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Número 495-496

Serie XLIX

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La vocación política de los católicos y sus aporías

TRES LIBROS

Amigos franceses me hacen notar amablemente algunas perplejidades que les han surgido tras la lectura del libro. Casi todas se centran en la duda de si puede ejercitarse una verdadera vocación católica en el seno del sistema democrático de partidos. En algún lugar escribo, en passant, que la política no sólo se desenvuelve en los partidos políticos, sino que existen múltiples actividades de procura del bien común que han de considerarse pertenecientes a su campo. Más aún, en cierto sentido, es propiamente a este quehacer al que se refiere el libro, dado que el sistema de partidos excluye de su horizonte el bien común y fuerza a los hombres que mueven y son movidos por sus engranajes a prescindir en general de toda consideración moral.

El sistema democrático es inmoral cuando el espíritu que le anima es el del liberalismo. El liberalismo, como viene explicando mi gran amigo el profesor italiano Danilo Castellano, es el sistema que se funda en la libertad negativa, esto es, sin regla, o sin otra regla que la propia libertad. Libertad luciferina que pare c e fundarse en la persona, pero que termina disolviendo el sujeto. Que jurídicamente lleva al absurdo de un “ordenamiento” que se pretende “neutral” y, por lo mismo, renuncia a su función ordenadora. Y que políticamente conduce a contraponer el individuo al Estado y a considerar este último como un mal, aunque sea necesario. La democracia, por su parte, envenenada por el liberalismo, pierde cualquier valencia positiva ligada al ejercicio legítimo del poder que cuenta –por medios diversos– con el consenso del pueblo, y se torna el lugar de la envidia igualitaria, de la visión de corto plazo y de la corrupción. Donoso Cortés y Maurras, por poner dos ejemplos de significación en parte opuesta, lo repitieron en varios los tonos y registros. Todo lo que toca queda manchado.

Los católicos de nombre que se integran en el mismo a través de los partidos del “sistema”, en el mejor de los casos son orillados y neutralizados, cuando no abducidos o fagocitados. Fuera del sistema, es cierto, subsisten pequeñas organizaciones que sueñan la política por lo general sin tocarla. En muchas ocasiones son víctimas fatales también de la propia dinámica perversa del sistema democrático y de su flujo sanguíneo liberal. Pues imaginan seguir su lógica posibilista, que en los más de los casos se resuelve en imposible. Es lo que Augusto del Noce llamó la heterogénesis de los fines: la consecución en los hechos de lo opuesto a lo que se pretendía en los dichos. Sobreviven también fuera del sistema otras realidades que preservan con dificultad elementos de la insuperable politicidad de la naturaleza humana. Pueden incluso haberse constituido como partidos, pero no es esa su entraña. Gracias a ellas puede decirse que se conserva, al menos en parte, la comunidad de los hombres. Los hombres que se empeñan en estas agrupaciones lo hacen con un sentido de consagración generosa, casi desesperada humanamente, pero que sabe hallará un valor que no puede siquiera calcular en la economía de la Providencia divina. En Francia más que en España son muchas las entidades que desempeñan un papel verdaderamente político. En ocasiones, tal es la fragmentación de nuestro mundo, diríase incluso que son excesivas. He escrito en el libro, siguiendo al historiador Manuel de Santa Cruz, que en la época de la guerra revolucionaria la nube de mosquitos presentaba ventajas frente al elefante. Así lo he creído y así lo sigo creyendo verdad parcialmente. El filósofo estadounidense Frederick D. Wilhelmsen, por excepción buen conocedor de Europa y singularmente del mundo hispánico, ha explicado que al igual que la técnica mecánica centralizó, la electrónica ha descentralizado. De modo que ha abierto espacios impensables en el siglo pasado, susceptibles de ser aprovechados por los “pobres”, en este caso, los católicos arrojados a la minoría y en ocasiones incluso al “ghetto”. Ahora bien, añado por mi parte, esos nuevos espacios en los que la desproporción de medios entre el sistema y los católicos quedaba abatida o cuando menos limitada, va camino de producir una fragmentación total en la que los poderosos conservan su predominio mientras los débiles, pasado el espejismo, sufren en su interior tendencias constantes de dialectización en las que un blogger anónimo, por ejemplo, pone en dificultades a asociaciones beneméritas compuestas por personas de peso y con larga trayectoria a sus espaldas. En tal sentido, la vocación política ejercida en el seno de estas organizaciones que viven extramuros del sistema sufre un nuevo quebranto y un nuevo motivo para la ascesis: el de reforzar un sentido de la disciplina esencial frente al individualismo extremo que nuestro mundo fomenta.

No oculto que el libro brota en buena parte de mi experiencia precoz y militante en el seno de la Comunión Tradicionalista española, encarnación del Carlismo tradicionalista que abandera S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón. El Carlismo nació a partir de un pleito dinástico por un combate de la Tradición católica contra la revolución liberal. En 1833. De algún modo es el partido más antiguo de España y también de Europa. Pero al mismo tiempo es un anti-partido. Nació como un ejército popular en torno del Rey legítimo, contra la usurpación liberal. Y así siguió durante por lo menos medio siglo. En 1876, después de la derrota en tres guerras, y eliminado el sufragio censitario (cuya función era la de cerrar el paso al Carlismo, eminentemente popular, frente a la oligarquía revolucionaria), hubo de organizarse como un partido. Pero no perdió su pugnacidad. En 1931 ya estaba reorganizado militarmente y el Alzamiento nacional del 18 de julio de 1936 no hubiera sido igual sin el aporte militar y humano de las milicias carlistas. En los años setenta del pasado siglo, en parte por agotamiento y decepción con el régimen de Franco, en parte por la defección dinástica de Carlos Hugo de Borbón Parma y, sobre todo, por el impacto deletéreo sobre la sociedad tradicional del II Concilio Vaticano, el Carlismo sufrió una gran crisis de la que no ha terminado de recuperarse. En ese cuadro de descomposición hice mis primeras armas políticas a finales de esos mismos años setenta. Pero, como dice el refrán castellano, “el que tuvo, retuvo”. La Comunión Tradicionalista, pese a todo, estaba constituida por un grupo de gentes notables y con estructuras decadentes pero aún operantes. Algunos de los desarrollos que salpican las páginas se entienden, pues, en ese horizonte: así las referencias a la información o algunas reflexiones sobre el contraespionaje. Que pueden entenderse, también ellas, al margen de las grandes estructuras de los partidos del sistema. En realidad, también las pequeñas organizaciones, por modestas que sean, presentan rasgos estructurales en los que tales meditaciones no son inapropiadas, por más que al día de hoy quizá desproporcionadas.

El libro busca, según se escribe al final de la presentación, ilustrar y animar la perseverancia de quienes ya militan en ese combate, oxigenando sus pulmones y aireando sus casas, al tiempo que llamar la atención de quienes quizá no han caído en la cuenta de la necesidad de cubrir el frente del combate político de los católicos a través de pequeñas estructuras puras en la intención y hábiles en la ejecución. Ese es el contexto, realista al tiempo que ilusionado y un tanto ingenuo, en el que debe leerse el texto.

 

(N. de la R.) Está por aparecer la versión francesa, bajo el título La vocación politique (Editions de l’Homme Nouveau-Hora Decima, París, 2011), del libro La política, oficia del alma (Ediciones Nueva Hispanidad, Buenos Aires, 2007) del profesor Miguel Ayuso. Los responsables de la edición le han pedido al autor algunas reflexiones complementarias, una suerte de “postfacio para franceses”, que no aparecieron en la edición castellana, que ofrecemos ahora a nuestros lectores.