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Número 495-496

Serie XLIX

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La primacía absoluta del bien común

A LOS XXX AÑOS DE LA MUERTE DE LEOPOLDO EULOGIO PALACIOS

 

 

Las cuestiones filosóficas tienen también su genio, y genio es, como nos decía Lope de Vega, aquella inclinación que nos guía más a unas cosas que a otras; y así, defraudar el genio es negar a la naturaleza lo que apetece. El genio de la filosofía tiende siempre a lo extremoso; y en las lucubraciones filosóficas que versan sobre política lo extremoso es siempre o el anarquismo o el despotismo.

Pero siempre hay también una inteligente mano que logra encerrar en un compás armonioso el genio dispar de la filosofía política. Ahí está en prueba de ello la más célebre y difundida de las teorías políticas germinadas en un cerebro católico: la concepción comunitaria y personalista de Maritain y los suyos. ¿Qué duda cabe que se trata en ella de superar todo extremo, de mediar entre anarquismo y despotismo, y dar al bien común lo que es suyo y a la persona lo que le cuadra? Atmósfera en que las ideas se enlazan sin desmandarse, no tanto por constreñir su genio como por respetarlo y reducirlo a número.

Al principio se creyó así; pero después vióse que ese término medio era, en realidad, un compromiso inestable. Surgió entonces otra teoría, que es la que yo llamo aquí la concepción comunitaria a secas.

En la concepción comunitaria y personalista se admite sólo la primacía relativa del bien común; mientras que en la otra se viene a admitir su primacía absoluta. Todo el pensamiento político de nuestros días no cesa de girar en torno a estos términos, y de tanto girar se marea. Las siguientes líneas intentan restablecer la claridad sin destruir la lucha; y en ellas rompo una lanza en un torneo que, por su brío y resonancia, merece la más atenta contemplación de todos.

 

 

I

LA CONCEPCIÓN COMUNITARIA Y PERSONALISTA

 

1. La primacía de lo espiritual.

Al enfocar el tema de la política cristiana, los teólogos han evidenciado siempre la necesidad que tienen los gobernantes de respetar los derechos de la Iglesia, no sólo porque ésta es una sociedad perfecta y acabada, que no puede ser absorbida por el Estado, sino también porque los derechos de Dios y de la Iglesia son superiores a los del César y su República. El gobernante cristiano debe, por eso, respetar las cosas del orden espiritual, y además subordinar indirectamente la sociedad civil a la sociedad eclesiástica, el poder temporal al poder espiritual, la política a la religión.

Esta doctrina hace que toda concepción cristiana de la política no sólo tenga en cuenta el bien común temporal del Estado, sino que también considere indirectamente los derechos del orden espiritual, y cuente con ellos para dar un sentido cristiano a la cosa pública.

Maritain ha tenido en cuenta la postura de los teólogos cristianos, y su doctrina le señala como un escritor católico que ha sabido mirar las cosas profanas sin abandonar las sagradas, cuidadoso de lo que tocaba a la religión cuando trataba cuestiones de política. Ello le hizo adquirir enseguida confianza entre los fieles de Cristo, que buscaron en sus libros armas para luchar en favor de una concepción cristiana de la vida pública.

Toda la filosofía de la cultura de dicho autor está dominada por la distinción entre el poder temporal y el poder espiritual. Esta idea, flor fructífera de todos los buenos ingenios que han cultivado la política sin menoscabo de la religión, es también la verdad que encierra en su puño toda la redondez del globo intelectual del pensador francés. Oigamos estas palabras suyas, que nos lo dicen muy claro: «Nada tiene tanta importancia para la libertad de las almas y para el bien del género humano como la distinción de estos dos poderes; para hablar el lenguaje moderno, nada tiene un valor cultural tan grande»[1].

Los paganos absorbían el poder espiritual en lo temporal, adoraban a los reyes, a los poderosos y a los emperadores, y los llamaban abiertamente dioses, deificando torpemente a sus príncipes temporales. Esta absorción de lo espiritual por lo temporal fue rota por el mensaje de Jesús. Maritain nos lo recuerda: «El Señor Jesús ha dicho: Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Ha distinguido así los dos poderes y al hacerlo ha libertado a las almas»[2].

Hasta aquí este filósofo no hacía más que inspirarse en una verdad central del cristianismo, y además, en una de esas verdades que los teólogos tienen por formalmente reveladas. Decir que hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, ¿es hacer otra cosa que repetir una proposición del Evangelio?

Dos órdenes, por tanto: el temporal y el espiritual, la política y la religión. Y dos órdenes que no están en el mismo plano, pues la superioridad de las cosas de Dios sobre las cosas del César hace que el orden espiritual deba prevalecer sobre el orden temporal, y la religión sobresalir sobre la política.

Esta superioridad constituye la primacía de lo espiritual, la más preciada joya de la Iglesia, defendida contra el Imperio romano que idolatraba la grandeza del César convirtiéndole en Dios, y confundía la política con la religión, sometiendo la religión a la política. Primacía de lo espiritual siempre amenazada por el mundo, y que en nuestros días ha encontrado su mayor enemigo en el totalitarismo fascista o comunista.

 

2. Lo político y lo moral.

Pero nos engañaríamos mucho si creyéramos que Maritain ha procedido como proceden los teólogos por el mero hecho de haber tenido en cuenta su doctrina. Para los teólogos la supremacía de lo espiritual implica primordialmente los derechos de la Iglesia, sociedad perfecta fundada en una ley divina positiva. Y es cierto que este filósofo ha dedicado también algunas páginas de Primacía de lo espiritual a estos derechos sobrenaturales; pero aún en ese libro, que es sin disputa el más teológico del autor, la consideración de la Iglesia católica como sociedad positiva sobreviene casi de improviso, después de unas reflexiones en las que se habla de una cosa mucho más natural y filosófica: la subordinación de lo político a lo moral.

No nos equivoquemos: lo que a Maritain le interesa (de acuerdo con su idea de la «filosofía moral adecuada») es trazar una teoría racional del Estado en la que se tengan en cuenta de modo positivo los documentos de la revelación cristiana, y entre ellos el dato constituido por la proposición: Hay que dar al César lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios. Esta teoría racional del Estado intentará con un esfuerzo máximo impedir que el hombre se someta por completo a la política, haciendo ver que hay terrenos que el poder civil no puede invadir nunca. Hay cosas que no son del César, como nos lo recuerdan los repetidos y siempre inexhaustos versos de Calderón en El alcalde de Zalamea:

Al rey la hacienda y la vida
se ha de dar; pero el honor
es patrimonio del alma,
y el alma sólo es de Dios.

Hablará entonces de la subordinación de lo político a lo moral, más bien que de lo temporal a lo espiritual; haciéndonos ver que esta distinción y subordinación entre lo político y lo moral, a pesar de ser mucho más racional y filosófica que la otra, no ha podido ser vista por los paganos, y ha necesitado del cristianismo para evidenciarse: II a fallu le christianisme pour la mettre en pleine lumière[3].

Al hombre se le puede considerar como parte de la ciudad —viene a decir Maritain—, y entonces sus actos pueden ser referidos al bien común de ésta; pero si se le toma considerando su libertad, que es propiedad incomunicable, y su ordenación directa a Dios como fin eterno, el hombre escapa bajo este aspecto formal a la ordenación política: homo non ordinatur ad communitatem politicam secundum se totum et secundum omnia sua[4].

Pero si la primacía de lo espiritual no parece trascender, a los ojos de este filósofo, la primacía de lo moral sobre lo político, observamos que a lo largo de su carrera de escritor ha variado considerablemente su concepto de la norma moral. Cuando escribía Tres reformadores y Primacía de lo espiritual daba a entender que el fin último del hombre es Dios como bien común. «Toda persona humana —decía entonces— está directamente ordenada a Dios como a su Fin último, y no debe, por tanto, de acuerdo con el orden de la caridad, preferir para sí misma nada más que Dios.» Un Dios que es «bien común separado» del universo entero[5]. Sanísima doctrina que erige en fin último del hombre a Dios como bien común, y que se repite dos años después en Primacía de lo espiritual: «Según aspectos formales diferentes, cada uno de nuestros actos puede ser referido a la vez al bien particular de nosotros mismos, o de otro como persona privada, al bien común de la familia o al de la ciudad, y al bien común trascendente de todo el universo, es decir, a Dios mismo»[6].

En cambio, en las obras posteriores el concepto de la norma moral va retrotrayéndose desde Dios como bien común a la libertad de expansión de la persona humana, erigida poco menos que en fin de sí misma: sobreviniendo entonces una catástrofe doctrinal que no vacilaremos en vituperar más abajo. La supremacía de la moral sobre la política acaba por ser la supremacía del bien personal sobre el bien común.

Esta última versión del problema parece la definitiva en Maritain, según lo prueban sus últimas obras, y sobre todo su asentimiento expreso a la interpretación que hizo de su doctrina el padre dominico I. Th. Eschmann, de que hemos de ocuparnos después.

 

3. La distinción entre individuo y persona.

Todo el desarrollo de la teoría del Estado en Jacques Maritain se apoya en una doctrina básica, que es la distinción de la individualidad y la personalidad dentro del mismo hombre.

La individualidad es a los ojos de este filósofo el polo material del hombre, lo que hay de común al hombre y a la bestia, y al microbio y al átomo; lo que hace del hombre un fragmento material de una especie, lo que le hace ser una parte del universo, lo que le somete al determinismo del mundo físico, lo que le tiene sujeto a los astros.

¡La personalidad, en cambio! Esta es el polo espiritual del hombre, lo que le distingue de los seres irracionales, lo que le otorga frente a todo el universo una totalidad subsistente e independiente, lo que no entra como parte a formar cuerpo en el engranaje del determinismo universal[7].

Una distinción que se presenta con tan airoso ademán, ¿a qué escuela pertenece? Sabemos que en nuestros días solicita cuidadosamente la opinión del tomista, prosiguiendo intentos ya abrigados anteriormente por Welty y Garrigou-Lagrange. Y es cierto que el tomista distingue entre individuo y persona. Pero ¿lo hace en los términos de Maritain? Más que a Tomás de Aquino, la distinción del pensador francés me traslada allende las orillas del Rhin, hasta el rincón germano donde se fraguó aquella doctrina de la Crítica de la razón práctica, en la que Kant distingue al hombre como naturaleza, sometido en el orden fenoménico al engranaje del determinismo universal, y al hombre como persona, dotado en el orden inteligible de moralidad y libertad[8].

Pero veamos el uso que hace nuestro autor de esta distinción entre individuo y persona, e inspeccionemos los subterráneos donde se cimentan las columnas de su edificio doctrinal.

 

4. Ni anarquismo ni totalitarismo.

Todo el problema del Estado cristiano gira para Maritain en torno a las nociones de individuo y persona, porque sólo ellas le permiten evitar los dos errores que pueden dar al traste con una concepción de la vida pública: el anarquismo y el totalitarismo. Toda su teoría del Estado cristiano se asienta sobre estas dos nociones de la individualidad y la personalidad: el hombre como individuo se somete al Estado, y así evita los excesos del anarquismo; pero a su vez el Estado se rinde y sujeta al hombre como persona, y elude las enormidades del totalitarismo.

Podría resumirse la posición del autor en un cartel lacónico y llamativo que hiciese resplandecer ante nosotros la esencia misma de la cuestión. Un rótulo que podría anunciar lo siguiente: El individuo, para el bien común; el bien común, para la persona.

 

5. La persona y el bien común.

El hombre como individuo tiende a conquistar su emancipación en el seno del Estado, al que se ordena como la parte al todo. El bien común difiere específicamente de la simple suma cuantitativa de los bienes individuales; y es más noble, en su misma línea, que el bien individual, superior a los intereses del individuo en tanto que éste es parte del todo social. Y el hombre, en cuanto individuo, se ordena a él porque es parte o fragmento de una especie, y por eso puede ser destinado a un todo superior, que es el bien común del Estado. Sólo encuadrando al hombre como individuo en el bien común podemos precavernos contra el anarquismo en cualquiera de sus formas, y explicar la primera parte de mi cartel: «el individuo, para el bien común».

En cambio, el hombre como persona tiende a conquistar su deificación superando los estrechos límites de la sociedad y el bien común, porque sabe que está ordenado a un bien todavía más alto, al que se subordina incluso el Estado, y que es la libertad de autonomía, la libertad de Dios. Y esto es así porque el hombre como persona es un todo que no puede entrar en composición con nada superior a él, pues de lo contrario la persona se convertiría en parte de otra cosa y dejaría por eso mismo de ser persona. Sólo asegurando al hombre una extraterritorialidad sobre el Estado puede eludirse el totalitarismo, y explicar la segunda parte de mi rótulo: «el bien común, para la persona».

 

6. La concepción comunitaria y personalista.

Resulta entonces que al decir: «el individuo es para el bien común» se profesa una concepción comunitaria, porque el bien común es erigido en el fin del hombre. He aquí una sumisión del hombre al Estado que no tiene nada de anarquista ni liberalista, y que limita los vuelos de esa tendencia hacia la libertad de expansión que caracteriza al ser humano. En cambio, al decir: «el bien común es para la persona» se traza el diseño de una concepción personalista, porque entonces es la persona y su bien personal la que se erige en fin del bien común. Y esta libertad personal a la que debe ordenarse el Estado es justamente lo que nos mantiene alejados del totalitarismo.

En suma: la concepción de Maritain es doble: comunitaria, pues inserta al hombre dentro del bien común temporal; y personalista, pues aunque se trata de una concepción política, respeta en lo moral los derechos de la persona y sus aspiraciones a la libertad de autonomía, que es tanto como respetar la primacía de lo espiritual.

No es ocioso insistir sobre la fundamentación filosófica de esta doctrina, que se reduce a considerar al individuo como parte y a la persona como todo. El individuo, dada su condición de parte, puede ser ordenado al bien común, pero la persona, dada su condición de todo, no puede ser destinada a él, pues ella constituye de suyo una totalidad subsistente e independiente que no puede formar parte de nada. De lo contrario, la persona se convertiría en parte de otra cosa y dejaría por eso mismo de ser persona, según las palabras de Santo Tomás de Aquino: «El concepto de parte es contrario a la noción de persona» (ratio partis contrariatur rationi personae)[9].

 

7. Personalismo in spiritualibus.

De las dos tesis de mi cartel, la única que merece una censura importante es la segunda: el bien común, para la persona, es decir, el aspecto personalista de la vida pública.

Porque es entonces cuando surge esta pregunta: si el bien común es para la persona, la persona ¿para quién es?

¿Será acaso un fin en sí? Todos los que no profesen la filosofía de Kant tendrán que responder diciendo de plano nequaquam. Y si la persona no es un fin en sí; ¿para quién es entonces? ¿A qué fin se endereza?

¡Para Dios!, nos dirán algunos apelando al recurso más alto. Pero este Dios, ¿podrá ser considerado todavía como bien común de la persona humana después de habérsenos dicho que ésta es un todo subsistente que no puede asociarse a nada? Si se responde afirmativamente, Dios será un bien común que en virtud de la tesis «el bien común para la persona» se subordinará a la persona humana, será un simple medio para satisfacer los deseos de ella, y por tanto un bien inferior al bien personal del hombre, y ved aquí nuestro Adán convertido en una personalidad soberbia, ensalzada sobre todas las cosas y ante la que el mismo Dios se arrodilla; y si respondemos con un no redondo, el resultado será equivalente, pues entonces la persona, sobresaliendo siempre sobre el bien común, se convierte en una diosa de perfección absoluta.

Es muy verdadero que en el hombre hay cosas que son exclusivamente espirituales y no pertenecen al César: Calderón nos había dicho ya con versos inmortales que el alma sólo es de Dios. Y Santo Tomás, en tina observación muy citada por Maritain, dice que el hombre no se ordena a la sociedad política con todo lo que hay en él (homo non ordinatur ad communitatem politicam secundum se totum et secundum omnia sua)[10]. Nada tan indispensable como admitir este punto para rechazar el totalitarismo. Pero lo que no puede hacerse es llevar este pensamiento al terreno del personalismo, como si del hecho de que el hombre no se ordena al Estado con todo lo que hay en él, y de la verdad que el alma sólo es de Dios, debiéramos inferir que la persona queda desvinculada de todo bien común, no sólo del bien común temporal del Estado, sino del bien común del universo y de ese bien común separado al que llamamos Dios.

Afirmando rotundamente que el bien común es para la persona porque ésta es una totalidad que no puede asociarse a nada, Maritain no se percata de que entonces empieza para su doctrina el verdadero problema, que es el de colocar como es debido a esta personalidad que emerge soberbiamente sobre el bien común en una relación adecuada con el universo y con Dios, que son bienes comunes mayores que el bien común temporal del Estado, y de los que no debe escaparse la persona. Esta consideración acaba por desaparecer en la obra de este filósofo: para él la línea del bien común termina donde acaba el poder civil, y a partir de ella comienza el reino de lo espiritual y lo personalista. No olvidemos el nombre de su doctrina: concepción comunitaria y personalista de la vida pública, donde esta expresión deja claramente ver que todo lo que el gobernante debe respetar no son derechos de otra comunidad o de otro bien común superior al temporal del Estado, sino derechos de la persona pura y simple, de la soberbia personalidad del hombre.

En la enseñanza de Maritain desaparece de la consideración el bien común del universo, porque sería un todo superior al todo de las personas creadas; y no se pone en consideración el bien común separado al que llamamos Dios, que es el verdadero fundamento de los derechos de la persona anteriores a los del Estado. Como la personalidad es una totalidad subsistente e independiente que según este autor no puede someterse a un todo superior sin hacer dejación de su condición metafísica de persona, la consideración del universo y de Dios no puede tener nunca un carácter comunitario, sino personalista. Lo comunitario es restringido a la esfera política, mientras lo personalista ocupa la esfera religiosa (y también la política en cuanto ésta debe indirectamente subordinarse a la religión). Resultan entonces dos cosas: primero, que lo temporal es lo común, y segundo, que lo espiritual es lo personal, y que, en consecuencia, la primacía de lo espiritual queda concebida por Maritain como la primacía de lo personal. De esta manera desembocamos en una concepción que podríamos llamar personalismo in spiritualibus.

 

8. El ser de la persona y el fin de la persona.

Es lástima que este filósofo no se haya dado cuenta de que el hombre es susceptible de dos consideraciones, según nos fijemos en el ser de la persona o en el fin de la persona; sólo así habría podido ver cuán falso es el uso que hace de la proposición donde Santo Tomás enuncia que el concepto de parte es contrario a la noción de persona (ratio partis contrariatur rationi personae); y vería también que una doctrina moral y política no puede nunca basarse sobre el ser, sino sobre el fin, es decir, no sobre el ser que constituye la persona y que es tema de la ontología, sino sobre el fin a que está destinada, y que es cuestión de la ciencia de las costumbres.

Considerada ontológicamente, nuestra persona es un todo y, por consiguiente, puede decirse con el Doctor Angélico que el concepto de parte es contrario a la noción de persona, ratio partis contrariatur rationi personae. Estas palabras de Santo Tomás se refieren al ser de la persona, como puede colegirse examinando el contexto de donde Maritain las ha extraído para meterlas en la más extravagante de las aventuras[11]. Bajo esta consideración ontológica la persona es una totalidad subsistente e independiente que no puede entrar a formar parte de ningún otro todo.

En cambio, considerada teleológicamente, nuestra persona debe ser siempre una parte, porque la ley moral la ordena a unirse con un bien común que la trasciende y que es comunicable a otros seres. No en vano se define toda ley (y no sólo la ley civil) como una ordenación de la razón al bien común. En efecto: la persona humana está destinada al bien común de la sociedad, pero no sólo a éste, sino también al bien común del universo, y a ese bien común por excelencia que es Dios. A la luz de la ciencia de las costumbres, y a diferencia de lo que sucede en la ontología, el concepto de parte no es contrario a la noción de persona; antes bien, la persona que se erige en todo es una persona malvada, que antepone el bien personal al bien común, considerándose a sí misma, y a su dignidad y libertad personales, como el fin último de todas las cosas. Se ha dicho ya muchas veces que la doctrina de Kant, al concebir la persona como fin en sí, le otorgaba privilegios divinos. A esto conduce el considerar teleológicamente a la persona como un todo, cuando a la luz de la moral sólo debe ser una modesta parte.

Pues bien, el error de Maritain consiste en haber confundido ambas consideraciones de la persona: la que se refiere al «ser» y la que se refiere al «fin». El ser de la persona es una totalidad independiente y subsistente, ¡pero su fin no es esta misma totalidad! En la perspectiva ontológica la persona humana es un todo, pero en la perspectiva teleológica la persona humana no sólo es, sino que debe ser una parte, destinada a unirse con otras personas para participar en el bien común de la sociedad, del universo y de Dios.

 

9. Verdadera figura del bien común.

Quedamos en que el fin de la persona no debe confundirse con el ser de la persona, que aquél está fuera de éste. Y hemos dado a entender claramente que el fin en cuestión no puede ser otro que el bien común, tomando nuestro término con toda su generosa amplitud.

El bien común es una unidad perfectiva en la que pueden participar muchos seres. Como unidad se opone a la división; siendo de notar que mientras el ser de la persona cierra a ésta en su unidad ontológica y la hace incomunicable con otra sustancia, el fin de la persona, que es este bien común del que hablo ahora, está ordenado esencialmente a adunar las personas entre sí, dotándolas de una unidad social de que carecen cuando se considera su mero ser. Lo que evidencia que la dimensión ontológica de la persona basta para explicar la unidad de ésta cuando se la toma aisladamente, pero que sólo la consideración teleológica puede explicarnos su sociabilidad. En los fracasos de la sociología hay que contar como principal reparo una defectuosa consideración del bien común, y la obstinación en colocar el punto de partida de esta ciencia (llamémosla así) en el ser del hombre, en lo antropológico, en vez de ponerlo en su finalidad, en lo teleológico.

Decía también que la unidad del bien común es perfectiva; y me llevaba a esta afirmación el ver el atractivo que ejerce sobre la muchedumbre, atracción que es el factor característico de las causas finales, como si el adunarse en la compañía de los otros fuera un llamamiento poderoso hacia la propia perfección, asequible en común.

Y es que, en realidad, el bien personal no puede llegar a su verdadera expansión más que sometiéndose al bien común. Una falsa concepción de éste nos le presenta, a veces, como si fuera un bien ajeno —y, por tanto, particular, no común—. La comunidad del bien, su unidad comunicable a muchos, le hace justamente ser el mejor bien de la persona, de la mía y de la tuya, lector.

 

10. El bien común, todo virtual.

¿Cómo se realiza esta comunicación del bien común con los bienes particulares de la persona? Misterio hondísimo, cuyas entrañas voy a explorar con miedo.

Salta a los ojos desde su oscuridad el vislumbre de que esta comunicación sólo se realiza en la peculiar relación del todo y las partes. Pero no basta decir que las partes existen a causa de la perfección del todo, como la materia existe a causa de la forma, ni añadir que por eso las partes son como la materia del todo. Esto es verdad grandísima, pero gravísima también, quiero decir, grávida de otras verdades ineludibles. Las partes son materia del todo, que es su forma; pero lo más interesante es determinar qué clase de todo es el que llamamos bien común.

Un todo puede ser universal, integral y virtual. ¿Cuál de ellos es el que nos conviene ahora?

El todo universal está presente en cada parte con toda su esencia y su virtud, como cuando digo: el caballo y el oso es animal (frase que puedo descomponer en estas dos: el caballo es animal, el oso es animal). El todo integral no se encuentra en cada una de sus partes, ni con toda su esencia ni con toda su virtud; y por eso no se predica de ningún modo de cada parte singular, sino de cierta manera, aunque impropiamente, de todas a la vez: como si decimos que la pared, el techo y los cimientos son la casa (frase que no puedo descomponer nunca en éstas: la pared es la casa, el techo es la casa...). En cambio, el todo virtual se encuentra presente en cada una de sus partes con toda su esencia, pero no con toda su virtud. Y por eso puede predicarse en cierto modo de cada parte, aunque no tan propiamente como el todo universal. Y es así como dice San Agustín que la memoria, el entendimiento y la voluntad son la esencia del alma[12] (porque la esencia del ánima existe toda en estas potencias, aunque no con toda su virtud).

Este último tipo de todo es el que me parece convenir al bien común. La comunicación del bien común con los particulares se realiza de la manera como el todo virtual se predica de sus partes. Es así como yo creo que el bien de las clases sociales, y de los grupos, y el bien mío y el bien tuyo, son el bien común. No entiendo estos bienes como repetición y multiplicación unívoca de la naturaleza idéntica del bien, pues esto sería no tener en cuenta su carácter de causa final, sería considerar el bien común a la manera de lo que llaman los escolásticos un universale in essendo (que es lo que suele llamarse «todo universal»), en vez de considerarle como un universale in causando. Tampoco entiendo que el bien común sea una integración de partes —homogéneas o heterogéneas, poco importa—, que sólo pudiera predicarse de todas juntas a la vez, y que formarían un «todo integral», simple suma de bienes particulares que no emerge por encima de los sumandos; afirmo tan sólo que es un «todo virtual» que se predica de manera entre idéntica y diversa de las partes, de los bienes parciales o particulares, de manera semejante a como la esencia del alma se predica de sus potencias.

 

11. El todo virtual intrínseco.

Se me objetará que concibo el bien común como un alma, presente su esencia en cada una de sus partes: vegetativa, sensitiva, intelectiva, aunque no con el mismo poder, o con la misma fuerza, porque aunque la esencia del alma se encuentra toda en cada una de sus facultades, cada facultad es una parte con poder diferente, y ¿no es esto caer en un antropomorfismo, elevando a esquema del bien común el cuadro del alma humana?

En realidad, aquí no hay esquemas ni cuadros, sino entraña viva, puesto que hablamos de alma. Y acaso cuanto digo estaba ya entrevisto por Platón al hablar de la correspondencia entre las partes del alma humana y las clases de la sociedad: entre las partes concupiscible, irascible y racional, que componen para Platón el alma del hombre, y las clases traficante, auxiliar y deliberante, que constituyen la república[13]. Partes que no deben concebirse, ni en el idiota ni en la polis, como divisiones cuantitativas, cabeza, tronco y extremidades, sino como poderes o facultades, asumidas en la unidad esencial del todo potestativo o virtual.

La sociedad tiene clases como el alma tiene facultades: sin ellas no podría obrar. Y todo el bien de la sociedad está en cada una de sus clases, pero no con igual fuerza: está con más virtud en las llamadas clases directoras, que son por eso las que hacen «vida de sociedad», como el alma está con más fuerza en la parte intelectiva llamada a dirigir todo el conjunto; y está con menos fuerza en las clases medias y bajas, como el alma lo está en menor grado en las partes sensitivas y vegetativas.

Una sociedad sin clases es como un ánima sin potencias, como un todo sin partes. Un todo sin partes ¡qué espléndida definición de lo que hoy es la masa! Y eso será la sociedad por la que trabajan el marxismo y el anarquismo: un ánima inerte, una sociedad muerta, que sólo vegeta, o sólo siente, o sólo piensa, pero que no hace las tres cosas a un tiempo, único modo de ser fecunda.

Y lo mismo puede decirse del bien común del universo, todo virtual que se predica análogamente de sus partes, ángeles, hombres, brutos, piedras: cosas todas enderezadas a constituir un mundo de seres distintos y ordenados; distinción de partes y orden de ellas que no son un alma cósmica, pero que se lo parecen mucho. He leído en Tomás de Aquino que la distinción de partes y el orden suyo es el efecto propio de la causa primera, como si el bien común del universo fuera la forma última, que abarca eminencialmente las otras. Distinctio et ordo partium universi, qui est quasi ultima forma[14]. Note el lector esta expresión: quasi ultima forma, que no quiere decir alma última del mundo creado, a la manera hilozoista, pero sí bien común que puede predicarse en cierto modo de cada parte, aunque no tan propiamente como el todo universal de las suyas. No otra cosa se dice del alma y sus potencias.

Y es que el bien común es causa final, unidad perfectiva en que pueden participar muchos seres, pero no por eso deja de ser intrínseco a la sociedad y al universo.

 

12. El todo virtual extrínseco.

Hicimos mención en otra parte de un bien común extrínseco, trascendente y separado del universo: Dios mismo. Y éste no es tampoco un todo integral o un todo universal, sino un todo virtual, como vimos que lo era el otro. Pero Dios tiene una característica de que carece el todo intrínseco: no es un todo formado de partes, sino un todo anterior a las partes: no un totum ex partibus, sino un totum ante partes.

Sobre este punto acabo de leer en el De hominis beatitudine de Santiago María Ramírez, uno de los pocos teólogos del día cuyos libros rebasan la rutina docente, una página en que dice, mal traducido por mí al romance, que este todo que es Dios «sólo puede ser uno, y no se compone de partes, sino que existe antes de las partes y de su totalidad, siendo una Unidad Absoluta que contiene de antemano virtual y eminentemente todas las partes y la totalidad de ellas, por ser la Deidad»[15]. Confirmando así cuanto digo acerca del bien común como todo virtual, que en este caso único e incomparable del bien común separado merece este nombre de una manera sobreeminente. ¡Y qué consuelo pensar que el último fin del hombre, el término de su hambre de inmortalidad, su bienaventuranza objetiva, consistirá, como dice Ramírez, «en alcanzar este todo, es decir, esta Unidad Absoluta y Trascendente que contiene de antemano, por modo virtual y eminente, en una máxima concentración de vida, toda la perfección de todas las partes, o más bien de todas las participaciones, y la totalidad de las participaciones mismas»![16]

Llegados a estas alturas vemos que el bien común trascendente es la clave de toda suerte de bienes y que es imposible afirmar la primacía de la persona sobre el bien común. Por mucho que la persona quiera pavonearse, envanecerse y encumbrarse por encima de las cosas todas, topa finalmente con un bien común que la excede infinito; y cuando Pedro Crespo, mirando valientemente por encima del poder armado de la comunidad política, dice a Don Lope de Figueroa que el alma sólo es de Dios, ¡ ah!, entonces también Dios aparece en figura de bien común, superior a las exigencias de la república, precisamente por ser una finalidad infinitamente mayor que la de aquélla, y de efectos también más dilatados.

 

  

II

LA CONCEPCIÓN COMUNITARIA A SECAS

 

1. La primacía absoluta del bien común.

En 1943 publicaba Charles De Koninck un libro titulado De la primacía del bien común contra los personalistas. Su tesis consistía en afirmar que el bien común es siempre superior al bien propio. ¿Quiénes eran los personalistas atacados por De Koninck? En el libro no luce el nombre de ninguno. ¿Serían Max Scheler, Nicolai Berdiaeff, Emmanuel Mounier? ¿Acaso Maritain? Este último era personalista de la manera que hemos visto; y, además, tenía un libro titulado Primacía de lo espiritual, que bien podía interpretarse en el sentido de una primacía de lo personal. A esta primacía se opondría ahora otra muy diferente, y ésta sería la primacía del bien común, por cuyos fueros salía a pelear De Koninck.

El libro de Charles De Koninck es uno de los pocos escritos contemporáneos que me han hecho reflexionar con fruto. En él he encontrado trabajados con gran vigor tres puntos sobre manera importantes: primero, una noción del bien común más perfecta y elaborada que la de Maritain, y que permite combatir tanto al anarquismo como al totalitarismo sin necesidad de introducir en la concepción de la vida pública la distinción entre individuo y persona, de la que De Koninck no hace mención siquiera; segundo, la afirmación de que el bien común es superior al bien personal no sólo en toda sociedad humana, sino en el universo, y tercero, la certeza de que todo confluye hacia su perfección en Dios, bien común separado del universo. De esta suerte, la persona está siempre encuadrada en el bien común, que es el que asegura su dignidad; y la noción plenaria y fecunda de éste me permite hablar hoy de una concepción que ya no es, como la de Maitain y sus seguidores, comunitaria y personalista, sino pura y simplemente comunitaria.

 

2. En defensa de Jacques Maritain y en defensa de Santo Tomás.

El libro era demasiado contundente para que no se alzasen voces en contra, provenientes de todos los cuarteles del personalismo internacional. El debate fue, sobre todo, muy animado en el Canadá y en los Estados Unidos. La voz más autorizada pareció ser la del padre Eschmann, dominico alemán, antiguo profesor del Angélico de Roma, y a la sazón residente en Toronto.

Eschmann escribió contra el libro de Charles De Koninck un violento ataque, titulado In defence of Jacques Maritain[17]. En él sostenía a toda costa la posición maritainiana: la primacía de lo espiritual significaba la primacía de lo personal[18]; y si podía hablarse también de una primacía del bien común, ésta era sólo relativa, pero nunca absoluta; se refería al orden político nada más, y no en vano había ya Maritain hablado de una concepción que además de personalista era comunitaria.

El ataque tranquilizó durante algún tiempo a los personalistas. Pero De Koninck no tardó en hacerse oír de nuevo con una respuesta vigorosa, enderezada contra el defensor de Maritain, bajo este significativo título: In defence of Saint Thomas[19]. En ella examinó una por una las razones del adversario, señaló sus defectos y citó abundantemente los textos de Santo Tomás en un trabajo de cien largas páginas.

La tesis general de Eschmann proclama la relatividad del principio de la primacía del bien común. «Hablando con propiedad —dice―, el principio de la primacía del bien común es válido sólo dentro del orden humano, práctico, moral, político»[20]. De Koninck había demostrado ya en su libro que esta interpretación de Santo Tomás era espuria y coincidía exactamente con la verificada el siglo pasado por Ludwig Feuerbach, el maestro de Marx y de Engels, en una página de La esencia del cristianismo, donde el inspirador del marxismo interpreta al Doctor Angélico de la misma manera que los actuales personalistas[21].

Y así surgió una de las polémicas más apasionantes de nuestro tiempo, en la que, por desgracia, sólo pudieron seguir los argumentos las contadas personas capaces de entender el lenguaje de los dioses airados. Sobre el suelo volcánico de esta memorable pelea voy a plantar yo ahora el pacífico jardín de unas consideraciones que nos permitan reelaborar y contemplar, desde avenidas bien recortadas, las principales incidencias ideales de la cuestión.

 

3. El primer argumento personalista y su refutación.

El primer argumento de Eschmann intenta sacudir la primacía de lo que hemos llamado el bien común del universo. De Koninck había sostenido que el hecho de que las partes principales que constituyen materialmente el universo son ordenadas y gobernadas para ellas mismas sólo sirve para que resplandezca aún más la sobreeminente perfección del conjunto, que es la razón intrínseca primera de la perfección de las partes. Las palabras de Santo Tomás confirmaban esta posición: «Aunque digamos que las personas son ordenadas por la divina providencia para ellas mismas, no entendemos que ellas no se refieran ulteriormente a Dios y a la perfección del universo.» (Per hoc autem quod dicimus substantias intellectuales propter se a divina providentia ordinari, non intelligimus quod ipsae ulterius non referantur in Deum et ad perfectionem universo)[22].

Un argumento tan sencillo excitó las iras de Eschmann, que arremetió contra él bravamente. La posición de Charles De Koninck le pareció que rompía el contacto personal de las criaturas intelectuales con Dios, interponiendo la perfección del universo entre ellas y su Hacedor supremo. «La meta principal del tomismo —dijo el personalista alemán—es asegurar que no se interrumpa el contacto y la subordinación personales de las criaturas intelectuales respecto de Dios. Todo lo demás —el universo entero y toda institución social― debe estar al servicio de este designio; todo debe alentar, fortalecer y proteger la conversación del alma, de toda alma, con Dios. Es típicamente griego y pagano interponer el universo entre Dios y las criaturas intelectuales. ¿Será necesario recordar a los tomistas que no deben de ninguna manera hacer revivir la vieja blasfemia pagana de un cosmos divino?»[23]. Y esto es lo que hacía De Koninck pretendiendo que el bien común del universo es más perfecto y «más divino» que el bien de sus partes. Como las personas son también partes, ya no habría entre éstas y Dios un contacto directo, las personas ya no serían inmediatamente imágenes de Dios, sino que el universo al que pertenecen como partes sería siempre un intermediario y un obstáculo en la relación de la criatura intelectual con Dios. Eschmann no ignora que la bondad del universo es, según Santo Tomás, superior a la de sus partes, y que éste imita mejor la bondad divina que las cosas singulares, porque el bien del todo es siempre mayor que el de la parte[24]. Pero cree que De Koninck ha olvidado una distinción capital entre la perfección del universo considerado extensive et diffusive, esto es, cuantitativamente (perfección que se cifra en el mayor número de bienes), y considerado intensive et collective, esto es, cualitativamente (perfección que se cifra en el mayor bien). Desde el primer punto de vista (mayor número de bienes), la criatura racional y las partes irracionales del universo forman entre todas una perfección mayor; pero desde el segundo punto de vista (mayor bien), es superior el bien de una persona al de todo el universo[25].

Para comprender la argumentación de Eschmann es menester tener presentes algunas cosas que ni él ni su adversario puntualizan, pero que me parecen imprescindibles en la cuestión.

«El todo es mayor que la parte». Este es un principio general que Santo Tomás incluye entre los axiomas. Pero el todo puede ser mayor, mejor o más perfecto que la parte, de dos maneras diferentes, según se trate de un todo que abarca partes homogéneas o de un todo que comprende partes heterogéneas.

En el primer caso, el axioma «El todo es mayor que la parte» es verdadero cuando se refiere a una perfección mayor, ora se la tome extensiva y difusivamente, ora se la considere intensiva y concentradamente, y aquí ninguna parte puede ser en bondad superior al todo. La flor es mayor que el cáliz, la corola, los estambres y los pistilos, sin posibilidad de que una de estas partes sea mayor que la flor.

En cambio, en el segundo caso, el axioma «El todo es mayor que la parte», aunque se sigue cumpliendo (pues no en vano es un principio de valor universal), sólo se cumple extensiva y difusivamente, porque cuando se le considera intensiva y concentradamente el todo no es siempre mayor que cualquiera de sus partes. La parte principal o formal de este todo es cualitativamente más perfecta que éste. La cosa produce asombro, pero se patentiza poniendo ejemplos. La mente y el cuerpo forman un todo, y extensivamente este todo es mayor que sus partes, pero intensivamente la mente no es menor que el conjunto; el ángel y el cosmos material forman una suma que no es mayor que la parte principal, que es el ángel; un alma en gracia y la naturaleza de todas las cosas forman un todo, pero es mayor un alma en gracia que todas las cosas puramente naturales.

En este caso se encuentra el bien de la persona y el bien común del universo: una suma que paradójicamente es menor que uno de los sumandos... Y, sin embargo, la argumentación de Eschmann, basada toda ella en la afirmación de que la persona, considerada intensivamente, es más perfecta y más parecida a Dios que el universo entero, no favorece al personalismo. Lo que había que demostrar no era si valía más el bien de una persona que el bien de todo el universo de cosas irracionales, lo que había que saber es si el bien de una persona sola era un bien superior al bien de una muchedumbre de personas «Intensive et collective —dice De Koninck— una persona creada es absolutamente más perfecta que las partes irracionales del universo; pero esto no se cumple cuando se trata de una persona singular comparada con el conjunto de las otras personas»[26].

Tengamos en cuenta que De Koninck se refiere a la mayor perfección del todo sobre la parte, considerando a éste extensive. Dándose el caso de que, en el universo, la multiplicación cuantitativa de las personas creadas sirve para suplir los defectos de la calidad. Dios ha creado no una, sino muchas personas, un universo de criaturas intelectuales, para que se refleje mejor en ellas su perfección, que no habría podido reflejarse tan bien en una sola, porque la muchedumbre de obras ayuda a expresar la idea del artífice mejor que una obra suelta. De esto dan testimonio y razón muchos textos de Santo Tomás citados por nuestro autor[27]. De esta suerte, como dice agudamente De Koninck, «la imperfección de la imitación intensiva es compensada por la extensión, por la muchedumbre»[28]. Yo diría que Dios es un poeta que no pudiendo reflejarse enteramente en un solo poema, hace una muchedumbre de ellos para que su imagen se refleje más perfectamente en todos. «Ninguna imagen creada es una imagen perfecta de Dios —dice De Koninck—; para lograr una representación creada del original increado más plena, la sabiduría divina ha hecho las imágenes creadas múltiples y varias. Hablando absolutamente, la multitud es más expresiva de la plenitud del original que ninguna imagen singular creada. La multitud ha sido concebida por la sabiduría divina con este designio, y por eso es la perfección mayor que Dios ha producido en toda la creación espiritual»[29]. Y esta mejoría causada por la multitud lo es extensivamente, pues el número es mayor, pero sirve para aumentar la perfección intensiva de las partes, que es mayor también, puesto que Dios ha hecho una muchedumbre de personas para reflejarse en su conjunto mejor que se reflejaría en una sola. El bien común de todos es superior, por tanto, al bien propio de cada una, y el personalismo, que invierte los términos, carece de razón.

El argumento anterior se refiere al problema del bien común intrínseco e inmanente del universo; voy ahora a exponer y refutar dos argumentos más, que se relacionan esta vez con el bien común extrínseco, separado y trascendente de todas las cosas, es decir, con Dios.

 

4. El segundo argumento personalista y su refutación.

Estrechado el personalista por todas partes, buscando resquicio para huir del aprieto en que le pone el filósofo comunitario, alza los ojos al cielo y busca en el Sumo Bien la glorificación de la persona humana. ¡Optimo fundamento! ¿No está el hombre destinado a semejarse a Dios en la visión beatífica, asimilándose y pareciéndose a él lo más posible? Ahora bien, piensa nuestro adversario: esto puede hacerse de dos maneras: una comunitaria, que es la que propugna De Koninck; otra personalista, que es la que propugna Maritain. La primera es práctica (ya vimos que para Eschmann «el principio de la primacía del bien común es válido dentro del orden humano, práctico, moral, político») ; la otra, especulativa.

La asimilación comunitaria consistiría en parecerse a Dios tomando a éste como causa común de los bienes del universo (bonum universale in causando). En este caso considero a Dios como un artífice que da el ser a las cosas valiéndose de su entendimiento práctico, del mismo modo que el carpintero da ser a la mesa o el banco por medio de su actividad práctica. Dios es entonces a su obra como el hombre a la suya: hay una semejanza proporcional entre el hombre y Dios, porque hay un parecido entre la actividad práctica del ser supremo y la actividad práctica del ser humano. A esta mera semejanza proporcional estaría, según sus adversarios, limitado el comunitarismo de Charles De Koninck al propugnar que Dios es el bien común separado del universo al que debe someterse la persona.

En cambio, la asimilación personalista, que es la que propugna Maritain, consiste en parecerse a Dios considerado como perfección absoluta (bonum universale in essendo). En este caso considero a Dios dando de lado toda relación a la voluntad creadora y a la actividad práctica, volviéndome a él para contemplarle en sí mismo, olvidando las cosas que hace fuera. Entonces la semejanza entre el alma y Dios es verdadera y profunda, pues no se trata ya de una semejanza proporcional, como en la vez anterior, sino de una semejanza directa, en que el alma es deificada y transformada en su amado. A esta semejanza mayor es a la que nos invita el personalismo, afirmando que estamos destinados a Dios como perfección absoluta y no como bien común.

Santo Tomás había escrito ya que la actividad del entendimiento práctico hace al hombre menos semejante a Dios que la actividad del entendimiento especulativo, porque en el primer caso sólo hay una semejanza proporcional, y en el otro una semejanza directa (similitudo intellectus practici ad Deum est secundum proportionalitatem, quia scilicet se habet ad suum cognitum sicut Deus ad suum. Sed assimilatio intellectus speculativi ad Deum est secundum unionem vel informationem; quae est multo maior assimilatio)[30]. Eschmann se aferró a este texto para fundar su teoría, y hasta dijo que era el texto capital del personalismo, the chief «personalist» text.[31].

A esta argumentación debemos oponer algunas reflexiones. Ante todo, la semejanza práctica y proporcional no es erigida nunca por De Koninck en fin último del hombre: corrijamos esta falsa imputación. No es cierto que haya que reducir la bienaventuranza a una semejanza práctica y proporcional por el hecho de destinar el hombre a Dios como causa común de los bienes (bonum universale in causando), porque esta causa no es sólo eficiente y ejemplar, sino también final[32] y, por tanto, indispensable para obtener del entendimiento especulativo una adhesión perfecta. Dios es bien común del hombre sin menoscabo de que la bienaventuranza sea una acción especulativa. Para que el adversario tuviera razón debería probar que la asimilación especulativa es incompatible con el bien común como causa final.

Por su parte, el pretendido «texto capital del personalismo» no le favorece en nada; que la actividad del entendimiento práctico haga al hombre menos semejante a Dios que la actividad del entendimiento especulativo no excluye que Dios, como objeto de esta última actividad, sea bien común.

 

5. El tercer argumento personalista y su refutación.

Podría sacarse un tercer argumento en favor del personalismo, haciendo ver que la obtención de la felicidad conseguida por un acto personal y solitario del entendimiento especulativo es superior a la obtención de la felicidad procurada por un acto común del entendimiento práctico.

La obtención del bien del entendimiento práctico es un acto común: Pericles dirige prácticamente sus propios actos al bien de la ciudad, dirigiendo a la vez los actos de los ciudadanos: se consigue así la felicidad de la república, que es una felicidad práctica.

Pero he aquí que un día Pericles quiere dar de lado los negocios comunes de la política y entregarse a las dulzuras de la contemplación (cosa no tan imposible para un griego como algunos piensan). La obtención de esta felicidad sólo puede conseguirla por un acto personal y solitario de su entendimiento especulativo (singularis assecutio llama a esta obtención Santo Tomás)[33].

¿Cuál de estas dos actividades es superior: la consecución común, práctica, política, o la obtención personal, especulativa y solitaria? Sin duda esta última, porque el bien del entendimiento especulativo es superior al bien del entendimiento práctico. De aquí sacaría Eschmann un tanto a favor del personalismo.

Para lograrlo le faltaría una cosa: mostrar que esta obtención singular que es la contemplación solitaria no puede tener por objeto un bien común.

Una cosa es la obtención singular y otra el bien obtenido. ¿Qué tomista ignora que la obtención del fin último del hombre, de ese fin que consiste en su bienaventuranza objetiva, es un acto propio del entendimiento especulativo, y se lleva a cabo por una toma de posesión personal y solitaria del entendimiento de cada persona? De Koninck hizo ver que esta asecución personal de Dios no estaba del lado de la bienaventuranza objetiva, sino de la bienaventuranza subjetiva o formal. Eschmann, «lo mismo que había sacado del hecho de que la bienaventuranza formal es un bien propio la conclusión de que la bienaventuranza objetiva es también un bien propio de la persona, infiere ahora de la assecutio singularis, esto es de la misma bienaventuranza formal, que el bien obtenido por esta assecutio no puede ser un bien común»[34].

De toda esta polémica resulta clara la solidez de la postura que De Koninck llama my central position, a saber, «que la criatura intelectual es ordenada a Dios como una parte al bien del todo»[35], y que, por consiguiente, hay una primacía absoluta del bien común.

 

6. Intervención de Maritain.

Maritain se creyó en la obligación de intervenir en la polémica y su opinión puede leerse en su librito La persona y el bien común. «Me gustaría —dice en una nota, después de haber dado las gracias a su defensor—que el presente ensayo, rectificando ciertas fórmulas excesivas de las que no he hecho uso, pusiera fin a las equivocaciones y confusiones hijas del vicio original de tal controversia»[36].

Desgraciadamente, el libro no aclaraba nada, pues en sus páginas se encuentran oscuridades e incongruencias difíciles de reducir a número.

Comienza con frases como ésta: «La persona está ordenada directameme a Dios como a su fin último absoluto, y esta ordenación trasciende a todo bien común creado»[37]; verdad grandísima, pero que no resuelve la cuestión, porque en realidad la polémica se refería a si la persona trasciende todo bien común, no sólo creado, sino increado. Y sigue con proposiciones donde se ven patentes deseos de contemporizar, como cuando nos habla extrañamente de «el «personalismo» de una doctrina que afirma también en cada grado de la analogía del ser la superioridad del bien común»[38]. 0 cuando nos dice en el texto que «en la identificación intencional de cada alma a la esencia divina espira en un sentido la ley de la primacía del bien común sobre el bien personal», para desdecirse en una nota afirmando que «en otro sentido la ley en cuestión se aplica siempre, según que la infinita comunicabilidad de la Esencia incomprensible trasciende por siempre la comunicación que la criatura recibe de ella por la visión»[39].

Así esquivaba el autor el nudo mismo de la cuestión, que no es otro que el siguiente: La primacía del bien común, ¿es absoluta o sólo relativa y política? Eschmann había tenido la valentía de sostener un personalismo in spiritualibus cuando dijo que «el principio de la primacía del bien común es válido sólo dentro del orden humano, práctico, moral, político», y cuando interpretaba la primacía de lo espiritual como «la primacía de lo personal». Por lo visto, Maritain no ha considerado que estas proposiciones de Eschmann sean «fórmulas excesivas» de su pensamiento, y no se ha decidido a repudiarlas. De donde se infiere por buena ilación que todo cuanto se ha dicho y se pueda decir contra el personalismo del dominico alemán puede también atribuirse sin sombra de injusticia a la obra del pensador francés, como el color de una guinda a otra guinda.

 

7. El personalismo y la moral desinteresada.

En el fondo de esta querella acerca del bien común y su primacía sobre el bien singular de la persona se esconde una cuestión sobre manera importante. Es la relativa al amor desinteresado que debemos tener a Dios sobre todas las cosas y sobre todas las personas creadas, incluso la nuestra misma. El primer mandamiento dice que amemos a Dios sobre todas las cosas, y a esto tiende naturalmente cada ser, porque los seres aman más al todo que a la parte. Cuando nos amenaza un encontronazo y ponemos la mano delante del pecho o la cabeza para amortiguar el golpe, ¿no se expone un miembro a sufrir la herida por el bien del todo? Este gesto trivial ya nos enseña a su manera que el amor del bien común es más natural que el amor del bien propio. Pero lo que está esbozado en la naturaleza y en tantas de sus manifestaciones deformado por los efectos de la corrupción que arrastra la condición humana desde el pecado original, es perfeccionado por la gracia y dibujado con toda distinción por la caridad. Esta virtud lleva al hombre a amar a Dios por sí mismo, desinteresadamente y no por ningún género de recompensa obtenida por este amor. Empleando una expresión técnica, diremos que la caridad nos hace amar a Dios, al prójimo y a nosotros mismos con amor de amistad y no con amor de concupiscencia.

No me mueve, mi Dios, para quererte,
el cielo que me tienes prometido...

La parte se ama a sí misma para Dios y no a Dios para sí misma. Y este desinterés lo debe a la atracción del bien común divino, comunicable a otras almas. Para un amor tan puro, Dios no puede ser el bien personal antes de ser el bien común, porque entonces la persona le amaría como un medio de satisfacer su hambre de gozo, y ya le amaría interesadamente. Y no es que el amor de concupiscencia sea malo, pero en cualquier caso es imperfecto, y no es el amor que primariamente se debe a Dios.

El personalismo «cristiano» es la hoja de parra con que se tapan las vergüenzas de la moral del interés. Y es muy curioso que Kant, el apóstol de la moral desinteresada, haya sembrado en el jardín de la filosofía moderna la planta venenosa cuya corrupción altera con sus emanaciones la vida de la civilización actual.

Por un lado está el anarquismo, desnudo o enmascarado de parsimonias liberales; por otro alienta el totalitarismo, monstruo que amenaza tragarlo todo por cualquiera de sus gigantescas bocas. Ambas formas sufren las emanaciones del egoísmo; ambas han caído en ese vicio horrendo, que instiga al hombre a preferir su propio interés al bien del género humano, o a preferir, sombra vana y sin bulto, el interés del género humano al esplendor de Dios. Es decir, que tanto el anarquismo como el totalitarismo son formas políticas de inspiración egoísta: el uno predica el interés del bien personal contra el bien común del Estado; el otro proclama el interés del bien común del Estado contra el bien común de todas las cosas al que llamamos Dios. Las tendencias anarquistas nos ciegan para el atractivo del bien común temporal; y los movimientos totalitarios nos hacen sordos a los clamores del bien común del espíritu.

Para sacar al hombre del anarquismo es menester ponerle ante los ojos la hermosura del bien común temporal, pábulo de toda acción auténticamente política. Y para liberar al hombre del totalitarismo es menester abrirle los oídos a los halagos del bien común de los cielos, cuya atracción hace considerar la acción política del Estado como esencialmente incapaz de colmar las más hondas aspiraciones humanas. De esta manera, sin necesidad de recurrir a la distinción entre individuo y persona, la sola consideración de la finalidad del hombre en lo temporal y en lo espiritual es suficiente para trazar el esbozo de una concepción de la vida pública alejada por igual del anarquismo y el totalitarismo, y que no es ya comunitaria y personalista, sino pura y simplemente comunitaria.

En el anarquismo y sus congéneres el hombre le disputa su derechos al César; en el totalitarismo es el César quien disputa sus derechos primariamente... ¿a quién? ¿A la persona? ¡Locura! Se los disputa primordialmente a Dios, porque el totalitarismo no es en su origen más que una lucha de dos derechos, los del César y los de Dios, no los del César y la persona.

Que esto quede bien claro. Hoy se suele decir como argumento fundamental contra el totalitarismo que la persona tiene derechos anteriores a los del Estado. Pero si la persona tiene derechos anteriores a los de la comunidad política es porque Dios los tiene también, y la persona los tiene sólo en la medida en que los tiene Dios y en que ella es de Dios. Si la persona no fuera de Dios, si se la considerase aislada de la comunidad divina a la que es ordenada por la ley eterna y por la ley positiva, ¿tendría el hombre acaso algún derecho anterior al Estado? El personalismo, al erigir a la persona como fin en sí frente a las pretensiones absorbentes del totalitarismo, se encuentra horriblemente desarmado para defenderla. Porque la persona no puede reivindicar para sí ningún derecho fuera de los que le concede la ley de la naturaleza y la ley de la gracia, que son siempre ordenaciones que la destinan a Dios como bien común. «Mi defensa en Dios consiste», dice la heroína de El mágico prodigioso. Y si Dios no existiese la persona carecería de todo derecho para defenderse de las pretensiones del César.

De ahí que sea imposible fundar una civilización sobre los derechos de la persona, hablar de un «orden personalista», buscar en la persona una base de colaboración política, ocultando púdicamente, como una vergüenza, el nombre de Dios para entenderse mejor con los que le niegan. No es así como yo veo las cosas, porque los derechos de Dios me parecen la única base para fundar la dignidad del hombre.

¡Ay de nosotros cuando prevalece el hombre en forma de persona o en forma de colectividad contra los derechos de Dios! Contra la anarquía y el despotismo sólo queda la plegaria del salmista: Exsurge, Domine, ne prevaleat homo![40].

El problema de los derechos de la persona no puede resolverse en el terreno de la persona misma, sino en el campo del bien común. El problema de la persona, su aspiración a permanecer inmune de las pretensiones totalitarias del Estado moderno, su deseo de hacerse respetar contra las exigencias del bien común meramente político, no pueden fundarse en ella misma, en su entidad de persona, sino en su finalidad, que es el bien común trascendente.

La concepción comunitaria y personalista debe resolverse así en una concepción puramente comunitaria: sometiendo el bien común temporal no a la persona, sino al bien común espiritual. Sólo así se podrá dar a la política lo que es de la política y a la religión lo que es de la religión; y tanto las cosas del César como las cosas de Dios quedarán encuadradas en un solo principio de validez absoluta: el principio de la primacía del bien común.

 

[1] Jacques Maritain, Primauté du spirituel (1927), 11.

[2] Ibídem, 12.

[3] Jacques Maritain, Primauté du spirituel (1927), 14.

[4] Jacques Maritain, Primauté du spirituel (1927), 15.

[5] Idem, Trois réformateurs (1925), 31.

[6] Idem, Primauté du spirituel (1927), 12.

[7] Cfr. Jacques Maritain: Trois réformateurs (1925), 26-27; Humanisme intégral (1947), 142; De Bergson à Saint Thomas (1947), 162; La personne et le bien commun (1947), 28-35.

[8] Immanuel Kant, Kritik der praktischen Vernunft, I. P., lib. I, cap. 3, circa med.

 [9] Tomás de Aquino, In III Sent., d. 5, 3, 2.

[10] Tomás de Aquino,  Sum. theol., I-II, q. 21, a 4, ad 3.

[11] Tomás de Aquino, In III Sent., d. 5, 3, 2. El artículo se pregunta si el alma separada del cuerpo es persona.

[12] Agustín, De Trinit, lib. X, cap. 11, circa med. Cfr. Tomás de Aquino, Sum. Theol., I, q. 77, a. I, ad 1.

[13] Platón, Resp., lib. IV, caps. 6-19, 427 d-445 e. (Véase la excelente edición y traducción de José Manuel Pabón y Manuel Fernández Galiano, Madrid, 1949; t. II, págs. 74-110).

[14] Tomas de Aquino, Contra gentes, II, c. 42.

[15] J. M. Ramírez,  De hominis beatitudine, t. II, lib. II, II, P. I., Q. 2, número 334.

[16] J. M. Ramírez, De hominis beatitudine, t. II, n. 334.

 [17] I. Th. Eschmann, In defence of Jacques Maritain, en The modern Schoolman, XXII (1945), 183-208.

[18] Ibídem, 183, 203.

[19] Charles De Koninck, In defence of Saint Thomas, en Laval théologique et philosophique, I (1945), 9-109.

[20]  I. Th. Eschmann, In defence of Jacques Maritain, 208.

[21] Charles De Koninck, De la primauté du bien commun (1943), 137-152.

[22] Charles De Koninck, Op. cit., 34, y Tomás de Aquino, Contra gentes, III, c. 112.

[23] I. TH. Eschmann, In defence of Jacques Maritain, 192.

[24] Tomás de Aquino, Contra gentes, 1, c. 70; I, c. 71; II, c. 39; II, c. 42; II, c. 44; III, e. 64; De spirit crear., q. un., a. 8; De veritate, q. 5. a. 3, c.; ibídem, ad 3; Sum. theol., I, q. 15, a. 2; I, q. 22, a. 4; I, q. 47. a. 1; I, q. 49 a. 2.

[25]  Idem, Sum. theol., I, q. 93, a. 2.

 [26] Charles De Koninck, In defence of Saint Thomas, 36, nota.

[27] Ibídem, 38.

[28] Charles De Koninck, In defence of Saint Thomas, 35.

[29] Ibídem, 38

[30] Tomás de Aquino, Sum. theol., I-II, q. 3, a. 5.

[31] I. Th. Eschmann, In defence of Jacques Maritain, 206.

[32] Charles De Koninck, In defence of Saint Thomas, 51

[33] Tomás de Aquino, In IV Sent., d. 49, q. 1, a. 1, qa. 3, sol. 3. Eschmann, In defence of Jacques Maritain, 200.

[34] Charles De Koninck, In defence of Saint Thomas, 84.  

[35]  Ibídem.

[36] Jacques Maritain, La personne et le bien commun (1947), 12.

[37] Ibídem, 11.

[38] Ibídem, 21.

[39] Ibídem, 78.

[40] Ps., IX, 19.