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Número 481-482

Serie XLVIII

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Rebelión y revolución en la obra de Camus

 

El receptor nos dice de improviso la muerte de Albert Camus. Un final súbito y trágico, en el que parecen concitarse, como en una escenificación real, las dos grandes preocupaciones del escritor francés: la muerte violenta del ser humano y el absurdo de la existencia. Este desenlace de una vida todavía joven y vigorosa, esta ruptura abrupta de un pensamiento en plena evolución hacia su plenitud y hacia su definitivo mensaje, ofrece una buena trama argumental a los que consideran la existencia como absurda, sin redención posible en cualquier forma de sentido o trascendencia.

Tengo la impresión de que la muerte de Camus ha sido sentida por todo el mundo, incluso por los ambientes o los sectores intelectuales más alejados de su obra. Tal vez porque a Camus se le amaba como se ama al tiempo propio, es decir, a la época que nos toca vivir y a la aventura espiritual que le corresponde afrontar al hombre y a la humanidad contemporánea. Por árida o por angustiosa que haya sido la coyuntura temporal en que se desarrolla la vida de un hombre, siempre tendrá para él interés, la luminosidad de «sus tiempos», y de ellos hablará en su vejez como de lo más sugestivo y culminante de la historia.

Pienso que, si hubiera de trazarse la trayectoria espiritual de este segundo tercio de nuestro siglo, y si hubiera de identificarse con una biografía humana concreta, ninguna vida podría asumir más propiamente el papel de esta evolución que la de Albert Camus. Son varios, ciertamente, los nombres de filósofos que podrían representar con justicia el ambiente espiritual de este período, en esa forma de autoconciencia de la cultura y de la historia que es la filosofía. Pensemos en un Heidegger, un Sartre, un Marcel, entre otros. Sin embargo, estos pensadores, o bien se han encerrado en la posición-límite de su obra –el existencialismo metafísico intrascendente de los primeros– o han abrazado con la fe religiosa una salida trascendente más allá de la pura existencia. Unos y otros podrían representar hitos y estadios de la evolución espiritual de nuestra época: pero la evolución misma, en su ser dinámico objetivamente abierto, habría de buscarse –tanto en el aspecto de perpetua discusión consigo mismo, como en su indudable y sugestiva sinceridad– en la obra de Camus.

En España se ha sentido muy particularmente la muerte de Camus. El había apreciado en los españoles su rebeldía interior y su amor a la libertad. Ciertamente que, en lo referente al presente histórico español, su conocimiento sobre las fuerzas y motivaciones que lo han impulsado no era muy profundo ni adecuado, sino más bien sentimental, obtenido a través del fugitivo, del exilado; pero esto no alteró su imagen del español mismo ni la cordial atención que le dedicó en su obra. En una de sus páginas culminantes alude al espíritu sindical y libre de los españoles en la I Internacional, antes de que predominase en ella el socialismo organizativo de los germanos.

Otro aspecto del espíritu español que conmovió a Camus, fue, en propia declaración, la fe religiosa de nuestro teatro clásico que, lejos de traducirse en un conformismo movilizador, constituyó un principio vivo y vivificante de acción y de responsabilidad. A esta inspiración respondió su versión francesa de La devoción de la Cruz, de Calderón y, en cierto aspecto, la de El Caballero de Olmedo, de Lope de Vega. (Véase el testimonio de López Sancho en ABC de Madrid de 6 de enero). También se ha destacado aquí el testimonio de ternura y admiración que siempre expresó Camus hacia su madre, que era de origen español. De ella había aprendido, en su abnegación y en su pobreza, el sentimiento de «fidelidad a la tierra» que nunca le abandonó como imperativo profundo, la entrega amorosa, desinteresada, al presente, como única verdadera preparación del porvenir.

He creído ver a través del pensamiento de Camus, cómo estos t res sentimientos –la fidelidad a la tierra, el aprecio de la libertad y el compromiso activo con la vida– confluyen en su concepto de rebelión, que es seguramente el más personalmente elaborado y reivindicado dentro de su obra. Creo también que la evolución sufrida por este concepto de rebelión a lo largo de su obra constituye la más adecuada expresión de la crisis interna de su autor, y también la más sensible forma de compenetración de su pensamiento con el ambiente de su época.

La rebelión es para Camus un acto interior de aceptación y de sinceridad, más exactamente un ponerse de acuerdo consigo mismo rompiendo con los prejuicios y convencionalismos intelectuales que, por hábito o por cobardía, constriñen el ánimo. La vivencia de este imperativo y la primera elaboración de su concepto corresponden a la época cerradamente existencialista de Camus. En El mito de Sísifo, Camus ha partido de la percepción de la existencia absurda, irracional, para llegar a lo que él llama un estilo de vida, cuyas características eran una rebelión (ruptura con las categorías del racionalismo y con los convencionalismos del mundo burgués, decisión de vivir conforme al absurdo), una libertad que emana de ella, y una pasión o decisión de aprovechar la vida en todas las experiencias posibles. La extrañeza ante la existencia, la percepción del absurdo, es el sentimiento que nos devuelve a una plena sinceridad: la actitud que dio lugar en sus orígenes a la filosofía, y la que saca ahora el pensamiento humano del confiado racionalismo, para ponerlo de nuevo ante su ser y su situación reales.

La rebelión, esta especie de conversión en virtud de la cual busca el hombre una coherencia entre lo que hace, lo que siente y lo que cree, y acepta asimismo el riesgo histórico de su propio existir, es semejante a la decisión que llevó a Descartes a romper con los principios de su formación escolástica y a plantear su Método. Pero Descartes ahogó enseguida su rebelión al aceptar un nuevo apriorismo –el del racionalismo– cuyas exigencias le conducirán a un nuevo sistematismo conformista. Otro tanto hacen, para el Camus de El mito de Sísifo, los filósofos existencialistas que, habiendo tomado como punto de partida la angustia y la rebelión, dan el salto a lo eterno: Kierkegaard y Chestov, por ejemplo, que del irracional saltan a una trascendencia cuyo signo es la paradoja y la contradicción; o Husserl, que, después de haber negado el poder integrador de la razón humana, se instala de refilón en la Razón eterna. El salto final –dice Camus– restituye a Husserl lo inmutable y su confort. No era eso lo que se esperaba: se trataba de vivir y de pensar entre desgarraduras... Saber mantenerse en esta arista vertiginosa, esa es la honestidad lógica; lo demás son subterfugios.

La rebelión, cuando supone un verdadero aceptar la pro p i a situación (la indigente y absurda existencia) engendra en el espíritu una forma de libertad o de sosiego que cabe comparar con la situación de quien ha pagado todas sus deudas y, aun reducido a la miseria, sabe que desde este momento construirá en suelo firme y trabajará para sí. Es la tranquilidad de ánimo, tan ponderada por los estoicos en el sabio que ha aceptado la indiferencia del acaecer exterior; y logrado refugiarse en su propia virtud. Es también la extraña satisfacción de que nos habla Descartes en su Discurso del Método, cuando llegó a una verdad irrebatible, aunque fuera a costa de liquidar todo el edificio de su antiguo saber.

De la rebelión existencial emana, en segundo término una pasión o impulso hacia aprovechar la vida en todas las experiencias posibles. Es una consecuencia de aquella liberación del hombre y de la reducción de la existencia a sus propios límites, renunciando a cualquier modo de trascendencia sobrenatural o racional. En esto se diferencia la rebelión camusiana de la decisión estoica, ya que ésta, ante la aceptación del determinismo físico-natural, se refugia en una actitud introvertida de contemplación e imperturbabilidad.

Esta pasión vital se identifica, en las primeras meditaciones de Camus, con una especie de entrega a la naturaleza física, en la cual el hombre se realiza en su condición humana y recibe el mensaje de su propio mundo, el sentido de lo real. En Noces ha expresado Camus esta idea de que la vida tiene sólo un sentido inmanente, pero pleno en sí misma, porque es bella y dulce de vivir. De que el pecado contra la vida es buscarle un más allá, sea en un mundo sobrenatural, sea en un Progreso teórico. Es como una aquiescencia de la vida real, como una conformidad voluntaria con el existir. «La brise est fraiche et le ciel bleu. J’aime cette vie avec abandon et je veux en parler avec liberté: elle me donne l’orgueil de ma condition d’homme... Ce soleil, cette mer, mon cœur bondissant de jeunesse, mon corps au gout de sel et l’immense décor où la tendresse et la gloire se rencontrent dans la jaune et le bleu. C’est à conquérir cela qu’il me faut appliquer ma force et mes ressources».

Entre El mito de Sísifo y L’homme révolté, que representa la elaboración última –que la muerte ha hecho definitiva– del concepto de rebelión, han pasado muchas cosas por el espíritu de Camus. En el punto medio de este período publica La Peste, ese libro del que se ha dicho que es una Ilíada escrita por un hombre de nuestros días. Como para Homero, no son en él los hombres sino los dioses (la absurda existencia) quienes realmente actúan. Pero el hombre lucha por el honor o por la pasión vital, aun consciente de que no son sus actos los que determinarán el desenlace. Ya en esta obra la pasión vital no puede ser sólo goce y entrega a experiencias nuevas, porque el dolor y la muerte reinan sobre nosotros, sino más bien entrega a los demás, lucha por la salvación propia y de los otros. Rambert, el amante ávido, supera aquella actitud en su propia experiencia al enfrentarse con la tragedia circundante. Me di cuenta –dice Camus por boca del Doctor Rieux– que no podía habituarme a morir. «Après tout..., puisque l’ordre du monde est réglé par la mort, peut-être vaut-il mieux pour Dieu qu’on ne croie pas en lui et qu’on lutte de toutes ses forces contre la mort, sans lever les yeux vers ce riel où il se tait».

En L’homme révolté la rebelión se define ya claramente como esfuerzo de liberación volcado sobre un quehacer comunitario y orientado hacia valores que trascienden de la historicidad vital. Sigue siendo activista, engendradora de una pasión, pero esta pasión no será ya receptiva, mero sujeto de experiencias, sino liberadora. «Hay algo en este mundo que merece ser salvado, y ello es precisamente la libertad». La sinceridad humana de la rebelión, en su confrontación con la vida, no puede limitarse a una pura decisión de vivir conforme al absurdo. Aquí es donde, según frase de Sartre en su polémica con Camus, la rebelión cambia de campo. El hombre rebelado es un hombre que dice no ante algo, pero también un hombre que dice sí, que afirma. El esclavo que se alza frente a una nueva humillación rechaza un trato que quizá ha rechazado siempre en su corazón. Sabe que su actitud le resultará seguramente perjudicial, que tal vez le costará la muerte. Sin embargo, ha vivido por un momento el valor positivo de la personalidad, la incompatibilidad de ese trato con la dignidad humana, y la rebelión le aparece necesaria.

Es este punto donde el concepto de rebelión requiere ser comparado con el de revolución, para comprender sus implicaciones polémicas. La revolución es para Camus, un hecho histórico general, y, como objetivo exterior para cada hombre concreto. En este sentido se refiere a la Revolución francesa como el movimiento histórico que suprimió a Dios en la persona de su representante (el rey) pero conservó una serie de principios preceptivos –la bondadosa naturaleza humana, los límites teóricos del Estado liberal, la fraternidad universal...–, colgados de sí mismos, autosubsistentes. Así nos habla también de lo que él llama la revolución del siglo XX, la de nuestros días, que suprime lo que quedaba de Dios y consagra el nihilismo histórico, es decir, anula cualquier forma de limitación teórica o práctica para el poder organizativo estatal. Esta revolución es también para Camus, un esfuerzo por aceptar los hechos tal como son, esto es, en su orfandad de normatividad superior. Pero, por su mismo impulso antinormativo y teórico, por ser un hecho general y no personal, la revolución absolutiviza sus realizaciones y cae en una concepción y en un designio monistas. La rebelión, en cambio, es impulso personal, y como tal, empresa de límites y de tensión entre el hombre y el mundo.

La revolución del siglo XX incluye para Camus tanto al marxismo (materialismo histórico) como al existencialismo político (totalitarismos nacionales). Y todos los caminos que consagran el nihilismo historicista terminan fatalmente en la tiranía y el crimen organizado. El materialismo histórico traduce a términos económico-materiales la dialéctica idealista de Hegel. El monismo del maestro se mantiene, pero reducido a un ente histórico para el que todo género de trascendencia –ideas, normas y teorías– son ideaciones irreales de la superestructura.

El existencialismo, por su parte y por caminos intelectuales bien distintos, concluye asimismo la soledad del hombre en su d e venir histórico. Sobre él no existe ninguna instancia superior de ordenación ética o estructural. Debe escoger en el abandono cósmico. El marxismo es una evolución del racionalismo moderno, y, aunque sustituye la Idea por evolución económico-material, mantiene la fe en una estructura racional de esta evolución. El existencialismo afirma sólo la vida y la existencia concreta, y reconoce a ésta absurda, desprovista de sentido. Pero ambos, marxismo y existencialismo, rompen la trascendencia y consagran el nihilismo historicista. El hombre, en consecuencia, en su necesidad de organizarse, ha de ocupar el puesto de Dios, y su poder, el de la ley divina.

El marxismo político –comunismo– exige de por sí una operación radical sobre la sociedad, que consiste en adaptarla a la dialéctica materialista de la Historia, en sincronizarla con un orden determinista. Con esta operación cesarán las trágicas luchas entre la superestructura y la realidad, y brotará el orden definitivo y racional. El existencialismo político –totalitarismo nacista– ha de descubrir el valor supremo y el objetivo organizador en la vida misma. El Estado no es ya el ente abstracto, neutro, del racionalismo histórico, representante de la mística de un pueblo o de una raza, la más noble y alta de las vidas. Dentro de este ideal generador –unidad arquetípica de destino– reconocerá como misión formar el tipo perfecto de superhombre nietzscheano, en el que la vida se servirá a sí misma. Pero uno y otro –comunismo y fascismo– se ponen fácilmente de acuerdo en que, sea cualquiera la idea que de Dios tengamos, Dios ha de tener, para serlo, el derecho de la vida y de la muerte. Si el Estado se hace Dios –poder creador y organizador totalitario– deberá poseer asimismo ese derecho. Creador del nuevo hombre racional en un caso, creador del superhombre histórico en otro, es, en ambos fabricante de cadáveres y de campos de experimentación humana.

Sólo la verdadera rebelión del hombre puede poner un dique a las realizaciones panteísticas de las dos Revoluciones. Porque la rebelión, por cuanto es personal, no puede ser nihilista ni abocar al absolutismo: niega y afirma a la vez, con lo que determina un límite, un orden y una tensión que sólo puede hallarse en esa esfera media, cálida y serena de las realidades humanas. El sentido total de la Historia y su ley inmanente sólo serán visibles para Dios: toda empresa humana ha de ser histórica e intelectual –no racionalismo absoluto–, empresa de límites, de humildad y de riesgo. El que no puede conocer absolutamente no puede absolutamente matar. Cada hombre es, en su individualidad, un insondable misterio, una creación nueva e inefable de la historia concreta, que no puede someterse como un factor abstracto a unos fines de planificación.

Yo pienso que la rebelión de Camus cierra, simbólicamente al menos, el proceso espiritual que abrió tres siglos antes la rebelión cartesiana. Descartes se rebelaba contra el peso histórico de un mundo de fe y de costumbres, en nombre de la claridad intelectual. Camus se rebela, en cambio, contra el desarraigo intelectualista de un mundo sin fe ni costumbres que ha llegado, por el camino de la planificación organizativa, al crimen racional y a la tiranía. Y lo hace en nombre precisamente de la concreción y de la medida, de la realidad local y corporativa.

No llegó a hacerlo en nombre de la fe. Este pensamiento dualístico, esta tensión real que constituye la vida y la libertad de los hombres concretos, es lo que llama Camus «el pensamiento del Mediodía», y se identifica para él con la serenidad clásica del espíritu griego, con la luminosa mesotés del mundo mediterráneo. Fuera de esta zona media y templada, patria de la civilización, se halla la idea teocentrista –germen, para Camus, de panteísmo–, y también la de una existencia histórica vaciada de todo humanismo. Cristianismo y comunismo han roto para él, cada uno a su modo, la armonía y la sumisión del hombre clásico respecto a la naturaleza: ésta no es para uno y otro más que la decoración accesoria de una trama histórica que terminará en el reino atemporal de lo perfecto, divino en un caso, planificado en otro. Ambas concepciones engendran el quietismo en el hombre y la esclavitud en la sociedad. Para Camus el cristianismo es cómplice de las brumas panteísticas del germanismo y hostil a la tradición mediterránea.

Camus, como aconteció a Nietzsche, no llegó a comprender el Cristianismo. La idea que de él tuvo fue superficial, adquirida a través de prejuicios ambientales. No vio que el cristianismo, por su misma naturaleza divina, realizó históricamente la síntesis entre ambos espíritus –germanismo y helenismo–, e hizo crecer a lo largo de diez siglos la sociedad medieval, la única verdaderamente corporativa y autonomista. Tampoco llegó a ver que la historicidad que el Cristianismo introduce en el mundo de los hombres no vacía de consistencia y de valor el presente como acontece con le idea racionalista del Progreso indefinido, sino que inserta ese fin y esa historicidad en la vida de cada hombre haciéndolo colaborador y protagonista de la trama de los tiempos.

Sin embargo, Albert Camus, aun falto de fe y con las solas armas de la sinceridad intelectual, ha sido posiblemente el avanzado de la gran lucha que por un orden localizado, corporativo y libre ha de iniciar el hombre de hoy contra las grandes realizaciones abstractas del racionalismo y la planificación. Es significativo a este efecto el papel que otorga en su Discours de Suède al artista dentro de nuestra época como cantor de un mundo nuevo de espontaneidad y salud vital en el que los hombres se guíen más por su fe y sus impulsos interiores que por los dictados de una organización exterior: «Et, s'ils (les artistes) ont un parti à prendre dans ce monde, ce ne peut être que celui d'une société où, selon le grand mot de Nietzsche, ne régnera plus le juge, mais le créateur, qu'il soit travailleur ou intellectuel».

 

[*] Nuestro inolvidable colaborador Rafael Gambra, fallecido ahora hace seis años, fue un lector atento de los filósofos existencialistas, sobre los que dejó notables trabajos. Con motivo del sexto aniversario de su fallecimiento, y en coincidencia con el quincuagésimo de la muerte de Albert Camus, reproducimos estas páginas que vieron la luz por primera vez con ese motivo en el número 69, de 1960, de la revista pamplonesa Nuestro tiempo, a las páginas 120 a130 (N. de la R.).