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Número 235-236

Serie XXIV

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El cambio del Estado

Hay una frase atribuida a Luis XIV en la que se ha querido ver la expresión más acabada del absolutismo y del poder centralizados el Estado soy yo. Sin embargo, esa misma frase, según la forma de entenderla, puede significar exactamente lo contrario del absolutismo, es decir, un régimen en el que el Estado se concentra en la persona del rey, con un mínimo de funciones y con el poder limitado por diversas autoridades sociales, entre las que se distribuyen las obligaciones que fueron asumidas por el Estado tras la Revolución francesa.

Hoy el Estado dirige la economía y se hace empresario; supervisa la educación y administra la enseñanza en todos sus grados; interviene en la vida de la familia e incluso promueve planes de control de la natalidad. En plena monarquía absoluta –cuyo apogeo en Francia coincidió con el reinado de Luis XIV– el Estado no hacía nada de eso, aunque diera los primeros pasos en la política de una economía dirigida, pálida imagen de la que actualmente tenemos ante nuestros ojos. Las autoridades sociales de aquella época, aunque ya sin el poder y el prestigio que habían tenido en siglos anteriores, desempeñaban, en su ámbito de actuación, un papel de gran importancia, del que resultaba una amplia descentralización en la sociedad política.

Si nos remontáramos a épocas más distantes, veríamos el vigor con que esas autoridades sociales, en las monarquías cristianas de la Edad Media, limitadas y representativas, cumplían tareas que ni por asomo se pensaba que pudieran ser ejercidas por el soberano, al que correspondía salvaguardar el interés de toda la colectividad, mantener la paz y hacer cumplir la justicia, sin inmiscuirse ni en la organización del trabajo que corría a cargo de las corporaciones de oficios, ni en la enseñanza, ni en la asistencia social proporcionadas por la Iglesia, ni en las Universidades que disfrutaban de la autonomía que se ha perdido con la intromisión estatal. Pero no era sólo eso. Incluso hasta el poder de policía, la facultad de tributación y la fuerza armada escapaban a las manos del monarca, pues los señores feudales mantenían el orden público en sus dominios, cobraban impuestos y movilizaban tropas cuando aún no había ejércitos permanentes. Entonces, ¿qué hacía el rey? Muy poco. ¿Y dónde estaba el Estado? En verdad, se eclipsó en la sociedad feudal; la Edad Media, como ya se dice, fue la edad de oro de las comunidades, al dispersarse en aquel entonces las funciones del Estado en el conjunto orgánico de la sociedad. La fragmentación de la soberanía y la descentralización son los dos rasgos característicos señalados por los juristas y los historiadores al caracterizar al feudalismo.

El rey substituía al Estado, y ante su soberanía política florecían los grupos que, en el desempeño de sus fundones, ejercían una auténtica soberanía social[1]: municipio y región, corporación profesional, universidad. En un plano superior se encontraba el poder espiritual de la Iglesia, extendiéndose por toda la sociedad. Por eso mismo, antes de la aparición de las monarquías nacionales absolutas –jurídicamente estructuradas por la paz de Agsburgo (1525) y por los tratados de Westfalia (1648)–, un rey como San Luis, en el siglo XIII, podía decir lo mismo que Luis. XIV en el siglo XVIII, pero en sentido totalmente distinto. En efecto, él era el Estado, o mejor dicho, hacía las veces del Estado que había existido en los imperios orientales de la antigüedad, en las ciudades sumerias y fenicias, en la Polis griega, en la Civitas romana y en el Imperio de Roma, en cuyo lugar, en los reinos medievales, aparecieron aquellas comunidades que se gobernaban por sí mismas y cuyo conjunto, en cada país, se mantenía con cohesión, gracias al vínculo de la monarquía. El poder del rey era mínimo respecto a las funciones que le correspondían, pero era el máximo poder asegurando la unidad del cuerpo social.

El Estado vuelve a configurarse en el alba de los tiempos modernos. Entonces, esta palabra, que en Roma tenía otro significado –status o condición jurídica de la persona[2]– y que en la Edad Media pasó a indicar los estamentos u órdenes sociales[3], se extendió a toda la sociedad políticamente organizada[4]. Surgía una realidad nueva. El poder se institucionalizaba, al decir de Georges Burdeau, ya no se reducía a la persona del Príncipe[5]. Se volvía algo abstracto e iba a dar origen a esa gran abstracción, que a pesar de ser una abstracción, tanto pesa –y de un modo muy concreto– sobre la vida de cada uno de nosotros: eso que llaman Estado, usando la expresión de Rafael Gambra[6]. Abstracción que permite la evasión de las responsabilidades en el anonimato de la soberanía del pueblo, a la que se tiene por fundamento del orden estatal; abstracción, sin embargo, que se concreta en la minoría dominante, que constituye un poder oligárquico, tal como ocurría con la Tercera República Francesa de las doscientas familias denunciadas por Leon Blum, o como ocurre en los países comunistas desde la poderosa «estatocracia» soviética basta la «nueva clase» desenmascarada por Djilas en Yugoslavia[7].

En fin, el Estado moderno, el Estado como institución, superestructura jurídica, aparato administrativo, tecnoburocracia, poder coercitivo e incoercible, que impone a la sociedad un orden legal emanado de la soberanía total que en él se encarna, ese Estado se dibuja con el absolutismo monárquico, adquiere forma definitiva con el liberalismo y se consolida, en plenitud de realización, en los regímenes totalitarios

«Conocemos mediante qué proceso el Estado creció a costa de los otros poderes», ha escrito Bertrand de Jouvenel, en uno de los más lúcidos y penetrantes estudios que se han escrito sobre el crecimiento del poder del Estado: «No sólo los oprimió bajo su autoridad, sino que más aún, aprovechando el desgarramiento de la Iglesia, el monarca temporal pretendió comunicar directamente con el soberano celeste, justificando de ese modo, el asumir un cierto poder legislativo hacia el cual tendía desde hacía tiempo. Por insignificante que nos parezca esto, entonces era para los contemporáneos una innovación de lo más audaz.

»Así, el poder que había convivido junto a los otros poderes y en el Derecho, tendía a absorber en sí a los poderes sociales y al mismo Derecho. De tal modo que, a no ser mediante su investidura, ningún poder sería ejercido y solamente mediante un decreto suyo podría establecerse lo Justo»[8].

El mismo autor señala que la monarquía de los Borbones dejó caer en las manos del pueblo-masa la máquina absolutista que dicha monarquía comenzó a construir. De éste modo, la democracia moderna –en la Francia revolucionaria y en los países de Europa y de América que recibieron de ella los principios filosóficos y los modelos constitucionales–, una vez transferido el absolutismo del Príncipe al Pueblo, equipó al poder político, al ver en él al representante del Pueblo, con una soberanía ilimitada. Frente a ese poder sólo quedaban los individuos, sin el amparo que encontraban antes en los grupos orgánicos de la sociedad, donde se les aseguraba un régimen de libertades concretas, del que son ejemplos magníficos los fueros españoles y las cartas de foral de los concejos o municipios portugueses. Este régimen se extendió por toda la América hispana –desde las repúblicas municipales del Brasil, unidas por los lazos de la monarquía, hasta los cabildos, cerrados y abiertos, de los virreinatos de la América española–, pero toda esta organización, plenamente conforme al orden natural y al orden histórico, se derrumbó con las constituciones de la época de la independencia, tal como ocurrió en España y en Portugal con las transformaciones verificadas después de la promulgación de la Constitución de Cádiz (1812) y de la de Lisboa (1822). Las libertades concretas desaparecieron al ser proclamada en su lugar, en las Declaraciones de Derechos de los textos constitucionales, una libertad abstracta que no dejaba a los individuos ni a salvo de los azares de la libre concurrencia –donde los más fuertes aplastaban a los más débiles–, ni de la creciente invasión de la esfera privada por parte del Estado centralizador.

Creo que no me aparto del tema específico de esta conferencia, relativo al cambio del Estado –al contrario, creo que lo ilustra y permite comprender el sentido más profundo de dicho cambio– al resaltar, a título de ejemplo, lo ocurrido en la historia de mi patria, compañera de desdichas de las naciones vecinas y hermanas del continente, desgajadas de la legitimidad histórica desde la independencia (Brasil sobre todo después de la República).

A partir del primer municipio brasileño, San Vicente, celula mater de la nacionalidad, fundado por Martín Alfonso de Sousa (1532) en el litoral paulista, se fueron multiplicando por la inmensidad del país otros centros de vida local, reproduciendo el modelo de los concejos portugueses y regidos por las normas generales de las Ordenanzas del Reino, inspiradas en los modelos de Santarém, Ávila y Salamanca. Dotados de un espíritu práctico y con gran capacidad de adaptación, sin deformaciones ideológicas entonces desconocidas, ni influencias de modas extranjeras, los estadistas reales supieron tener en cuenta las peculiaridades del nuevo ambiente, sin que, por tanto, haya habido ningún trasplante forzado de instituciones, sino el armonioso encuentro de la tradición que ellos continuaban con las innovaciones suscitadas por las diferencias tópicas que encontraron. Esas organizaciones políticas y administrativas de los pueblos desempeñaron un papel de considerable importancia. La administración de la América portuguesa se concentraba en la vida local de las comunidades de vecinos, en las que florecían las auténticas libertades municipales. De la asamblea de concejales, formaban parte magistrados elegidos por el pueblo; funciones policiales, administrativas y judiciales se confiaban a la población, al frente de la cual estaban los hombres buenos, que constituían una pequeña aristocracia o élite dirigente. Alejadas de la sede del Gobierno General del Brasil, en Bahía, más alejadas aún del rey y del Consejo de Ultramar, en Lisboa, sin la facilidad de las comunicaciones a que hoy estamos acostumbrados, esas comunidades locales se regían a sí mismas en la práctica de un self-governement perfectamente caracterizado. Por eso se llamaban «repúblicas», pese a su plena fidelidad al rey de Portugal y a la institución monárquica que los «hombres buenos» y el pueblo en general siempre demostraron, tal como lo atestiguan numerosos episodios.

De esa forma se observaba la recomendación de Santo Tomás de Aquino, en la misma línea de pensamiento que Aristóteles, respecto a la participación del pueblo en el gobierno, Conforme al ideal de un régimen mixto –optima politia bene conmista[9]–, es decir, de la monarquía aristodemocrática, que, por otra parte, el Doctor Angélico veía dibujada ante sus ojos en el reinado del santo Luis IX. Se unían la realeza, la aristocracia de los «hombres buenos» y los artesanos, los mercaderes y los demás habitantes de los pueblos.

El sentido de las autonomías locales, como también el de las libertades corporativas, se perdió en la democracia moderna. Mirabeau percibió que esto ocurriría cuando escribió a Luis XVI diciendo que la Revolución en un solo año había hecho más por el poder central que lo que habían hecho muchos años de poder absoluto. Preveía la centralización aplastante que iba a venir como consecuencia de la supresión de los cuerpos intermedios y la totalización de la soberanía en las manos del poder representativo del pueblo.

Comentando las reflexiones de Mirabeau, Alexis de Tocqueville, en L'Ancien Régime et la Révolution –cuya primera edición apareció en 1856–, señala ese «poder central inmenso que atrajo hacia sí y engulló en su unidad todas las parcelas de autoridad y de influencia anteriormente dispersas entre una multitud de poderes secundarios, de órdenes, de clases, de profesiones, de familias y de individuos, como diseminadas por todo el cuerpo social. Nunca se había visto en el mundo un poder semejante desde la caída del imperio romano. La Revolución creó este poder nuevo o, mejor dicho, este poder surgió espontáneamente de las ruinas que la Revolución había ocasionado»[10]. Ruinas que surgieron de los cuerpos intermedios destruidos, de las autoridades sociales aniquiladas, de las tradiciones y de las costumbres sacrificadas al patrón legislativo.

En los últimos capítulos de otra obra no menos célebre, e incluso más famosa que la anterior, en De la démocratie en Amérique, concluye Tocqueville que hay un despotismo al que hay que temer en la democracia moderna, y afirma: «Resulta de la constitución misma de las naciones democráticas y de sus necesidades que, en ellas, el poder del soberano debe ser más uniforme, más centralizado, más extenso, más penetrante, más poderoso que en ninguna parte»[11].

Un célebre escritor francés de nuestros días y fino analista político, escribió recientemente un libro muy oportuno y que alcanzó gran éxito: Comment les démocraties finissent. No es tan sólo su incapacidad para enfrentarse al peligro totalitario exterior la causa que pierde a las democracias occidentales. Su propio régimen interior las conduce al totalitarismo, debido a una dinámica incontenible resultante de los principios en que se basa. Acordándome de Mirabeau, yo diría: «Cómo comienzan las democracias...». Los principios que informan a la democracia moderna arrancan de lejos, de su Cuna; las consecuencias eran de esperar.

El paso de la democracia individualista y liberal a la democracia colectivista y totalitaria acompaña a la marcha del pensamiento moderno en su tránsito del racionalismo al irracionalismo. A la primera de estas dos fases corresponde el Estado liberal-burgués con la racionalización constitucional, la técnica de la separación de poderes y las discusiones parlamentarias. Los doctrinarios franceses llegaron a hablar en la «soberanía de la inteligencia» y la ilustración de la opinión era el blanco al que se apuntaba en los debates en el Parlamento. Sin embargo, el sistema, por su misma lógica interna, estaba condenado a sufrir aquella metamorfosis. A medida que el sufragio universal iba haciendo efectivo del modo más completo el ideal democrático, en las sociedades industriales, con sus grandes concentraciones urbanas, surgía la preponderancia de las masas y, para su conquista, era preciso usar una retórica adecuada, hecha más de teatro que de argumentos.

En las condiciones del mundo actual, en su vida colectiva, los hombres se ven arrastrados por sus instintos, como si fueran animales gregarios. La horda, que según hipótesis evolucionistas, habría sido una fase de transición entre el animal y el hombre, y habría precedido a las sociedades, en lugar de ser el punto de partida, se convierte en el término final de una evolución, la evolución de las democracias modernas. Lo ha visto Jean François Revel al mostramos cómo terminan las democracias. Terminan –es necesario decirlo– al crecer plenamente los gérmenes fatídicos que tienen en su interior. Y el Estado totalitario construye la sociedad a imagen de un inmenso hormiguero humano en el que todo es planificado, medido y controlado por las resoluciones del poder.

He aquí al Estado moderno, nacido en el Renacimiento, prefigurado ideológicamente en el siglo XIV por Marsilio de Padua, exaltado su poder soberano por Maquiavelo, Bodino, Hobbes o Rousseau, que encontró en Hegel su máximo teórico. He aquí al Estado que la Revolución francesa (1789) y la Revolución rusa (1917) estructuraron según los moldes del liberalismo y del totalitarismo, por no hablar del período nazi-fascista. He aquí al Estado que niega el orden trascendente en el que se fundamenta el derecho natural y que se erige en fuente de todos los derechos. He aquí al Estado que, de ese modo, es expresión del inmanentismo, de tipo gnóstico, en el que Eric Voegelin ve el substrato del pensamiento moderno[12].

El Estado secularizado[13], portador de su destino y del destino de los hombres, erguiéndose sobre una sociedad atomizada[14], titular de la soberanía unívocamente concebida –es decir, de la soberanía política que absorbe la soberanía social[15]–; he aquí lo que subyace a todas las transformaciones por las que ha pasado el Estado desde el año 1789, que marcó el triunfo de la Revolución, triunfo que significó el repudio del orden sobrenatural, del orden natural y del orden histórico[16].

Lo demás son cambios accesorios, aunque muchas veces la oposición de formas radicales extremas puedan parecer como antagonismo irreductible. Así debe entenderse la sucesión de formas del Estado moderno en las mutaciones por las que ha pasado, del Estado liberal al Estado totalitario: Estado policía y Estado providencia, Estado individualista y Estado socialista, Estado de derecho liberal-burgués y Estado social de Derecho, Estado comunista, Estado de masas, Estado sindicalista, Estado corporativo, Estado de cultura, Estado administrativo, Estado tecnocrático, Estado industrial, Estado empresarial, Estado militarista…

Bajo esas y otras modalidades hay siempre un grupo dominante ejerciendo el poder y controlando el Estado. Puede proceder de los partidos que se disputan el poder o de los militares que lo ocupan, puede constituir una oligarquía, una casta o una estratocracia. Y, casi siempre, esos grupos están sujetos a un poder más alto que los controla: la alta finanza internacional, las multinacionales, las Internacionales socialistas.

En los tiempos de la monarquía absoluta un rey podía decir: «el Estado soy yo». El era el Estado. Pero frente al Estado, las comunidades, celosas de sus autonomías, con la soberanía social limitaban la soberanía política.

Hoy reina el absolutismo democrático. Y el Estado, supuesto representante del pueblo, del que emana todo poder, es el titular de la soberanía política, la cual suprime la soberanía social, reduce o hace desaparecer las autonomías de los grupos y deja sin defensa eficaz a las libertades concretas de los hombres.

El Estado no es simplemente una abstracción. El Estado son los grupos que lo dominan, son los «dueños del poder»[17]. Estos pueden decir: «el Estado somos nosotros».

Ya se trate del Estado monárquico o republicano, ya del Estado unitario o federal, la situación es la misma. Por otra parte, monarquía y república son formas de gobierno y, ocurre que, al adoptar los principios de la democracia moderna, las monarquías se republicanizan y el rey asiste impasible al gobierno de la sociedad política efectuado por los partidos, por las camarillas, por los prepuestos de un superpoder; la monarquía en la que el rey sólo posee la corona, pierde toda significación, mientras que el poder del Jefe del Estado en las monocrarias republicanas supera con mucho al de los reyes absolutos de antaño.

Estado unitario y Estado federal son, propiamente, formas de Estado. En la actualidad, sin embargo, se esfuman las diferencias entre ambas. La centralización es la misma, el predominio del poder central se hace sentir con fuerza creciente y con daño para las libertades, la tecnocracia se convierte en denominador común de los Estados federales y de los Estados unitarios, así como de las democracias de herencia liberal y de las democracias totalitarias.

No se debe confundir Estado federal y federalismo. Este es un principio enunciativo de la formación orgánica de las sociedades políticas, que ya fue entrevisto por Aristóteles en el primer capítulo de la Política, al describir a las familias reuniéndose para formar la aldea y a éstas constituyendo una comunidad mayor, que era la Ciudad-Estado de los griegos, la Polis. ¿Qué ejemplo más expresivo que el proporcionado por la formación de la monarquía federativa de las Españas, en la que coexistían entidades regionales tan diversas, conservando sus peculiaridades y sus autonomías? Así vimos a los pueblos peninsulares, al término de las gestas de la Reconquista, llegar a aquella unidad política superior alcanzada por él matrimonio de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. Por un admirable proceso federativo los Cantones helvéticos originaron la nación suiza. Y las colonias inglesas, al norte del continente americano, se asociaron mediante los lazos de una Confederación, posteriormente más estrechos en la Federación instituida por la Constitución de Filadelfia.

Precisamente de esta experiencia federativa, la de los fundadores de la Unión Americana, surgió, en términos de Derecho constitucional, la teoría del Estado federal, en la que se inspiraron, desde entonces, los legisladores de otros pueblos. No sólo se inspiraron en los principios teóricos, sino también en la sistemática de la Constitución de Filadelfia, como ocurrió en Brasil, cuando se elaboró la ley magna de la República proclamada en 1889. Se comenzaba a confundir el esquema teórico del Estado federal con el federalismo como principio expresivo de la constitución orgánica de las sociedades políticas. Y, así, vimos la ineficacia del federalismo mal entendido, incapaz de asegurar la descentralización del poder y el respeto a las legítimas autonomías sociales.

Volviendo al ejemplo de Brasil, encontramos datos muy esclarecedores para comprender lo que acabamos de decir. En los últimos años del Imperio se reaccionaba contra la política centralista del gobierno monárquico, habiendo desplegado Ruy Barbosa la bandera de la Federación –con o sin corona, como él decía– a fin de lograr la deseada descentralización. Vino la República, y aquel jurista, mentor de los hombres que la hicieron, fascinado por los maestros del Derecho constitucional norteamericano, hacía trasplantar al Brasil –cuyas condiciones sociopolíticas eran totalmente distintas de las que caracterizaban al pueblo de los Estados Unidos– el régimen federativo tal como allí se había estructurado. Véase, tan sólo, lo que ocurrió con la organización de los municipios. Los municipios habían tenido su época más floreciente de un régimen de autonomía en el período denominado impropiamente colonial[18], a pesar de los excesos de fiscalización, resultantes del brote absolutista en Portugal acentuado en el siglo XVIII. Durante el Imperio, bajo el Estado unitario y debido a la tendencia centralizadora característica de la época, disminuyó el vigor de antaño de las comunidades locales. Pero fue sobre todo durante la República –después de que, en nombre de la descentralización se hubiera implantado el Estado federal– cuando la autonomía municipal sufrió los mayores golpes, víctima de una doble succión: por parte de la Unión (gobierno federal) y por parte de los Estados (gobiernos de los Estados para regir las antiguas provincias), aumentando cada vez más sus atribuciones y reduciendo el campo de acción del gobierno y de la administración municipales. El municipio dejaba de ser comunidad autónoma de vida para transformarse en una división administrativa del Estado.

En Brasil, el Estado federal republicano fue mucho más centralizador que el Estado unitario monárquico. ¿Y no estamos viendo, en Estados Unidos, patria de elección de la teoría del Estado federal, la marcha acelerada hacia la centralización? ¿Y no es la Unión Soviética el Estado más poderosamente centralizador del que se tiene noticia, pese a haber sido organizado según los moldes del Estado federal?

Desde que Proudhon escribió Le principe fédératif (1864) no han faltado las formulaciones más variadas del federalismo, tanto en la universalidad de su significado como en aspectos más restringidos relativos al orden económico, a las instituciones políticas y a las relaciones internacionales- Baste recordar, entre otras, las concepciones de Constantin Frantz, en Alemania; de Pi y Margall, en España; de Paul Boncour, en Francia, y de Denis de Rougemont, en Suiza. Entre tanto, todas esas tentativas para hacer prevalecer un sistema descentralizador, chocan estruendosamente con: la misma estructura fundamental del Estado moderno y con sus principios, de los que resulta un derecho público contaminado de socialismo, en el que desaparecen o sólo subsisten muy precariamente las autarquías o autonomías de los grupos[19].

De ahí resulta, en la historia del derecho político a partir de la Revolución francesa, «una tendencia cada vez mayor hacia el totalitarismo estatal, no sólo en los países calificados peyorativamente de totalitarios, sino también en los democráticos»[20]. Son palabras de Juan Vallet de Goytisolo en las páginas sumamente esclarecedoras de su obra Fundamento y soluciones de la organización de cuerpos intermedios.

Sobre ese tema, sobre el principio de subsidiariedad –fijando con precisión el significado de la acción supletoria del Estado con relación a los grupos intermedios y la autonomía de éstos–, sobre la autonomía municipal, sobre el federalismo tradicional y el revolucionario, a parte de otros asuntos conexos, las veintidós reuniones de «amigos de la Ciudad Católica» ya celebradas y esa magnífica enciclopedia de sana doctrina católica y de verdad política, constituida por la colección de la revista Verbo, nos suministran las más valiosas contribuciones a dichas cuestiones, contribuciones que solamente podrían esperarse de España, dadas la riqueza de su experiencia histórica y la excelencia de su pensamiento político.

Esas enseñanzas corroboran la conclusión que hay que extraer de esta exposición.

Bajo los efectos de una transformación substancial realizada por la Revolución, las sociedades políticas, desde fines del siglo XVIII a nuestros días, perdieron el sentido de su constitución natural. Cambios de régimen, nuevas experiencias y experiencias malogradas que se repiten, constituyen tentativas ilusorias para solucionar una crisis congénita. Camino del totalitarismo, deshecho de tantos errores acumulados, el Estado tan sólo podrá librarse de él si el orden de la sociedad se instaura mediante la previa e indispensable reordenación del pensamiento político. Una vez desembarazado por completo de las mentiras liberales y de las utopías socialistas.

(Traducción de Estanislao Cantero)

 

[1] La distinción entre soberanía social y soberanía política fue hecha con garbo y maestría por Juan Vázquez de Mella en memorables discursos y en otros escritos dejados por quien mereció el título de «verbo de la tradición» por haber sido genuina expresión del pensamiento carlista.

[2] Status libertatis (libre o esclavo), status familiae (sui iuris o alieni iuris), status civitatis (ciudadano o peregrino).

[3] Clero, Nobleza y Pueblo o Tercer Estado.

[4] Con la idea moderna de Estado –observa Jellinek– nace la expresión correspondiente, empleada por primera vez, con tal sentido, en la época del Renacimiento por Maquiavelo (stato), en el inicio de Il Principe (Georg Jellinek, Allgemeine Staatslehre, cap. V).

[5] Georges Burdeau, Traité de science politique, Paris, Librairie Générale de Droit et de Jurisprudence, tomo I, 1ª parte, título II, cap. II, secc. II. Podemos decir que el reino era uno en la persona del soberano, máltiple por las instituciones; con la Revolución se impuso la unidad institucional encarnada en el Estado.

[6] Es el título del libro de Rafael Gambra, Eso que llaman Estado, Madrid, Ediciones Montejurra, 1958.

[7] El análisis del régimen soviético caracterizado como estratocracia fue hecho por Cornelius Castoriadis en Devant la guerre, Paris, Fayard. En el mismo sentido de La nueva clase, de Milovan Djilas, obra ampliamente difundida y que fue traducida a varios idiomas, ver, con datos más recientes, Nomenklatur, de Michael S. Voslensky.

[8] Bertrand de Jouvenel, Du Pouvoir. Histoire naturelle de sa croissance, Genève, Les Éditions du Cheval Ailé, C. Bourquin, 1947, p. 347,

[9] Summa Theologica, Iª IIª, q. 105, art. 1.

[10] Alexis de Tocqueville, L'Ancien Régime et la Révolution, tomo I, libro I, cap. II.

[11] Alexis de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, tomo II, IV parte, cap. VII

[12] Eric Voegelin, The New Science of Politics, The University of Chicago, 1952.

[13] Louis Veuillot muestra que la Revolución es, esencialmente, un rechazo de lo trascendente y una revuelta contra Dios; por eso mismo, la secularización es el principio revolucionario por excelencia (L'illusion libérale, n. XXXIV). Este opúsculo se encuentra reunido en la edición, en 40 volúmenes, de las Obras Completas de Veuillot, de P. Lethielleux et Fils, Paris.

[14] En su obra clásica, Der moderne Kapitalismus, Werner Sombart caracteriza así al Estado moderno: a) es el Estado naturalista-secularizado; b) es el Estado individualista-atómico-nominalista (sic), indicando, con tal expresión, la atomización de la sociedad política por la disolución de los cuerpos intermedios, al dejar a los individuos (ciudadanos) aislados frente al Estado y desligados de los vínculos que los insertaban en los grupos naturales e históricos (respecto a la primera característica, además de la observación de Veuillot citada en la nota anterior, es preciso recordar el análisis del naturalismo y de sus consecuencias, hecho por León XIII en la encíclica Humanum genus).

[15] Vázquez de Mella se refiere al Estado secularizado al escribir: «El Estado no tiene sobre su soberanía, ni frente a su soberanía, un poder que afirme un orden religioso, moral y jurídico inmutables, que sea norma y frontera de su albedrío» (El Pensamiento Español, 1 de octubre de 1910). Más adelante se refiere a la soberanía política absorbiendo a la soberanía social: «El Estado no tendrá límites arriba ni muralla abajo, y, cuando se quiera fijarlos, habrá que apelar a la irrisoria autolimitación de los partidarios de la soberanía única; es decir, que el Estado, que no es abstracción, sino poder que se concreta en órganos que son personas, debe limitarse a sí mismo, aunque nadie pueda exigirle el cumplimiento de ese deber que no está fuera de su potestad. Así todas las sociedades y clases no tendrán más garantías de sus derechos que la que se digne trazar la voluntad generosa del tirano, que deja atrás todos los conocidos, puesto que se declara impersonal y hace de los tiranizados parte de su soberanía para que no puedan protestar contra ella y se quejen de sí mismos» (locución citada).

[16] Respecto al repudio del orden sobrenatural y de la Revelación, de nuevo Veuillot: «En el mundo moderno viven y luchan entre sí dos potencias: la Revelación y la Revolución. Estos dos poderes se niegan recíprocamente, he ahí el fondo de las cosas» (L'illusion libérale, n. XXIII).

[17] Título del libro de Raymundo Faoro: Os donos do poder, Editorial Globo-Universidade de São Paulo.

[18] Cfr. Ricardo Levene, Las Indias no eran colonias, Espasa-Calpe (colección Austral, n. 1.060).

[19] Enrique Gil Robles ve en el socialismo de Estado un vicio inherente a la organización, política de los antiguos, que desapareció con el cristianismo y resurge en el Estado moderno. Obra indispensable para profundizar en el tema es su Tratado de Derecho Político, publicado en 1889 y reeditado en 1961 (3ª ed., Madrid, Afrodisio Aguado, 2 vols.). Ahí, con la misma temática de la soberanía social de Mella, expone con profundidad y claridad el concepto de «autarquía». Advierte que los términos «centralización» y «descentralización» son una metáfora impropia, infundada, odiosa…, porque parecen expresar un asunto de mera prudencia e interés gubernativos, según los cuales el Estado retiene o delega los oficios y facultades que le conviene… cuando lo que se descentraliza, por justicia y con recta oportunidad, no es más que la autarquía, la autonomía inherentes a la personalidad y que tutelarmente se retuvieron, si acaso no se usurparon, a la independencia natural y a la actual capacidad de las demás personas que no son el Estado» (familias y cuerpos intermedios), p. 173. tomo II, de la 3ª edición.

[20] Juan Vallet de Goytisolo, Datos y notas sobre el cambio de estructuras, Madrid, Speiro, 1972, p. 227.