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Número 223-224

Serie XXIII

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Objetividad y verdad en historia

OBJETIVIDAD Y VERDAD EN HISTORIA
POR
.Al.VARO D'ÜRS
A Juan Vallet de Goytisolo, gran defensor
del pensamiento, en estos dempos de fanatismo
revolucionario.
Me propongo exponer, en esta ocasión, c6mo entiendo la Ob­
jetividad

en Historia, lo que presupone una determinación de
cuál sea el «objeto» de la misma, y en qué medida puede ha­
blarse de Verdad eo esta ciencia. Hablaremos, pues, de la Ob­
jetividad y de la Verdad en Historia.
Crisis en la historiografía.
Es una observación común de hlstoriadores y no-historiado­
res que, a un siglo eminentemente historicista como fue el si­
glo
XIX; ha seguido un siglo de signo contrario como es el nues­
tro, sobre todo después de su primer tercio. Esta crisis del his­
toricismo no se
ha limitado al alto nivel de la literatura histo­
riográfica y de la cultura eo general. Sería un error el cifrar esta
crisis en la falta de grandes figuras de historiadores comparables
a los del siglo anterior, pues la verdad es que, después del pri­
mer tercio del presente siglo, esta ausencia de figuras estelares
no debe reconocerse
tan sólo en la historiografía, sino en todos
los demás campos de
la cultura, de las artes y de las armas, de
la política y de la literatura en sus múltiples· formas, hasta el
Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'OR,S
extremo de que parece haberse extinguido por todo el muudo
la fuente de la inspiración genial que venía animando singular­
mente a los grandes hombres de los siglos anteriores. La crisis de la historiografía no sería, desde este puuto
de vista, un fe­
nómeno aislado, sino una manifestación más de una crisis más
general.
En el análisis de esta crisis del género humano no podemos
entrar ahora, por la excesiva amplitud y complejidad del tema. Se dice, a veces, entre los hombres de ciencia, que la progresiva
e irreversible
especialliación en la investigación es lo que ha cau­
sado
la imposibilidad de qué se den aquellas grandes figuras de
antaño, de saber más amplio, incluso, a veces, universal. Pero
esto, que puede ser parcialmente verdad, no lo explica todo,
pues, como decimos, la crisis de grandes
figuras no

se observa
hoy tan sólo en el campo de las ciencias, sino en todas las ma­
nifestaciones de saber, del arte y, en general, de la vida. Se
diría
que uua especie de democratización igualitaria ha venido a en­
torpecer la existencia de figuras sobresalientes. Si nos reducimos a considerar la crisis del historicismo, ve­
mos que hay algo más profundo, que puede apreciarse en
la
mentalidad general de nuestra época, y que consiste en un tras­
lado fundamental del interés por lo diacrónico a lo sincrónico.
Este giro de la mentalidad moderna se nos manifiesta en las
distintas formas del esttucturalismo, que presenta efectivamente
distintas modalidades según las ciencias a que se aplica; que no
es propiamente uu nuevo método científico, sino, mejor diría­
mos, una actitud del espíritu moderno, un verdadero signo de
los tiempos.
La_s rafees generales

de esta preferencia por lo sincrónico res­
pecto a lo diacrónico deben buscarse más atrás en el tiempo, y
reconducirse al
giro anti-teológico que supuso la sustitución de
un
Dios creador, anterior, por tanto, al mundo creado, por una
Naturaleza que no quiere explicarse ya casualmente, sino por
su actual consistencia en las múltiples interacciones de los ele­
mentos que
la componen.
Una proyección diríamos moral de este mismo giro espiri-
316
Fundaci\363n Speiro

OBJETIVIDAD Y VERDAD EN HISYORJA
tual del mundo contemporáneo puede detectarse también en la
exaltación de
la fraternidad humana a costa de la paternidad, que
es, por
sí misma, diacrónica, pues se inserta en la genealogía.
En este sentido, el desprecio por el llamado paternalismo,
la
exacerbación de la natural rebeldía de los hijos contra los padres,
la misma intolerancia de la potestad constituida, son repercu­
siones de este fenómeno más radical de crisis de
la paternidad:
son como voces que claman por
la sincro!Úa en contra de la dia­
cro!Úa,
y, por ello mismo, manifestaciones también de la crisis
del historicismo. La misma crisis del derecho que podemos detectar los ju·
ristas se enlaza con esta exclusividad de lo sincrónico, porque el
derecho, todo el derecho, es siempre histórico. La actividad de todo jurista consiste siempre en juzgar sobre hechos nuevos a la
luz de principios antiguos, como son los que pueden contenerse
en un código, incluso un código centenario, en una doctrina
tra·
dicional, que ha llegado, con el tiempo, a constituir una commu­
nis

opinio,
en un precedente judicial, muchas veces antiguo, etc.:
siempre en textos históricos. Es comprensible que una menta­
lidad sincrónica se resista a tener que buscar los principios apli­
cables al nuevo hecho real, condicionado tantas veces por
cam­
bios

sociales profundos, en leyes o libros antiguos, escritos en
unas circunstancias radicalmente distintas, y, a veces1 en un len­
guaje que resulta poco inteligible. Y de esta misma repugnan­
cia por el miramiento diacrónico imprescindible en todo juris­
ta proviene el abandono, muchas veces, de los antecedentes
le­
gales

o doctrinales que explican el derecho vigente, incluso la
falta de respeto por aquel principio, considerado tradicionalmen­ te como fundamental, de que
ninguna reforma debe conculcar
los derechos adquiridos por cualquier persona al amparo de nor­
mas ahora invalidadas. De
ahí esa tendencia moderna, en el
campo del derecho, a cierta irracionalidad, que lleva a buscar
soluciones por un solo instinto de momentánea conveniencia
so­
cial

que, naturalmente, no puede fijarse en reglas con un
núnimo
de

formal racionalidad. La misma llamada jurisprudencia de in­
tereses no .es
más que

un aspecto de este abandono de lo
con,
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Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
ceptual y racionalizado por un supuesto beneficio de las exigen­
cias sociales concretas de. cada momento. En realidad, algo no
muy distinto de lo que se ha llamado
la «Moral de situación»,
también
ella una manifestación más del olvido de principios per­
manentes, es decir, del olvido de
la diacronía, pues los principios
siempre han de ser anteriores a la situación que debe ser juz­
gada por ellos; también la «Moral de situación» prescinde de toda diacronía. Como es inevitable, esta revolución de la sincronía
ha influi­
do poderosamente en la educación de la juventud, y los profeso­
res universitarios podemos apreciar constantemente la progre­
siva insensibilidad de nuestros estudiantes para una visión cro­
nológica, incluso para la diferencia entre siglos
y la más elemen­
tal perspectiva histórica en cualquier campo
del saber. Hasta qué
punto todas las Humanidades quedan desfavorablemente condi­
cionadas por esta crisis de
lo diacrónico no requiere ahora acla­
ración especial, pues se entiende por sí mismo, ya que todas las ciencias humanísticas, al fundarse en libros y autoridades, son
es­
pecialmente

diacrónicas.
Pero, por lo que a la Historia concretamente se refiere, ¿cómo
se presenta esta crisis de la que venimos hablando?
En
mi opinión -y como he explicado en otras muchas oca­
siones--, el punto de partida de esta crisis de lo histórico debe
buscarse en aquella afirmación, en otro tiempo quizá inocente
por inconsciente de las consecuencias que con
el tiempo iba a
tener, de que la Historia se refiere a los acontecimientos -sólo
a los más importantes, como solía admitirse--, es decir, a los
facta. Los textos -los verba-no serían, segón esta idea muy
común,

más que los
· instrumentos
para conocer los hechos
real­
mente acontecidos, lo que se llama «fuentes de conocimiento»,
y cuando estos textos eran más
modernos, se
les
llamaba «biblio­
grafía».
Ahora

bien: si la Historia se refiere a los mismos
hechos
acontecidos,

a los
facta, no hay razón para no aplicar a su estu­
dio los mismos métodos que sirven para analizar los hechos
ac­
tuales

de hoy.
Y aquí

está el
giro revolucionário que ha cam-
318
Fundaci\363n Speiro

OBJETIVIDAD Y VERDAD EN illSTORJA
biado, de hecho, el rumbo de la historiografía y ha determinado
la crisis del historicismo: la extensión, al análisis de los he4ios
pasados,

de los mismos métodos cuantitativos que son propios
del análisis de los
/acta actuales, en lo que volvemos a ver µna
ocupación

de
la Historia, necesariamente diacrónica,. por los mé­
todos de la sociología, necesariamente sincrónica. De esa revolu­
ción metodológica surgió la Historia de los «hechos sociales»,
en cuya moda vemos hoy moverse, desgraciadamente, a un gran
número de historiadores. Esto se pudo considerar, en un primer
momento, como un avance científico: si
la antigua histoi;iografía
era1 como se decía, un género de la retórica, ahora, por fin, po­
día pretender el rango de verdadera ciencia, gracias a los méto­
dos más exactos de
la Sociología. Hasta qué punto no debe verse
esta revolución como un triunfo de Augusto Comte, el funda­
dor de
la Sociología, no es necesario recordarlo.
Así que, en efecto: la Historia -se decía- debe ser una
Sociología del pasado.
Naturalmente, esto
implicaba una prefe­
rencia por el estudio de
la época contemporánea, y un cierto
abandono
de las de épocas anteriores, especialmente la de la
Antigüedad, porque
lo que llamamos Pre-Historia volvía a ser,
quizá, más susceptible, precisamente por la falta de textos, de
un estudio con los métodos cuantitativos, más «científicos» por referirse directamente a las cosas y no a las referencias textuales
personales. Pero es claro que
el análisis directo de los hechos pasados es
imposible, porque sólo los conocemos por referencias textuales.
Aun cuando extraemos de estas referencias unos datos que po­
demos
dar por ciertos, siempre nos encontramos con una docu­
mentación insuficiente para poder aplicar a su estudio los mé­
todos de la Sociología, que debe contar con una información
más completa. Por ejemplo, uno de los primeros datos que ne­
cesita la Sociología, para poder desarrollar sus métodos, es
el del
número

de habitantes de una determinada ciudad o territorio.
Esto puede hacerse en la actualidad con
bastante exactitud, pero,
a

medida que nos vamos remontando hacia el pasado
má,. Je­
jano,
un c.Uculo de

este tipo se
haoe necesariamente más in-
319
Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
seguro, hasta llegat a lo puramente conjetural. Por ejemplificar
otra
dificultad similat: el cálculo
de la edad media de mortalidad
en una determinada poblaci6n se ha querido aplicar a épocas en
que s6lo contamos ya con unas pocas lápidas funerarias; pero,
aparte de

la escasez de las mismas, es
difícil calcular el margen
de error, puesto que, en esas lápidas,
la edad del difunto suele
hacerse constar tan s6lo cuando aquél
alcanz6 una
edad avan­
zada o murió prematuramente, pero no, precisamente, cuando
se murió en la edad en que normalmente snele sobrevenir la
muerte. Y
lo mismo cabe decir del índice de natalidad, de la
alimentación, del nivel de vida, etc. Los testimonios que pata ello contamos se van haciendo más escasos e
insegutos a

medida
que vamos retrocediendo en el curso
de los siglos.
Todo

esto ha llevado al historiador a una cierta decepción
acerca de la exactitud de su propia ciencia. Aunque en algunas
ocasiones se haya podido exhibir
algún resultado brillante de ese
análisis sociol6gíco del pasado, el panorama general resulta deso­
lador. En este sentido, decimos que la perspectiva sincr6nica
de
la Sociología ha atruinado la dignidad de la Historia, nece­
sariamente diacr6nica,
y fundada sólo en textos, en los verba
y no en los /acta del pasado.
El objeto de la Historia. De
ahí nuestro ya antiguo esfuerzo por volver a centrat el
objeto de
la Historia en los verba, en los textos, respecto a los
que todos los demás, como pueden ser los restos de la llamada «cultura material» o del atte, no son más que ilustraciones, in­tegradas, por ello, en la «lectura» de los textos. En consecuen­
cia, nuestra ubicación de la Historia, dentro del cuadro general
de las ciencias, en aquella sección de las Humanidades que
lla­
mamos de las Ciencias Hermenéuticas, y, por ello, en estrecha
relación con
la Filología; y de esta ubicación humanística de la
Historia se sigue su distanciamiento de la Sociología y demás ciencias propiamente sociales o, como preferimos decir, a aten-
320
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OBJETIVIDAD Y VERDAD EN HISTORIA
ción a su conexión con el «hábitat» de toda población, ciencias
«geonómicas».
El carácter humarústico de la Historia queda, por lo demás,
corroborado por la observación
de que en ella el objeto y el su­
jeto son homogéneos y se llegan a combinar de manera insepa­
rable en
el acto de «hacer Historia». Toda la Historia se re­
duce a escribir reflexiones escritas sobre otras reflexiones igual­
mente escritas sobre
el acontecer humano. No sólo esta última
referencia al acontecer humano, sino, sobre todo,
la superposi­
ción constante

de palabras sobre palabras, lo que, a veces, puede
aparecer como acumulación de la bibliografía sobre las fuentes,
encierra todo el estudio histórico en un ciclo puramente huma­
no, en el que objeto y sujeto se combinan, y en
el que, suce­
sivamente,
el que puede actuar como sujeto se convierte pron­
tamente en objeto. Se trata así
-en nuestra opinión- de depurar la Historia
de los métodos, miras y modas de la Sociología, que tendían a
convertir a la Historia en una especie de Sociología menos exac­
ta y, por tanto, de rango inferior. El
gíro socialliante de

la Historia, que condujo a la crisis
de ésta, se fundaba en
la critica de que, siendo los hechos, como
solía decirse,
el objeto de la Historia, no había que persistir en
la reducción tradicional a los acontecimientos más importantes de los protagonistas, como eran batallas y reyes, sino que debían
analizarse los

fenómenos colectivos, es decir, socio-económicos.
Frente a esta tendencia socializante, pensamos que
la verdadera
Historia, al tener por objeto los textos, debe tomar en conside­ ración las reflexiones de la conciencia de los autores de los tex­
tos sobre todo
el acontecer humano, sin convertir a este mismo
acontecer fáctico en objeto directo de la Historia. Es comprensible que la
reflexión del

historiador, que es
quien hace la Historia, pues, como su nombre indica, la Histo­
ria es, ante todo, narración, verse principalmente sobre la con­ ducta de otros hombres, ya que, de suyo, nada puede interesar
tanto a · un hombre como otro ser humano, su conducta y sus
obras. De ahí que la Historia sea, ante todo, biografía. Que esta
Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
historia biográfica se haya centrado tradicionalmente sobre fi­
guras estelares es muy explicable, pero nada impide que la mis­
ma atención
biográfiéa se

dirija hacia
figuras que,
aunque me­
nos estelares, son representativas
de grandes grupos humanos. La
dificultad puede estar en que las fuentes resulten más escasas,
pero, en la medida en que las fuentes lo permiten, pues sin ellas
no hay nada que decir, el historiador puede reflexionar también
sobre esas figuras más secundarias, incluso oscura.si -pero que
manifiestan, sin embargo, una conciencia real digna de conside­
ración, figuras que podríamos llamar «típicas». Así ha ocurrido,
por ejemplo, con la -gran ampliación del horizonte personal que
ha permitido
alcanzar la

documentación papirológica, que nos in­
forma sobre existencias del todo oscuras, incluso anónimas, pero que no dejan de ser personales, y no deben nunca transformar­se en supuestos datos sociales. Después de todo, por muy humil­
de que sea, cualquier texto en papiro que encontremos, tiene un
autor, aunque sea el recibo del precio de unas cabras vendidas
por un aldeano a otro aldeano. Estos mínimos testimonios pue­
den multiplic_arse,
y nos pueden dar una idea, si se quiere, sobre
la situación económica de un momento
y lugar, pero, para el
historiador, lo que interesa es el testimonio mismo, debidamente
contrastado y criticado, pues la comparación con otros textos puede hacerle sospechar que aquel precio de las cabras era
fic:
ticio, y que se trataba realmente de una donación; en ese caso,
la nueva reflexión del historiador debe versar sobre la misma
ficción del documento. De este modo, es claro que se puede hacer una Historia eco­
nómica, como también una Historia de la Economía. Esta últi­ ma versará sobre los esctitos que tratan de Economía, de las teo­
rías
y observaciones sobre los fenómenos económicos; aquella
otra, en cambio, versará sobre las referencias personales de la
vida económica. En ambos casos, no se trata ya de Economía, sino de Historia, pues la Economía se refiere a hechos, como
ciencia social que es, en tanto la Historia se refiere a textos, es
decir, testimonios personales. Y así con todas las otras ciencias.
Una Historia de la Qu!mica, por ejemplo, no pertenece a la
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OBJETNIDAD Y VERDAD EN HISTORIA
Química, ciencia natural, sino que, al referirse a los textos es­
critos por los químicos, sigue siendo Historia. Incluso sucede así
cuando la Historia se refiere a
otra disciplina

también humanís­
tica: una Historia de la Filosofía o de
· la

Teología es propia­
mente Historia,
y no Filosofía o Teología; en estos casos, las
mismas ciencias historiadas, por ser humanísticas, se refieren tam­
bién a textos, pero la diferencia respecto a su Historia estará en
que
cl punto de vista de ellas es temático, en tanto el de la His­
toria es esencialmente diacrónico; así, aunque a veces puede ha­
ber coincidencias, la actitud del historiador es siempre distinta:
no pretende presentar un sistema racional de la matería1 sino se­
guir una secuencia histórica, aunque sea en relación con los mis­
mos temas establecidos por los autores historiados.
En conclusi6n, lo que venimos defendiendo respecto a la
Historia es su independencia frente a la Sociología, su reconduc­
ci6n a reflexiones personales sobre existencias personales
y no
sociales,
y para ella la concreción de su objeto directo en los
textos, que son siempre personales: en los verba y no directa­
mente en los /acta.
Certeza histórica.
Planteado así el objeto de la Historia, debemos ver ahora en
qué puede consistir
la certeza de la ciencia hist6rica; pero al lle­
gar a este punto me
earece necesario
distinguir dos niveles de
certeza: el

de una inmanente certeza de la misma Historia, que
podemos llamar Objetividad,
y otro· que la trasciende y resulta
ordinariamente inaccesible, que es
el de la Verdad.
En cierto modo, .aunque sin contraer con esto un compro­
miso con los filósofos que, como Heidegger, han usado moder­
namente

de tal distinci6n, esta
diferencia entre

Objetividad y
Verdad equivale a la que
podemos ver

entre «s1gnificado»
y «sen­
tido» de las palabras; para nosotros;
dé las

palabras en que con­
siste la Historia.
Sé trata

siempre
dé palabras,

pues no dejamos
de tenet por objeto los
textos, pero estos·· textos pueden

tener
323
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ALVARO D'ORS
un significado convencional, idiomático, que es aquello que el autor de
las palabras nos quiere comunicar; y a esto se refiere
nuestra investigación de la Objetividad. Pero pueden también
representar algo no directamente perceptible por el mismo te­ nor literal; pueden tener una referencia que trasciende a la in­tención del autor de las palabras,
y que es su sentido, y a él se
refiere la
cue_stión sobre

la verdad de las palabras
y de la His­
toria. En otros términos: la Verdad no queda nunca directamente
manifestada por los textos mismos, sino que resulta de un con­
traste trascendente de los mismos que no podemos alcanzar por
los métodos propiamente históricos, sino que depende de un des­
velamiento ocasional, que,
· en

todo caso podemos profetizar por
inspiración, pero no deducir de los textos mismos. No se trata
de una alternativa, sino de una acumulación trascendente: el sig­
nificado objetivo de las palabras tiene, además, un sentido que
ordinariamente el historiador no conoce. El significado es siem­
pre singular, de palabras o textos concretos, el sentido, en
cam­
bio,

por su mismo carácter trascendente, puede predicarse, no
sólo de lo singular, sino de lo universal,
y por eso nos podemos
plantear la cuestión del sentido total de la Historia.
Objetividad, en Hi,toria.
Si admitimos que el objeto de la Historia son los textos, y
no los hechos mismos sobre los que la reflexión humana ha pro­
ducido los textos, se deduce
necesariame,'.,te que
la Objetividad,
en Historia, no puede referirse a una como reconstruida idea de
lo acontecido, aunque
as! piensen

tantos historiadores
y ottos
que no lo son, sino a la recta adecuación de las propias palabras
de los textos, esto
si, críticamente

confrontados
y establecidos.
La depuración critica de un texto se procura alcanzar, en
primer lugar, por la
critica textual

interna, según los cánones de
la
Filologia y, en segundo lugar, mediante la confrontación de
otros textos, que nos permite muchas veces juzgar sobre la
Ob­
jetividad

concreta del testimonio, a la vez que sobre la del autor
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Fundaci\363n Speiro

OBJETNIDAD Y VERDAD EN HISTORIA
de los mismos en general, de donde podemos también deducir
un criterio sobre la fiabilidad de otros testimonios del mismo autor. De este modo, hasta donde podemos contar con textos
y comparar críticamente unos. textos-con otros, podemos preten­
der una relativa Objetividad. Esta es la máxima pretensión de
un historiador.
En cambio, cuando le faltan los textos, el histo·
riador, si no quiere, ni debe, lanzarse al mundo de- la conjetura
que excede del ámbito de la Objetividad, no puede hacer más que enmudecer
y ejercer el arte de• la Sigética, es decir, de aque­
lla ciencia
que nos dice cuándo debemos abstenernos de decir
algo.
En el fondo, esta Sigética es una manifestación de la vir­
tud de la Prudencia, pero, en
relación con
el historiador, equi­
vale a la prudencia de saber callar cuando
enmudecen los

textos,
objetos propios de la Historia. Ningún historiador ha dejado de
reconocer
la necesidad de practicar esta ciencia del silencio: el
ars silendi, que es una manifestación justamente de la humildad
que los historiadores suelen
llamar ars ignorandi o nesciendi.
Es una virtud muy característica del historiador, pues es fa pri­
mera manifestación de su Objetividad, que, como
· decimos,
en­
cueotra un límite
alli donde se acabao los textos. Y eo esto hay
una clara diferencia -permítaseme esta nueva referencia a mi más auténtico
oficio--entre

el historiador y
el jurista, pues éste
no puede callarse ante
la falta de textos normatjvos, sino que
allí donde éstos le faltan debe construir
él, por vía lógica, incluso
por intuición profesional, una norma
utiliza\,le. Y
así ocurre
también con aquellos juristas que debemos
fundar nuestras so­
luciones confornie a un derecho histórico_ cuyos textos se nos
conservan de manera, no sólo muchas veces contradictoria, sino
también incompleta: me refiero concretamente a los romanistas,
que, si, como historiadores podemos practicar el
ars ignorandi,
como juristas que realmente somos y primeros responsables de
la continuidad de una tradición culta del derecho,
_no podemos
menos

de inventar soluciones normativas
allí donde
enmudecen
nuestras fuentes. En este sentido, nos aproximamos mucho más
a un juez, que no puede dejar de dar sentencia so pretexto de-
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ALVARO D'ORS
oscuridad de .las leyes, que a los verdaderos historiadores, que
deben enmudecer cuando no pueden ser objetivos, es decir, cuan­
do les faltan los textos. Hasta aquí nuestro discurso sobre Objetividad.
Verdad, en
Historia.
Si

nos preguntamos ahora acerca de la Verdad en Historia,
puede ocurrir que nos
venga a

mano la definición de la Verdad
como adecuación del pensamiento, o lo que es lo mismo, la pa­
labra a la cosa. Pero también con este concepto de Verdad
te­
nemos

que concluir que la Verdad es inaccesible al historiador.
En efecto, esa cosa a la que deben adecuarse nuestras palabras de historiadores no es algo que podamos· captar directamente,
pues son cosas que han dejado de
existir: ya

no son, y nos re­
sultan impalpables. La muerte de César, por ejemplo, la coro­
nación de

Carlomagno, o
1a venta de unas cabras a la que antes
nos hemos referido no son
hechos_ que
nosotros podamos cono­
cer más que por los textos. Esto quiere decir que tal adecuación tan sólo puede alcanzarse por el estudio crítico de los textos mismos, y entonces no se trata más que de la Objetividad, puesto
que ésta implica ya
la autenticidad, la falta de error o falsedad
en el autor del texto, la confrontación de los distintos textos
que se refieren al mismo hecho, etc. Si eso fuera la Verdad, no
podríamos distinguir la Verdad de la Objetividad. Sio embargo,
creo que la Verdad es algo distinto de la Objetividad, pero
pre­
cisamente

porque no se trata de hechos. Esto nos obliga a plan­
tear de otro modo qué sea
la verdad.
La pregunta de Pilatos ¿Quid est
veritas? (Jn., 18,

38) no
deja de ser en ningún momento una pregunta acuciante, a la que,
si seguimos sin dar una respuesta- satisfactoria, es precisamente
por la misma causa que impedía al prefecto de Judea encontrar­
la. Sio embargo, su dificultad resultaba más misteriosa porque
precisamente tenía la Verdad en persona delante de él: en la
persona de Cristo, que
él iba, por cobardía, a dejar ejecutar en
326
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OBJETIVIDAD Y VERDAD .El'l HISTORIA
una cruz. El mismo Jesucristo había declarado formalmente que
El eta la V etdad. Todos lo
sabelI!os, y muchos .admitimos que
era
efectivamente así; es
más, no

se ha vuelto a repetir a
lo lar­
go
del. curso de

los siglos que
alguien, otro

hombre, haya dicho,
no ya que decía la vetdad, pues eso se repite constantemente
en boca de todos, y hasta existe una forma solemne de juramen­ to de «decir la verdad y nada más que
.la vetdad»,

sino que él
era la Verdad misma. «Yo soy la Verdad», eso sólo se ha oído
en hora de Jesucristo. Ante cualquiet anticristiano, ante el mar­
xista de turno que niega la vetdades del . Cristianismo, si formu­
lamos la pregunta «¿Acaso etes tú la vetdac\?», no podrá menos
de enmudecer. Nadie se ha atrevido a decir «Yo soy la Verdad».
Sólo Jesucristo. Sin embargo, aun los mismos cristianos que aceptan reveten­
temente esta proclamación
sol~ de Jesucristo,. no parecen sa­
ber, o quizá no osan deducir, las consecuencias que
de tal pro­
clamación se derivan para el concepto ordinario de V etdad, y,
en concreto, para la Verdad en la Historia. Entre la verdad de
los asertos que ellos profieren o encuentran en sus textos y
esa
otra

Verdad personal que es el mismo Jesucristo no tratan de
establecer relación. Se diría que respetan la proclamación evan­
gélica como algo metafórico, pero que la verdad cotidiana que
buscan en su quehacet científico habitual no puede ser algo per­ sonificado y viviente, sino una abstracción de la misma Objeti­
vidad. Es decir, vienen a reconocer que la Verdad es la misma
Objetividad, suponiendo, como decimos, que la Historia se re­
fiete a los hechos y que su Verdad consiste en el ajuste más
exacto posible de sus palabras a esos hechos.
Ahora bien: el problema es éste: ¿puede habet ajuste o ade­
cuación
de las palabras a los hechos?
Hechos
y palabras son realidades muy heterogéneas, y esta
misma heterogeneidad permite ponet en duda que sea posible la
adecuación de algo espiritual como son las palabras a
algo ma­
terial

como son los hechos; sólo con la onomatopeya podríamos
aspirar a una cierta adecuación entre la palabra hablada y el
fenómeno real a la que se refiere;
pero incluso

la onomatopeya
327
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ALVARO D'ORS
escrita pierde ya tal adecuación, y sería absurdo pensar que la
Verdad
consiste en el son de la onomatopeya. La adecuación,
.
repetimos,

debe buscarse entre términos homogéneos como
pue­
den

ser las palabras, no entre las palabras
y las cosas a las que
éstas se refieren. Lo
que un historiador puede · hacer es ajus.tar sus propias pa­
labras a las de los
textos .que son

objeto de su ciencia, pues
hay
homogeneidad entre unas palabras y otras '-las suyas y las de
sus
fuente5-'-, y los hechos realmente sucedidos pueden ser re­
feridos por las palabras, pero no mediante una adecuación, como
puede haberla; en cambio, entre un fenómeno cualquiera y un
instrumento de mensuraci6n, sea. temporal,. sea especial, o . físico
de cualquier tipo. El resultado de estas mensuraciones pueden
ser
referidos en
palabras, pero estas palabras no son
más que
referencias

personales, susceptibles siempre de error o de aprecia­
ción subjetiva; propiamente, explicaciones de hechos. Una palabra
sóló a

otra palabra puede adecuarse. A una cosa
puede una palabra referirse, pero no adecuarse o ajustarse. Cuan­
do a una flor
la llamo

«rosa», esta palabra en nada se parece
a la cosa misma, a
1a flor referida, y, como bien decía la Julieta
de Shakespeare, la rosa
olería. igualmente
bien aunque no se
lla·
mara

así;
pero esa

palabra
«rosa» sí
qu se ajusta a
lo que otras
personas del
mismo idioma

dicen, en referencia a una determi­
nada flor: la
adecuación está

en el lenguaje común, pero respecto
a la cosa sólo hay identidad de referencia. Así también cuando yo digo que Julio César fue muerto los
idus de· marzo del año 44 antes de Jesucristo, esta afirmación
en nada se parece, ni puede adecuarse,
al hecho mismo, sino que
su ajuste debe buscarse
éon las

palabras de las fuentes más per­
tinentes
y la combinación de otros textos que permiten, en este
caso, encontrar la equivalencia de una fecha romana con la cro­
nología cristiana de Dionisia
el Exiguo, seis siglos posterior, por
lo demás, convencionalmente admitida a sabiendas de que es
inexacta, pues, por un misterioso arcano, la fecha más impor­
tante de todas, la de la Encarnación, nos
sigue siendo

descono­
cida,
y, paradójicamente, debernos conjeturarla, con un amplio
328
Fundaci\363n Speiro

OBJETIVIfülD Y VERDAD EN HISTORIA
margen de error, en relación con la muerte del infanticida He­
rodes. El historiador, como venimos diciendo, no tiene acceso di­
recto a los hechos, sino sólo a través de
los textos,

es decir, me­
diante otras
palabras, y en la adecuación de Ulllls palabras a otras,
siempre petsonales, consiste precisamente su Objetividad; adecua­
ción no a unas únicas
palabras, sino

al conjunto de las de tod9s.
los textos convenientemente concettados
y críticamente analiza­
dos. Peto la V etdad no puede reducirse a esta Objetividad, que
es inevitablemente relativa e insegura, pues se trata siempre, _cpmo
decimos, de expresiones personales de la autores de los textos.
Parece claro que,
si la V etdad debe consistir en la adecua­
ción de términos homogéneos, como son
las palabras entre

sí,
peto a
Ulllls palabras

absolutamente ciertas, la Verdad sólo puede
consistir en la adecuación a la palabra de Dios, al V etbo divino, que es precisamente la Segunda Petsona
de la Santísima Trinidad,
que se ha hecho accesible a los hombres mediante la nnión
hi­
postática de la Encarnación. Por eso Jesucristo, cuando dice que
El
es la V etdad, no habla metafórica, ni alegóricamente, sino
que proclama algo absolutamente cietto; que debe entenderse
litetalmente, pues sus palabras humanas son siempre expresión
de su única petsonalidad divina; el Verbo de Dios. Por eso Su
palabra es

la única verdadera, ·Y, como dice
San Juan (T epist.,
1, 10), cuando decimos algo falso, como que no somos pecado­
res, «su palabra no está en
nosotros». Y si Jesucristo es la Ver­
dad por ser
el Verbo divino, toda la Verdad que los hombres
podemos
alcanzar debe
buscarse por la adecuación de nuestras
palabras a las del Verbo. En
'El está

el contraste
de toda Verdad.
Toda la Vetdad es, pues, algo revelado, que no se nos da
directamente, sino que, por sí misma está oculta, y sólo por una
especial revelación nos llega a ser conocida.' El término griego
aletheia lo expresa claramente: la Verdad es algo desvelado. Peto
esta revelación es también divina. Podemos decir, en consecuen­
cia, que la Verdad se predica siempre de nuestras palabras; que
éstas quieten significar algo, pero que el verdadeto sentido de
las mismas sólo es conocido cuando podemos contrastarlas con
329
Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
las palabras del Verbo encarnado, que es, El mismo, la Verdad
personificada. La Historia, como toda otra ciencia, puede buscar
y aun par­
cialmente lograr una gran Objetividad, exactitud, autencidad, en
fin, certeza humana, pero la Verdad, lo que es la Verdad, sólo
le puede venir por una revelación del Verbo que ocasionalmente
y graciosamente le es dada.
Teología de la Historia.
Esto equivale a decir que el historiador sólo puede aspirar
a la Objetividad,
al sentido exacto de las palabras, debidamente
criticadas según los cánones de la Filología, pero que el contraste
de la Verdad pertenece, no ya a
la Historia, sino a la Teología
de
la Historia. Quizá pueda censurarse esta apelación a la T eo­
logía como

una abdicación deLhistoriador, pero, en realidad, los
historiadores más conscientes de su oficio no pueden menos de serlo de sus propias limitaciones, y no deben presumir de alcan­
zar, con todo el rigor de su ciencia, con toda
la humanamente
posible Objetividad, más que algo así como una imagen poco
clara de la Verdad, de una Verdad que, como decimos, no está en los hechos, sino
en una

palabra trascedente, que es inasequi­
ble con los instrumentos de
la razón humana.
El recurso a una Teología de la Historia para explicar el
sentido total del acontecer humano no es insólito en el pensa­
miento de los mismos historiadores, cuando han sabido compren­
der que no basta una Filosoofía de
la Historia, con la que siem­
pre se oculta el verdadero sentido último del acontecer humano.
Recordaré tan sólo aquí al ejemplo de uno de ellos, cuyo presti­
gio como hombre de profunda erudición
y de autoridad en el
ejercicio de su oficio queda fuera de duda, como es el de En­
rique Ireneo
Marfou, cuya
presencia perdimos hace siete años,
y al que me permito mencionar
aquí, quizá también" por la for­
tuna de un conocimiento personal, como un testigo de excep­
cional autoridad y de singular representatividad.
330
Fundaci\363n Speiro

OBJETNIDAD Y VERDAD EN HISTORIA
Para Marron, como para otros, toda la Historia universal se
explica en

función del Reino de Dios, que se nos presenta en el
tiempo como incoado en la
. Iglesia. En

este sentido, toda
la His­
toria universal es una Historia de
la Iglesia. Acude Marrou para
explicarlo a la imagen de un gran tríptico. El panel central del
tríptico es el de
la Redención, cuyo espacio temporal, desde la
Encarnación a la Resurrección y Pentecostés, es breve, pero cuya
centralidad esencial es evidente. El panel de
la izquierda com­
prende los siglos pre-cristianos, de preparación del Advenimien­
to del Salvador, cuya línea principal es la del Antiguo. Testa­ mento, con sus
profecías, pero

sin desvinculación posible de las
antiguas historias profanas, con sus reminiscencias del origen
di­
vino común y los oscuros presentimientos, que podemos ver re­
presentados, efectivamente, en el momento revelador de la Epi­
fanía, en que esas alejadas civilizaciones gentiles confluyen para
adorar al Dios encarnado. El último panel de este gran tríptico
es el
de. la Iglesia

ya fundada, militante, purgante y triunfante,
que va creciendo como incoado Reino de Dios: este reino de
Dios que ya ha llegado, pero no está aún perfecto,
,que deberá
culminar

con el fin de los tiempos, cuyo momento sólo el Padre
conoce, cuando «se haya completado el número de los santos».
Porque «no tenemos
aquí abajo

una ciudad permanente, pero es­
tamos en camino hacia
lo que ha de venir»· (Hebr., 13, 14 ); y
la Iglesia, como decimos, no consta sólo de los vivos peregrinan­
tes, sino muy principalmente de los santos triunfantes. Un pa­ nel, este último, en que vemos, combinadas como
luz y sombras,
las figuras de dos ciudades,
la «Ciudad de Dios» y la «Ciudad
terrena» o «secular», según
la imagen del pensamiento agusti­
niano que dominó toda la obra de Marrou. Dos ciudades que no
pueden separarse; que, como dice San Agusrín, están entremez­ cladas, y, no sólo como
el trigo y la cizaña de la parábola evan­
gélica, sino de una manera más íntima e inseparable, puesto que,
en el Juicio Final, no podrán ser discriminadas épocas ni civili­
zaciones determinadas, sino sólo las conductas personales de los
que en
ella hayamos intervenido, ya que en ningún momento
puede reconocerse, a pesar de las posibles pretensiones, que una
331
Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
civilización haya realizado en su tiempo la imagen perfecta del
Reino de Dios al que tiende todo el curso de los siglos.
De ahí
ese pesimismo, quizá agustiniano, pero absolutamente cierto, de
que todas las sucesivas civilizaciones deben considerarse como
fallidas, como ensayos favorables quizá a la aceleración del ad­
venimiento del Reino de Dios, otras veces claramente contra­
rfas, pero

en todo caso finalmente fracasadas, y, sin embargo,
que no por ello dejen de integrarse en el conjunto de ese gran
destino-de

la economía
providencial, Es más, esta idea de pro­
greso que el acercamiento del Reino de Dios entraña no supone en modo alguno una real diferencia de proximidad a Dios, Se­
ñor de la Historia y verdadero sujeto de la misma, sino que cual­
quier momento
-histórico, -cualquier civilización que

haya existido
o pueda
existir, se

halla en una relación de igual inmediatez con
Dios. Como decía el más famoso representante del historicismo, Von Ranke,
y recuerda Marrou, «toda época es _inmediata ·a
Dios» -«unmittelbar zu Gott»;

porque, después de
todo, Dios
mismo,

término de ese
· progreso
ascendente, se halla· fuera de
él,
como el que contempla la luz y las sombras de ese panel del gran
tríptico de la Historia.
Marrou, siguiendo una imagen poética de Péguy, habla de
que esta realidad
terrenal es

como el «cuerpo» de la
«Oudad
de

Dios» en desarrollo; otros autores han acudido, para explicar
esta relación, a la idea
de «parábola»,

es decir, de
realidad que
sólo

metafóricamente nos desvela algo de la Verdad divina;
podríamos hablar también de «signo», y,
.en efecto,

solemos ha­
blar frecuentemente -adaptando a lo humano la expresión que
e lmismo Jesucristo
(Mt., 16, 4) refería a los fenómenos natu­
rales--de

los «signos de los tiempos»; señales, pues, a veces
tenebrosas, pero, siempre con el velo del misterio, de algo que
sólo al final del mundo será totalmente comprensible.
Revelación de
la Verdad histórica.
Pero no era la Teología de la Historia, en toda su amplitud,
el tema de nuestro actual discurso, y por ello no nos detendremos
332
Fundaci\363n Speiro

OBJETIVIDAD Y VERDAD EN HISTORIA
más en este horizonte del pensamiento actual. Decíamos, a pro­
pósito de la Verdad en Historia, que el historiador no puede akanzarla por los métodos ordinarios de su
oficio, con

los que
sólo puede aspirar a conseguir una Objetividad, sino que la Ver­
dad nos tenía que ser revelada por quien es El mismo la Ver­
dad, Jesucristo,
y que la veracidad del historiador sólo es po­
sible

cuando cabe una adecuación de sus propias palabras, sus
propios
verba, al Verbo divino. El historiador lee los textos y
los interpreta con Objetividad, pero el sentido verdadero per­
manece cerrado
y sellado para él. «¿Quién será digno de abrir
el libro
y soltar sus sellos?», leemos en el Apocalipsis (5,2).
Esto es como la
yersión inspirada

de la misma duda profanamen­
te formulada por Pilatos, pero no menos acuciante, de «¿Qué
es la Verdad?».
La Revelación del Verbo propiamente dicha se nos da en
el Nuevo Testamento,
y quedó conclusa con los últimos escritos
de San Juan, a finales del primer siglo. Fuera de esta Revela­
ción cabe siempre, dentro de los límites de la autenticidad pro­
bada, las revelaciones privadas que efectivamente
ha habido a lo
largo de los siglos. En último término queda la zona insegura
de la
int;,;ción adivinadora,

de la que ordinariamente se abstie­
nen los historiadores. Porque, aunque el Espíritu Santo puede
inspirar en cualquier momento
y a cualquier persona, incluso a
un modesto historiador, su inspiración no siempre es claramen­ te certificable; como leemos en el
Evangelio de

San Juan (3,5),
el mismo Jesucristo nos previene ante esta inseguridad: vocem
euis audis sed non seis unde venial et quo vadat: «se oye su voz
sin saber bien de dónde viene ni adónde va».
Con la misma incertidumbre cabe hablar de una tendencia
a la Verdad, de una como «veracidad» moral, a propósito de
aquella actitud reverente del historiador que tiende a reflexionar
a
la luz, muchas veces difusa,· de la doctrina de Cristo, puesto
que todo radica en El:
omnia in Ipso constant (Coloss., 1,2). En
esta actitud moral, lo decisivo tiene carácter negativo,
y consis­
te en nO querer la mentira. En _eso consiste la Verdad, o mejor
veracidad de los hombres, en no querer mentir, lo que, en tér-
333
Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
minos teológicos, quiere decir no querer seguir al Diablo, padre
de la mentira, sino a
Jesucristo, que

es la Verdad. Corno toda
virtud, su aspecto es principalmente negativo, y no sería
justo
confundir

esta «veracidad» moral del que no quiere mentir con
la Verdad absoluta que es la misma persona de Jesucristo. La
«veracidad» es siempre, incluso en los que le niegan, una expre­ sión de amor a Jesucristo, amor preferencial, pero que nunca
puede pretender ser absoluto, por las mismas limitaciones
de la
naturaleza humana. Así, cuando juramos «decir la verdad
y nada
más que la verdad»,
lo que realmente hacemos es renunciar so­
lemnemente a la mentira,

pero no podernos tener seguridad de
que nnestra palabra coincida exactamente con el Verbo divino.
Porque el Verbo sólo nos es conocido por revelación. Efectivamente, en la Revelación del Verbo nos encontramos
constantemente con verificaciones de la Verdad, es decir, del
sentido que las palabras transmitidas tienen más allá de su sig­
nificación inmediata. Algunas veces, esta aclaración de la Verdad se da de una manera algo general, como cuando vemos que Je­
sús ya resucitado dio a sus apóstoles la intelección del verda­ dero sentido de la Sagrada Escritura:
tune aperuit illis sensum
ut
intelligerent Scripturas (Le., 24,25); les abrió el «sentido» de
las Sagradas Escrituras cuyo
significado ellos
creían ya conocer.
Pero
es muy

frecuente leer también en los Evangelios la decla­
ración de que algo ocurre para que se cumpla lo profetizado en
la Sagrada Escritura: «Todo esto se hizo para que se cumplie­
ra ...
» (p. ej., Mt., 1,2.3; 21,4, etc.), o también: «Hoy se ha cum­
plido esta escritura ...
» (Le., 4,21). Este cumplimiento del texto
profético es realmente una revelación de su sentido trascenden­ te, de su Verdad. En algunos casos la Verdad del
dictum profé­
tico
queda claramente afirmado; así, cuando la Sagrada Familia
se traslada a Nazareth, se
nos dice (Mt., 2,2.3) que fue así «para
que se cumpliera lo que habían dicho los Profetas: "Se llamará
Nazareno"»; en este
caso, sólo ex post facto y por la misma de­
claración divina se
podía ver tal Verdad, y es incomprensible
que incluso a un erudito como
Zolli se
ocultara la evidencia de
esta revelación tan clara, cnando trató de interpretar de otro
334
Fundaci\363n Speiro

OBJETIVIDAD Y VERDAD EN HISTORIA
modo el sentido de «Nazareno». En algunos casos se rectifica
claramente el significado inmediato de las palabras por el ver­
dadero sentido de las mismas; así, por ejemplo, cuando dice
Jesús
(Jn., 2-19): «destruid este templo y en tres días lo reharé»,
los judíos creían que
significaba el
templo de Jerusalén, pero se
nos revela inmediatamente
la Verdad (Jn., 2,21): «lo decía de
su
propio cuerpo».
Quizá, respecto a esta locución de Jesús, un
historiador hubiera podido adivinar, por lo sucedido después,
cuál era el sentido verdadero de
la misma. Y también en aque­
lla otra
(]n., 11,50) en que Caifás, como pontífice en funciones,
proclama aquel solemne consejo: «os conviene que muera un
solo hombre por el pueblo y no perezca
la nación entera».
Cualquier historiador conocedor de los hechos sucesivos podría
adivinar aquí que ese «hombre» es precisamente Jesucristo, cuya
muerte se estaba decidiendo, pero,
la revelación divina viene d
confirmarlo al decir luego el evangelista San Juan (11,15) que
esto no lo dijo Caifás de propia iniciativa, sino para profetizar
«que Jesús había de morir por toda la nación». Así, pues, oo
deja de haber casos en que la Verdad resulta adivinable para
un historiador conocedor de los textos, aunque no goce de una
especial inspiración. Pero estos casos de revelación o adivina­
ción cierta de
la Verdad son muy excepcionales, y, generalmente,
el

historiador, como venimos diciendo, debe abstenerse de pre­
tender conocer
la Verdad, y debe contentarse con la Objetivi­
dad. Sólo un conocimiento tcital del sentido de
la Historia po­
drá, al final de los siglos, dar
el sentido exacto de la Verdad
de todos los datos aislados, pero en ese momento no habrá ya
necesidad de textos,
lo que equivale· a decir que ya no habrá
más Historia. Es consecuente, después de todo, que en un mo­
mento en que no haya ya noche porque
· habrá

desaparecido
el
tiempo, no haya tampoco Historia, para la que la relatividad del
tiempo es esencial. Pero conocer el sentido total del acontecer humano, ése vuel­
ve a ser un tema de
la Teología y no de la Historia propiamente
dicha.
De ahí que la seguridad del trabajo histórico debe partir
de
la conciencia de su esencial limitación, de la renuncia a co-
335
Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
nocer el sentido de los textos, su Verdad, que es ordinariamente
inasequible, para esforzarse por conseguir
tan sólo una Objeti­
vidad que sólo puede referirse a los textos
mismos, pues
el
his­
toriador

no debe pretender convertir en objeto a los hombres y
su conducta, que es lo que
sí hace, en cambio, la Sociología,
pero mediante
la despersonalización de los fenómenos humanos.
Ese es
propiamente el precio de la pretensión de objetivizar los
hechos en vez de los textos:
la despersonalización de lo humano,
pues lo que es sujeto no puede convertirse en objeto sin perder su ensencia personal. En cambio, si tomamos como objeto los
tex­
tos,

que son ellos mismos palabras, la personalidad de los hom­
bres, y
la misma personalidad del autor de los textos queda res­
petada en su iososlayable subjetividad; la Objetividad del his­
toriador

se cifra entonces en ese mismo respeto de
la subjetivi­
dad personal.
Así, pues, aunque al hablar de la Verdad en
la Historia nos
hemos tenido que elevar a los niveles de
la Teología, para no
errar sobre la esencia de
la Verdad, cuanto hoy podemos decir
en relación con
la aparente crisis de la Historia se concreta en
la reducción del objeto de la Historia a los textos y en la de­
fensa

de
la misma contra los asaltos que hoy parece sufrir por
parte de los que quisieran convertir la Historia, ciencia huma­
nística y propiamente literaria,
en· una

necesariamente
imperfec­
ta

Sociología del pasado. En esta restauración de
la Objetividad creemos ver la tabla
de salvación de
la dignidad de la Historia, gracias a la cual pueda
evitar su naufragio en estos tiempos adversos del triunfo de la
sincronía· sobre

la diacronía.
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