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Número 521-522

Serie LII

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El comunitarismo frente a la comunidad

CUADERNO: RELIGIÓN Y COMUNIDAD

 

1. Introducción

La cuestión del «comunitarismo» pertenece a la cultura filosófica y política de los Estados Unidos de América. Allí surgió, y se difundió pronto por la literatura en otras lenguas, en el decenio de los años ochenta del siglo pasado. En la española, por ejemplo, no sólo se dispuso bien pronto de las versiones de autores como McIntyre o Taylor, sino que incluso pudimos conocer el intenso debate suscitado por los mismos a través del libro panorámico de 1992 de Stephen Mulhall y Adam Swift[1], que en castellano se editó en 1996 con el subtítulo «el debate entre liberales y comunitaristas»[2]. Pareciera, así, que los autores apodados como comunitaristas hubieran salido al campo de batalla a medir sus armas contra el liberalismo, representado por John Rawls y su teoría de la justicia como fairness[3] (imparcialidad mejor que equidad). En Francia, me parece, la recepción del asunto es posterior, nada menos que entrado ya el siglo corriente, y en buena medida reducida a los ambientes del pensamiento católico (e incluso, en el interior de éste, al llamado «tradicionalista»)[4].

Si el precoz caso español contribuyó a difundir algún equívoco se debe principalmente al uso lingüístico diferente del término «liberal» en Europa y Estados Unidos (y producto en última instancia a la confusión de tradiciones intelectuales que coexisten en el seno del «liberalismo») y que hace –por ejemplo– que en éstos se reserve para las políticas igualitaristas del Estado de bienestar, socialdemócratas, frente a las hoy llamadas neoliberales. Aunque estuvieran implicados otros presupuestos (y limitaciones) no suficientemente explicitados y que, en el posterior caso francés, desde otro ángulo, se han hecho evidentes[5].

En efecto, en un texto bien interesante de Stephen Lukes que se remonta a los años noventa, encontramos con claridad –y la paradoja no es tal a la luz de lo que acabamos de decir– la matriz liberal del comunitarismo[6]. A propósito de una presentación alegórica de los derechos humanos en cinco contextos, queda claro que el comunitarismo es una especie del liberalismo, en clave de identidad colectiva, que no supera el relativismo.

En lo que sigue, sin pretensión alguna, deseamos sobrevolar críticamente los problemas de la tentación antipolítica, negadora en el fondo de la comunidad y del bien común, que acompañan las tomas de posición denominadas comunitaristas.

 

2. Del Estado al club

Una situación de crisis se descubre siempre con facilidad cuando aparece oscilante entre signos contradictorios. Lo vemos en nuestro tiempo. En el que lo mismo se evidencia la crisis del Estado a través de la emergencia de una «sociedad civil» que no es la sociedad orgánica, como por medio de un repliegue casi tribal bajo protesta de defensa de las identidades comunitarias. Al tiempo que, sin embargo, se percibe la necesidad de la afirmación de la comunidad, por encima de la simple coexistencia, como presupuesto de una autoridad política digna de tal nombre[7].

Antes hemos visto la progenie estadounidense del comunitarismo. No es de extrañar, para empezar, que se haya producido precisamente allí el alumbramiento de tal movimiento de ideas y acciones. Pues es en su seno donde se ha fraguado la particular relación entre sociedad civil y política que ha conducido a la «hegemonía liberal»[8]. Esto se explica, desde luego, por el contexto particular en que nacieron los Estados Unidos, casi como encarnación histórica de un «contrato social» que mientras en el viejo mundo no podía por definición sino resultar ahistórico, allí por el contrario, precedido por un singular «pluralismo», iba a ser funcional a la creación de un cuerpo político, originando un «federalismo» bien distinto de la practica del «principio federativo» medieval, pero también del exportado a Europa, que luego se perpetuaría. Pero también, desde otro ángulo, por el también contexto particular de la tradición intelectual anglosajona, empirista y pragmatista. En cierto sentido, pues, puede decirse que los Estados Unidos nacen ya desembarazados de la existencia de la «Cristiandad», así como que no ha dejado de gravitar en ellos la tensión entre la Ilustración a la francesa o la alemana (les Lumières o Aufklärung) y la inglesa (Enlightment).

Ambos aspectos están presentes, a no dudarlo, en la toma de posición comunitarista, que si critica el liberalismo lo hace desde dentro: en puridad el primero es una suerte de relativismo teñido de historicismo y sociologismo, pero –a diferencia del segundo– no individual sino colectivo. Su antropología, deudora de una metafísica, o más bien de una ausencia de ella, por lo menos en su significado para el realismo clásico, rechaza cualquier universalidad, y resulta incompatible por lo mismo con la razón y la ley naturales. Y no en el sentido de distinguir entre una racionalidad o un derecho natural racionalistas (dogmáticos) frente a otros clásicos (problemáticos), aquéllos idealistas mientras que éstos radicados en la historia, sino directamente en el de la disolución de la racionalidad y la justicia como realidades con una dimensión universal[9].

Sin embargo, de un lado, la batalla sostenida contra el liberalismo individualista, así como –de otro– la disgregación progresiva y acelerada de las sociedades occidentales, ha conducido a muchos que se reclaman fieles al pensamiento clásico a caer en la tentación. Una tentación que se concreta en la renuncia a la verdadera comunidad política, plenaria o «perfecta», y que se contenta con la yuxtaposición de comunidades, irreductibles, que simplemente aspiran a ser reconocidas. Ya no es, siquiera, la sociedad civil autorregulada e independiente de la política, sino la disolución de la idea de la comunidad de los hombres, con sus eternas tensiones entre identidad y comunicación, consensus y sobre-ti, sustituida por el repliegue sobre una identidad hipertrofiada y en la que las opciones dejan de ser humanas para ser ideológicas y, por lo mismo, en el fondo irracionales. Es no sólo la deserción de la política, sino también de la sociedad. Y de la nación. Al tiempo que es la clausura sobre el yo y los que le son iguales, cuando la radicalidad de la convivencia, que brota de todos los estratos de la personalidad, procede precisamente de las diferencias entre los hombres.

Claro que puede entenderse la reacción comunitarista dentro de la dinámica de la modernidad tardía, decadente y reactiva al mismo tiempo respecto del paradigma moderno, hipermoderna finalmente. Más aún, como hemos dicho, en el universo mental «americano». Las citas de Aristóteles y su acogida por cierto catolicismo, en general llamado «tradicionalista», no deben sin embargo engañarnos. El comunitarismo ensambla confusamente materiales en parte contradictorios entre sí, pero que convergen en una suerte de fideísmo gnóstico. Estamos, pues, bien lejos del pensamiento clásico y católico[10].

 

3. La sombra (alargada) del pluralismo

La cuestión que emerge, y que debemos afrontar, es la de la comunidad. Lo que nos lleva, en primer término, a saber si los hombres pueden convivir en pura coexistencia, física al límite, o si el consorcio de los hombres debe constituirse en una comunidad en la que los lazos que los unen trasciendan las relaciones jurídicas o convencionales[11]. El «pluralismo» caería en el primer campo, mientras que el segundo sería fácilmente caracterizado, y rechazado, como «fundamentalismo». Aunque, bien mirado, también asomarían en éste otras «lecturas», como las que han dado lugar al llamado «comunitarismo». La cosa, pues, no es tan simple.

En primer término, desde el ángulo metafísico, podría parecer que el pluralismo se opone como par al monismo. Éste, aunque de un modo u otro admite o considera la multiplicidad del mundo, supone en última instancia que –por debajo de las apariencias– la realidad es una y única. Mientras que aquél, por su parte, reconoce la existencia real de una multiplicidad de principios y entidades. Pero en sana metafísica no hay que ceder a la tentación de las antítesis maniqueas y la contradicción entre unidad y multiplicidad es sólo aparente: la unidad lo es según síntesis[12].

Sin embargo, la actual apoteosis del pluralismo más que del lado de la metafísica viene de su ausencia. En su acepción hoy mitificada, que encuentra su sede privilegiada en el ámbito de la filosofía política, no significa observación de la individualidad de los seres humanos y la variedad de sus agrupaciones históricas, dato de la realidad tan obvio por cierto como su contrario, a saber, el de la fijeza y permanencia de ciertas leyes. Lo que recibe confirmación adicional del hecho de que los pluralistas han sido con frecuencia liberales y racionalistas, que miraban con poca simpatía esa variedad de leyes u ordenaciones políticas y que, por contra, postulaban un ideal igualitario y uniformizador. Y es que el pluralismo se resuelve sobre todo en la negación de la unidad última, de base religiosa, en que se asienta en su origen y de hecho toda civilización humana, toda patria, toda familia; esa unidad profunda que cimenta su continuidad y hace posible la libertad y la variedad en lo demás[13].

Hay, por tanto, una trasposición entre la realidad y la ideología, que corre paralela a la que discurre de la pluralidad al pluralismo[14]. No se trata ya de que coexistan armónicamente cuerpos y finalidades diferentes en el seno de una sociedad, pues toda sociedad humana es obviamente plural, en cuanto integrada por hombres diferentes que persiguen objetivos o finalidades varios, y nadie desearía una sociedad gregaria como el hormiguero o la colmena –lo que hoy se llama «monolitismo»–, al tiempo que la diversidad es factor de armonía y la base de la sociedad reside en el intercambio[15]. Lo que se busca es que se tornen plurales los fundamentos últimos de la convivencia, «o más bien, de que desaparezcan de su ortodoxia pública tales principios o fundamentos a fin de que todo resulte legalmente posible para una labor de desquiciamiento espiritual, de escismamiento o de revolución»[16].

Pero, ¿puede sostenerse la sociedad sobre la mera coexistencia? La experiencia de la mayor parte de las civilizaciones históricas, desde luego, lo contradice. Lo que incluye la propia racionalista de la modernidad, sólo comprensible como secularización de la civilización cristiana, esto es, desde la misma. Esa y no otra es la razón de que el liberalismo durante decenios e incluso siglos no desarrollara toda la potencialidad destructora que portaba ínsita, pues lo obstaculizaba la tradición cristiana, contra la que había surgido, pero sin poder extirparla, antes bien, habiendo aceptado durante un cierto tiempo de transición un pie de paz con la misma. La eclosión del postmodernismo, encarnado en una época, la de la «modernidad tardía», en el fondo una suerte de «hipermodernidad» o «modernidad radicalizada» en efecto, ha venido a alterar notablemente el cuadro anterior, en otro caracterizado por la volatilización de los restos de metafísica que habían sobrevivido al idealismo, combinado con el irracionalismo campante y el nihilismo en acto, y sobre unas coordenadas históricas distintas, las del «fin de la historia», con las grandes transformaciones que han llevado a una fragmentación social desconocida en los tiempos modernos y que han hecho hablar de una «nueva edad media»[17].

En este contexto, muchos cierran los ojos y prefieren continuar con la prédica de los valores y del pluralismo, en puridad del pluralismo de los valores, sin buscar el fundamento comunitario que hace la convivencia digna de ese nombre y que no es otro que la naturaleza del hombre, naturalmente social y político. Cerrar los ojos a la comunidad es, de algún modo, hacerlo a la razón. A una razón (conviene precisarlo pronto, pues es realidad vidriosa cuando no escurridiza) que es la razón práctica. Una relectura de Aristóteles sería, pues, a este respecto, bien interesante[18]. Pues, para empezar, su reflexión no se dirige a una polis históricamente determinada, sino a lo que es común a todas las poleis. Por eso resulta central el concepto de koinonía, en cuanto toda ciudad es una comunidad y lo que la distingue de otras formas de comunidad es el bien en vista del cual la misma se constituye, la vida buena o virtuosa, lo que explica que la ciudad deba considerarse por naturaleza anterior a la casa y a los ciudadanos, pues el todo es necesariamente anterior a la parte[19]. La comunidad política se convierte así en condición de posibilidad de acceso del hombre al bien supremo[20]. La cerrazón constitutiva a la comunidad sería degradar al hombre a la condición del bruto. Lo que recibe comprobación diaria en nuestras sociedades «avanzadas».

Pero no sólo se niega la comunidad por el pluralismo radical, que desespera pueda hallarse un fundamento compartido para la vida común, sino también por quienes, pese al nombre que ostentan y las autoridades que citan, reducen la comunidad a pequeños círculos en que la adhesión (¿voluntarista?) a algunos ideales (¿caprichos?) determina el «reconocimiento», en condiciones de igualdad respecto de todos los demás así formados. El «comunitarismo», en el fondo, como ya hemos visto antes, renuncia a la sociedad y a la política, y pese a la apariencia producida por su combate contra el llamado «liberalismo» (individualista) no deja de ser en sí mismo liberal (aunque colectivo).

 

4. La vuelta a la comunidad

El comunitarismo, es cierto, evidencia una exigencia: la de descubrir la comunidad. Sin embargo, no llega a responder a esta exigencia sobre todo porque identifica la comunidad con una identidad colectiva cualquiera, cerrándose a la verdadera filosofía y deteniéndose en la mera efectividad. Sólo falsificando los términos puede hablar de comunidad, pues ésta exige preliminarmente dar respuesta filosófica y no sólo sociológica al problema del bien. Y el comunitarismo, en última instancia, se cierra a acoger el bien y, tanto más, al bien común: ya que el que define tal es, de hecho, un bien colectivo, y lo colectivo –sin embargo– no es lo común[21].

Aristóteles, por ejemplo, comprendió la cuestión en su profundidad tanto que en las primeras páginas de la Ética a Nicómaco, al afrontar la cuestión teorética del bien y del fin, observa que el objeto de la política es el bien del hombre y para el hombre: el bien –escribe– es el mismo para el individuo y para la ciudad, aunque es más hermoso y más divino el bien de un pueblo, esto es, de ciudades enteras[22]. No se trata de una distinción cualitativa sino solamente cuantitativa. El bien de la comunidad es el mismo bien del hombre individuo; un bien no elegido, no creado por la voluntad humana, sea la del individuo (como enseña, por ejemplo, Locke), sea la de la colectividad (como sostienen los comunitaristas), sino un bien objetivo porque intrínseco a la naturaleza del hombre. El bien común, así pues, es el bien de todo hombre en cuanto hombre y, por lo mismo, común a todos los hombres[23]. Este bien es el único bien justo y, por ello, fin y regla de la política, la cual no tiene una pluralidad de fines sino este único fin.

Este fin, es cierto, se puede y se debe conseguir en presencia de tradiciones diversas, de lenguas plurales, de múltiples costumbres: unifica entre la pluralidad de las legítimas opciones particulares que, a veces, son necesarias. La comunidad que constituye no tiene problemas de minorías ni de etnias: «El bien común es universal y particular al mismo tiempo, no está ligado a la fortuna (riquezas, poder, etc.), sino a la felicidad, que tiene por premisa indispensable y fin histórico la vida humana conforme a la propia naturaleza, esto es, vivida humanamente»[24].

Aristóteles observó que la felicidad es directamente proporcional a la virtud, a la prudencia y al obrar informado por la prudencia y la virtud[25]. Exactamente lo contrario de lo que enseña y practica la cultura política contemporánea, sea stricto sensu liberal, socialista o comunitarista: «Por ello, es necesario volver a problematizar la cuestión del vivir bien, que no es –como entienden las teorías políticas contemporáneas hegemónicas– la “buena vida”. Ello ayudará a volver a descubrir la comunidad en su sentido originario y tradicional. De tal comunidad es de la que los hombres de todo tiempo tienen necesidad»[26].

 

5. Comunitarismo y despolitización

Conviene ir encaminándose al final. El comunitarismo no alcanza –aunque confusamente parezca buscarla– la comunidad. Pues, cerrado a la persecución en común del bien, no puede sino caer en el liberalismo y, consiguientemente, alejarse de la concepción católica de la política. ¿Heterogénesis de los fines? Ni siquiera. En realidad estamos en presencia de una concepción negativa de la política, en su origen, que con toda lógica ha de producir frutos antipolíticos.

A poco que se penetre en la realidad contemporánea se encuentran amplios sectores que participan de una lógica semejante. Empujados, en general, por la situación de disolución de las comunidades humanas y, en particular, de fragmentación de la tradición católica.

Cuando hablo de tradición católica no me refiero sólo a una tradición intelectual, ni siquiera a una completa visión del mundo, sino a una civilización. Un distinguido historiador escribió estas líneas luminosas a propósito de la esencia doctrinal del tradicionalismo: «La estabilidad de las existencias crea el arraigo, que engendra dulces sentimientos y sanas costumbres. Estas cristalizan en saludables instituciones, las cuales, a su vez, conservan y afianzan las buenas costumbres»[27].

Esto es, la tradición católica implicaba costumbres, instituciones e ideas. Igualmente, las transformaciones ideológicas revolucionarias condujeron primero a la fractura de las instituciones, que a su vez arrastró generalizadamente la de las costumbres. Y la resistencia a la revolución progresivamente fue quedando en el ámbito de las costumbres, que, al no contar con el sostén institucional, fueron también quebrándose, resistiendo sólo el reducto de las ideas. Unas ideas, progresivamente más depuradas cuanto más se aislaban en el cenáculo de los «militantes» o de los «tradicionalistas conscientes». Este es el proceso de conversión (desnaturalización) de un tradicionalismo cabal en algo semejante a una escuela de pensamiento o, en el mejor de los casos, en un ghetto de familias en medio de las ruinas. Pero es claro que una tal situación viene marcada por el equilibrio inestable. Pues el resto de familias con dificultad va resistiendo la presión exterior, al tiempo que el agregado ideológico, aislado, tiende a fragmentarse, perdiendo el signo de unidad de toda tradición, de toda civilización. Hoy es muy frecuente encontrar defensas de la moral sexual y familiar más tradicional por los mismos grupos que contribuyen a sostener una política que progresivamente hace imposible el mantenimiento de esa moral. Otros defienden la tradición litúrgica, despreocupados de la tradición política. Algunos por fin reivindican pedazos de la cosmovisión tradicional de modo «ideológico», a veces «conservador», otras «revolucionario». La consecuencia es desoladora para quienes quieren seguir recibiendo «la buena noticia» en el seno de la civilización que ésta engendró entre nosotros[28]. Porque es imposible inculturar el cristianismo en la civilización moderna y sus versiones actuales, sea la «fuerte» tecnocrática y prometeica (que cabría llamar hipermoderna), como la «débil» deconstructiva y nihilista (que podemos llamar propiamente postmoderna)[29].

Ante la situación recién descrita resulta imprescindible, al menos en el terreno de la doctrina, cuando no se pueda –como es deseable– llevarla al de la práctica, recordar la vieja doctrina tomista sobre la comunidad política, que se cimienta sobre la existencia cierta, en todos los hombres, de un apetito natural que los empuja a agruparse para ayudarse mutuamente pero, sobre todo, para dar satisfacción al bien humano más perfecto, el bien de la convivencia virtuosa que realiza y finaliza la naturaleza común humana. Ese apetito recto y rectificado por la razón –seguimos la explicación, notablemente precisa, de un autor contemporáneo– es el quicio y la regla de la vida política, cuyo fin es el bien común, bien que materialmente está integrado de forma subalterna por todos los bienes materiales, pero también por todos los bienes espirituales parciales: «El bien común ni es instrumento (aunque de él se deriven naturalmente los bienes particulares) ni se identifica con las condiciones necesarias para que los particulares satisfagan sus fines privados. Es de naturaleza distinta a la suma de bienes particulares, también a la suma de bienes espirituales parciales. Se quiere por sí mismo y, paradójicamente, como sucede hoy y como sucedió en la mayor parte de los tiempos primitivos, puede no alcanzarse, poniendo en entredicho hasta los fines privados de los hombres. Que de hecho se dé o no, incluso que de hecho no se den siquiera las condiciones mínimas para cooperar a la restitución de la justicia legal seguramente nos debe llevar a jugosas conclusiones prácticas. Pero de ningún modo la constatación de la dinamitación de la vida política, de su transformación en di-sociedad, puede justificar el olvido de ese apetito natural tan insofocable como nuestra naturaleza, inclinación que sigue siendo medida de nuestro obrar también en una situación tan anómala como la de hoy»[30].

Todos los comunitarismos, en cambio, proponen una suerte de concepción negativa o de sustitución de la política[31]. Al no concebirse como posible (y quizá ni siquiera como deseable) el bien común propiamente dicho, sigue el autor del párrafo inmediatamente citado, la propuesta es meramente defensiva respecto de las agresiones procedentes de la di-sociedad (defendámonos del aborto, de los nuevos modelos de familia, de la educación dirigida, del estatismo): «El problema es que eso, precisamente eso, supone la admisión tácita de que la naturaleza política y por ende la política misma ya no son posibles. Pero las naturalezas no mudan en función de las encuestas. Y el hombre sigue siendo un ser político que necesita cauces sociales de realización: no es que se haya convertido en un ser privado que se dota de fines y que unas veces decide entrar en sociedad y otras defenderse de ella cuando ésta, como hoy, parece más fuente de daño que de bien»[32].

 

[1] Stephen MULHALL y Adam SWIFT, Liberals & communitarians, Oxford, Blackwell, 1992. Se trata de autores, críticos de Rawls, tales como Charles Taylor, Michael Walzer, Alasdair MacIntyre o Michael Sandel.

[2] El individuo frente a la comunidad. El debate entre liberales y comunitaristas, trad. castellana de Enrique López Castellón, Madrid, Temas de H o y, 1996.

[3] John RAW L S, A theory of justice, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 1971.

[4] Véase, por ejemplo, Joël HAUTEBERT, «Vers l´abandon de la politique», La Nef (París), núm. 182 (2007), págs. 24 y sigs.

[5] Cfr., por todos, Denis SUREAU, Pour une nouvelle théologie politique, París, Parole et Silence, 2008. Tales presupuestos y limitaciones están presentes en sus ecos españoles. Puede verse como ejemplo de esa falta de comprensión y también de un uso interesado, Juan Carlos VALDERRAMA, «Un sujeto visible en la historia: en torno al “comunitarismo católico”», Debate actual (Madrid), núm. 3 (2007), págs. 52 y sigs.

[6] Cfr. Stephen LUKES, «Five fables on human rights», Dissent (Filadelfia), otoño 1993, y en Stephen SHUTE y Susan HURLEY (eds.), On human rights, Nueva York, 1993, págs. 19-41. Texto publicado en castellano en el núm. 41 (1994) de la revista Claves de razón práctica. Revista de izquierda, como se define igualmente Dissent, dirigida por cierto por Michael Walzer.

[7] Miguel AYUSO, «Sociedad civil y comunidad política. ¿Una relación necesariamente dialéctica?», en AA.VV., Homenaje a José Antonio Escudero, Madrid, Editorial Complutense, tomo I, 2012, págs. 99 y sigs. También en el capítulo 4.º de mi libro El Estado en su laberinto. Las transformaciones de la política contemporánea, Barcelona, Scire, 2011, págs. 81 y sigs.

[8] Thomas MOLNAR, L’hégémonie libérale, Lausana, 1992.

[9] Alasdair MACINTYRE, Whose Justice? Which Rationality?, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1988.

[10] En un contexto más amplio, pueden verse las reflexiones de Danilo CASTELLANO, «Multiculturalismo e identità religiose: un problema político», en Luciano VACCARO y Claudio STROPPA (eds.), Ora et labora. Le comunità religiose nella società contemporánea, Busto Arsizio, Nomos, 2003, págs. 182 y sigs.

[11] Recojo aquí parte de la explicación que he ofrecido en mi ensayo «El hombre social», en el volumen de Bernard DUMONT (ed.), Guerre civile et modernité, París, François-Xavier de Guibert, 2011.

[12] Cfr. Francisco CANALS, «Monismo y pluralismo en la vida social», Verbo (Madrid), núm. 61-62 (1968), págs. 21 sigs.

[13] Rafael GAMBRA, «¿Qué es el pluralismo?», Verbo (Madrid), núm. 221-222 (1984), págs. 25 y sigs.

[14] Miguel AYUSO, «Pluralismo y pluralidad ante la filosofía jurídica y política», en Homenaje a Juan Berchmans Vallet de Goytisolo, vol. V, Madrid, Junta de Decanos de los Colegios Notariales de España, 1989, págs. 7 y sigs.

[15] Gustave THIBON, L´équilibre et l´harmonie, París, Fayard, 1976.

[16] Rafael GAMBRA, El lenguaje y los mitos, Madrid, 1983, pág. 192. El concepto de ortodoxia pública ha sido desarrollado por el profesor Frederick D. WILHELMSEN, Christianity and political philosophy, Athens, University of Giorgia Press, 1978, págs. 26 y 35-36, entre otras.

[17] El periodista Alain MINC, Le nouveau Moyen Age, París, Gallimard, 1994, ha exhumado una rúbrica que en los años veinte se utilizó con finalidad bien distinta, pues si Berdiaeff en 1927 vislumbraba un nuevo espiritualismo, hoy se evoca sobre todo la fragmentación.

[18] Enrique ZULETA, «Razón y comunidad. Notas desde una lectura actual de Aristóteles», Persona y Derecho (Pamplona), núm. 10 (1983), págs. 135 y sigs.

[19] ARISTÓTELES, Política, I, 1, 1253a.

[20] IDEM, Ética a Nicómaco, VII, 1152b. Todo el libro I de la Ética a Nicómaco y de la Metafísica giran en torno a esa idea.

[21] Véase Danilo CASTELLANO, «De la comunidad al comunitarismo», Verbo (Madrid), núm. 465-466 (2008), págs. 489 y sigs., a quien sigo en este trecho.

[22] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, I, 1094b.

[23] Danilo CASTELLANO, L’ordine della política, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1997, pág. 34.

[24] IDEM, «De la comunidad al comunitarismo», loc. cit., pág. 494.

[25] ARISTÓTELES, Política, VII, 1323 a-b.

[26] Danilo CASTELLANO, loc. ult. cit., pág. 494.

[27] Salvador MINGUIJÓN, Los intelectuales ante la ciencia y la sociedad, Madrid, Real Academia de Ciencias morales y Políticas, 1941, pág. 97. Cfr., para su explicación, mi libro Koinós, Madrid, Speiro, 1998. Ahí explico que la característica diferencial del tradicionalismo español respecto de otros ha sido su pureza doctrinal (ya que la tradición filosófica tomista nunca se perdió en la península ibérica) y su encarnación existencial (en buena medida a causa del empeño aglutinado por una dinastía a través del llamado «carlismo»). Piénsese, por contraste, en el francés –por no salir del ámbito latino– que vino tarado por el absolutismo; pero en otro orden la comparación vale también para el inglés, donde queda reducido a conservatismo, de resultas de que la revolución suavemente se hizo orgánica, o el alemán, tan vinculado al romanticismo, y aun el polaco, inescindible del nacionalismo.

[28] Miguel AYUSO, La constitución cristiana de los Estados, Barcelona, Scire, 2008, presentación. Y más extensamente en mi artículo «Transmisión, inculturación y tradición», Verbo (Madrid), núm. 453-454 (2007), págs. 265 y sigs.

[29] También aquí puedo remitir a los desarrollos que he dejado, sobre todo en clave política, desde el decenio de los ochenta del siglo pasado, organizados a partir de mi libro ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo, Madrid, Speiro, 1996.

[30] José Antonio ULLATE, «Los cuatro problemas de los cuatro valores», Verbo (Madrid), núm. 495-496 (2011).

[31] Francesco GENTILE, Intelligenza politica e ragion di Stato, Milán, Giuffré, 1983, págs. 17 y sigs. y 127 y sigs. Ha abordado muy agudamente la concepción y las consecuencias de «la política como inconveniente».

[32] José Antonio ULLATE, loc. cit.