs. 35 y sigs.

[2] PLATÓN, Critón, XI.

[3] GILSON, Santo Tomás de Aquino, Madrid, 1944, pág. 20.

[4] SAN AGUSTÍN, De vera religione, c. XXXIX, núm. 72.

[5] SAN AGUSTÍN, Soliloquia, I. c. II, núm. 7.

[6] Max SCHELER, El resentimiento en la moral, Buenos Aires, 1944, pág. 1 6 3 .

[7] GUARDINI, La esencia del cristianismo, Madrid, 1945, pág. 77.

[8] GILSON, ob. cit., pág. 27.

[9] SAN AGUSTÍN, De Civitate Dei, 1. XIX, c. XXI.

[10] RADBRUCH, Filosofía del Derecho, Madrid, 1944, pág. 127.

[11] Vid: SAPIR, Dostoiewski und Tolstoi über Problem des Recht, 1932.

[12] Vid: RADBRUCH y TILLINCH, Religionphilosophie der Kultür, 1921.

[13] RADBRUCH, Filosofía del Derecho, cit., pág. 125.

[14] Vid. TROELTSCH, Christliche politik und ethik. Gesammelte schriften, Tubinga, 1924.

[15] LITT, La ética moderna, Madrid, 1932, pág. 21.

[16] Vid. SOMBART, Il capitalismo moderno, Firenze, 1925.

[17] Max SCHELER, El resentimiento en la moral, pág. 169.

[18] FILMER, Patriarcha o el poder natural de los reyes, Madrid, 1920, pág. 68.

[19] SANTO TOMÁS, De regimine principum, I, 14.

[20] Max SCHELER, El resentimiento…, pág. 133.

[21] Max SCHELER, El formalismo en la ética y ética material de los valores, Madrid, 1942, t. II, pág. 362.

[22] SANTO TOMÁS, Summa theol., I, II, 105, 1.

[23] SANTO TOMÁS, De regimine principum, I, 11 a 14.

[24] SEVES, A., A Revolução francesa e as suas consequências, Lisboa, 1944, pág. 69.

[25] DEL PRADO, defensor de la existencia de una filosofía cristiana, sostiene que «la verdad fundamental de la filosofía –que el esse se diferencia de la essentia en los seres creados y que sólo en Dios son una misma cosa– la han deducido los autores no sólo «qui christiani», sino «qua christiani». (Cit. por IRIARTE, J., «La controversia sobre la noción de filosofía cristiana», Pensamiento, núm. 1).