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Número 229-230

Serie XXIII

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De la ideología al holocausto

Con la Revolución francesa, las ideologías comenzaron a tener influencia decisiva en los movimientos políticos, que encontraron en la propaganda el elemento de su difusión, un arma cuyo poder fue creciendo cada vez más, hasta volverse dominante de modo absoluto, desde que los modernos medios de comunicación de masas, en particular la televisión, permitieron perfeccionar la técnica del control de los cerebros y de la manipulación de la opinión pública.

Pero la aparición de la ideología, como forma y expresión del pensamiento, arranca de mucho más lejos. Por tratarse de la elaboración de la mente, sistematizando ideas abstractas sin que la inteligencia se atenga a su objeto natural –el ser–, la ideología, por eso mismo, está impregnada de subjetivismo. Genera utopías y hace perder el sentido del orden natural una vez que a la realidad –física o histórica– se superpone el abstraccionismo de los conceptos vacíos de contenido ontológico. Si el cogito de Descartes es el punto de partida de la filosofía moderna, y si Kant lleva ese subjetivismo a su punto culminante –derivándose de ahí el panlogismo de Hegel– y si, a su vez, Rousseau y Marx originan, respectivamente, las utopías de la libertad abstracta y del igualitarismo en la sociedad del futuro, mucho antes que todos ellos surgía, ya, la visión ideológica del Estado. Esta se dibuja en el Leviathan de Hobbes, en el siglo XVII y más remotamente en el siglo XIV, en el Defensor Pacis, de Marsilio de Padua.

Marsilio, junto con Ockam, es el exponente del nominalismo en que se disuelve la filosofía escolástica. Ambos, en la corte de Luis de Baviera, ponen su pluma al servicio del emperador, y la visión marsiliana del Estado constituye una primera formulación de la teoría del Estado totalitario.

Obsérvese que el Estado nacional moderno, configurado después del Renacimiento, con las monarquías absolutas y en el orden internacional derivado de los tratados de Westfalia, no se puede comparar, de ningún modo, con los reinos medievales, caracterizados por el poder monárquico limitado y por una representación orgánica de la sociedad extremadamente descentralizada. Mientras los jurisconsultos, instrumentalizando el derecho romano, proporcionaban elementos para el fortalecimiento del poder real, los teólogos-legalistas, en medio de la lucha entre el Papado y el Imperio, preconizaban la primacía del Emperador, atribuyendo al poder temporal funciones de dirección de la misma Iglesia. Eran los precursores del protestantismo, al tiempo que surgía la idea de una «religión civil», idea que también fue de Maquiavelo. Religión civil que era, ya, una primera modalidad de «ideología».

No cabe aquí meditar sobre el desenvolvimiento de esa revolución intelectual que precedió y preparó las revoluciones políticas de estos últimos siglos. Recordaré, nada más, el nombre de Bodino, el teórico de la soberanía absoluta, concepto en que se basaría la centralización estatal, cuyos excesos acabarían por suprimir las autoridades sociales y las libertades concretas de los hombres que se venían manteniendo a través de los cuerpos intermedios.

Lo que importa, en las ideologías políticas de nuestra época, resultantes de la línea de pensamiento originada en el nominalismo, es señalar un profundo inmanentismo, es decir, la afirmación de autosuficiencia del hombre en la negación de lo trascendente y de un orden moral objetivo con fundamento trascendente. Al principio, durante algún tiempo, aun se admitió el derecho natural, pero ya sin fundarlo en la ley eterna (razón divina ordenadora). Después, se rechazó el derecho natural, cayéndose en pleno positivismo jurídico o, sea, haciendo del derecho la expresión de la voluntad del legislador, como representante –al menos teóricamente– del pueblo soberano, que era el nuevo rey absoluto.

Negado, pues, un orden natural, ¿dónde encontrar las razones más profundas de la obligatoriedad de la ley moral y de la justificación del derecho? ¿En dónde encontrar, y con qué sentido, los derechos humanos que tanto se alardean? ¿Dónde y cómo encontrar un padrón valorativo ético-jurídico, aceptado y cumplido por todos los detentadores del poder, para evitar en el futuro una catástrofe irreparable de proporciones universales provocada por la guerra nuclear?

A esas preguntas dio cabal respuesta el eminente filósofo argentino Alberto Caturelli en su conferencia sobre el tema «El progreso de la física actual y la filosofía cristiana», al clausurar el 15º Coloquio Filosófico Internacional, organizado por la Asociación Católico Internacional de Filosofía (ACIF), celebrado en Río de Janeiro del 23 al 29 de julio de 1984. Caturelli –cuyo último libro publicado, La metafísica cristiana y el pensamiento occidental, obra sumamente esclarecedora, se encuadra perfectamente en la temática del citado congreso–, con gran penetración, se introdujo en la médula del tema propuesto, y, en sus conclusiones, señaló: «El núcleo de los hombres que detentan, hoy, el poder en el planeta, carece de fundamentos para impedir un holocausto universal, y esta carencia no se debe al progreso de la física sino al inmanentismo, que no tiene más salida que la nada (una vez que renunció al ser)».

Esta renuncia al ser proviene del nominalismo y del idealismo, encerrando la inteligencia en el mundo de las ideas, separándola de su objeto, del contacto con lo real, y, en consecuencia, negando una verdad objetiva. Kantianamente se considera imposible alcanzar la esencia de las cosas, por lo que, en el plano ético jurídico, tenemos el relativismo, el positivismo y todas las formas de oportunismo axiológico.

De esa manera, se destruye la base ontológica del orden moral. El sentido más profundo de las ideologías políticas modernas es éste: una rebelión contra el orden natural, en la exaltación de la voluntad de poder del hombre, alzado luciferinamente contra Dios.

Es lo que nos conduce al gran holocausto, hasta ahora detenido tan sólo por el equilibrio del miedo o del terror ante el aniquilamiento mutuo. Es lo que el disidente soviético Igor Chafarevitch diagnostica en el socialismo, al ver en él la muerte, el camino hacia la nada. Es lo que también nos hace pensar Jean-François Revel en su ensayo al mostrar cómo terminan las democracias.

El orden natural, del que tan profunda conciencia tuvieron los antiguos romanos, es despreciado y violado por los juristas y por los políticos actuales. Continuamente vemos las leyes de la naturaleza transgredidas por los legisladores y los gobernantes que legalizan el aborto, permiten la eutanasia y aprueban planificaciones familiares que conculcan el derecho divino.

No es extraño que, al prescindir del fundamento trascendente del ordo rationalis del mundo y de las sociedades, este orden sea totalmente subvertido, hasta el punto de que la humanidad viva bajo la amenaza de la destrucción total, posibilitada por los artefactos originados por el progreso de la física nuclear, aunque tal resultado no sea un efecto necesario de ese progreso, que, sí fuera bien dirigido, sólo podría traer grandes beneficios.

El descubrimiento de los secretos del átomo suscita, en proporciones apocalípticas, un problema análogo a aquél al que dio origen la aparición de la máquina de vapor en su aplicación a la industria. La mecanización industrial fue la que provocó la llamada cuestión social en el siglo pasado. Entonces, numerosos obreros se vieron despedidos de las fábricas y desempleados u obligados a aceptar un salario de hambre para no morir de inanición, pues las máquinas superaban el esfuerzo humano, haciendo disminuir la importancia del trabajo manual. Lo que condujo a esa situación no fue el maquinismo en sí mismo, sino el modo en que se utilizó, en un régimen de una desenfrenada libertad económica, que favorecía a los más poderosos, permitiendo la «explotación del hombre por el hombre», es decir, de los más débiles por los más fuertes. Y esto ocurrió porque los obreros fueron abandonados a su propia suerte desde que, extinguidas las corporaciones de los oficios, dejaron de tener un órgano representativo para defender sus legítimos intereses.

De modo parecido, si el progreso de la física, con los arsenales de bombas atómicas, abre las más negras perspectivas para el futuro de la humanidad, alarmada ante la predicción de un holocausto final, no se debe a ese progreso en sí mismo, sino a que el hombre se ha emancipado de la sumisión al orden moral objetivo fundado en la ley de Dios.

De esa manera se manifiesta el inmanentismo del pensamiento moderno, que se refleja en las ideologías hoy dominantes, y que conduce al mundo a un nuevo paganismo o, como indica Cornelius Castoriadis, a una nueva barbarie, con excesos de perversidad desconocidos por los antiguos paganos o por los primitivos bárbaros.