Índice de contenidos

Número 521-522

Serie LII

Volver
  • Índice

De las nuevas teologías políticas a la objeción de conciencia

CUADERNO: RELIGIÓN Y COMUNIDAD

 

«(según Kant) El Estado y el derecho –sociedad civil en su perspectiva jurídica–, no son sino el medio, el instrumento, el útil de que la especie humana se vale para poder transitar hacia su perfección moral a través de la cultura y de la educación. Por esto y sólo por ello se justifica el discurso jurídico»[1].

(Raúl Hernández Vega)

1. Premisas

Para abordar una primera aproximación a la compleja realidad –y por lo mismo difícilmente «comprensible» como conjunto– que algunos han dado en denominar «nueva teología política» (o «nuevas teologías políticas»[2], acentuando el carácter heterogéneo de las corrientes que la integran y también «teologías políticas contemporáneas»[3]) conviene remontarse a las diversas etapas de la inteligencia del «hecho político» en la modernidad más reciente.

Kant establece una distinción y una cierta oposición entre el estado natural y el estado civil (o sociedad civil), en función de que en el primer estado no existen relaciones de justicia distributiva y en el segundo sí: el hombre en «estado natural» está obligado por una ley a priori a entrar en el «estado civil»: «Tú debes, juntamente con los demás, en relación a la coexistencia, salir del estado natural para entrar en un estado de derecho, es decir, estado de justicia distributiva» (ibid., pág. 1 7 , cfr. Kant, Metafísica de las costumbres). Kant omite propiamente el aspecto fundante de la justicia específicamente política. En Hegel ese presupuesto kantiano se traduce ya en una distinción que hoy nos es más familiar: la establecida entre sociedad civil y Estado, pero en el sentido de dos realidades marcadas por una relación entre ellas de potencialidad o de transición: la sociedad civil es la materia del Estado, que es su perfección. La modernidad ha ido hipostatizando y separando progresivamente cada vez más los conceptos de sociedad civil y de Estado, por lo que ya no guardan entre sí una relación de potencia a acto, sino que ambas realidades tendrían naturalezas y fines diferentes: existencias, naturalezas y fines superpuestos y coexistentes. Se establecen, pues, dos ámbitos de relaciones sociales: los prepolíticos y los políticos, pero el ámbito de lo prepolítico no está ya integrado por unas disposiciones remotas para la política (idea de la Ilustración y del idealismo), sino cada uno de estos ámbitos está constituido por fines diversos, no directamente jerarquizados entre sí. El «espesor político» de la «prepolitica» vendría marcado por la coincidencia material o más bien por la yuxtaposición de sociedad civil y Estado, y por los consecuentes puntos «de contacto» o influencias del uno sobre el otro. A pesar de la importancia y la influencia de autores como Gramsci, quien establece una distinción entre sociedad civil y sociedad política, ambas configuradoras del Estado, la idea dominante en la modernidad más reciente o post-modernidad es la de la escisión formal entre sociedad civil y sociedad política (aquí genéricamente identificada con Estado), y la mera yuxtaposición física o coincidencia material.

Estamos, pues, en unos presupuestos completamente distintos a los de la vieja doctrina política de matriz aristotélica elaborada por la escolástica tomista. Se sigue afirmando que el hombre es «político» por naturaleza, pero eso ya no significa concretamente la primacía de naturaleza de un bien común intrahistórico sobre los bienes particulares, sino meramente el necesario –fatídico– abocamiento a la vida en común, de origen roussoniano y por lo mismo concebido como un «fruto del pecado».

 

2. «Viejas» y «nuevas» «teologías políticas»

En el ámbito del pensamiento católico, las relaciones entre el mensaje evangélico y las formas de organización política han sido objeto de reflexión desde muchas perspectivas formales. Disciplinas como la eclesiología, la teología moral, y la antropología teológica han abordado la conexión de lo sobrenatural y lo natural en el terreno de la vida política. En concreto, a partir del siglo XIX, surge una disciplina que, sin innovar planteamientos tradicionales en este terreno, adopta una perspectiva unitaria, más o menos en dependencia de la Teología moral. Se trata de la llamada Doctrina Social de la Iglesia (D.S.I.). De un modo simplificador, podemos considerar que la D.S.I. es el referente «dialéctico», aunque innominado, respecto del cual se conciben las denominadas «nuevas teologías políticas», se entiende que católicas (aunque por una transversal concepción «ecuménica», se deberían decir más adecuadamente «cristianas»).

El hecho de que pueda concebirse como «nueva» una teología o que pueda pensarse en una «nueva» forma de teología es, en sí mismo, suficientemente problemático (pues conlleva una radicalmente diferente concepción de la Teología, en cuanto admite la posibilidad de que una modificación del enfoque «teológico» pueda hipotéticamente significar una concepción distinta del objeto material sobre el que reflexiona). Lo mismo cabría decir de la pretensión de que la auténtica reflexión teológica sobre la política arranca con estas «teologías políticas».

En cualquier caso, quien le asigna el epíteto «nueva» sugiere necesariamente la existencia de una «vieja teología», de la que se separa y que no puede ser otra que la que se fundamenta en los textos magisteriales, desde Pío IX a Pío XII. Problema aparte es el de la paupérrima tematización que por lo general realizan los exponentes de esta «nueva teología política» de ese referente implícito que pretenden superar. El hecho de que ese referente dialéctico se sustentara sobre la base de documentos del Magisterio pontificio, disuade generalmente a los expositores de las nuevas teologías de afrontar una rigurosa pars destruens (que les llevaría a derroteros indeseables) y, por lo mismo, suelen adoptar la convención de que la fuerza de la historia ha modificado el escenario político de tal manera que los viejos planteamientos no requieren ya una refutación, sino la mera constatación de su anacronismo.

Se da por sentado que «hace falta» una nueva reflexión, audazmente denominada «teológica» (más por la temática que por la forma) sobre la política y el Evangelio. Esta falta de una suficiente justificación frente a la «vieja teología» se echa tanto más en falta en cuanto que otras teorías –como la casi hegemónica, en el inmediato post-Vaticano II, de John Courtney Murray[4], dilatada en la actualidad en el mundo neo-conservador de matriz norteamericana–, sí que son objeto de detalladas refutaciones por parte de los «neoteólogos» de la política. En tal sentido parece oportuno recuperar el lúcido diagnóstico de Jean Madiran en La herejía del siglo XX[5], donde expone el secular desconocimiento de la envergadura y la profundidad de la doctrina política de la Iglesia, algo que afectaba desde hacía más de un siglo al episcopado francés (por extensión, a casi todo el episcopado universal) y, necesariamente, a los seglares y en particular a aquellos comprometidos en política. Trágico malentendido (o no tanto, pues para evitarse el trabajoso esfuerzo de repensar la modernidad y la postmodernidad a la luz de los viejos criterios realistas, resulta extrañamente conveniente este desconocimiento) que permite la inusitada pretensión de elaborar ex novo una nueva teología de lo político, como si 2.000 años de cristianismo no hubieran transmitido inalterables guías en este terreno.

 

3. Un caso representativo: William Cavanaugh

De entre la constelación emergente que da cuerpo a la «nueva teología política», uno de los representantes más destacados es el investigador del suficientemente elocuente Center for World Catholicism and Intercultural Theology, así como profesor de Catholic Studies, en la Universidad DePaul, en Minnesota, William T. Cavanaugh. Como es habitual en los «neoteólogos» políticos, los términos clásicos que comparecen en su reflexión han sido completamente refundados y se les otorga un sentido completamente diferente al clásico, lo cual hace muy difícil una auténtica comprensión de sus textos, siempre un tanto «poéticos». Como he notado más arriba, es una señal típica de esta Ortodoxia radical la de hacer tabla rasa del pasado conceptual, la de comenzar «de cero» la reflexión política, prescindiendo incluso de las convenciones recibidas en cuanto a la terminología más elemental. Así, Cavanaugh, realiza un ataque, por lo demás, cargado de intuiciones certeras, contra el moderno Estadonación. Para él, la «pluralidad de fines» es fundamental para una verdadera politicidad, con lo cual no se refiere a fines que puedan coordinarse entre sí por vía de subordinación, sino a auténticas finalidades paralelas, incurriendo en abierta contradicción con las doctrina política aristotélica, tomista y magisterial. Con semejante punto de partida, realiza un ataque contra lo que denomina «Estado-nación» que, sin embargo, se vuelve también impugnación de la comunidad política como un espacio que recibe su unidad por el fin compartido, es decir, impugna la doctrina tradicional política[6]. Poniendo el ejemplo un autor de la corriente llamada «pluralista», de comienzos del siglo XX –John Neville Figgis–, Cavanaugh admite que «ninguna entidad individual puede llamarse sociedad. El Estado debiera ser una communitas communitatum»[7]. Pero una vez más, las palabras aquí pueden inducir a error, pues las comunidades que según Figgis y Cavanaugh deben agruparse en un solo Estado (o Comunidad política en términos más clásicos) no encuentran en él una finalización, sino que en cuanto realidades temporales son fines últimos en sí mismas y deberían coordinarse materialmente en un Estado mínimo cuya única relevancia en orden al bien común sería facilitar, subvenir policialmente los fines de esas comunidades. «Para Figgis –señala Cavanaugh– el bien común sólo es promovido por comunidades de gente unida por un fin permanente. Tales comunidades tienen una personalidad corporativa que es independiente de su reconocimiento por parte del Estado. Son públicas por derecho propio»[8].

Es interesante que Cavanaugh rechace, por ingenua, la visión política de John Courtney Murray: «Según Murray –dice– el Estado es una creación de la sociedad civil y su razón de ser es servir a aquella. El Estado posee el poder coercitivo necesario para mantener la paz y el orden, pero la verdadera vida de un orden social tiene lugar en la sociedad civil, ámbito de la libertad extraño a las competencias del Estado[9]. […] El Estado liberal no persigue el bien, sino que más bien garantiza la paz entre las diversas concepciones del bien[10]». Cavanaugh concluye que «esta visión del Estado traza un cuadro atractivamente equilibrado, pero lamentablemente guarda muy poca relación con los estudios empíricos relativos a cómo les ha ido a las asociaciones intermedias bajo el gobierno del Estado. El auge del Estado es la historia de la atrofia de tales asociaciones»[11]. Cavanaugh considera que el Estado, por su naturaleza, es una amenaza para la consecución del bien común, que –al igual que piensa Murray– corresponde a las «asociaciones intermedias».

El reclamo de Cavanaugh sobre las sociedades intermedias –que no escamotea incluso una vaga referencia a la Rerum novarum[12] y su llamada a la reconstrucción de los cuerpos intermedios– se sitúa, sin embargo, en los antípodas de la concepción tradicional católica de la política, puesto que el referente de León XIII es el de una sociedad orgánica, en la que las sociedades inferiores e intermedias significan también fines intermedios –aunque no por eso menos consistentes y reales– subordinados a un solo bien común temporal de la ciudad o de la comunidad política.

Cavanaugh capta bien la vinculación de la noción de soberanía tiene con el Estado-nación y su erección en único bien político en detrimento del bien común, pero establece una salida imaginativa en la nostalgia melancólica por «la vida espontánea de los grupos tradicionales desde abajo»[13], con lo que de facto elude el problema clave para cualquier visión realistamente política: el de la ortodoxia pública. Distintas ortodoxias públicas generarían, para Cavanaugh, diferentes «grupos» perseguidores de sendos «bienes comunes», aunque coexistiesen en el mismo espacio territorial. Lo cual no es resolver el problema sino abolirlo.

En fin, para Cavanaugh, el Estado es virtual o realmente Estado-nación y, en cuanto tal, «se origina y desarrolla en contra de las verdaderas formas de vida en común»[14]. Con lo cual, afirma el profesor, no sugiere que el Estado no pueda proveer de algunos bienes, «sencillamente quiero decir que el Estado no tiene nada que ver con el asunto del bien común». De ahí concluye que «la tarea urgente de la Iglesia, entonces, es la de desmitificar el Estado-nación y tratarlo como a la compañía de teléfonos […]. La Iglesia debe constituirse ella misma como un espacio social alternativo en lugar de confiar en que el Estado-nación sea conforme su presencia social. La Iglesia necesita aprovechar cada oportunidad para complejizar el espacio, es decir, para promover la creación de espacios en la que florezcan economías y autoridades alternativas»[15].

No se trata aquí de hacer un examen exhaustivo de los fundamentos doctrinales de las propuestas de Cavanaugh, pero creo haber señalado los suficientes puntos salientes de su concepción como para señalar la raíz de su equivocidad. Cavanaugh, afirma que la «Historia de la salvación» irrumpe y transforma el espacio y el tiempo humano hasta el punto de que la Iglesia se configura socialmente como ekklesía, asamblea «que porta la presencia pública de Dios en la Historia». En la Iglesia –para Cavanaugh– se fusiona lo público y lo privado, todo lo público y lo privado, con lo que, indirectamente, se cancela la concepción clásica de la política como lugar del bien común natural y no directamente sobrenatural. La concepción clásica entendía que la polis era la agrupación de todos los hombres que conviven en un espacio autárquico en el orden natural, en lugar de ser una agrupación sectorial, por ejemplo, de sólo aquellos hombres católicos, aunque la aceptación de la Revelación integrara materialmente en el orden natural –como especificación– obligaciones públicas exclusivas respecto a la verdadera religión. «La Iglesia no se agrupó –señala Cavanaugh– como una koinon[16], en torno a un interés particular, sino que se implicaba con los intereses de toda la ciudad, porque era la testigo de la actividad de Dios en la Historia»[17]. Esta concepción significa una «nueva política», paralela e inferior a la clásica, que gira en torno a un vago solidarismo ecuménico: «La Iglesia debería ayudar a crear –en colaboración también con no cristianos– espacios de paz, de caridad, y de intercambio económico justo»[18], afirma Cavanaugh.

Vemos que, para Cavanaugh, la irrupción de la Iglesia trastoca –complejiza, diría él– «el cálculo bipolar de lo público y lo privado», sin embargo, lo que ha perdido de vista es la distinción entre el orden natural y el sobrenatural y las complejas relaciones entre ambos, fundamento de la clásica diferenciación no entre la ciudad de Dios y la del hombre, sino entre el orden político (natural) y el orden sobrenatural, y el diferente sentido de lo público y lo privado en ambas esferas.

En resumen, muchas de las palabras que comparecen en el discurso de Cavanaugh contaban con un sentido adquirido en los viejos discursos políticos cristianos, pero en esta ocasión adquieren significados radicalmente diferentes que permiten un cierto espejismo de continuidad. En Cavanaugh, bien común no es el bien común de la naturaleza humana, sino el bien compartido voluntariamente por un determinado grupo humano. En la reflexión clásica, ese nuevo «bien común» no dejaría de ser un bien privado. Por lo tanto, llamar «política» a la actividad de consecución de un determinado bien particular (imprecisamente conformado por ciertas formas de solidaridad cristiana, al modo propio de las comprensiones reductivas de la vieja D.S.I. que denunciaba Madiran), significa una separación radical entre la concepción de la política clásica y la de la «nueva teología política». Hay que notar que la vieja concepción partía de una entidad propia de lo político natural dado y por eso las formas políticas antagónicas (por ejemplo, las nacidas al calor de la modernidad) se encontraban enfrentadas frontalmente con ella en la disputa del mismo locus, del mismo pueblo humano, de la misma dimensión combatida. En cambio, la política neoteológica opta por retirarse de ese terreno, de cuyos amenazantes efectos tan sólo pretende defenderse, replegándose en torno a un comunitarismo paradójicamente cada vez más reducido, en medio de la «ciudad secular». Además, en ese repliegue, la nueva teología política se ve obligada a reconocer la pluralidad de bienes comunes sobre una misma agrupación territorial (pues en el mismo territorio coexisten distintos grupos en torno a diferentes «bienes comunes», necesariamente irreconciliables entre sí), adoptando un relativismo político. Esta operación se realiza a costa de la fusión y confusión de lo sobrenatural y lo natural.

Ahora podemos comprender mejor algunas afirmaciones sorprendentes de Cavanaugh del tipo «la liturgia como acción política»[19] o bien que la contraposición entre la política estatal y una nueva política cristiana parte de diferentes relatos sobre la realidad, y por lo mismo de diferentes formas de «imaginar» la realidad[20].

La reflexión de Cavanaugh, vista desde la perspectiva de una doctrina política cristiana clásica, resulta, pues, sustancialmente anti-política, sin que esté, insisto, exenta, de valiosas intuiciones y siendo obligado reconocerle un notable esfuerzo por comprender los nuevos escenarios sociales y políticos marcados por la globalización, el consumismo, o la hegemonía de un pensamiento anticristiano en las políticas mundiales, por ejemplo, reflexiones éstas probablemente ausentes en la casi inexistente reflexión contemporánea en la línea tradicional que, en todo caso, no ha sabido dar respuestas contextuales a estos nuevos retos, mientras se replegaba sobre el terreno de unos principios intemporales.

 

4. Conclusión

Aun dentro de su heterogeneidad interna (me he fijado tan solo en uno de sus más conspicuos representantes) se puede afirmar que las «teologías políticas» aspiran a una superación «dulce» de los tradicionales planteamientos de la relación fe y política, evitando así tener que retratarse ante los problemas clásicos (lo cual les llevaría necesariamente a posicionarse pro o contra las viejas respuestas católicas a los muy reales problemas políticos), planteando la existencia de una dimensión religiosa inmanente dentro de la política secular aportando claves trascendentes, pero sin que eso tenga un reflejo práctico más allá de su eventual incidencia dentro del asociacionismo católico. La realidad política sigue siendo autónoma en cuanto a unas eventuales exigencias prácticas del orden sobrenatural respecto de ella. En el fondo, las nuevas «teologías políticas» quedan reducidas, aunque sea lo que más detestan y algo contra lo que se revuelven, al nivel de un nuevo «suplemento de alma» para un mundo desangelado que se organiza al margen de los derechos de Dios.

Digamos pues, que la realidad de las nuevas teologías políticas es compleja y no está exenta de reflexiones (las más de las veces «intuiciones» no realmente desarrolladas) valiosas, pero que de forma sintética y vistas desde la perspectiva de lo concreto contingente político (objeto material de esas reflexiones) inequívocamente comparten un presupuesto negativo: no creen realmente en la legitimidad o mejor todavía en la obligatoriedad para los católicos de aspirar a transformar los ordenamientos políticos en función del culto y de las exigencias políticas de la fe católica. Pretenden haber dado con planteamientos superadores de esas toscas y trasnochadas aspiraciones. Por lo tanto, no creen realmente en la concepción de la política cristiana como ordenación a la instauración de un orden social cristiano (creencia que deja abierta, es verdad, toda la cuestión de la «hipótesis» en una situación de distanciamiento post-cristiano de las sociedades respecto de los derechos de Dios, pero esta quaestio facti no modifica en nada la quaestio iuris de la aspiración última de la vieja doctrina social cristiana).

Nada hay de ilegítimo en el deseo de someter las realidades políticas al examen bajo la luz de la Revelación. Nada nuevo hay tampoco en ello. Lo mas problemático de estas aproximaciones «neoteológicas» al problema político es una cierta inasibilidad: rechazan, como digo, medirse en el terreno concreto de los hechos tanto con las tradicionales pretensiones sociales cristianas (sobreentendidamente «viejas teologías políticas»), pero también con las concretísimas decisiones del poder político existente. Un problema adicional, pues, es el de la hermenéutica de estas doctrinas y en particular el de su hermenéutica popular: la equivocidad del planteamiento de estas teologías políticas modernas. En realidad porque parten de un presupuesto negacionista políticamente: el primer dato, a la hora de reflexionar sobre la naturaleza de la política es que realmente la naturaleza humana, presente en cada hombre, reclama una prioridad de dignidad y de jerarquía a la ordenación común respecto de los demás bienes, particulares. Prioridad que se traduce en apremio y en apremio compartido. Sólo recuperando de nuevo la inducción más elemental podemos encuadrar y comprender la naturaleza de ese «apremio político» que conlleva, siempre, una dimensión comunitaria en nuestro razonamiento práctico-político. Así, pues, la vieja doctrina social no escurría el bulto ante los problemas concretos de la gente y en particular de los católicos. No daba «bellas narraciones», sino ásperas respuestas. Cualquiera que se aproxime a la lectura de estos «neoteólogos políticos» advierte de entrada el carácter esotérico (y por eso mismo, sustancialmente antipolítico) de sus textos, más próximos a la narrativa literaria que a la ruda realidad cotidiana. Lo cual no deja de ser consecuencia de un punto de arranque totalmente novedoso en campo católico: la concepción de la política «separada» de la realidad, y por lo tanto, una forma «no política» de pensar la política.

En definitiva, las nuevas teologías políticas no son políticas en absoluto, y su pretensión de originalidad, su extravagancia en las etiquetas para distinguirse entre ellos mismos (con matices más literarios que otra cosa) demuestra su alejamiento de la realidad política. Son justificaciones teóricas de la deriva actual del magisterio eclesiástico (ad usum ecclesiastici) y es ése el problema básico al que se dirigen. Su referente es clerical («el partido intelectual»), no popular. De ahí su efervescencia literaria y sus distingos imposibles de seguir a pie de tierra. De ahí también que, el principal punto de contacto con la política real sea una objeción de conciencia planteada en el plano individual y grupal, como mera actitud defensiva[21]: una objeción de conciencia «rebautizada» como «creación de una autoridad y de un espacio alternativo que no se conforma con mediar entre el Estado y el individuo»[22].

Eso no obstante, evidentemente, la primacía fáctica de lo político en el orden natural de las cosas humanas lleva consigo que toda respuesta doctrinal (por mucho que ésta prescinda de unas premisas adecuadas y de un desarrollo propiamente político) se traduzca en tomas de posición en el orden político. Pero insistamos en que eso no significa que el pensamiento en sí sea político, significa que todo lo humano es político.

 

[1] Raúl HERNÁNDEZ VEGA, Análisis de dos discursos de Kant sobre la sociedad civil, Ciudad de Méjico, UNAM, pág. 11.

[2] Denis SUREAU, Pour une nouvelle théologie politique, París, Parole et Silence, 2008.

[3] William T. CAVANAUGH, Jeffrey BAILEY y Craig HOVEY (eds.), An Eerdmans reader in contemporary political theology, Grand Rapids, Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 2011. Este volumen (836 páginas) recoge textos de cuarenta y nueve autores representativos de la «teología política contemporánea» (siglos XX y XXI), muy diferentes entre sí (algunos antagonistas) y no todos asociables directamente con el término «Nuevas teologías políticas», vinculadas al movimiento de la Radical Orthodoxy. Lo cual nos lleva a concluir que la oposición más auténtica no se da entre una inexistente «vieja teología política» (meramente postulada como antagonista hipotético) y una nueva, sino entre la tradicional doctrina política (filosofía social por un lado y doctrina pontificia social por otro) y las autodenominadas «teologías políticas».

[4] Por ejemplo, en William T. CAVANAUGH, Imaginación teopolítica, Granada, Nuevo Inicio, 2007, págs. 63 y sigs.

[5] Jean MADIRAN, L’hérésie du XX siècle, París, Nouvelles Éditions Latines, 1968.

[6] William T. CAVANAUGH, «Killing for the telephone company: why the Nation-State is not the keeper of common good», Modern Theology, vol. 20-2 (abril 2004), pág. 260: «Where there is a unitary simple space, pluralism of ends will be always a threat. To solve this threat, the demand will always be to absorb the many into the one».

[7] W. T. CAVANAUGH, loc. ult. cit., pág. 260.

[8] Ibidem.

[9] W. T. CAVANAUGH, loc. ult. cit., pág. 255.

[10] Cavanaugh cita John Courtney MURRAY, We hold these truths: catholic reflections on the american proposition (Nueva York, Sheed & Ward, 1960), págs. 45-78.

[11] W. T. CAVANAUGH, loc. ult. cit., pág. 256.

[12] W. T. CAVANAUGH, loc. ult. cit., pág. 267.

[13] W. T. CAVANAUGH, loc. ult. cit., pág. 259.

[14] W. T. CAVANAUGH, loc. ult. cit., pág. 266.

[15] W. T. CAVANAUGH, loc. ult. cit., págs. 266-7.

[16] Asociación de tipo privado.

[17] W. T. CAVANAUGH, loc. ult. cit., pág. 267.

[18] «Liturgy as politics: an interview with William Cavanaugh», The Christian Century (13 de diciembre de 2005), págs. 28-32.

[19] Así liturgy as politics. O bien, La liturgia como acto político en la época del consumismo global, subtítulo de su libro Imaginación teo-política.

[20] Imaginación teo-política, cit., págs. 13-23, prólogo e introducción.

[21] William T. CAVANAUGH, «At odds with the Pope: legitimate authority and just wars», Commonweal, vol. CXXX, núm. 10 (23 de mayo de 2003), págs. 11-13.

[22] W. T. CAVANAUGH, «Killing…», loc. cit., pág. 268.