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Número 495-496

Serie XLIX

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Juan Vallet de Goytisolo

Se nos ha ido a los noventa y cuatro años, lúcido hasta el final. Sus inmensas capacidades de memoria, inteligencia y voluntad habían ido declinando lentamente en los últimos años, tras haber cumplido los noventa casi en plenitud. Había tenido, decenios antes, algunos episodios (una úlcera de duodeno sangrante y un infarto masivo) de los que se repuso de modo increíble, volviendo pronto a su ingente actividad: los lunes el pleno de numerarios de la Academia de Jurisprudencia, los martes el de la de Ciencias Morales y Políticas y –a continuación– la reunión de Verbo, los miércoles el seminario de derecho civil Federico de Castro, los jueves las conferencias del Colegio Notarial… Recuerdo el día que lo conocí, en 1978: decidido (incluso enérgico) pero amable, dirigía las reuniones de Verbo apurando los tiempos para obtener los mayores frutos. Pronto empezó a llamarme por teléfono con frecuencia, incluso los sábados por la mañana, a las nueve, en tiempos en que –cosas de la edad, la mía– no siempre madrugaba, para encargarme pequeños trabajos en los que me fui fogueando intelectualmente. Llamaba desde su despacho notarial, donde lo mismo extendía con pulcritud las escrituras que atendía la abundante correspondencia, recibía visitas y, ¡en los ratos libres!, estudiaba.

Ha sido el príncipe de los civilistas del último tercio del siglo XX, con estudios que recorren todos sus sectores, aunque en particular el sucesorio, e incursiones en el derecho mercantil. Aunque su energía fue desbordándose, siempre ascendente, hacia la filosofía del derecho y de la comunidad política. En la primera quizá fue el provocador Michel Villey, que Vallet leyó cum mica salis sin quitar un ápice al agradecimiento, quien más le influyó en la elección irrevocable del Aquinate como su maestro. Eugenio Vegas Latapie, para la segunda, constituyó el acicate que le amplió un horizonte que, como jurista de raza, le llevo a enlazar la justicia particular con la legal pautada por el bien común. Como era generoso, en grado sumo, llamó maestros a otros tantos que, en una cosa u otra, le influyeron: el filósofo siciliano Michele Federico Sciacca, el dominico asturiano Victorino Rodríguez, el polígrafo extremeño Francisco Elías de Tejada… Para muchos él fue el maestro.

Quizá le conviniera por eso el calificativo de magnánimo. Porque no se encerró en el ya de por sí amplio radio de sus estudios profesionales y científicos, sino que se entregó al servicio de los demás. En la dedicación a las Reales Academias, donde es más fácil querer ingresar que trabajar, y donde por voluntad suya indoblegable ofició menos –en la de Jurisprudencia– de presidente (1994-1999) que de secretario general (1977-1992). En la dirección de la revista Verbo, que va a cumplir cincuenta años, empresa de un equipo privado en su totalidad, única en el horizonte patrio, y aun a escalas mayores: sólo quien también lo ha hecho puede darse cuenta de la oblación, casi inmolación, que supone de la propia obra en pro del vehículo colectivo al servicio del bien también común. En la promoción y animación de un conjunto de vocaciones, ligadas a la obra de la Ciudad Católica, administradas no según criterios de poder (como en las extinguidas “escuelas” universitarias) sino de auténtico magisterio: y ese sello de autenticidad ha permitido que, sobreponiéndose al interés de la oposición o la carrera, perseveraran. Incluso, finalmente, en la caridad (fueran las Conferencias de San Vicente de Paúl o diversos monasterios de clausura) ejercida siempre sin que la mano izquierda lo advirtiera.

Como notario fue escrupuloso, como académico cumplidor, como estudioso agudo, como escritor oceánico, como maestro generoso. No resulta posible aquilatar siquiera mínimamente el valor de sus cualidades en tan varios y ricos ámbitos. Cabe, sin embargo, tratar de trazar el cuadro en que todas se conjugan: católico íntegro (que sufrió, disciplinadamente, eso sí, con el Concilio y sus avatares), jurista cultivador del realismo y amante del fuero (contrario, por ello, paradojas aparte, de los mitos actuales y del “derecho autonómico”), el pensamiento tradicional pierde con él a una de sus últimas cimas, quizá la más resguardada (tal era su prestigio) de los ataques enemigos. No me resulta fácil pensar en proseguir la travesía sin su orientación y consejo. Hoy somos muchos los que quedamos algo huérfanos. Requies catin pace[1].

MIGUEL AYUSO

 

[1] El pasado 25 de junio moría nuestro director, y presidente de la Fundación Speiro, Juan Berchmans Vallet de Goytisolo, cuando este número de Verbo estaba cerrado y compuesto. Sólo podemos, de urgencia, incorporar el obituario que nuestro secretario de redacción, Miguel Ayuso, publicaba en la edición del diario ABC, del que Juan Vallet fue colaborador sobre todo en los años setenta y ochenta del novecientos, correspondiente al día 27 de junio. Sin Juan Vallet, fundador de Verbo y Speiro, entre otros con Eugenio Vegas Latapie, no se puede entender la historia de nuestra obra. En el próximo número (D. m.) dedicaremos un mayor espacio a glosar su vida, pensamiento y quehacer (N. de la R.).