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Número 521-522

Serie LII

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Francisco y la laicidad. Un primer apunte

 

1. Importancia de este asunto

La revista Verbo y sus amigos han constituido desde su nacimiento, hace más de cincuenta años, un arsenal de primera magnitud de ideas, documentos y estudios relacionados con la filosofía política y la doctrina social católica. Correlativamente han ido recogiendo crónicas de los principales sucesos religiosos culturales y políticos de los mismos días hasta llegar a ser por su extensión y calidad una fuente histórica de primer orden. Seríamos infieles a esta vocación, que continúa, si no registráramos en la colección de la revista la gran impresión que han producido en buen número de católicos españoles y extranjeros unos párrafos del discurso pronunciado por Su Santidad el Papa Francisco ante la clase dirigente del Brasil, reunida en Río de Janeiro el día 27 de julio de 2013 con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud. Son una pieza importante de las relaciones Iglesia-Estado. Un tema ineludible que traerá cola. Un filósofo español decía que al cabo de un rato de conversación sobre cualquier tema nunca falta alguien que advierta como un serviola: «¡Dios a la vista!». Algo parecido podríamos decir de las relaciones Iglesia-Estado.

 

2. Lo que ha dicho el Papa Francisco

Empezaremos por la buena costumbre de precisar los términos a los que nos vamos a referir. He aquí lo que dijo: «Considero también fundamental en este diálogo, la contribución de las grandes tradiciones religiosas, que desempeñan un papel fecundo de fermento en la vida social y de animación de la democracia. La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia de la dimensión religiosa en la sociedad, favoreciendo sus expresiones más concretas». Y más adelante leemos: «Hoy, o se apuesta por el diálogo, o se apuesta por la cultura del encuentro, o todos perdemos, todos perdemos».

Son tres, pues, las cuestiones abordadas, a saber:

– El reconocimiento de la existencia legal de las religiones falsas, para las cuales emplea la denominación propia de los antropólogos ateos de «tradiciones religiosas» y para las que amplía los beneficios de la Declaración conciliar sobre libertad religiosa.

– La laicidad del Estado, que se podrá indagar si es buena o mala, pero que es divergente evidentemente del magisterio eclesiástico de otros tiempos.

– Y la sobrevaloración del diálogo en la búsqueda de la verdad. Cuando el Concilio, el cardenal francés Duval (no confundir con el argelino de igual apellido) escribió uno opúsculo sobre La oración en el que criticaba la sobre valoración del diálogo hegeliano, que desplazaba el interés por la aportación de la oración y la contemplación al conocimiento de la realidad. La alusión a un factor religioso único y superior, que luego descendería a diversas manifestaciones concretas, que son las religiones falsas actuales, recuerda la creencia en una Tradición primordial única y primitiva del comienzo de la Hunanidad, que habría que reconstruir buscando factores comunes supervivientes a su pérdida en las religiones actuales. Teoría que es nuclear en el pensamiento de gnósticos, masones y teósofos.

 

3. Comentarios no escritos a este texto

Llama la atención la desproporción entre la importancia de este texto y la escasez de comentarios escritos que en una primera y temprana fase ha suscitado. La pausa del verano ha podido contribuir a este silencio, pero no tanto como quieren hacer ver los partidarios del disimulo. Veremos qué comentarios va suscitando en las batallas políticas en que se aduzca. Muchas publicaciones y escritores de los que esperábamos comentarios han guardado silencio, probablemente por una disparidad de los sentimientos de su fuero interno y el sentido de lo que se les hubiera exigido escribir. El silencio puede ser en algunos casos una forma indirecta de comentario.

Apuntaremos los comentarios y observaciones hechos directa y verbalmente, a pie de calle, de forma tan informal que recuerda cierta clandestinidad.

Un primer descubrimiento interesante es que muchos católicos «practicantes» no han leído ni piensan leer el texto pontificio. No les interesa nada. Lo mismo descubrimos en más de un sacerdote y esto es más grave. Aunque hay que descontar aquí los que lo conocen pero lo niegan, para escabullirse del compromiso de declarar que no les gusta. Otros dicen que sí, que conocen el texto, y tratan de justificarlo, pero pecan de mentirosos porque en el fondo de su alma les parece mal.

El tono general de los comentarios verbales, sinceros y espontáneos, ha sido de sorpresa y estupor, seguido de apatía e indignación. El católico seglar de clase y cultura medias (y de una cierta edad) ha reaccionado ante la noticia con indignación, más bien intuitiva y apriorística, y ha apreciado en el texto una contradicción con todo lo que durante mucho tiempo le habían enseñado acerca de la libertad y exaltación de la Santa Madre Iglesia, citada en las oraciones leoninas del fin de la Misa. Contradicción también con todo lo vivido en el periodo que siguió a nuestra guerra. No son teólogos ni filósofos preparados para profundas exégesis, pero poseen cierta cultura histórica que tiene su puesto en cualquier asunto. La crisis de la Iglesia les viene a borbotones. Los más cultos, sobre todo tradicionalistas, recuerdan el efecto que causó en las filas católicas españolas de mediados del siglo XIX que el papa Pío IX le concediera la Rosa de Oro a Isabel II y que después, cuando la tercera guerra carlista, que él había fomentado bajo cuerda como reacción a las impiedades de la Gloriosa Revolución, empezara a mostrarse adverso a Don Carlos VII, enviando un nuncio a la zona liberal. Agravios a los que siguieron los de León XIII, el asunto de la Acción Francesa, el de los cristeros mejicanos e incluso el de nuestra II República.

Los excombatientes de la Cruzada que viven, y sus admiradores, reaccionan diciendo que los que murieron «por Dios y por España», o los que arrostraron grandes sacrificios, no lo hicieron por el Estado laico sino por el católico. Las alusiones favorables a la laicidad, por tanto, han producido una división entre los seguidores del viejo lema «DiosPatria-Rey». Unos han reaccionado con la declaración a que luego nos referimos, en el sentido de que «Dios» debe seguir entendiéndose como siempre, mientras que otros exégetas, los «neocarlolaicistas», replican de forma misteriosa e incomprensible que es compatible y subordinada a la laicidad. Algunos encuestados, parecidos a los que se evaden, disienten claramente del laicismo en su fuero interno, pero –más amigos de Platón que de la Verdad– quieren arreglar las cosas diciendo que es que no lo hemos entendido bien. Ya conocimos esta estratagema cuando el Concilio. Al escándalo de la libertad religiosa respondían que no lo habíamos entendido. Lo cual, además de ser mentira, era una agresión a la buena fama de nuestras facultades mentales, que entiendo exigen moralmente una reparación que explique que no somos del todo tontos. Hay un su grupo de piadosos empeñados en mentir, que dicen que los que rechazamos el laicismo no captamos la diferencia existente entre laicismo y laicidad, separación Iglesia-Estado, laicidad positiva, etc. Estamos ante un enjambre de mentiras pecaminosas muy propias de la manipulación del lenguaje al servicio de la guerra psicológica.

Muchos católicos pierden la fuerza por la boca. En seguida se aprecia una desproporción entre el rechazo que íntimamente tienen al texto de Río y acciones concretas. Por ejemplo, no canalizan sus sentimientos hacia los párrocos y los obispos. Las señales de malestar que han llegado a éstos son escasas y no reflejan, ni de lejos, la realidad. ¿Por qué? Esta pregunta merecería un estudio aparte. Pero para empezar, porque no tienen confianza en que ni los sacerdotes ni los obispos resuelvan las cuestiones. Por lo menos hasta que la Conferencia Episcopal se pronuncie públicamente al respecto. Lo que es imprescindible antes de un hipotético viaje del Papa a España. Esto no se puede arreglar con unos juegos florales o un «¡Viva Cartagena!». Que nadie cometa el error de cálculo de creer que no hay un grupo católico «íntegro» y que se va a callar. Tiene el fideicomiso de miles y miles de católicos españoles que han sufrido lo indecible por la confesionalidad católica del Estado y contra la laicidad y las sectas. Están heridos y esas heridas no se pueden cicatrizar en falso.

Han sido excepciones en este clamoroso silenció la Declaración de la Secretaria Política de S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón, de fecha 2 de agosto de 2013, y el artículo del profesor José Miguel Gambra, Jefe Delegado de la Comunión Tradicionalista, que se reproducen al final de estas páginas.

El impacto de las palabras del Papa en Río de Janeiro ha removido muchas cosas. Muchos amigos extienden la conversación inicial a recordar la crisis periconciliar, con los mismos días de desorientación y amargura que ahora. Es evidente que después del Concilio España se ha descristianizado, especialmente en los decenios de los años ochenta y noventa, durante el pontificado de Juan Pablo II, que va a ser sin embargo canonizado pronto. ¿Cuáles han sido los frutos del Concilio en España y especialmente los de la libertad religiosa? Claro está que en estas materias las relaciones de causalidad son difíciles de establecer, pero algo diremos a continuación. De las observaciones de este epígrafe sobrenadan dos cuestiones, una la de la continuidad o inflexión del magisterio en estas materias y, otra, la de la necesidad de revisar la devoción al Papa.

 

4. ¿Continuidad o inflexión en el magisterio?

Pregunta importante que suscita a su vez otras. Unos, cada vez menos, tienden a minimizar la trascendencia de aquellas palabras del Papa. Son –dicen– un hecho aislado, al que no hay que dar excesiva importancia. No pasa nada, aseguran. No afectan a la continuidad del magisterio eclesiástico. Por nuestra parte, dudamos de la sinceridad y convicción de quienes así se expresan. Esa manera de ver las cosas coincide con temperamentos pacíficos, perezosos y despreocupados, que no quieren líos. Confunden creer con amar.

Hay también quienes, en número creciente, quieren quitar presión a nuestro abordaje de otra manera. Rechazan el asombro y la indignación de algunos porque estarían según ellos injustificados. Nos recuerdan que hay otros muchos precedentes de secularización y desacralización de la propia Iglesia, con la aceptación de la «laicidad positiva» por Benedicto XVI en El Eliseo el 13 de septiembre de 2008. ¿A qué viene este escándalo ahora y no antes? Creen, y no les falta razón, que estamos ante un hecho que no es aislado, sino que forma parte de un proceso profundo y largo. Además del discurso citado de Benedicto XVI aducen la paradoja increíble de la presión del papa Pablo VI sobre Adolfo Suárez y la simultánea del secretario de Estado, el cardenal Casaroli, sobre el séquito del presidente del Gobierno, ambas en el sentido de suprimir escrúpulos a la apostasía de la Constitución que se preparaba en aquel momento y se consumó ya con Juan Pablo II y su bendición. Se dice que en principio la inflexión, si es que existe, no es necesariamente mala. Depende de en qué sentido. Al cardenal Rouco se le escapó una vez, y ha quedado escrito, que se produjo una inflexión. Francisco, en sus discursos de Río de Janeiro, ha dicho repetidamente que estamos entrando en una nueva época. Nótese con qué afortunada cautela ha evitado usar el término de «nueva era». En este caso, ¿qué pensar del Concilio Vaticano II?

 

5. La devoción al Papa

La revisión de las distintas formas de devoción al Santo Padre ya se planteó con fuerza en la crisis periconciliar. Es uno de los términos que, por estar presente también en la crisis del postfilolaicismo de Río de Janeiro, hace semejantes a las dos crisis, tan próximas.

Cuando llegó inesperadamente la noticia de la convocatoria del Concilio Vaticano II, el autor de estas líneas trataba de cerca a varios obispos. A todos oí exclamar: «¡Nosotros, con el Papa!». «¡España por el Papa!». Con estas exclamaciones jubilosas y la reiteración de su incondicionalidad a todo lo que dijera el Papa, justificaron su pereza y su poca afición al estudio, precisamente en el mismo momento en que el Papa suspendía, y por su propia iniciativa, su magisterio para oír a los padres conciliares. No pensaron así los obispos centroeuropeos, con alguna raíz en el pensamiento protestante, que bastante mejor preparados y pertrechados se comieron a los españoles en el Concilio. Por esto me han hecho cierta gracia las palabras del Papa en Río de Janeiro, cuando dijo con ironía al censurar el clericalismo que muchos laicos se dejan clericalizar porque les resulta mucho más cómodo que asumir directamente sus trabajos propios. Había una excepción importante en el ambiente de exagerada devoción al Papa en los aledaños del Concilio. Se daba en una pequeña minoría de viejos luchadores tradicionalistas que recordaban un episodio del desencuentro con el papa León XIII. Este dijo a unos peregrinos españoles, recién derrotados con las armas en la tercera guerra carlista, que puesto que la Reina Regente María Cristina de Habsburgo estaba adornada de las más altas virtudes cristianas, debían plegarse políticamente a sus filas. Recordaban el estupor que estas palabras produjeron en las filas carlistas y que de éstas salió una negativa apoyada en la ironía de decir que lo harían cuando el Papa reconociera a la Casa de Saboya.

En los pontificados de San Pío X y Pío XI la devoción al Papa caló en los católicos españoles de base, de ideas elementales y poco rigurosas. Las reticencias dichas, acantonadas en algunos dirigentes tradicionalistas, no llegaban hasta ellas.

Cuando las noticias de Roma avanzaban hasta alcanzar la inclusión en la agenda del Concilio de una ponencia sobre la libertad de cultos, aquella devoción popular exagerada al Papa entró en una crisis indisimulable. Se entendía que la libertad religiosa contradecía la doctrina contra la libertad de cultos, sostenida en cien batallas, algunas cruentas.

Algunos querían enfriar los ánimos con mentiras piadosas de que aquello no era sino una continuidad del pensamiento de siempre y ésto, que parecía mentira, irritaba más los ánimos. Lo mismo ha venido sucediendo después cuando algunos niegan que estemos ante un proceso y no ante hechos sueltos. Algunos dirigentes carlistas, en vanguardia de la reacción popular contra la libertad de cultos, contra la que apenas anunciada se habían manifestado en un escrito, pidieron al famoso jesuita el padre Eustaquio Guerrero un dictamen acerca de la obediencia al Papa. Lo hizo después de no pocas resistencias y en él ponía límites a la incondicionalidad vigente en el pueblo llano.

Contribuyeron a enfriar los entusiasmos de los «más papistas que el Papa» las visitas que hicieron a Madrid dos franceses, el abate Georges de Nantes y el arzobispo Marcel Lefebvre, que con sus reticencias públicamente manifestadas terminaron con la descendente devoción al Papa. Sus alocuciones levantaron grandes ovaciones en el público español, que con ellas confirmó el antiguo refrán de que «los aplausos en política son siempre contra alguien». En este caso contra la Santa Sede.

La devoción al Papa quedó muy seriamente tocada con el rechazo de algunas proposiciones atribuidas al Concilio. El hecho es que, desde entonces, el forcejeo entre los que exageran la incondicionalidad, a nivel popular, y los que quieren encauzar las relaciones con el Papa dentro de ciertos límites puestos por la propia doctrina católica, continúa teniendo sus expresión más visible en el juramento de defender la unidad católica de España, celebrado en el Monasterio de la Oliva por los Jefes de Requetés en julio de 1964, renovado en las Clarisas de Olite –por no haberlo permitido los cistercienses de La Oliva– hace años, así como de otro modo en las jornadas anuales convocadas por la Unión Seglar de San Francisco Javier de Navarra.

Existen en varios grupos disidentes de la incondicionalidad el deseo de que se escriba un catecismo claro y preciso sobre cómo ha de ser la nueva devoción al Papa después de las contradicciones de Río de Janeiro.

 

6. Una futura misión gloriosa para España

Se ha dicho muchas veces, porque es verdad, que España, aunque ahora temporalmente enferma, es el último rescoldo de la Cristiandad. Es decir, una gran y real construcción política nacional e internacional basada esencialmente en la Revelación y en la doctrina social de la Iglesia. Suele acompañar a esa afirmación el deseo de avivar tal rescoldo y de que inicie una aportación operativa sustancial e importante a la reconstrucción de la Cristiandad. En esa empresa una primera batalla es destruir la barrera fortificada formada por el ateísmo y el liberalismo en todas sus maliciosas denominaciones. La laicidad ha rebrotado von fuerza innegable en el discurso del Papa Francisco de 27 de julio de 2013, pero dentro de unas formas y condiciones que permiten disentir desde la más pura ortodoxia católica dentro de la cual pedimos vivir y morir.

Aun sin un respaldo infalible de la cátedra de Pedro y, por otra parte, sin su explícita censura, podemos hacer muchas cosas buenas. Sin embargo, necesitamos que la Santa Sede clarifique, para nosotros, públicamente, los objetos y límites de sus competencias.

Hay muchos católicos dispersos por todo el mundo que esperan mucho del catolicismo de y en España. Pero a veces les hacemos sufrir desengaños dolorosos. Recuerdo de cuando la guerra por la independencia de Argelia a unos jefes militares franceses que nos preguntaban: «¿Qué hace hoy en día la católica España frente al islam?». Nos poníamos colorados. Ante nuevos posibles desengaños por nuestra conducta, ahora ante el ateísmo y la laicidad, empecemos a movilizarnos en la propagación de las doctrinas católicas de la soberanía social de Nuestro Señor Jesucristo que desplace la actual confesionalidad atea y liberal de los Estados y las organizaciones supranacionales.

España, que fue cabeza de la contrarreforma en los siglos XVI y XVII, volverá a serlo gracias a nosotros en la nueva época que anuncia Francisco.

 

7. Anejo: dos documentos

Declaración de la Secretaría Política de S. A. R. Don Sixto Enrique de Borbón

«El Papa Francisco, el pasado 27 de julio, ante la clase política del Brasil, se refería a “la contribución de las tradiciones religiosas, que desempeñan un papel fecundo de fermento en la vida social y de animación de la democracia”, así como destacaba que “la convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad, favoreciendo sus expresiones concretas”. Es difícil, en tan pocas líneas, levantar tantos temas trascendentes y con tan poco cuidado: la reducción de la religión a factor de animación de la democracia, la equiparación de la religión católica con las infidelidades y la afirmación sin discernimiento de la laicidad del Estado. Cierto es que ninguna de esas tesis es nueva, pues podrían documentarse sin dificultad en textos de sus inmediatos predecesores. Llama la atención, eso sí, la desenvoltura con que se expresan.

La Comunión Tradicionalista tiene como primer fundamento inmutable de la legitimidad española, expresado entre tantas otras veces por el Rey Don Alfonso Carlos, “la Religión Católica, Apostólica y Romana con la unidad y consecuencias jurídicas con que fue servida y amada tradicionalmente en nuestros Reinos”. Tal sometimiento de la potestad gubernativa a la ley moral natural que la Iglesia custodia no procede, en cambio, del propio Carlismo, sino que es sencilla expresión de lo que la Iglesia siempre ha enseñado. La reiteración de doctrinas contrarias a este magisterio secular durante los últimos decenios, más aún cuando se propalan desde las máximas instancias de la Jerarquía, dificultan o impiden la acción de los católicos para que Cristo reine. Ante lo que la Comunión Tradicionalista no puede callar».

Madrid, 2 de agosto de 2013

 

Comentario del Jefe Delegado de la Comunión Tradicionalista, profesor José Miguel Gambra

«A propósito de unas palabras pronunciadas por el Papa Francisco el 27 de julio, en Brasil, la Comunión Tradicionalista hizo el 2 de agosto una breve declaración, cuyo contenido merece, a mi entender, una exposición algo más detallada.

Las frases del Papa Francisco decían lo siguiente:

“Es fundamental la contribución de las grandes tradiciones religiosas, que desempeñan un papel fecundo de fermento en la vida social y de animación de la democracia.

La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad, favoreciendo sus expresiones concretas”.

Tomadas según suenan, estas palabras constituyen un espaldarazo especialmente nítido y carente de matices al régimen democrático y a la laicidad del Estado. Contienen, además, una explícita reducción de cualquier religión a un “factor religioso”, natural y común, y una implícita equiparación de la religión católica, única verdadera, con las restantes confesiones. Confesiones que sólo metafóricamente se llaman religiones, porque en realidad son formas diversas de lo que propiamente llamaba Santo Tomás infidelidades, es decir, herejías, cismas, idolatrías o cultos paganos, que indignamente remedan el sagrado vínculo de la religión.

No compete a la Secretaría Política de S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón o a la Jefatura Delegada de la Comunión Tradicionalista dilucidar si en éste y en similares textos eclesiásticos hay salvedad intencional, atenuación contextual o distingo lingüístico que permita interpretarlos de manera diferente a lo que literalmente dan a entender. Tampoco pretende declarar las causas de la inexplicable confusión que hoy sufre el catolicismo, ni se mete a hacer conjeturas sobre la economía de la salvación o a extraer conclusiones ajenas por completo a su posible jurisdicción. Pero, como grupo que se precia, ante todo, de seguir fielmente la doctrina de la Iglesia Católica, la Comunión Tradicionalista se ha visto en la obligación de renovar la perentoria llamada de atención que ya hiciera en 1963, cuando volvía a subir la marea del modernismo social:

“La Comunión Tradicionalista levanta a todos los vientos, con un grito de alerta, su proclama de la unidad católica al servicio de la Iglesia y de la Patria, y llama a todos los españoles a defender (…) 1) la Soberanía social de N. Señor Jesucristo, 2) la religión Católica, única verdadera, es la oficial de España, 3) la unidad católica es la base de la unidad nacional”[1].

Con este toque a rebato, la Comunión recordó, a una sociedad adormilada por la victoria, algo que la dinastía legítima siempre mantuvo cuando estaba en pie de guerra. El Rey Carlos V tenía por “deber tan grato como sagrado el proteger y promover la religión santa de nuestros padres”[2]. Carlos VII juró “que nos sacrificaríamos todos sin descanso por el triunfo de Cristo en el mundo, por la Unidad Católica”[3]. Más solemnemente, la Princesa de Beira declaró en su carta al Infante D. Juan (1861) que “las leyes fundamentales de la Monarquía española obligan al Rey a jurar que profesará y observará y hará que profese y observe, la religión Católica, Apostólica y Romana, en toda la Monarquía, con exclusión de todo otro culto o de cualquier otra doctrina”.

Y en 1936, con el laconismo que la circunstancia requería, el Rey Alfonso Carlos I condensó esta fervorosa defensa de la unidad católica poniendo “la Religión Católica, Apostólica y Romana con la unidad y consecuencias jurídicas con que fue servida y amada tradicionalmente en nuestros Reinos” como primer fundamento inmutable de la legitimidad española[4]. No hacía falta decir más. Porque por entonces bastaba con que alguien se declarase católico, para que se diera por sentado que era defensor de la unidad católica, de la obligación que todo gobernante tiene de dar culto público a Cristo y de someterse a la ley moral natural que la Iglesia custodia, y que rechazaba la libertad religiosa. Tales doctrinas no procedían de algún sistema filosófico o político peculiar del carlismo, sino que eran sencilla expresión de lo que siempre ha enseñado la Iglesia Católica. Pues desde los tiempos de San Gelasio, Bonifacio VIII o Gregorio VII hasta los pontífices del siglo XIX y primera parte del XX, los papas siempre defendieron la suprema potestad de la Iglesia, unas veces contra quienes querían usurpar su poder, como hicieron los monarcas absolutos, y –otras– contra los que tratan de menospreciarlo y arrinconarlo, como viene haciendo invariablemente la democracia liberal. Y, en esa defensa, la Iglesia, poniendo todo el peso de su autoridad en la empresa, hizo caer las más terribles condenas sobre sus enemigos.

Pío XI, por ejemplo, declaró la encíclica Quas Primas: “Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos”.

Si conviene recordar estas palabras sobre el laicismo y los supuestos beneficios de que el Estado no asuma ninguna posición confesional, no menos necesario es traer a colación lo que Pío X dijo a propósito de nuestra sagrada religión, convertida en expresión concreta del factor religioso. Ese santo Papa, tras condenar en la Pascendi la doctrina modernista según la cual “el sentimiento religioso (…) es el germen de toda religión”, incluso de la católica que “queda al nivel de las demás en todo”, lanzó sobre dicha doctrina estas palabras terribles: “¡Estupor causa oír tan gran atrevimiento en hacer tales afirmaciones, tamaña blasfemia! ¡Y, sin embargo, venerables hermanos, no son los incrédulos sólo los que tan atrevidamente hablan así; católicos hay, más aún, muchos entre los sacerdotes, que claramente publican tales cosas y tales delirios presumen restaurar la Iglesia! No se trata ya del antiguo error que ponía en la naturaleza humana cierto derecho al orden sobrenatural. Se ha ido mucho más adelante, a saber: hasta afirmar que nuestra santísima religión, lo mismo en Cristo que en nosotros, es un fruto propio y espontáneo de la naturaleza. Nada, en verdad, más propio para destruir todo el orden sobrenatural”.

Fácil cosa sería multiplicar las citas[5], pero bastan las mencionadas para mostrar cuán bien fundada en el magisterio eclesiástico estaba la doctrina sostenida por el carlismo. Por eso, la Comunión Tradicionalista, completamente segura de que “Dios no se muda” y confortada por las palabras del Papa San Simplicio: “Lo que por manos apostólicas, con asentimiento de la Iglesia universal, mereció ser cortado al filo de la navaja evangélica no puede cobrar vigor para renacer”[6], o por aquellas otras, según las cuales “no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina”[7], ha querido hoy reafirmar su fe en la única religión verdadera, la defensa que siempre hizo del culto público y del sometimiento del Estado al orden moral y su ardiente deseo de restablecer en nuestra Patria la unidad católica que le dio su grandeza. Lo ha hecho con el mismo énfasis que puso Manuel Fal Conde cuando, en 1950, dijo: “la Unidad Católica es un derecho irrenunciable de la Comunión Tradicionalista” , pues es “el mayor bien y la mayor gloria de España, don preciosísimo, más precioso que la misma independencia nacional”[8] y ha animado a todo carlista, y a todo católico, a seguir ese ejemplo».

 

[1] Junta Nacional de la Comunión Tradicionalista, 1963 (Manuel de SANTA CRUZ, Apuntes y documentos para la historia del tradicionalismo español. 1939-1966, t. 25, pág. 204).

[2] Manifiesto a navarros y vascongados, 1836.

[3] Carta al Marqués de Cerralbo, 1895.

[4] Real Decreto de 23 de enero de 1936.

[5] PÍO IX, Quanta Cura, n. 3; LEÓN XIII, Immortale Dei, n. 5; etc.

[6] Denz. n. 160.

[7] Concilio Vaticano I, Denz. n. 1836.

[8] Manuel de SANTA CRUZ, op. cit., t. 12, pág. 10.