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Número 481-482

Serie XLVIII

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La crisis de la justicia política en la sociedad posliberal

 

Parece universal el sentimiento de injusticia, la crisis de la justicia, pero no se ha sabido encontrar una explicación que nos auxilie a restablecerla y vivir en una sociedad justa. Sostendré que la presente crisis de la justicia es metafísica y también ética. Metafísica porque, a fuerza de separar lo ético de lo moral y ambos de lo político, la justicia se desvincula del bien y del derecho, dejando lo bueno y lo justo como órdenes aislados, extraños, que a lo sumo se componen en la conciencia individual o en la ideología. Por lo mismo sobreviene la crisis ética, ya que recluidos el bien y la justicia en el precinto de lo privado, se postula la construcción de una sociedad justa sin atender a la justicia y aun con individuos injustos. Los vicios privados devienen virtudes públicas, al punto que el Estado puede implantarse en «una raza de demonios» con tal que sean racionales. El irremediable caos o conflicto interindividual es arreglado racionalmente por un diseño institucional que se postula estable no obstante las preferencias individuales y las tendencias egoístas de la naturaleza humana. La sentencia de Kant está en los cimientos de nuestras sociedades injustas: “No es la moralidad la que condiciona una buena constitución, sino al contrario: una buena constitución dará como resultado la formación moral del pueblo”[1].

El trasfondo metafísico del problema de la justicia en el pensamiento moderno es evidente. No se reflexiona sobre lo humano en términos del ser, del orden del ser, del orden natural; al contrario, se usa la razón como herramienta de construcción del «yo» y del «nosotros». La justicia en las sociedades liberales y posliberales se resuelve en un constructivismo ético-político que repite, de un modo u otro, el dualismo cartesiano entre res extensae y res cogitans, convertido por Blondel en una contraposición entre la adequatio rei mentis, de la filosofía del ser, y la adequatio realis mentis et vitae, de la filosofía racionalista y vitalista en boga.

El pensamiento jurídico-político moderno emplaza, en lugar del orden del ser, la autonomía, la libre elección y/o la autoorganización. Autonomía de la sociedad política como independencia del Estado o de la sociedad internacional de todo otro orden, es decir, soberanía estatal o multinacional; y autonomía de las personas como primacía de los intereses o derechos por sobre la sociedad, es decir, autodeterminación como libertad. Autonomías que a la postre destruyen la convivencia al privarla de base sólida, pues dada la tensión entre soberanía y libertad, todo intento de conciliación naufraga en la imposición, en el consenso precario, o en la anarquía. La ciudad se torna imposible, recreación cotidiana del conflicto. La crisis, pues, de la justicia política en nuestras sociedades no tiene satisfacción si ésta se busca en los fundamentos de la modernidad. Hay que salir de este terreno resbaladizo para buscar cimientos sólidos.

 

Fundamentos metafísicos de la justicia como virtud

En la filosofía clásica y en la tradicional cristiana, la pregunta por la justicia remite al orden natural de las cosas, del ser, pues el universo no es un caos de múltiples organizaciones inconexas, que la razón ordena según su criterio, sino un todo ordenado ya por su Creador. La sabiduría divina ha creado un orden justo en las cosas[2], de modo que las diferencias –según los grados de bondad– y la subordinación existente entre ellas responden al fin que les ha impreso Dios[3]. La multiplicidad en el orden existe por ese principio de finalidad, según el cual los seres creados tienen diferentes operaciones, porque el obrar sigue al ser. La justicia tiene este primer significado metafísico: es un orden proporcionado a un fin; indica rectitud, es decir, conformidad con el fin que opera la ordenación de las cosas desiguales dando a cada una su lugar propio; en otros términos, es la paz como vio San Agustín[4].

En cuanto la justicia se relaciona con el orden humano, lo primero es advertir que la ciudad se compone de una diversidad de sociedades que poseen diferente grado de bondad o perfección[5], es decir, de unidad, y esto es natural: el orden de la comunidad política supone variadas sociedades con sus propios fines, que constituyen su bondad. La justicia es el medio del orden de la sociedad humana, el modo de ordenar propio de la comunidad política, porque a cada sociedad menor da lo que es suyo, es decir, su posición y su función, y también, principalmente, la justicia «lo da» a la ciudad. Obrando así, la justicia «forma» la comunidad política, le da su forma y la ordena disponiéndola a su fin, el bien de la misma comunidad, pues si un reino sin justicia en nada difiere de una banda de ladrones –recuerda San Agustín–, habrá que decir que una banda de ladrones es un reino reducido[6].

Nos mantenemos aún en el plano metafísico de la justicia, como ordenación de la ciudad a su fin o rectitud de la convivencia política, pero deslizándonos al terreno de la ética, pues en la medida que la justicia ordena nuestros actos al bien del otro y al nuestro, hace buena la vida del hombre y al hombre mismo[7]. Como no trato aquí tanto de la justicia particular –conmutativa y distributiva–, sino de la justicia general y más concretamente la justicia política, hay que concentrarse en la ordenación de la ciudad a su fin, a su específica bondad[8]. Según Santo Tomás el fin de la ciudad es el bien común; luego, habrá justicia en la ciudad cuando ella esté ordenada al bien común y entonces la ciudad puede llamarse justa o recta, porque ella “da su derecho a cada uno”[9]. Porque la justicia es la que ordena al bien común, al que están referidos todos los bienes humanos.

Por lo dicho, la justicia comporta la igualdad, está siempre referida a otro, pues “nada es igual a sí mismo, sino a otro”, dice Santo Tomás[10]; luego, la rectitud en el acto de la justicia “se distribuye por relación a otro sujeto; pues en nuestras acciones se llama justo a aquello que, según alguna igualdad, corresponde a otro”[11]. Lo que debe darse a cada uno es lo que le corresponde, es decir, lo igual[12]; luego, este «otro» es también la comunidad política, que no sólo distribuye a cada uno lo que es lo suyo debido para que alcance su grado de bondad o plenitud de su ser, sino a la que también se le debe lo suyo. La comunidad política no es un agregado de individualidades o sociedades dispersas y sin orden, es una unidad que permite la bondad de las partes, es un todo que tiene naturaleza de fin para las partes, pues éstas no alcanzan su excelencia sino en la vida de la ciudad. La bondad del hombre es posible solamente en la comunidad política, por lo que ésta no es un medio de aquél sino un fin, en la medida que sin el bien común no se logra la plena realización de los bienes particulares.

En ello radica la excelencia de la justicia. Dice Santo Tomás ser evidente que los hombres que forman una comunidad se relacionan con ella como las partes con el todo; “y como la parte, en cuanto tal, es del todo, de ahí se sigue también que cualquier bien de la parte es ordenable al bien del todo”. Por consiguiente todo bien “es susceptible de ser referido al bien común, al que orden a la justicia. Y así el acto de cualquier virtud puede pertenecer a la justicia, en cuanto que ésta ordena al hombre al bien común. Y en este sentido se llama a la justicia virtud general”[13].

Mas siendo la ley el medio específico del que dispone la ciudad para ordenar las conductas al bien común[14], la justicia política se llama «legal», porque es así como los hombres concuerdan con la ley, es decir, orientan sus actos al bien de la ciudad, los adecuan al bien común[15]. La defección en este caso, es decir, la injusticia política o legal, es muy grave, porque atenta contra el bien común que es el mejor bien de las personas y tiene preeminencia sobre éstos[16]. Porque la justicia se ordena al bien del otro, ya no se trata de la persecución de un bien particular, sino del bien del otro[17], del bien común; luego, el fallo o fracaso en la ordenación al bien de la ciudad afecta toda corrección de nuestros actos según la justicia e induce a los vicios que enturbian la vida en común[18].

La ciudad bien ordenada, esto es justa, supone diversas partes que colaboran o se ordenan al bien común cada una desde su respectivo bien particular, como si se dijera desde su particular posición según la desigualdad o diversidad existente. De ahí la subsidiariedad, es decir, desde lo que es propio y particular de cada persona y grupo social se persiguen los fines personales y sociales y se colabora con el fin de la ciudad. No sería justo que las sociedades mayores hicieran lo que las menores están capacitadas por naturaleza a perseguir como bien propio, del mismo modo que sería injusto que estas sociedades inferiores tomaran a su cargo lo que a cada persona naturalmente compete[19]. El principio de subsidiariedad es un medio de ordenación de la convivencia en torno al bien común a partir de la participación o colaboración de todas las partes en ese bien del conjunto. La diversidad de sociedades integradas a la comunidad política, forman una pluralidad que cobra sentido político en la unidad de orden que es la comunidad; esto es, en tanto que el bien común se afirma también como el mejor bien de cada una de las partes en la medida que ese bien común incluye y supera –mediante el orden– el bien de las partes, de donde el bien común es el bien de la parte en tanto que tal[20].

La subsidiariedad es el principio de atribución y de reconocimiento de campos de acción (libertades sociales) según fines personales y sociales que no son específicamente políticos. De acuerdo a los fines propios de la persona y de los grupos sociales –que son los primeros en ser contemplados por su carácter natural o histórico–, y, finalmente, de las instancias comunitarias políticas (desde las familias hasta los gobiernos), pueden precisarse los ámbitos de acción o libertad de cada uno, sin excluir los de colaboración y, en su caso, de suplencia[21].

 

La justicia del liberalismo al posliberalismo

La filosofía de los siglos XVII y XVIII no eliminó a la justicia del lenguaje político pero la transformó en algo distinto de lo que por ella se entendía tradicionalmente, no tanto la justicia en los cambios como la distributiva y la política. Ya en el siglo XIX se puede notar que la justicia se ha esfumado en ciertos conceptos que fungen de sucedáneos: en primer término, la ley positiva, del humano legislador, es la justicia; pero también lo serán la libertad, la seguridad, el Estado, el mercado, la igualdad o la propiedad. Los liberales de la primera época entendían por justicia eso mismo: lo que ellos ya eran por naturaleza (libres, iguales, propietarios) y lo que la sociedad construida, es decir, voluntariamente pactada, debía garantizarles (Estado, seguridad, mercado). Y todo ello era recogido en la ley. No por nada el principio rector del Estado de derecho es el de legalidad.

Las palabras perduraron en el tiempo pero su contenido fue mutando, particularmente tras las dos grandes guerras; lo que antes se creían atributos naturales de las personas pasaron a concebirse como competencia de los órganos estatales (de los derechos individuales a los sociales, los derechos públicos subjetivos de Jellinek y la doctrina alemana). De modo que lo que fuera objeto de reconocimiento legal se convirtió en materia de políticas públicas. Fue la época de la justicia social en tanto que política del bienestar. Al mismo tiempo, se acentuó una definición de la justicia en términos negativos, esto eso, como sentimiento de injusticia, como remordimiento de la conciencia ante la injusticia. Es cierto que en Grocio ya estaba anticipada esta idea[22], pero en el posliberalismo se agrava y profundiza la negatividad de la justicia, como reacción ante la exclusión, la privación, como demanda de las minorías o como reclamo de autonomía[23].

Mas, tras la crisis del Estado de bienestar y la explosión de los órdenes dentro de él contenidos, la justicia no ha dejado de invocarse, pero su contenido, su sentido, se ha tornado irreconocible, velada por un lenguaje que la posterga si no la reemplaza. En el nuevo vocabulario político del posliberalismo, se habla de democracia, autonomía, derechos humanos, igualdad, pluralismo, neutralidad. Si el primer liberalismo era una versión aparentemente monolítica de las nuevas formas de la justicia, esta otra versión, la actual, es una variante débil, ligera, de la justicia en la posmodernidad. En estos tiempos la justicia está desdibujada, opacada, por la ocurrencia al reconocimiento (Honneth), la inclusión (Habermas), el consenso (Buchanan), la justificación (Boltanski y Thévenot) o la lealtad (Rorty).

Las palabras que se emplean sugieren que la justicia hoy en día se explica en términos de demanda y distribución, es decir: reconocimiento de la identidad y repartición de bienes sociales, partiendo de la autonomía de los sujetos y del consenso distributivo estatal o posestatal[24]. A la luz de la concepción tradicional antes expuesta, se ha agostado la justicia en tanto se le ha quitado la atención a su generalidad, su politicidad, pues el bien común no se entiende como el mejor bien de las personas sino como el interés general o el consenso mudable que acomoda una multiplicidad de fines individuales o sociales contrapuestos, heterogéneos. Además, ya no versa sobre el «otro» al que algo se le debe en razón de su bien, sino sobre el «yo», sobre «lo mío» que no tiene más título que la pretensión de identidad y/o el reclamo de una necesidad.

El único modo practicable de justicia política, en tales condiciones, parece ser el sugerido por Rawls cuando la representa como un módulo que “encaja en varias doctrinas comprensivas razonables y que puede ser sostenida por ellas, las cuales perduran en la sociedad a la que regula”[25]. Esto es, la función política de la justicia consiste en acomodarse, adaptarse a la heterogénea pluralidad de sujetos y concepciones de lo bueno, de modo que no queden sin atención sus demandas; lo que de aquí resulte será un orden justo en términos de pluralismo, orden devaluado en atención al ser y al bien.

 

Pragmatismo posliberal, consenso y distribución

Las dificultades para tematizar la justicia en el Estado, o en la ciudad global del posliberalismo, se advierte con meridiana claridad en los replanteos de los filósofos y de los sociólogos hodiernos, que entienden la justicia casi exclusivamente como el resultado de un diálogo pluralista, al que somos invitados para establecer reglas o procedimientos, según métodos kantianos (Habermas) o nihilistas (Vattimo), con fines liberales (Hayek) o liberal-socialistas (Rawls). Se trata de suplir la ausencia de justicia y de colmar los sentimientos de injusticia por medio de un acuerdo o consenso que, en verdad, no es más que un subterfugio para evadir a la justicia como tal, un disfraz de la justicia para nuestras sociedades pluralistas y fragmentadas.

Lamenta sinceramente Zygmunt Bauman la ausencia de justicia en las sociedades posmodernas, añora especialmente la justicia social y ve con agudeza que el ascenso de los derechos humanos crea más problemas de los deseados, pues aceleran la fragmentación e inundan el espacio público de demandas inagotables de experimentación, perpetuando las diferencias y quebrando todo intento de constituir una comunidad. Si n embargo, la vuelta a una vida comunitaria se le hace imposible, pues en estos días hay que convivir en una permanente puja de deseos en busca de reconocimiento. El dilema está planteado, ¿renunciamos a la puja por el reconocimiento o a la justicia? Bauman opta por una vía conciliatoria: siendo que el reconocimiento de la diferencia conduce a la quiebra permanente del consenso, no obstante es “un terreno fértil de mutuo compromiso y diálogo con sentido, lo que puede acabar llevando a una nueva unidad: en efecto, ampliar el ámbito de la comunidad «ética» en lugar de reducirlo”. En el planteo del propio Bauman, la respuesta es paradójica: consiste en traspasar las demandas de reconocimiento del campo de la política al de la justicia social, como si esto significara apaciguamiento de los deseos de reconocimiento a través de la participación, es decir, la justicia social, que no necesariamente rematará en una solución igualitaria. En los términos que venimos considerando la cuestión, es reducir la justicia la diálogo y al consenso; afirmar que lo único importante para la sociedad política es el ofrecimiento de oportunidades; es decir, suponer que la comunidad ética depende de la voluntad renovable, mudable, porque no hay modo de determinar en una negociación si un tipo de vida es mejor que otro. “No se sabe de entrada –continúa Bauman–, ni puede deducirse de antemano siguiendo las normas de la lógica de los filósofos, cuál será la forma de vida que emergerá en el remoto final de la negociación”[26].

Consensualismo, procedimentalismo y relativismo componen la propuesta de justicia social de Bauman –que puede compararse con la que resulta de Habermas, por ejemplo–: no hay valores o bienes comunes, ni éticos ni sociales, tan sólo una heterogeneidad de fines reducidos a lo que resulte de la «mesa del consenso», a la deliberación multilateral pretendidamente racional. En donde Habermas ve la justicia en términos de «inclusión»[27], Bauman la concibe «concesión de oportunidades».

No obstante, ni la filosofía ni la sociología actuales proporcionan un remedio al vaciamiento de la justicia, porque esta nueva justicia de reglas nacidas de un consenso, sigue siendo una justicia vacía de contenido, un valor puramente formal, voluntarista. En todo caso, es una justicia de reglas o estructuras pero no de h o m b res, en un doble sentido: porque no atiende a lo suyo de cada uno, es decir al bien debido sobre el cual se edifica la ciudad; y porque –con la misma lógica de Kant– se concibe una sociedad justa con hombres injustos. La corrupción de la dimensión metafísica de la justicia, corrompe su dimensión ética.

La justicia concebida como un procedimiento para satisfacción de las demandas sociales sin más criterio de discernimiento que el consenso, no está muy lejos del utilitarismo legislativo de Bentham, quien había advertido que la ley no era otra cosa que un instrumento en manos del Estado o del gobierno para los fines que éste quería conseguir, dentro de los cuales no estaba la justicia. Del mismo modo, como hoy la justicia no es fin de la legislación, la ley traduce simplemente los arreglos voluntarios y circunstanciales de los invitados al diálogo. Pero ha perdido, en relación al planteo de Bentham, el carácter transformador, para servirse únicamente de una función de legitimación del status quo, del acuerdo alcanzado. La ley no es ya mecanismo de cambio sino de conformismo, aunque sea un conformismo momentáneo.

La justicia no puede definirse como lo debido al hombre, a los grupos sociales y a la ciudad, como lo que les es propio conforme a lo que a cada uno corresponde en orden al bien personal, social o político. La justicia ha dejado de ser el instrumento, la virtud, de la convivencia pacífica y amistosa; es solamente un acuerdo , una regla pragmática para tolerar y amparar la anarquía social. No es una virtud del orden, es un procedimiento de distribución.

Es sintomático que Paul Ricoeur, en su fundamentación de una ética personal y comunitaria centrada en la vida buena no defina lo que ésta es, sino que se contente con admitir las prácticas socialmente adquiridas de las que nos apropiamos en la factura hermenéutica de la unidad narrativa de nuestra vida. Es decir, el bien no tiene una dimensión ontológica ni es apetecible por sí, sino que es lo bueno en tanto que deseo sobre lo querido por la persona en su relación constitutiva de sí misma con el otro. Al narrarnos, reconstruimos, en perspectiva, nuestra vida buena, la textualidad de los objetivos hermenéuticamente entendidos con nuestras elecciones, de modo que así podemos decirnos y sentirnos autores de nuestras vidas[28]. Y lo mismo cabe decir de la relación con el otro: lo busco por mi carencia, por mi necesidad, incluso por mi sufrimiento, como si dijésemos que del amor de sí nace la aceptación del reclamo del otro. A esta díada (el yo y el otro), agrega Ricoeur un tercer término: el tercero, que hace posible la justicia como institucionalización de la intencionalidad ética en el vivir juntos de una comunidad histórica según un modelo de distribución, es decir de igualdad. La justicia se define como pluralidad y concertación a través del tercero incluido por la pluralidad constitutiva del poder; mas siendo el poder no otra cosa sino violencia, lo que rectifica ésta es la justicia en su doble dimensión de lo bueno (como lo interpersonal) y lo legal (como sistema judicial que da coherencia a la ley y legalidad a las restricciones)[29].

¿Qué resulta de la propuesta de Ricoeur? Pues que lo justo es la suspensión del conflicto en tanto el juez y/o el legislador tienen potestad para enlazar la conciencia del yo, como orientación personal hacia el bien que se desea, con la exigencia social de la amistad o solidaridad reclamada por la presencia del otro. Enlace débil entre lo justo y lo bueno, como moderación del deseo, que convierte a la justicia en prohibición porque su fin no es el bien sino la no violencia[30]: el bien sigue siendo asunto privado que se acuerda con el otro y se garantiza por la justicia que reprime el conflicto. Es un argumento típicamente hobbesiano.

Se entiende por qué ha perdido sentido la justicia en nuestra sociedad: ella no importa ya un bien, sino una regla, un procedimiento, una institución, no un fin. En ello coinciden autores tan diferentes como Ricoeur y Buchanan. Para éste, la justicia no es un concepto primario de la vida social y política, sino derivado lógico de dos anteriores: la obligación moral de cumplir los pactos y el contexto institucional en el que la justicia tiene lugar. Luego, la justicia no es ya regla de la buena convivencia, “es el consenso o consentimiento el que lleva a cabo esta función normativa básica”; y todo contenido teleológico que la justicia portaba se diluye en cometidos históricos, se vuelve relativo, se disuelve en el consenso[31].

La composición tan generalizada de una sociedad dividida por un pluralismo de concepciones y de demandas sociales de reconocimiento fuerza una visión de la justicia meramente distributiva deformada, es decir, de una justicia que es participación sustractiva de los bienes públicos. Justo es lo que me toca, evadiendo permanentemente la definición de lo justo como lo que debo, es decir, de la justicia como participación, como aporte al bien del conjunto. De ahí el predominio lingüístico y práctico de la justicia social entendida como distributiva y no como colaboración en el bien común. En nombre de la justicia, pedimos, no damos. Y la política se convierte en una agencia de repartos, en la administración de las distribuciones acordadas. Pero el criterio que se sigue en la distribución no tiene que ver con las categorías tradicionales de la proporcionalidad (mérito, dignidad, necesidad, cargas, etc.) en lo que lo debido a la parte lo es porque el todo pertenece a la parte[32].

La distribución consensuada en las sociedades actuales responde a criterios diferentes: la intensidad de la presión o la demanda, la valoración ideológica de la función de un sector en relación al sistema, la carga de la exclusión como reparación, etc. Los ejemplos concretos huelgan; por caso, los privilegios de los partidos políticos o los medios de comunicación social, las prebendas económico-financieras a grupos empresarios, la prerrogativas por razones de género o de sexo, las políticas contras los inmigrantes, etc. La parte no recibe ya lo que le es debido por su pertenencia al todo, sino por una desproporción de su condición de parte: no se toma en consideración lo que ella contribuye al bien común, sino su apoyo público o privado al régimen, las presiones y reclamos que pueden debilitarlo o su carácter democrático disfuncional. Y lo paradójico es que en una sociedad vaciada de moral, se nos exige auto contención en los reclamos[33].

 

Justicia, liberalismo y pluralismo

Una vez que el bien común ha sido desplazado por los intereses generales o particulares, no hay más lugar para la subsidiariedad sino para el pluralismo. El pluralismo es un valor más importante que la justicia, porque –se dice– el pluralismo es la vida misma, representa los valores de la vida en toda su diversidad y riqueza y la justicia le ha de estar sometida: debe ser una justicia pluralista[34]. El pluralismo se ha convertido en el criterio rector de la política y también de la moral: hay una moral pluralista que no quiere ser relativista y que huye de sus propias consecuencias en pos del convencionalismo, es decir, del consensualismo ético. Luego, la justicia es lo que resulte del consenso entre los participantes.

Incluso cuando los filósofos que continúan empleando la terminología clásica de la justicia, sus conceptos están vaciados de todo el contenido original. Así, por ejemplo, Ricoeur sostiene que los problemas de la justicia se relacionan con la vida buena, pero lo que ésta significa es definida en términos individualistas y, por tanto, pluralistas, porque la ética es “optativa”[35]. “El pluralismo –escribe Kekes– centra su atención en los valores como constituyentes de la buena vida. Son buenos por la satisfacción personal y el mérito moral que poseen. Estos componentes de realización de lo bueno dependen de la comprensión de las posibilidades que razonablemente podemos evaluar”. Esto es, la e valuación de las posibilidades conduce a una elección de los valores realizables para evitar el conflicto. Luego, los valores éticos son “opcionales” y, por cierto, la justicia lo será, porque lo más importante es la libertad de que dispongamos para construir nuestra propia vida, como sostenía John Stuart Mill, porque nuestros semejantes se beneficiarán de todas nuestras experiencias vitales[36].

De Hobbes a Habermas, todos los filósofos que han tratado cuestiones ético-políticas estarían de acuerdo en este punto: lo bueno es subjetivo, personal en tanto que opcional y disponible; todos concluirían, además, en que, trasladado este escenario pluralista al dominio de la política, se requiere de un acuerdo o de un compromiso, del que resulta un Estado más o menos neutral según los casos, pero siempre un Estado garante de aquel compromiso y vigilante del pluralismo que manifiesta. Y la garantía de que así sea viene de la autonomía de los individuos como ciudadanos, como legisladores de sí mismos, sin recurrir al orden de la naturaleza ni a la hipótesis de un Creador. “El concepto jurídico de autolegislación debe adquirir una dimensión política hasta transformarse en el concepto de una sociedad democrática que actúa por sí misma. Sólo entonces –asegura Habermas– se podrá lograr, a partir de las actuales constituciones, el proyecto reformista de realización de una sociedad «justa» o «bien ordenada»”[37].

Y si alguno puede dudar del resultado es porque todavía piensa la política con las categorías de Max Weber, esto es, como el problema en torno a la posesión de la “violencia legítima”, lo que supone –nuevamente– la exclusión de la justicia, porque la política es la arena de la violencia y del conflicto, que necesita una contraparte, un contrapeso no político, instituciones pacificadoras, como la justicia de los jueces y las leyes de los legisladores, que mitiguen el conflicto y legitimen la violencia estatal[38].

La justicia se ha fragmentado y el pluralismo ha venido a sentarse en su trono. Tal vez sea Michel Walzer y su invento de “las esferas de la justicia”, quien ha realizado el esfuerzo por teorizar esa fragmentación de las diversas creencias acerca de lo justo, en un sentido antiimperialista, como justicias particulares asentadas en culturas también particulares portadoras de diferentes visiones del mundo. Para Walzer los principios de justicia son pluralísticos en su forma: diferentes bienes sociales deben ser distribuidos por diferentes razones, de acuerdo con diferentes procedimientos, por agentes diferentes, y todas esas diferencias derivan de las diferentes comprensiones de los propios bienes sociales. Todos los bienes con los cuales la justicia se preocupa son bienes sociales, es decir, son bienes en la consideración de una mayoría, antes de que en sí mismos. No existe un conjunto de bienes primarios o básicos sea en el mundo material, sea en el moral. Y nuestra comprensión de ellos es comunitaria e histórica, lo mismo que las distribuciones que en ellas se apoyan y mudan con los tiempos. La justicia se vuelve relativa, no vive del ser sino de una operación hermenéutica que considera una pluralidad de esferas de lo justo –originada en una pluralidad de valoraciones– cambiantes y relativas. “La justicia requiere la defensa de la diferencia [de la igualdad compleja] –diferentes bienes distribuidos por diferentes razones entre diferentes grupos de personas– y es éste el requisito que hace de la justicia algo denso o una idea moral maximalista, reflejando la densidad de las culturales particulares y la sociedad”[39].

 

De la justicia como distribución a la justicia como participación. La subsidiariedad

La justicia –cuando aún se conserva la palabra– está reducida hoy a un principio de organización social y de regulación de demandas y derechos[40]; esto es, una manera de atender a los reclamos de una sociedad pluralista y de asignar derechos según las demandas de identidad y reconocimiento, manera de la que se supone brotará una organización socio-política justa; quizá hasta con eso baste para que la organización sea justa. Sin embargo, este intento contrasta con la despolitización de nuestras sociedades, con la pérdida de la noción de un fin común arraigado en el mismo ser de las cosas que hace posible la convivencia.

Nicolas Tenzer ha dedicado un agudo estudio a la despolitización en las sociedades hodiernas, pero en él no hay lugar para la justicia[41]. Valiéndonos de ese concepto de despolitización y acordándole un alcance distinto, podríamos argumentar que la causa de la degradación de la política está en la pérdida de lo específicamente político de nuestras sociedades, en el menoscabo del concepto de bien común, rector de la vida política. Si no hay bien común, si sólo hay una pluralidad de intereses, la justicia ya no se ordena al bien de la sociedad sino a otros fines parciales, naturalmente imperfectos, incluso injustos. Ello explica los problemas que hoy nos parecen insolubles, como la inseguridad, la tecnocracia, la desenfrenada lucha por los derechos, el imperialismo de las finanzas, etc. Porque todo esto significa poder, capacidad de hacer lo que se pretende, con independencia de la buena vida en común. Pues incluso el concepto de vida buena –al que la justicia está íntimamente ligado– se ha convertido en asunto de una “elección existencial” y de “elecciones fundamentales del individuo” , tal como afirma Ágnes Heller[42].

Todo, desde lo ético a lo político, se resuelve en términos de individualidad, esto es, de incomunicabilidad del bien, de heterogeneidad de fines. Salir del atolladero posmoderno es posible si se recupera la verdadera dimensión de la política y de la justicia, es decir, su servicio al bien común. Porque cuando éste es restablecido como el fin natural de la sociedad política, la justicia recupera su plenitud y se abre a la subsidiariedad, no como suplencia, sino como actividad propia y legítima (justa) de los diversos actores sociales en orden a su fin particular y atendiendo al bien del conjunto[43]. Para ello es necesario recordar que, en orden al fin, “la ciudad es por naturaleza anterior a todo hombre”[44]; y que la ciudad no es un todo sustancial sino accidental, es decir, una “unidad de orden”[45]. Consiguientemente, la justicia es cometido de la ciudad y de las partes que la componen: compete principalmente al gobernante como custodio del bien común, pero no menos a los gobernados en tanto procuradores del mismo fin. La justicia se ordena al bien de la ciudad que, a su vez, está ordenado al bien de las partes, en el doble sentido de que el bien común es el mejor bien de las partes y que éstas tienen el deber de procurar el bien del conjunto desde su propia posición o función.

La justicia es, primero y por tanto, participación en un fin común que trasciende a las partes de la ciudad pero del que todos toman parte en el sentido de colaboración y contribución (justicia legal o política); secundariamente, es participación como tomar una parte de ese fin al que todos concurren (justicia distributiva). La primacía de la clásica justicia legal es la primacía del bien común, que lejos de anular a las partes y sus bienes particulares, exige de su participación, esto es, requiere de la subsidiariedad en la formación y conservación de la unidad de orden.

Sería un error típicamente liberal entender la subsidiariedad únicamente como suplencia, es decir, como sustitución de la parte en la consecución de su bien. Los resultados de esta falsa intelección del principio de subsidiariedad los conocemos: la atrofia de las sociedades intermedias y la hipertrofia del mercado y/o del Estado. En todo caso, un resultado impolítico. La subsidiariedad importa el respeto del hombre, de las iniciativas de las sociedades intermedias, y también la posibilidad, incluso el deber, de que la comunidad política acompañe, ayude, sostenga, fomente y guíe las actividades particulares para que los diferentes sujetos de la vida social (la persona, la familia, la empresa, los municipios, etc.) cumplan con su fin particular y alcancen su bien. Una interpretación distorsionada lleva a que el bien común se destruya en nombre del interés del Estado o del mercado, que en la realidad no responde sino a los intereses de uno o varios grupos dominantes.

También se equivocan los que ven en la delegación una forma de subsidiariedad –como ha acontecido con el Tratado de Mastrique (1992)–[46], pues la subsidiariedad se formula en sentido inverso: no se refiere a lo que las comunidades menores pueden hacer por sí, porque corresponde a sus fines, sino a lo que es de competencia de la Unión. La regla es de distribución, no de subsidiariedad; como si dijera: «lo que no hace la Comunidad, hacedlo vosotros». Lo que el gobierno comunitario deja, porque no lo ha creído de su exclusiva competencia, pueden tomarlo los Estados miembros y realizarlo con la participación cívica. Pero esto no es subsidiariedad, es delegación[47].

Para restaurar un gobierno político acorde al recto orden social se requiere preservar primero los fines de la persona y de los grupos menores, porque así se resguardan sus libertades, no según la técnica del derrame y desprendimiento desde arriba, sino a través del reconocimiento de lo que les es propio (lo debido), es decir, desde abajo, desde la misma raíz de lo social, como una demanda de justicia.

El dilema actual en torno a la justicia es primeramente metafísico. Desde el momento que se ha evitado inscribir la pregunta por la justicia en el orden del ser, se ha vuelto una materia convencional, en desmedro de lo justo por naturaleza[48]. Así nos encontramos en las redes del liberalismo economicista que reduce la justicia a lo contractual y a la libertad natural; y las teorías del republicanismo institucional, también de cuño liberal, que ven a la justicia como poder del Estado abierto a la demanda de derechos y reconocimientos individuales o colectivos. Ninguna de ellas satisface las exigencias de un orden político justo.

 

[1] Immanuel Kant, Perpetual peace. A philosophical essay [1795], London, 1917, págs. 153-154.

[2] Santo Tomás de Aquino, S. Th., I, q. 21, a. 1, ad. 3. San Agustín, Confesiones, III, 7.

[3] S. Th., I, q. 48, a. 1, ad. 3.

[4] San Agustín, De Civ. Dei, XIX, 13: la paz es la tranquilidad del orden; “y el orden no es otra cosa que una disposición de cosas iguales y desiguales, que da a cada una su propio lugar”.

[5] Aristóteles, Pol., I, II, 1252b-1253a

[6] De Civ. Dei, IV, 4.

[7] S. Th., II-II, q. 58, a. 3, resp.

[8] S. Th., II-II, q. 58, aa. 5-6.

[9] S. Th., II-II, q. 58, a. 1, resp.

[10] S. Th., II-II, q. 58, a. 2, resp.

[11] S. Th., II-II, q. 57, a. 1, resp.

[12] S. Th., II-II, q. 58, a. 11, resp.: “se dice que es suyo –de cada persona– lo que se le debe según igualdad de proporción, y, por consiguiente, el acto propio de la justicia no es otra cosa que dar a cada uno lo suyo”.

[13] S. Th., II-II, q. 58, a. 5, resp.

[14] S. Th., I-II, q. 90, a. 2.

[15] S. Th., II-II, q. 58, a. 5, resp.

[16] S. Th., II-II, q. 58, a. 12, resp.

[17] S. Th., II-II, q. 57, a. 1, resp.: “lo recto que hay en el acto de la justicia, (…), se distribuye por relación a otro sujeto; pues en nuestras acciones se llama justo a aquello que, según alguna igualdad, corresponde a otro”.

[18] S. Th., II-II, q. 59, a. 1, resp.: “La injusticia es de dos clases: la primera, la ilegal, que se opone a la justicia legal. Esta es, por esencia, un vicio especial en cuanto que se refiere a un objeto especial, es decir, al bien común que desdeña. Pero, en cuanto a la intención, es vicio general, pues por el desprecio del bien común puede ser conducido el hombre a todos los pecados; como también todos los vicios, en la medida en que se oponen al bien común, tienen razón de injusticia, como derivados de ésta”.

[19] Pío XI, Enc. Quadragesimo Anno, 1931, §§ 35 y 79.

[20] S. Th., II-II, q. 32, a. 6; y I-II, q. 19, a. 10.

[21] Cf. Juan Vallet de Goytisolo, “Libertad y principio de subsidiariedad”, en Tres ensayos, Speiro, Madrid, 1981, págs. 109-154.

[22] Hugo Grotius, On the law of war and peace [1625], Liberty Fund, Indianapolis, 2005, book I, ch. I, III.

[23] Michael Walzer. “Exclusión, injusticia y Estado democrático”, en Joëlle Affichard y Jean-Baptiste de Foucauld (ed.), Pluralismo y equidad. La justicia social en las democracias, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1997, págs. 31 y sigs. [Pluralisme et équité. La justice sociale dans les démocracies, Esprit, 1995].

[24] Nancy Fraser and Axel Honneth, Redistribution or recognition? A politicalphilosophical exchange, London-New York, Verso, 2003.

[25] John Rawls, Liberalismo político, FCE/UNAM, México, 1995, pág. 37. [Political liberalism, Columbia U.P., 1993].

[26] Zygmunt Bauman, Comunidad, Siglo Veintiuno Ed., Buenos Aires, 2001, págs. 94 y 95. [Community seeking safety in an insecure World, Polity Press, 2001]. La tesis de Bauman se entiende a la luz del debate entre Fraser y Honneth, citado en nota 24.

[27] Jürgen Habermas, La inclusión del otro. Estudios de teoría política, Paidós, Buenos Aires, 1999, c. 6. [Die Einbeziehung des Anderen, Suhrkamp Verlag, Francfort, 1996].

[28] Paul Ricoeur, Sí mismo como otro, Siglo XXII, México, 1996, págs. 185-186. [Soi-même comme un autre, Seuil, París, 1990].

[29] Ricoeur, Sí mismo como otro, cit., págs. 202-206.

[30] “¿Qué nos indigna, tratándose de repartos, intercambios y retribuciones, sino el mal que los humanos se infligen entre sí en virtud del poder sobre que una voluntad ejerce al toparse con otra voluntad?”. Paul Ricoeur, Lo justo, Ed. Jurídica de Chile, Santiago, 1997, pág. 18. [Le juste, Esprit, 1995].

[31] Geoffrey Brennan y James M. Buchanan, La razón de las normas. Economía política constitucional, Unión Ed., Madrid, 1987, págs. 150 y 138. [The reason of rules. Constitutional political economy, Cambridge U.P., 1985].

[32] Santo Tomás de Aquino, In Et., V, lec. V

[33] El optimismo de Galston (la racionalidad económica llevada a la moral y la política) es injustificado a la luz de la experiencia: “La justicia establece un marco a las reclamaciones que los individuos y los grupos (para algunos objetos) pueden demandar al Estado para hacerlas cumplir. Pero los posibles demandantes no necesitan presionar incondicionalmente por sus justas reclamaciones. Podrán optar por no ejercer algunos de sus derechos, a cambio de otros bienes que parecen preferibles, consideradas todas las cosas”. William A. Galston, Liberal pluralism. The implications of value pluralism for political theory and practice, Cambridge U.P., 2002, págs. 94-95.

[34] John Kekes, The morality of pluralism, Princeton U.P., Princeton: NJ, 1993.

[35] Paul Ricoeur, “El lugar de lo político en las concepciones pluralistas de los principios de justicia”, en Affichard y Foucauld (ed.), Pluralismo y equidad. La justicia social en las democracias, cit., pág. 69.

[36] Kekes, The morality of pluralism, cit., págs. 27-28.

[37] Jürgen Habermas, La constelación posnacional, Paidós, Barcelona, 2000. pág. 83. [Die postnationale konstellation, Suhrkamp Verlag, Francfot, 1998].

[38] Es la posición de Ricoeur en Lo justo, cit., passim.

[39] Michael Walzer, Las esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad, FCE, México, 1993, págs. 322 y sigs. [Spheres of justice. a defense of pluralism and equiality, Basic Books, 1983].

[40] Eugene Kamenka and Alice E. S. Tay, “The traditions of justice”, Law and Philosophy, Vol. 5, N.º 3 (Dec., 1986), pág. 310.

[41] En cambio, hay numerosas páginas sobre los derechos. Nicolas Tenzer, La sociedad despolitizada, Paidós, Buenos Aires, 1991. [La société dépolitisée, PUF, París, 1990].

[42] Ágnes Heller, Más allá de la justicia, Ed. Crítica, Barcelona, 1990, pág. 403. [Beyond justice, Basic Blackwell, Oxford, 1989].

[43] Guido Soaje Ramos, “Sobre la politicidad del derecho”, Boletín de Estudios Políticos, Mendoza, N.º 9 (1958), págs. 69-116.

[44] In Polit., I, 1, 39.

[45] In Ethic., I, 1, 5; C.G., IV, 35.

[46] Neil MacCormick, “Democracy, subsidiarity, and citizenship in the ‘European Commonwealth’”, Law and Philospophy, Vol. 16, N.º 4 (Jul., 1997), págs. 331-356.

[47] Lo he criticado en Juan Fernando Segovia, “Gobernanza global y democracia: una perspectiva crítica hispanoamericana”, Verbo, Madrid, N.º 469-470 (noviembre-diciembre 2008), págs. 781-805.

[48] In Et., V, lec. XII.