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Número 529-530

Serie LII

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San Pío X

 

1. La Enseñanza de León XIII no fue escuchada

[…] Se habla a menudo de enseñanzas pontificias «desde León XIII, no porque León XIII haya inaugurado ese “género literario” de la Encíclica y del mensaje, sino su empleo abundante y frecuente, metódico. León XIII ha esculpido, a golpe de Encíclicas, por así decirlo, un cuerpo de doctrina que toca a todos los problemas modernos, desde la unidad cristiana a la condición de los obreros; desde la Teología del Espíritu Santo a la práctica actual del Rosario; desde la subversión revolucionaria a la filosofía social. No lo ha hecho por el placer abstracto de constituir un corpus doctrinal, sino para responder a los multiformes errores de los que el Syllabus había hecho un catálogo resumido, y para oponerles el enunciado adaptado, vivo y oportuno de la Verdad.

Varias Encíclicas de Pío IX habían abierto esta vía. Pero la obra doctrinal de León XIII es inmensa; él modernizó, puso a punto, por así decirlo, la enseñanza eterna de la Iglesia. Los filósofos y pensadores que la abordaron posteriormente han quedado maravillados, capturados, impresionados. Pueden verse, por ejemplo, las páginas un poco breves, pero emotivas y profundas, que a esa enseñanza consagraba en 1960 Etienne Gilson[1]: dan una idea del extraordinario tesoro de pensamiento cristiano que existe en ella. Tesoro largo tiempo inexplorado, tesoro sumido bajo las aguas, que raros buceadores han, a veces, inventariado parcialmente. La traducción francesa de entonces resulta ahora insoportable, pero el latín permanece inconmovible. El P. Rémy Munsch ha rehecho, en 1960, la traducción de la Encíclica Divinum illud[2]: es admirable. El año precedente había yo rehecho la traducción de la Encíclica Laetiae sanctae[3]. Antes de la guerra, Maritain había rehecho la traducción de la Encíclica Aeterni Patris[4]. Pero León XIII ha escrito sesenta y cuatro Encíclicas, sin hablar de diversas «cartas» y otros «actos» de su Magisterio: sesenta y cuatro Encíclicas en veinticinco años de pontificado. Antes de Pío XII, había suministrado a la Iglesia universal una enseñanza amplia, detallada, omnipresente.

La doctrina de San Pío X es sencillamente la doctrina de León XIII. No tan solo en el sentido de que la doctrina de todos los Papas es evidentemente la misma en substancia, sino en el sentido más preciso de que San Pío X no ha rehecho las exposiciones doctrinales de León XIII. La mayor parte de las veces se refiere a ellas, las cita, las recuerda, las comenta. Los historiadores ligeros que oponen San Pío X a León XIII, ignoran ese punto esencial. Leyendo a San Pío X uno se percata de que a sus ojos el corpus doctrinal de la Iglesia católica, «moderna» y adaptada en su expresión, no está por hacer, sino que existe: es la obra de León XIII.

Solamente San Pío X tuvo que reconocer el hecho de que el inmenso esfuerzo de persuasión de León XIII no tuvo éxito. Son todos los errores refutados y condenados por León XIII los que se han articulado y conjugado entre sí para constituir el modernismo, que es «el punto de cita de todas las herejías» –también podríamos decir: la suma de los errores modernos. «Si alguien –escribe San Pío X en el párrafo de Pascendi– se hubiera propuesto reunir en uno el jugo, y como la esencia de cuantos errores existieron contra la Fe, nunca podría obtenerlo más perfectamente de lo que han hecho los modernistas». El mundo moderno es el mundo en que se ha visto a todos los errores que existieron contra la Fe, reunirse, organizarse, articularse entre ellos e instalarse en el corazón de la Iglesia, in sinu gremioque Ecclesiae. El mundo moderno, ¿no es, acaso, solamente eso? Sin duda. O quizá. Pero, sea como fuere, eso es suficientemente importante para retener la atención y para constituir ante el espíritu al menos una de las características esenciales del mundo moderno, no una característica accidental y secundaria, sino la primera y la más grave preocupación del cristiano en lo que concierne a ese mundo. Oponer a todos esos errores –que han penetrado en la Iglesia y han arraigado profundamente en ella– la verdad viva y oportuna, en una formulación adaptada a la época, iluminando uno por uno todos los aspectos nuevos de los problemas eternos, es lo que ha hecho León XIII. Pero lo ha hecho en vano. No en vano para quienes han recogido su enseñanza. No en vano para la gloria de la Iglesia y la gloria de Dios. Pero sí en vano bajo un aspecto: el de la virulencia y la nocividad de esos errores que, a los ojos de San Pío X, se siguen difundiendo más que nunca en el interior de la comunidad cristiana y producen cada vez más estragos espirituales, intelectuales y sociales. Es preciso, pues, añadir a las armas de la persuasión las del gobierno y medidas disciplinarias y reorganizadoras. Ta l era el pensamiento de San Pío X, como puede comprobarse a menudo, y especialmente por el modo con que se expresa en el párrafo 45 de Pascendi:

«Nuestro Predecesor, León XIII, de feliz recuerdo, procuró oponerse enérgicamente, de palabra y de obra, a ese ejército de grandes errores que, encubierta y descubiertamente, nos acomete. Pero los modernistas, como ya hemos visto, no se intimidan fácilmente con tales armas, y, simulando sumo respeto y humildad, han torcido hacia sus opiniones las palabras del Pontífice Romano y han aplicado a otros cualesquiera sus actos, y así el daño se ha hecho de día en día más poderoso. Por ello, Venerables Hermanos, hemos resuelto sin mas demora acudir a los más eficaces remedios».

Y fueron estas las medidas enérgicas, a veces draconianas, decretadas en la última parte de Pascendi. Veamos bien la causa, el motivo, la razón de esas medidas disciplinarias. No se deben a que San Pío X hubiera percibido un peligro que había escapado a León XIII. Se trata del mismo peligro, de los mismos errores a los que León XIII opuso la obra maestra, sin precedentes, de sesenta y cuatro Encíclicas admirables. San Pío X toma medidas disciplinarias rigurosas, porque León XIII no había sido escuchado. La persuasión no podía hacer más ni menos que lo que había hecho León XIII. El poder de enseñanza del Pontífice Romano había sido empleado como nunca anteriormente lo fue. Quedaba el poder de gobierno. Al mismo tiempo que recuerda y comenta la doctrina (y muy precisamente la expresión que de ella había dado León XIII), San Pío X gobierna y, para la protección de las almas, pega, condena, organiza, vigila, prohíbe y combate.

Lo hace ejemplarmente y, menos de cincuenta años después de su muerte, plazo notablemente corto, la Iglesia lo canoniza.

Pero, ¿ha triunfado sobre el mal que combatió?

En su opinión, no.

 

2. El modernismo ha sobrevivido a las medidas de San Pío X

Requiero aquí toda la atención del lector.

Debe ser exactamente captada la sucesión de acontecimientos, de actos, de sentencias. A pesar de las sesenta y cuatro Encíclicas de León XIII, «el daño se ha hecho de día en día más poderoso», decía San Pío X. Ese mal se ha instalado en el mismo interior de la Iglesia. Los fabricantes de errores «se ocultan en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos tanto más perjudiciales cuanto lo son menos declarados». Enemigos de la Iglesia lo son hasta un grado tal «que no los tiene peores». «El peligro está casi en las entrañas mismas de la Iglesia y en sus mismas venas».

Además, no se trata tan solo de la contaminación intelectual operada por un complejo ideológico que es «el lugar de cita de todas las herejías». Existe una organización secreta, una publicidad organizada, maquinaciones orquestadas. Hay una rebelión que no es espontánea o accidental, sino concertada, que se ha establecido en el interior mismo de la Iglesia:

«Continúan ellos por el camino emprendido; lo continúan aun después de ser reprendidos y condenados, encubriendo su increíble audacia con la máscara de una aparente humildad. Doblan fingidamente sus cervices, pero con sus hechos y con sus planes prosiguen más atrevidos lo que emprendieron»[5].

Su instalación en la Iglesia, su influencia sobre el catolicismo se debe particularmente a esto:

«La alianza, en primer lugar, que une estrechamente a los historiadores y críticos de este jaez, por encima de la variedad de patria o de la diferencia de religión. Además, la grandísima audacia con que todos, unánimemente, elogian y atribuyen al progreso científico lo que cualquiera de ellos profiere, y con que todos arremeten contra el que quiere examinar por sí el nuevo portento, y acusan de ignorancia al que lo niega, mientras aplauden al que lo abraza y defiende. Y así se alucinan muchos que, si considerasen mejor el asunto, se horrorizarían. A favor, pues, del poderoso dominio de los que yerran y del incauto asentimiento de ánimos ligeros, se ha creado una como corrompida atmósfera que todo lo penetra, difundiendo su pestilencia»[6].

Descripción que podría creerse hoy, de las maniobras defensivas y ofensivas de la publicidad organizada. La «prepotencia» en la organización publicitaria ya jugaba un papel capital en 1907. Utiliza «una baraúnda de alabanzas e injurias»:

«Los modernistas atacan con extremada malevolencia y rencor a los católicos que luchan valerosamente por la Iglesia. No hay ningún género de injuria con que no los hieran; y, a cada paso, les acusan de ignorancia y de terquedad. Cuando temen la erudición y la fuerza de sus adversarios, procuran quitarles la eficacia, oponiéndoles la conjuración del silencio. Manera de proceder contra los católicos tanto más odiosa, cuanto que, al propio tiempo, levantan sin ninguna moderación, con perpetuas alabanzas, a todos cuantos con ellos consienten. Los libros de éstos, llenos por todas partes de novedades, recíbenlos con gran admiración y aplauso; cuanto con mayor audacia destruye uno lo antiguo, rehúsa la tradición y el magisterio eclesiástico, tanto más sabio lo van pregonando. Finalmente, ¡cosa que pone horror a todos los buenos!, si la Iglesia condena a alguno de ellos, no sólo se aúnan para alabarle en público y por todos los medios, sino que llegan a tributarle casi la veneración de mártir de la verdad. Con todo este estrépito, así de alabanzas como de vituperios, conmovidos y perturbados los entendimientos de los jóvenes, por una parte, para no ser tenidos por ignorantes, y por otra, para pasar por sabios, a la par que estimulados interiormente por la curiosidad y la soberbia, acontece con frecuencia que se dan por vencidos y se entregan al modernismo»[7].

Pues bien, eso está orquestado y organizado. Y todo eso se beneficia también de la pasividad, de la inconsciencia y de la complicidad práctica de un gran número:

«Lo que produce profundo estupor es que católicos, que sacerdotes a quienes horrorizan, según Nos queremos pensar, tales monstruosidades, se conduzcan, sin embargo, como si de lleno las aprobasen; pues tales son las alabanzas que prodigan a los mantenedores de esos errores, tales los honores que públicamente les tributan, que hacen creer fácilmente que lo que pretenden honrar no son las personas, merecedoras, acaso, de alguna consideración, sino más bien los errores que a las claras profesan y se empeñan con todas veras en esparcir entre el vulgo»[8].

A lo que se añade también la duplicidad de la actitud: los modernistas de 1907 eran de seguro capaces de hacer una exposición completamente ortodoxa y de captar así la confianza y consideración, para poder, con esa garantía, en otras ocasiones y en otros lugares, militar por sus herejías. Esta táctica de 1907, ¿no tiene hoy su equivalente? He aquí lo que en todo caso decía de ella San Pío X:

«Muchos de sus escritos y dichos parecen contrarios, de suerte que cualquiera fácilmente reputaría a sus autores como dudosos e inseguros. Pero lo hacen a propósito y con toda consideración, por el principio que sostienen sobre la separación mutua de la Fe y de la ciencia. De aquí que tropecemos en sus libros con cosas que los católicos aprueban completamente; mientras que en la siguiente página hay otras que se dirían dictadas por un racionalista. Por consiguiente, cuando escriben de historia no hacen mención de la divinidad de Cristo; pero predicando en los templos la confiesan firmísimamente. Del mismo modo, en las explicaciones de historia no hablan de Concilios ni Padres; mas, si enseñan el catecismo, citan honrosamente a unos y otros»[9].

Por tanto, en 1907, frente a esta doctrina que es «el lugar de cita de todas las herejías», frente a los procedimientos de organización y publicidad por medio de los cuales los secuaces del modernismo se aseguran una «prepotencia» en el interior del catolicismo, San Pío X actuó con el mayor vigor, con el mayor rigor.

¿Quedó entonces el modernismo herido de muerte?

No.

Los historiadores pretenden que sí. Según ellos, ya no existe modernismo en parte alguna después de 1907.

San Pío X tiene otra opinión, expresada con fecha de 1º de septiembre de 1910, en un texto prohibido. Prohibido prácticamente. Nadie hace de él la menor alusión, o más bien, todo el mundo afirma lo contrario aunque sean demasiado raras. Jean Ousset ha citado ese texto en Para que El reine, y fue a partir de ese momento que comenzaron contra el fundador de La Ciudad Católica las mayores hostilidades; fue a partir de ese momento, parece ser, que se juró su pérdida y se pusieron en práctica todos los medios para obtenerla. Como se sabe, aniquilar a Jean Ousset es un caso en que el fin justifica los medios. Pero esto se ha puesto de manifiesto sobre todo desde que publicó Para que El reine, desde que en él citó el texto prohibido de San Pío X –aunque no con extraordinario relieve, pero sí indicando claramente lo esencial. Sí, fue después de ese determinado momento. ¿Coincidencia? Pero veamos el texto.

El Motu proprio del 1.º de septiembre de 1910 comienza así:

«Ningún obispo ignora, así lo creemos, que una raza muy perniciosa de hombres, los modernistas, incluso después de la Encíclica Pascendi dominici gregis levantó la máscara con que se cubrían, no han abandonado sus designios de perturbar la paz de la Iglesia. No han cesado, en efecto, de buscar y de agrupar en una asociación secreta nuevos adeptos[10], y de inocular con ellos, en las venas de la sociedad cristiana, el veneno de sus opiniones, mediante la publicación de libros y folletos, los nombres de cuyos autores se omiten o se disimulan. Si después de haber leído Nuestra Carta Encíclica antes citada, se considera atentamente esta audaz temeridad que Nos ha causado tanto dolor, uno se convencerá sin esfuerzo que esos hombres no difieren en nada de aquellos que hemos descrito en ese documento. Esos adversarios son tanto más de temer cuanto están más cerca de nosotros; abusan de su ministerio para tender el cebo de un alimento envenenado; con objeto de sorprender la buena fe de quienes no están sobre aviso, propagan en torno de ellos una apariencia de doctrina que contiene la suma de todos los errores».

El Motu proprio recuerda y completa las prescripciones decretadas en la Encíclica Pascendi. A los historiadores les será fácil leer el texto íntegro. Retengamos particularmente este pasaje de la conclusión:

«Aterrados de la gravedad del mal, que crece de día en día, y al cual hemos de oponernos sin tardanza, so pena de correr el mayor peligro, hemos juzgado necesario decretar o recordar esas prescripciones, y ordenar que sean rigurosamente observadas. En efecto; ya no tenemos que luchar más, como al principio, con sofistas que se acercaban “cubiertos con piel de cordero”, sino con enemigos declarados que, habiendo concertado un pacto con los peores adversarios de la Iglesia, se proponen la destrucción de la Fe».

¿Qué significa ese Motu proprio del 1.º de septiembre de 1910, y sobre todo qué significa su comienzo?

Interroguemos a los historiadores. Interroguemos a los teólogos. Hablo, claro está, de sus obras destinadas al público católico, a los fieles comprendidos en la acción social, y de un modo general al pueblo cristiano y a sus élites. Hablo de los trabajos destinados a la cultura general del seglar católico. Están mudos, como si estuviera prohibido hablar de ello. También en esto nos dejan solos para que nos las arreglemos como podamos.

Por lo tanto, hagámoslo, ensayemos.

Para apoyarnos sobre lo más concreto, ante todo abordaremos la cuestión de cuándo, en qué fecha, esa sociedad secreta ha dejado de existir en la Iglesia. Inmediatamente hemos de señalar que nadie nos lo ha dicho. Falta la fecha. Por otra parte, nadie parece acordarse de que alguna vez haya existido dicha sociedad secreta.

Se habla del modernismo como si solamente hubiera sido una doctrina. Se habla de la Encíclica Pascendi (cuando se dignan aludirla) como una reacción brutal, excesiva, y se da por supuesto, o incluso se afirma explícitamente, que la cuestión quedó solventada y la página vuelta, a partir de septiembre de 1907.

Tres años más tarde, San Pío X enunciaba, sin embargo, lo contrario: El mal «crece de día en día».

¿Soñaba?

Una afirmación tan enorme, tan considerable, de haber sido falsa, habría impedido muy probablemente una canonización sobrevenida –ha precisado Pío XII– después de que un «examen minucioso escrutó a fondo» todos los actos de ese Pontificado[11].

El modernismo, y muy precisamente el modernismo bajo su forma de asociación secreta, ha sobrevivido a la Encíclica Pascendi, y continúa reclutando en la Iglesia nuevos adeptos.

Ha sobrevivido a todo lo que han hecho contra él San Pío X y antes León XIII.

Quizá la sociedad secreta del modernismo ha sido dispersada por los trastornos de la primera guerra mundial. Es una hipótesis plausible. ¿Es más que una hipótesis? Los sociólogos y los historiadores tienen derecho a ser circunspectos. Un historiador y sociólogo de la Chronique sociale hacía notar, no hace mucho: «Incluso disueltas por una autoridad civil o religiosa, las sociedades secretas tienen tendencia a subsistir o a reconstruirse en cuanto se presenta la primera ocasión. Este hecho no deja de llamar la atención de todo historiador...»[12]. Esta consideración no prueba que la sociedad secreta del modernismo haya sobrevivido indefinidamente: las sociedades secretas no son inmortales por naturaleza. De todos modos, es muy singular que historiadores y teólogos omitan o velen esta cuestión no resuelta. No es desdeñable este aspecto de la historia religiosa contemporánea, pero, sin embargo, se mantiene silencio sobre el mismo.

***

Sea lo que fuere de este punto misterioso, es el espíritu lo que más importa, el espíritu moderno: no las ciencias y técnicas modernas de la materia y sus progresos materiales, sino este espíritu al que llaman moderno para distinguirlo del espíritu cristiano y para oponerlo a éste.

En una alocución a los nuevos cardenales –alocución que es, según creo, su último discurso pronunciado en público, y que en ciertos momentos tiene tono de testamento–, San Pío X declaraba el 27 de mayo de 1914:

«Estamos, ¡ay!, en unos tiempos en que se acogen y adoptan con gran facilidad ciertas ideas de conciliación de la Fe con el espíritu moderno, ideas que conducen mucho más lejos de lo que se piensa, no sólo a la debilitación, sino a la pérdida total de la Fe. Ya no causa asombro oír a personas que se deleitan con palabras muy vagas de aspiraciones modernas, de fuerza del progreso y de la civilización, que afirman la existencia de una conciencia seglar, de una conciencia política, opuesta a la conciencia de la Iglesia, contra la que se sostienen el derecho y el deber de reaccionar para corregirla y enderezarla. No es sorprendente encontrar personas que expresan dudas e incertidumbres sobre las verdades, e incluso que afirman obstinadamente errores manifiestos, cien veces condenados, y que a pesar de eso se persuaden de no haberse alejado jamás de la Iglesia, porque a veces han seguido las prácticas cristianas. ¡Oh, cuántos navegantes, cuántos capitanes, por poner su confianza en novedades profanas y en la ciencia embustera del tiempo, en lugar de arribar a puerto han naufragado!».

Fácilmente puede comprenderse el sentido de esas últimas metáforas.

He aquí la continuación. San Pío X no dice: «Nuestra voz» y «nuestras palabras», sino «mi voz» y «mi palabra», lo que acusa el carácter personal y casi testamentario de sus afirmaciones:

«Entre tantos peligros, en toda ocasión no he dejado de hacer oír mi voz para llamar a los extraviados, para señalar los daños y trazar a los católicos la ruta a seguir. Pero mi palabra no ha sido siempre por todos bien oída ni bien interpretada, por clara y precisa que haya sido [...]».

«... Decid solemnemente que los hijos abnegados del Papa son los que obedecen a su palabra y la siguen en todo, no los que estudian los medios de eludir sus órdenes o de obligarle por instancias dignas de mejor causa, a exenciones o dispensas tanto más dolorosas, cuanto que causan mayor mal y escándalo»[13].

Resulta de estos textos que el modernismo continuaba existiendo en 1914.

Ha sobrevivido a San Pío X.

Ha continuado.

Ni la persuasión ni la represión han podido acabar con él.

 

3. El modernismo social

Aquí dos objeciones se presentan al espíritu:

1.º Si el modernismo ha sobrevivido, no ha podido sobrevivir sin cambiar en algo.

2.º Si ha sobrevivido, ¿cómo es que el Magisterio no ha vuelto a hablar de él?

Respuesta: Es, efectivamente, transformándose como el modernismo ha sobrevivido. Y no es verdad que después de San Pío X el Magisterio no haya vuelto a hablar.

La evolución comenzó en 1914. Los errores del modernismo ya no son enunciados formalmente. Pero permanecen, dice Benedicto XV, «las tendencias y el espíritu» del modernismo: el espíritu es siempre lo esencial de todas las cosas bajo las formas cambiantes y bajo las palabras hábiles. Se lee en la Encíclica Ad Beatissimi de Benedicto XV (1.º de noviembre de 1914):

«... Así se engendraron los monstruosos errores del modernismo, que nuestro Predecesor llamó justamente síntesis de todas las herejías y condenó solemnemente. Nos, venerables hermanos, renovamos aquí esta condenación en toda su extensión. Y dado que tan pestífero contagio no ha sido aún enteramente atajado, sino que todavía se manifiesta acá y allá, aunque solapadamente, Nos exhortamos a que con sumo cuidado se guarde cada uno del peligro de contraerlo [...]. Y no solamente deseamos que los católicos se guarden de los errores de los modernistas, sino también de sus tendencias o del espíritu modernista, como suele decirse; el que queda inficionado de este espíritu rechaza con desdén todo lo que sabe a antigüedad y busca con avidez la novedad en todas las cosas: en el modo de hablar de las cosas divinas, en la celebración del culto sagrado, en las instituciones católicas y hasta en el ejercicio privado de la piedad. Queremos, por tanto, que sea respetada aquella ley de nuestros mayores: “Que nada sea innovado, si no es en el sentido de la tradición” (Nihil innovetur, nisi quod traditum est); la cual, si por una parte, ha de ser observada inviolablemente en las cosas de fe, por otra, sin embargo, debe servir de norma para todo aquello que pueda sufrir mutación, si bien aun en esto vale generalmente la regla: Non nova, sed noviter (no novedades, sino de un modo nuevo)».

A principios de siglo, el modernismo atacaba directamente a la fe en su centro mismo, la divinidad de Jesucristo. A partir de la primera guerra mundial, evoluciona con disimulo, y si continúa atacando la divinidad de Jesucristo, lo hace en lo sucesivo en Su reinado social.

Desde su primera encíclica, Ubi arcano Dei, Pío XI nombra, designa y desenmascara al modernismo moral, jurídico y social que ha sucedido al «modernismo dogmático» y que, dice él, es la obra de quienes «en sus discursos, sus escritos y todo el conjunto de su vida obran exactamente como si las enseñanzas y órdenes promulgadas tan frecuentemente por los Soberanos Pontífices, especialmente por León XIII, Pío X y Benedicto XV hubieran perdido su primitivo valor o incluso no debieran ser ya tomadas en consideración alguna».

El modernismo se ha hecho «social», pero sigue siendo modernismo. Sigue siendo la separación: separarlo todo de la fe, dejándola aislada en un universo hostil, tal es el espíritu moderno. Separar la ciencia de la fe. Separar la historia de la fe. Separar la sociología de la fe. Separar la sociedad de la fe. León XIII ya había dicho todo lo que debía sobre esto. Y finalmente separar la «vida» de la fe. Que se comparen atentamente con las actitudes descritas en la Pascendi las actitudes de duplicidad y de desdoblamiento descritas por Pío XII después de la segunda guerra mundial:

«... Ese trabajo de salvamento debe extenderse también a aquellos, no pocos, desviados que, aun estando –así, al menos piensan ellos– unidos a Nuestros devotos hijos en el terreno de la fe, se separan de ellos para seguir movimientos que tienden, efectivamente, a secularizar y descristianizar toda la vida, privada y pública. Aun cuando les sirviesen las divinas palabras: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”, eso no cambiaría nada el daño objetivo de su conducta. Ellos se forman una doble conciencia en cuanto que, mientras pretenden seguir siendo miembros de la comunidad cristiana, militan al mismo tiempo, como tropas auxiliares, en las filas de los que niegan a Dios. Pero precisamente esa duplicidad o ese desdoblamiento amenaza con hacer de ellos, tarde o temprano, un tumor en el seno mismo de la Cristiandad»[14].

En el seno mismo de la Cristiandad, dijo Pío XII en 1948. In sinu gremioque Ecclesiae, decía San Pío X. Antes de Pío XII, Pío XI había combatido contra esta duplicidad y este desdoblamiento a lo largo de todo su Pontificado. Ha hablado de ellos casi constantemente, bajo todas las formas –todas las formas de separación operadas por el modernismo, por el espíritu moderno. En el párrafo 55 de Divini Redemptoris:

«... esa incoherencia y discontinuidad en la vida cristiana de la que varias veces Nos hemos lamentado, pues algunos, mientras son aparentemente fieles al cumplimiento de sus deberes religiosos, luego, en el campo del trabajo, o de la industria, o de la profesión, o en el comercio, o en el empleo, por un deplorable desdoblamiento de conciencia, llevan una vida demasiado disconforme con las claras normas de la justicia y de caridad cristiana».

Y en una Carta fechada el 10 de noviembre de 1933, Pío XI subrayaba también: «El hecho, en sí monstruoso y no infrecuente, de que hombres que se dicen católicos tengan un distinto modo de pensar y de obrar en la vida pública que en la privada».

La brecha abierta por este desdoblamiento, que arrebata el campo intelectual y social al reinado de Jesucristo, es el sitio por donde se ataca a la fe. La fe cristiana está hoy atacada sobre todo por falsas ideas sobre el hombre y sobre el mundo, sobre la historia y sobre la estructura de la sociedad y de la economía[15]: terreno de combate y caballo de batalla del modernismo, que se ha hecho social, del modernismo que continúa y se extiende a ese nivel y en ese plano, donde ha llevado exactamente los métodos, los procedimientos, la falsa filosofía y el espíritu que San Pío X estigmatizó en la Pascendi. Se reconoce fácilmente a ese modernismo en su oposición teórica y declarada, más a menudo astuta e insidiosa, en todo caso práctica y efectiva, al reinado social del Sagrado Corazón.

Ese «modernismo moral, jurídico y social», así llamado por Pío XI, es fundamentalmente idéntico a lo que el mismo Pío XI combatió sin cesar bajo el nombre de «laicismo»; a lo que Pío XII repudiara bajo los nombres de «positivismo jurídico», de «falso realismo». Es el mismo espíritu que, con sociedad secreta o sin ella, prolonga su instalación en el seno de la comunidad cristiana, trabajando siempre, por un medio o por otro, en favor de la separación entre la fe y la ciencia, entre la fe y la acción, entre la fe y la vida.

 

4. Parálisis de las prescripciones religiosas que tienen un alcance social

Precisamente para hacer frente a ese modernismo social, continuación del modernismo denunciado en la Pascendi, que había advertido desde su advenimiento y condenó ya en su primera Encíclica[16], Pío XI instituyó sin tardanza la fiesta litúrgica de Cristo Rey y enseñó la Realeza universal de Nuestro Señor Jesucristo[17]. Es sabido hasta qué punto las instrucciones de Pío XI han sido, en muchos aspectos, sofocadas prácticamente por el modernismo social. Es sabido, o incluso se ha olvidado, que vivimos, como decía San Pío X, en «una atmósfera pestilencial que gana todo, que penetra todo y propaga el contagio». En esta atmósfera, las enseñanzas y hasta las órdenes más precisas de los Soberanos Pontífices con frecuencia se han perdido como el agua en la arena.

Pío XI había ordenado (Quas primas, parág. 16) que «en este día (el último domingo de octubre) se renueve todos los años la consagración del género humano al Sagrado Corazón de Jesús[18], que mandó recitar anualmente nuestro predecesor, de santa memoria, Pío X». Ordenaba en los términos más imperativos (parág. 17) «que la celebración de esta fiesta anual esté precedida durante algunos días de una serie de sermones en todas las parroquias, que instruyan oportunamente a los fieles sobre la naturaleza, la significación y la importancia de esta festividad».

Pío XII ordenó que, de igual manera, en la fiesta de María Reina, cada «año, en todo el mundo, el día 31 de mayo se renueve la consagración del género humano al Inmaculado Corazón de la Bienaventurada Virgen María»[19].

En 1930, Pío XI había ordenado: «Queremos que se recite con esta intención, es decir, por Rusia, las oraciones que León XIII ha prescrito que los sacerdotes recen con el pueblo después de la santa misa. Los obispos y el clero regular y secular deben procurar con el mayor celo inculcar todo eso a sus fieles y a cuantos asistan a la santa misa y recordarlo con frecuencia».

El 7 de julio de 1952, Pío XII citaba literalmente esta demanda de Pío XI y añadía: «Nos confirmamos y renovamos esta exhortación y esta prescripción».

Propongo que se haga una encuesta en la Vie Catholique illustrée para averiguar cuántos católicos, entre los que van regularmente a misa, están al corriente de estas prescripciones, han oído hablar alguna vez de ellas, han sido invitados a cumplirlas, o han oído con frecuencia recordarlas.

Todos los actos propiamente religiosos, plegarias, devociones, prácticas, ordenadas por los Papas, que tienen un alcance directamente social, conversión de Rusia, consagración del género humano, significado doctrinal de la fiesta litúrgica de Cristo Rey, han sido más o menos ahogados por el modernismo social. A pesar de la insistencia de los Pontífices, a pesar de la renovación solemne de las prescripciones, son prácticas, devociones, plegarias que, de hecho, no han entrado en las costumbres unánimes del conjunto de la comunidad de los fieles. Se han mantenido y desarrollado sobre todo en grupos más o menos extensos, reunidos a menudo por iniciativas privadas. Y esos grupos, esas iniciativas son frecuentemente despreciados, insultados, difamados por quienes tienen la «prepotencia» en la situación (installation) sociológica y publicitaria del Catolicismo. Esas plegarias, esas devociones, esas prácticas son familiares al «imbécil-ignorante medio» de La Ciudad Católica: esas plegarias, esas devociones, esas prácticas y también la doctrina que las inspira y la vida espiritual que las anima. Eso es lo que mantienen, eso es lo que viven aquellos a quienes se acusa de «canalizar el celo de los fieles hacia una acción ante todo política». Parece que, para una empresa cívica, pensar ante todo en el Reinado del Corazón de Jesús, pensar ante todo en la consagración al Corazón Inmaculado de María, pensar ante todo en la plegaria para la conversión de Rusia, es hacerse culpable de una «acción ante todo política».

En todo esto hay algo que está al revés.

Pero, en este caso, no es La Ciudad Católica.

***

La consagración personal y social a los Corazones de Jesús y María, la consagración pronunciada y vivida con la gracia de Dios, esta consagración considerada, con la práctica del Rosario, como la fuente viva de donde puede proceder la curación de las miserias y de los crímenes que cada vez esclavizan (colonisent) más al mundo moderno, ¿es una «acción ante todo política»?

¿Será una «acción ante todo política» añadir, según la demanda de la Santísima Virgen de Fátima, entre cada decena del rosario, la oración «Oh Jesús mío, perdonadnos nuestros pecados, preservadnos del fuego del Infierno, conducid al Cielo a todas las almas, socorred sobre todo a las más necesitadas»?[20] No se puede decir que, después de cuarenta años, esta oración se haya introducido mucho en las costumbres católicas.

Sería aventurado asegurar que el pueblo cristiano, no obstante los esfuerzos perseverantes y admirables de varias iniciativas privadas[21], haya visto proponer con frecuencia la plegaria de la consagración[22]:

«Santa María, nuestra Madre y nuestra Reina, que habéis aparecido en Fátima y habéis prometido, si se escuchan vuestras demandas, convertir a Rusia y aportar la paz al mundo, yo respondo a vuestro llamamiento.

Me consagro a vuestro Corazón Inmaculado, queriendo recordar sin cesar que os pertenezco y que vos podéis disponer de mí para el Reinado del Corazón Sagrado de Vuestro Hijo.

Os prometo, en reparación de los pecados que vos habéis tan dolorosamente deplorado:

Ofrecer cada día los sacrificios necesarios al cumplimiento cristiano de mis deberes diarios.

Recitar cada día una parte del Rosario, uniéndome a los misterios de la vida de Jesús y de la vuestra»[23].

La vida espiritual no soporta ningún autoritarismo (caporalisme) y las vías son indiferentes. Pero, ¿se ha anunciado por todas partes, se ha propuesto, se ha explicado a las almas esas vías tan particularmente «modernas», es decir, adaptadas especialmente a las necesidades de la reconstrucción de una sociedad cristiana en nuestro tiempo? Cuando se considera la insistencia de los Papas[24] y la acogida y el eco que se les ha hecho, es difícil rechazar la impresión de que la verdad está retenida en cautiverio.

 

5. Todo, salvo...

Frente al modernismo, es decir, al resumen moderno de todos los errores, de todas las separaciones de la fe, desde León XIII la Iglesia ha hecho todo, sin éxito, salvo una cosa.

Resumamos: ella ha persuadido con sesenta y cuatro encíclicas de León XIII, de las que diez encíclicas sucesivas son para explicar que el Rosario es el remedio específico contra los falsos principios, los peligros y los crímenes del mundo moderno. Ha continuado enseñando y orando, pero ha reprendido y castigado con las medidas promulgadas por San Pío X, si bien la asociación secreta del modernismo ha mantenido su organización clandestina y su proselitismo también clandestino. Pío XI apela al mismo Dios, más solemne todavía que sus predecesores, por la institución extraordinaria de la fiesta litúrgica de Cristo Rey, que sería casi una repetición de la fiesta de la Epifanía, si no se tratara de obtener gracias extraordinarias para superar los peligros extraordinarios.

Pero el modernismo, devenido sobre todo social, permanece instalado in sinu gremioque Ecclesiae, «en el seno de la comunidad cristiana».

Todo, salvo una cosa, ha sido hecho en vano. Es cierto que almas, en cantidad innumerable, han sido iluminadas y salvadas. Pero otras almas, en cantidad innumerable y creciente, se pierden. Hasta el punto de que la Santísima Virgen lo dijo y lo mostró a los videntes de 1917, y no cesó, los años siguientes y hasta ahora, de recordárselo a Lucía de Fátima. Almas de incrédulos. Almas de cristianos. Almas de sacerdotes.

Pío XI tuvo sin duda ya conciencia del hecho de que todo, salvo una cosa, se había efectuado en vano. Pues fue Pío XI quien tuvo la idea del otro recurso: el Concilio. Con frecuencia pensó en él. Esperaba, sin embargo, que un signo o una inspiración viniera a confirmar la voluntad de Dios. En la espera reemprendió la labor de las Encíclicas con gran vigor de expresión teológica y filosófica, frecuentemente con acentos trágicos y angustiados que resaltan singularmente en el texto latino.

Pío XII vivió con la misma idea. Esperaba los mismos signos de los tiempos señalando que había llegado el momento. En la espera reemprendió, rehízo el cuerpo doctrinal de las sesenta y cuatro Encíclicas de León XIII, que había envejecido –no en su substancia, no en sus perspectivas, con frecuencia proféticas sino a veces en el detalle de la expresión, de la «problemática». A este respecto, Pío XII es como un segundo León XIII, abarcando todas las cuestiones contemporáneas, proporcionando una enseñanza amplia y detallada hasta llegar a ser diaria, insertando en ella el pensamiento de las poderosas Encíclicas de Pío XI, en las que, por otra parte, no había dejado de colaborar. Con Pío XII, como con León XIII, el Espíritu Santo utiliza un magnífico genio humano, sin par por la cultura, la penetración intelectual, el acierto en la expresión: «Un orador de Pentecostés», decía de él Pío XI. Un nuevo tesoro de doctrina vino a añadirse al antiguo. Y, mutatis mutandis, el conjunto de la Cristiandad le hizo el mismo caso que había hecho a León XIII.

Juan XXIII comienza como San Pío X. San Pío X había dicho en substancia: Escuchad, pues, las sesenta y cuatro Encíclicas de León XIII. Juan XXIII, en su primer Mensaje de Navidad, dijo textualmente: Estudiad los veintiún gruesos volúmenes de Pío XII.

Veintiún volúmenes que existen en italiano, pero cuya edición en otras lenguas, por ejemplo, en lengua francesa, no está concluida, ni siquiera hoy, en 1962...

En una palabra, ¿volvía todo a empezar? ¿La misma insistencia, la misma resistencia, eventualmente las mismas medidas disciplinarias, que ya una vez no habían resuelto nada definitivamente?

No, pues los tiempos habían llegado.

Juan XXIII recibía la inspiración del Concilio.

 

6. El Concilio

Para este Concilio se ve movilizar las esperanzas de un extremo a otro de la Cristiandad. Se ve también movilizar de un extremo a otro de la Cristiandad todos los errores, el conjunto de todas las herejías que, según la Encíclica Pascendi, está situado in sinu gremioque Ecclesiae «en el seno de la comunidad cristiana». De todas partes, el rumor innumerable de las doctrinas perniciosas converge hacia Roma. El modernismo social, multiforme y único, retumba y se agita, presenta sus demandas con aire de ultimátum, e incluso comienza a arrojar la máscara; de nuevo se le oye enunciar las proposiciones del «modernismo dogmático» que no ha cesado de mantener en secreto, incluso inconscientemente, y que de nuevo se expresan en la misma forma y con las mismas palabras con que la Encíclica Pascendi las dejó consignadas ante Dios y para la eternidad.

Pero es bueno que sea así, y que todas las herejías se reúnan para ser al fin arrancadas de un golpe.

Es bueno que todos los errores levanten la cabeza todos juntos para que a todos juntos les sea cortada la cabeza.

Ved cómo anuncia y prefigura al Concilio el P. Marie-Rosaire Gagnebet, en una página magnífica:

«Baronio pretende encontrar la institución divina de los Concilios Ecuménicos en la confesión de Cesarea de Filipo. Es esto una exageración. Pero esta escena grandiosa del Evangelio, ¿no es, en cierta manera, la prefiguración de los Concilios Ecuménicos? Por la boca de Su Vicario, Cristo Jesús ha preguntado a los sucesores de los Apóstoles: “¿Qué dicen de Mí los hombres de ese tiempo?”. Los Obispos han referido fielmente las opiniones erróneas que corren en nuestro pobre mundo sobre Nuestro Señor Jesucristo, Su Iglesia, la misión que, por medio de ella, sigue realizando sobre la Tierra. Han descrito largamente esos errores, tanto entre los individuos como en la sociedad. Mañana, en el Concilio, Cristo preguntará a todo el cuerpo episcopal: “Pero, para ti, ¿quién soy Yo?”. A esta pregunta, el Concilio entero responderá por la boca de Juan XXIII, como han respondido los veinte Concilios precedentes por la voz de los Sucesores de Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Esta profesión disipará entre nosotros todos los titubeos. Fijará para la Iglesia de hoy los caminos a seguir para conducir a la humanidad presente a su fin sobrenatural. Todas esas decisiones soberanas no serán inspiradas a Pedro y a los sucesores de los Apóstoles por la carne y la sangre, ni por la sabiduría de los teólogos; lo serán por el Espíritu Santo, guía y luz de los Concilios...»[25].

Jesucristo, el Hijo de Dios vivo: a Él espera del Concilio el mundo. A Él a quien designan, anuncian y proclaman «las enseñanzas pontificias desde León XIII». Es Su Realeza la que el Concilio se propone atestiguar eficazmente.

 

7. La sociedad cristiana

La perspectiva histórica que acabamos de evocar no es la única; sencillamente, es la que de ordinario se pasa en silencio, o la que se ignora. El modernismo, más o menos, ha invadido, paralizado, pervertido, difuminado o asediado todo lo demás; pero todo lo demás existe y vive. Los errores modernos están, con diferente gradación, un poco por todas partes; pero el mundo moderno no está tan sólo constituido por errores. La civilización moderna, que sería mejor llamar la barbarie moderna, ejerce en todas partes su presión ideológica y sociológica, pero no todo le pertenece. Los falsos principios engendran un gran número de iniciativas y realizaciones; esto es un hecho, pero un hecho que no significa en modo alguno que todas las realizaciones, que todas las iniciativas del mundo contemporáneo sean intrínsecamente perversas. Muchos dinamismos e inmensas generosidades sufren una desviación de su orientación, operada por el modernismo social. Esas generosidades no dejan de ser inmensas, esas generosidades no dejan de ser preciosas. Es preciso trabajar para liberar a esos dinamismos, a esas generosidades, del modernismo que las invade y desvía. Tal es nuestro pensamiento.

La Historia de la Iglesia, desde hace un siglo, no se reduce a una lucha contra la invasión universal del modernismo. Hablamos de ello porque esto es una realidad y los otros no hablan de ello. Y porque esta omisión y esta postergación falsean todo. Nosotros reparamos esta omisión, llamamos la atención y la reflexión también sobre este aspecto. Por lejos y por profundo que haya llegado el modernismo, no impide, porque esto no se halla en su poder, no impedirá jamás esto: que la Iglesia en verdad es una, santa, católica y apostólica. Impide rehacer una Cristiandad. Contribuye a perder almas para toda la eternidad. No suprime a la Iglesia. No agota la santidad: reduce su espacio vital y disminuye los frutos. Aniquila o pervierte muchos esfuerzos sociales, haciéndoles perder la conciencia clara de que se trata de «instaurar y restaurar sin cesar en Cristo la civilización cristiana». El modernismo no es la totalidad de la historia, es la niebla que retarda o desorienta el desenvolvimiento de la historia.

Incluso desde un punto de vista histórico y descriptivo, hay en la Iglesia muchas otras cosas más que la instalación del modernismo in sinu gremioque Ecclesiae y que la resistencia más o menos esporádica a esta instalación. Hay, en primer lugar, el testimonio y la enseñanza intactos de la Santa Sede: Sobre esta piedra está edificada la Iglesia y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. Hay todo lo que una mirada incluso superficial entrevé, los signos exteriores de una extraordinaria floración de santidad, de la que sería imposible hacer el cómputo y la nomenclatura. Hay lo que se llama «el movimiento mariano», que es uno de los resultados de la intervención y de la presencia de la Santísima Virgen misma en el curso de la Historia, intervención y presencia no ya ocultas–, sino manifiestas, y cada vez más manifiestas a partir del 27 de noviembre de 1830. La historia es fechas y comienzos, y esta fecha es, desde luego, un comienzo. Hay las Congregaciones Marianas de seglares, que son, decía Pío XII, «la Acción Católica en el espíritu de la Santísima Virgen», y que, añadía, jamás han correspondido a las necesidades y coyunturas de cada época tanto como en la hora presente[26]. Hay el inmenso movimiento múltiple y diverso, de los ejercicios en régimen de internado; hay los Hogares de Caridad; los Focolari; hay los Institutos Seculares; hay todas las formas y todas las modalidades de atención espiritual y del apostolado misionero, de un extremo a otro del Universo. Hay el misterio doloroso de la Iglesia del silencio y más mártires que en ningún otro siglo de la historia del cristianismo.

Lo que queda en suspenso, o hasta ahora destinado al fracaso o pervertido, es la dimensión social del cristianismo. Es sobre todo la dimensión social la que está esclavizada (colonisée) por los errores modernos y abierta a los crímenes modernos. Es la Cristiandad la que está amenazada. La Cristiandad de ayer subsiste cada vez menos. La Cristiandad de mañana, en proyecto desde León XIII, marca el paso –construcción frenada, desviada, perseguida o saboteada por el modernismo social. El mundo moderno hace incesantemente abortar a la sociedad cristiana, y es ayudado en esto por cristianos. Cada día, a cada hora de elección entre el espíritu de la sociedad cristiana y el del mundo moderno, hay un error de agujas, desorden y confusión a causa de las costumbres del modernismo, de los condicionamientos del modernismo, de las falsas ideas modernas sobre el hombre, sobre la sociedad y sobre la historia. Si se tratara de juzgar a las personas, sería totalmente imposible: No juzguéis, la mezcla de la cizaña y el buen grano es inextricable, salvo para la mirada de Dios; pero se trata de liberar la conciencia cristiana de las ideas falsas, de las ideas separadas de la fe, que sobre el terreno de la civilización la obstruyen, la anestesian, le dan aspecto de sonámbula.

El ateísmo contemporáneo y el modernismo social se reúnen en un mismo impacto de hecho, y esto es por lo que actualmente todo el modernismo se resume finalmente en la apertura, consciente o inconsciente, de la puerta principal o de la puerta trasera a las operaciones o a las manipulaciones del comunismo soviético. Pues el comunismo, por su designio particular, coincide con el modernismo social:

«Su designio particular es el derrumbar radicalmente el orden social y aniquilar hasta los cimientos de la civilización cristiana»[27].

Y el comunismo, más o menos disfrazado, ha entrado por las puertas que le ha abierto, con sociedad secreta o sin ella, el modernismo social:

«Esta propaganda (comunista) penetra poco a poco en todos los medios sociales, incluso en los más sanos»[28].

«Más todavía, procuran infiltrarse insensiblemente (los comunistas) hasta en las mismas asociaciones abiertamente católicas o religiosas»[29].

El origen histórico, León XIII lo ha dicho, Pío XI lo ha repetido; coincide con la definición misma del modernismo:

«León XIII […] señalaba con clara visión que la marcada tendencia de las masas al ateísmo tenía su origen, en una época de tan grandes progresos técnicos, en las quimeras filosóficas que se esfuerzan, ya desde hace tiempo, en separar la ciencia de la fe, y a la Iglesia de la vida activa»[30].

Desde 1917, el comunismo es el gran colector de todas las ideologías modernistas, el gran ensamblador de todos los errores modernos, la realización última del espíritu que no es cristiano. Desde Fátima sabemos que allí está en juego el sentido de la historia y el porvenir de la humanidad.

Las «enseñanzas pontificias desde León XIII» son las enseñanzas, sin precedentes en cuanto a su amplitud, su esclarecimiento, su número, su adaptación, que han sido dadas por la Santa Sede entre las dos mitades del Concilio Vaticano, entre el Concilio interrumpido en 1870 y el Concilio reemprendido en 1962. Algo va a terminarse, no con el término que es fin y muerte, sino con el término que es alcanzar la plenitud y la perfección según su orden. Algo va a comenzar, no con el comienzo absoluto y bárbaro de la tabla rasa, sino con el comienzo que es una realización.

Las enseñanzas pontificias «desde León XIII», que es el sucesor inmediato del Papa del I Concilio Vaticano, «hasta Pío XII», que es el predecesor inmediato del Papa del II Concilio Vaticano, son las enseñanzas que explican bajo todos sus aspectos lo que es, en la época moderna o en la época postmoderna, el Reino del Corazón de Jesús en toda la vida y en cada instante de ella.

Por el Concilio, si place a Dios, el Espíritu va a poner a los hombres de Iglesia y al pueblo cristiano en estado de realizar esas enseñanzas.

 

[1] En su libro Le philosophe et la Théologie (Fayard).

[2] Un folleto de La Bonne Presse, titulado: Léon XIII: le Saint Esprit.

[3] En Itinéraires, núm. 38, págs. 129 y ss.

[4] En su libro Le Docteur Angélique, Desclée de Bouver, 1930.

[5] Paraf. 26.

[6] Paraf. 34.

[7] Paraf. 43.

[8] Paraf. 13.

[9] Paraf. 17.

[10] El subrayado es nuestro. El texto latino dice: Haud enim intermiserunt novos aucupari et in clandestinum foedus arcire socios. Se refiere, por tanto, a una sociedad secreta.

[11] PÍO XII, Discurso del 3 de junio de 1951.

[12] Chronique sociale, de 15 de mayo de 1955, pág. 256.

[13] Véase a este respecto el siguiente párrafo del Motu proprio del 29 de junio de 1914: «Ha sucedido, porque Nos habíamos dicho que era preciso sobre todo seguir la filosofía de Tomás de Aquino, sin decir que era preciso seguirla únicamente, que muchos se han persuadido de que obedecían a nuestra voluntad o, por lo menos, que no la contradecían, si tomaban indistintamente, para conformarse con ella, lo que alguno de los Doctores escolásticos ha enseñado en Filosofía, aunque tal enseñanza se opusiera a los principios de Santo Tomás».

[14] PÍO XII, Discurso a los Cardenales, de 2 de junio de 1948.

[15] PÍO XII, 1.º de mayo de 1955, y passim.

[16] Ubi arcano Dei, de 23 de noviembre de 1922.

[17] Quas primas, de 11 de diciembre de 1925.

[18] Hecha por León XIII.

[19] Encíclica Ad coeli Reginam, de 11 de octubre de 1954.

[20] Las traducciones difieren más o menos. Para el original en portugués y el examen crítico de las diversas versiones, ver el libro de C. BARTHAS, Fatima, merveille du XXe siècle (Fatima-Editions, 3 rue Constantine, Toulouse), págs. 85 y sigs.

[21] Especialmente las revistas L’Homme nouveau y L’Appel de Notre-Dame, publicadas en 1, Place Saint-Sulplice, París.

[22] Oración con el Imprimatur del Obispo de Leiría-Fátima y prevista para el rezo diario.

[23] Es decir, a los quince misterios del Rosario. Ver, entre otros: R. P. CALMEL, Le Rosaire dans la vie (Editions Fleurus); Romano GUARDINI, Le Rosaire de Notre Dame (Bloud et Gaye); SAN LUIS MARÍA GRIGNON DE MONTFORT, El Secreto Admirable del Santísimo Rosario. Como es sabido, Grignon de Montfort fue canonizado por Pío XII en 1947: para nuestro tiempo y para lo porvenir.

[24] Ver las cien páginas de documentos pontificios de nuestro número sobre «La Realeza de María y la consagración a su Inmaculado Corazón», Itinéraires, núm. 38.

[25] En Divinitas (revista publicada por la Pontificia Universidad de Letrán), 1961, núm. 2. En los «Documentos» del núm. 61 de Itinéraires hay un copioso resumen de este artículo del Padre Gagnebet.

[26] Sobre las Consagraciones marianas (y sobre la Legión de María), ver la tercera sección de los documentos pontificios de nuestro núm. 38, de Itinéraires.

[27] Encic. Divini Redemptoris, Parag. 3.

[28] Ibid., Parag. 17.

[29] Ibid., Parag. 57.

[30] Ibid., Parag. 4.