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Número 331-332

Serie XXXIV

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Quas primas (Meditación de un filósofo)

QUAS PRIMAS
(MEDITACION DE UN FILOSOFO)
POR
FREDERICK D. WILHELMSEN (*)
Introducción.
El Papa Pío
XI escribió y publicó la Encíclica Quas Primas
al finalizar un Año Santo, el 11 de diciembre de 1925. La perse­
cución religiosa en Méjico estaba entonces en todo su apogeo, y
la de
España llegaría dos lustros después. Seis años antes, en 1919,
el Tratado de Versalles había sellado eficazmente, con su aproba­
ción y activa connivencia,
la disolución del último gran poder aún
esencialmente católico:
el Imperio Austro-Húngaro. Benito Musso­
lini ya había alcanzado el poder en Italia, pero Adolf Hitler era
aún poco
más que una pequeña incomodidad en un Alemania
postrada y empobrecida como resultado de
la Gran Guerra.
Esta Encíclica, cuyo título oficial ( «La realeza de Jesucristo»)
resumía su contenido, fue lanzada sobre un mundo entonces
am­
pliamente secularista. El Santo Padre había escrito antes: «Cuando
Pío X procuraba
restaurarlo todo en Cristo, preparó el camino
para esa gran tarea de pacífica reconciliación que constituyó el
programa de Benedicto XV. También Nos, siguiendo los pasos
(*) En el presente afio de 1995 se cumple el septuagésimo aniversario
de la encíclica
Quas Primas. Desde este primer número de la Serie XXXIV,
Verbo quiere recordar una temática tan trascendental para el derecho pú­
blico cristiano. Para ello nos honramos en publicar una conferencia de
nuestro querido amigo el profesor Frederick D. Wilhelmsen, catedrático de
Filosofía y Polítka de la Universidad de Dallas (EE.UU.), que vio la luz
originalmente en el número de octubre de 1993 de la revista The Angelus
(N. de la R.).
Verbo, núm. 331-332 (1995), 7-20 7
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FREDERICK D. WILHELMSEN
de Nuestros dos predecesores, hemos resuelto y pretendido hacer
Nuestro principal objetivo llevar a cabo
la paz de Cristo en el
Reino de Cristo. Confiamos enteramente en la gracia de Dios,
quien
al llamarnos al Supremo Pontificado Nos ha prometido su
perpetua asistencia».
En el Prefacio de la Misa de Cristo Rey rogamos a nuestro
Padre
Eterno que Cristo Rey, «ofreciéndose a Sí mismo en el
ara de la Cruz como víctima pacífica y sin tacha, una vez some­
tidas a su imperio todas las criaturas entregue a Tu Infinita Ma­
jetad un reino eterno y universal, reino de verdad y de vida, reino
de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz».
Yo no pretendo ser teólogo. En los últimos tieínpos muchas
personas semi-formadas,
infra-formadas o incluso no formadas en
absoluto,
se han atrevido a hacer teología. Permítaseme una re·
flexión
personal sobre mi juventud: en la Universidad jesuita de
Detroit donde comencé mis estudios universitarios, que
se verían
interrumpidos por mi
servicio en el Ejército durante la Segunda
Guerra Mundial,
la «teología» estaba considerada un asunto ver­
daderamente sublime. Nosotros sólo estudiábamos un par de cur­
sos denominados «religión», y mé complace afirmar que eran real­
mente muy buenos. Sin embargo, hoy todo
el mundo pretende
poseer alguna competencia
teológica, aunque sólo sea una teología
de andar
por casa. Y o había conservado en mi vida mi papel de
filósofo católico como algo diferenciado de la teología, pero sé
perfectamente que ·en la vida de un ser humano concreto que es
a la vez católico y filósofo, ambas deben sintetizarse, En su de­
fensa de la especificidad de la filosofía cristiana, Etienne Gilson
demostró a mitad de siglo, y en primer lugar históricamente, que
existe una
filosofía cristiana, la cual si bien es completamente
una .labor
de la razón y por consiguiente una filosofía, sin em­
bargo está inspirada por la Revelación. Sólo necesitamos citar
verdades como la existencia
de Dios como Ser-en-Sí, su libertad
en
la Creación del mundo, la iiúnortalidad del_ alma, o la digni­
dad de
la persona: conclusiones racionales cuidadosamente traídas
a_ la existencia por filósofos que razonaron sobre ellas, y que nunca
fueron soñadas en
la Grecia pagana clásica. Sorprende poco que
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QUAS PRIMAS (MEDITACION DE UN FILOSOFO)
el Papa León XIII, en su Encíclica Aeterni Patris, solicitase la
restauración de una
vfa específicamente cristiana de ubicar los
problemas
filos6ficos y deducir conclusiones que, si bien te6rica­
mente y en abstracto podrían haber sido alcanzadas por el hombre
sin la Revelación, de hecho nunca
lo fueron.
Es en
el espíritu de esta filosofía cristiana como me acerco a
la Encíclica
Quas Primas. Y apelo también al mismo Papa
León XIII, quien nos enseñó que la genuina libertad filosófica
de examinar cualquier tema radica en última instancia en la
acep­
tación del Magisterio de la Santa Iglesia. Por consiguiente, mis
apreciaciones sobre
Quas Primas no son reflexiones de un te6logo
profesional, sino las de
un filósofo cristiano basadas en dicho texto.
Justificación teológica de
la Realeza de Cristo.
Cristo
es proclamado Rey. Aunque hay muchas referencias
a Dios Padre comd Rey en el Viejo Testamento, jamás
se desa­
rrolló en
el seno de la espiritualidad católica esa devoci6n especí­
fica. En todas las formas de oración tenemos
la propensión de
dirigirnos a
Él como «Padre», pero aunque realmente el Padre
es Rey en un sentido profundo, históricamente hablando ni la de­
voción popular ni
la eclesiástica se han concentrado jamás en su
Realeza. Existe
la fiesta de Cristo Rey, instituida por Pío XI,
pero no la de Dios Padre como Rey; lo cual está avalado por
graves razones.
Dios Padre es el arch& [fundamento] o principio de la San­
t!sima T rihidad, y por consiguiente no adquiere o hereda abso­
lutamente nada. Como afirmaba constantemente mi maestro Santo
Tomás,
sea lo que sea un padre, lo que no puede .ser es su hijo.
Dado que
las relaciones . constitutivas de la Santísima Trinidad
son subsistentes, Dios Padre es solamente Padre,
y Dios Hijo es
solamente Hijo.
Los padres humanos son muchas más cosas ade­
más de padres, y la paternidad se les añade a causa de una rela­
ción específica con cualquier hijo que pudiesen engendrar.
En
los padres humanos la paternidad es un relación accidental; pero
en· el caso de Dios Padre es todo lo que es. Y Dios Hijo no es
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FREDERICK D. WILHELMSEN
nada más que Hijo de su Divino Padre. La relación, que es un
accidente descubierto por Aristóteles, en Dios
es subsistente.
«Quien me conoce a Mí, conoce a mi Padre» (cfr. Juan 8, 19),
dijo Nuestro Señor. Nada hay en la Segunda Persona de la
San­
tísima Trinidad que no esté en la Primera, ni nada en la Primera
que no esté en la Segunda. Sin embargo, el Padre no
es el Hijo
y el Hijo
nd es el Padre.
Dios Hijo hereda del Padre. Todo hijo hereda de su padre.
Y aquí descubrimos la primera de las tres características que
nos
permiten proclamar que Cristo es Rey.
El poder político es siempre adquirido o delegado. No im­
porta lo lejos que retrocedamos en la existencia política: descu­
brimos siempre tres únicas fonnas de asumir el reinado en una
comunidad dada.
a) El poder se hereda cuando el hijo de un rey hereda a su
padre. La filosofía politica española lci denomina «legitimidad de
origen»;
soy rey porque mi padre era el rey y yo le he heredado.
Esta herencia puede ser y siempre
ha sido envuelta en multitud
de consideraciones jutídicas. Estoy en la línea directa (soy
el pri­
mogénito de
mi padre), pero pcidría ser incapacitado por idiotez,
enfermedad, o incluso por depravación moral, y por consiguiente
ser sobrepasado. ¿A quién
corresponde entonces la corona? Sobre
estd nada está escrito en las nubes o en la piedras: la solución
proviene de leyes y circunstancias concretas. Posiblemente la
co­
rona pase al siguiente hermano; posiblemente a una mujer per­
teneciente a la línea sucesoria real. El asunto es enormemente
complicado en los numerosos sistemas legales nacionales que in­
tentaron resolver esas circunstancias. Pero nótese bien, porque es
importante para mi tesis, que el principio fundamental consiste
en la verdad de que
la realeza es heredada. Puesto que Dios Pa­
dre no hereda nada, sino que es la fuente de la Trinidad, no es
sorprendente que muy pocas devociones populares se desarrolla­
ran en tomo a Dios Padre como
Rey. Humanamente, asociamos
la realeza con la herencia. Dios Hijo hereda, sin
n:ing,fa sentido
de subordinación, de su Padre. Por tanto, el
V erbum eterno del
Padre («En el principio era
el Verbo, y el Verbo estaba en Dios,
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QUAS PRIMAS (MEDITACION DE UN Fll:.OSOFO)
y el Verbo era Dios», Juan 1, 1) es ya uu Rey que hereda, en
cuanto Dios.
Puesto que es este V erbum verdaderamente Eterno
quien
se ha encamado en Cristo, en Jesús de Nazareth, ti! es Rey
en cuanto hombre. Actiones sunt suppositorum: las acciones están
referidas
al ser individual que realiza la acción ; en los seres es­
pirituales, a la persona. Toda acción de Nuestro Señor en cuanto
hombre remite a la Unión Hipostática:
Rey en cuanto Dios, ti!
es Rey en cuanto Hombre. ÍÍl hereda del Padre la total univer­
salidad de los seres. La realeza de Cristo, como insistió Pío
XI
en Quas Primas, le pertenece tanto en cuanto Dios como en cuan­
to Hombre.
b) Pero en la realidad humana, la realeza no siempre es he­
redada del rey anterior, de uu padre. Hay un segundo tirulo para
la realeza en los asuntos tetrenales.
Puede ser adquirida por me­
dio de la violencia: el nuevo rey reemplru,a al anterior destronán­
dole. Un nuevo orden político accede
al poder reemplru,ando al
anterior. Verdaderamente, si rastreamos en todos los órdenes po­
líticos tan atrás como podamos en la historia, siempre encontra­
remos un régimen
reemplru,ando a otro por medio de la violencia.
Incluso parecería que la obtención del tirulo de realeza a través
de la violencia tiene
más calado que su adquisición por herencia:
el fundador de la dinastía tomó posesión con la espada, y el sub­
siguiente derecho hereditario de sus hijos y nietos reposa sobre
la victoria de
sus armas. A los sentimentalistas que enseñan hoy
en nuestras universidades no les gustan estas co'sas. Con frecuencia
intentan oscurecerlas o incluso negarlas. Pero el hecho está alú.
La violencia está en el origen de cualquier orden político que
haya conocido
el hombre tan lejos comd podamos escudrifiar his­
tóricamente la trayectoria de la humanidad.
Nuestro Sefior Jesucristo
también es Rey con el derecho de
la fuerza.
ÍÍi conquistó el poder de las tinieblas y destronó a Sa­
tanás. ti! ganó para nosotros en la Cruz la salvación. Verdadera­
mente la Santa Cruz sobre la que fue crucificado
y mediante la
cual conquistó su Resurrección, es a la vez signo y caractetfstica
de su invasión y conquista del mundo del diablo. Pío XI afirma
esto mismo en su encíclica. Al igual que los reyes humanos pue-
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den llegar a ser reyes mediante conquista, Cristo se hizo rey por
haber conquistado el mundo.
Si buscásemos un paradigma del
rey guerrero, lo encontraríamos quintaesenciado en Nuestro Señor­
en su victoria sabre la muerte de la Cruz. ¿ Acaso no sentenció
G.
K. Chesterton que la forma de la cruz es la forma de una es­
pada? El rey-guerrero ha ocupado la literatura y el arte occiden­
tales desde las invasiones germánicas del viejo orden romano entre
los siglos
m y v. Hasta tal punto Cristo es un Rey guerrero, que
podría recurrir a aquel caudillo franco, Clodoveo, él mismo rey
de su propio pueblo, quien al oír por primera
vez la historia de
Nuestro Señor y su Crucifixión exclamó:
« ¡Ah, si yo hubiese es­
tado allí con mis francos!». Habría sido un rey acudiendo a la
llamada del
Rey. Naturalmente, todo esto pertenece al corazón
de los esfuerzos apostólicos que nosotros
los hombres ( el Cuerpo
Místico de Cristo,
sus miembros) emprendemos para conquistar
el mundo por
Su gracia y por la salvación que sólo Él puede ofre­
cer. La estructura
verdaderamente militar de algunas órdenes re­
ligiosas, como los jesuitas en sus inicios bajo San Ignacio de Lo­
yola, ha atestiguado brillantemente la dimensión marcial y con­
quistadora de la expansión de· la Fe en el mundo;
e) Parece haber habido dos nociones que se entremezclaron
en
la Alta Edad Media y fueron engarzadas en la concepción me­
dieval de la Realeza ; si bien el cuadillo de las tribus germánicas
era rey
en la batalla, esto se incorporaba a la antigua noción bí­
blica del rey
como hombre sabio: Salomón administrando justicia
a su pueblo. Pío
XI en Quas Primas hace hincapié con firmeza
en el concepto de rey como el hombre sabio, y cita una tradición
que
se remonta a las escrituras hebreas sobre Salomón y David.
Y Nuestro Señor pertenece a
la descendencia de David. Un hom­
bre puede ser elegido rey
no porque herede, ni porque conquiste,
sino
porque se reconoce su sabiduria. Ciertamente fue éste el caso
de muchas tribus indias americanas. Parece haber una suerte de
reconocimiento espontáneo de que este hombre
es el más sabio
y
.el más. justo y debería ser el rey. De este modo, el rey surge
del pueblo, proclamado espontáneamente
en reconocimiento a su
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QUAS PRIMAS (MBDITACION DE UN FILOSOFO)
excelencia. Él es llamado, pero menos para hacer leyes que para
interpretar sabiamente las
ya existentes eiJ. la comunidad.
Ahora bien, la distancia
entre la realeza de Cristo bajo este
aspecto y la de cualquier
rey terrenal es crucial y verdaderamente
tajante desde un punto de vista metafísico. A diferencia del
hom­
bre sabio normal elevado al poder, para Nuestro Señor no existe
verdad o sabiduría que haya sido adquirida a través del estudio
y el ejercicio de las virtudes. Él es «El camino, la Verdad y la
Vida» (Juan 14, 6) no meramente por
recapitulación, sino por
esencia, por encarnar toda la Verdad y toda la Sabiduría. La pre­
cisión
debe ser comprendida con delicadeza. En cuanto Dios,
Cristo
es la Sabiduría del Padre; en cuanto Hombre, Él conoce
toda la Verdad y Sabiduría que, de nuevo en cuanto Dios, Él ES.
Como nos dice San
Pablo en la Epístola de la Fiesta de Cristo
Rey, Él es quien «nos
ha arrebatado del poder de las tinieblas y
nos ha trasladado al reino de su Hijo muy amado, en quien, por
su sangre, tenemos la redención y la remisión de
los pecados. Él
es la imagen del Dios invisible, primogénito de toda la Creación,
porque en Él han sido creadas todas
las cosas en los. cielos y sobre
la tierra, el mundo visible
y el invisible, tronos, señoríos, princi­
pados y dominaciones ; todo
ha sido creado por Él y para Él. Es
anterior a todo y todo subsiste en Él» (Col. 1, 12-18).
Reconocimiento político de la Realeza de Cristo.
El poder del Reino del Hijo de Dios ( expresión perfecta del
Padre invisible) no
sólo es sobre todo ser invisible, sino también
sobre todo el universo visible, y su Poder está por encima de
los
tronos, los.principados y (debemos añadir) las constituciones. Todo
es creado en Él y por Él, y Él es antes que todas las cosas y todas
las cosas le están sujetas.
Este vigoroso párrafo de San Pablo (hay más,
y otros proce­
dentes de fuentes de gran autoridad) movió a nuestro Santo Padre
el Papa Pío
XI a hablar de la Realeza de Cristo como algo total­
mente universal, que akanza hasta la
última estrella de la más
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FREDERICK D. WILH-ELMSEN
distante galaxia, desde el orden político y social en que vivimos
en este mundo hasta los más profundos recovecos de todo cora­
zón humano. Cristo
es Rey de Reyes y Señor de la Creación. El
ha heredado de su Padre el título; lo ha conquistado en la Cruz
por su victoria sobre Satanás; y le ha sido reconocido por su in­
finita Sabiduría y Bondad.
Como filósofo, debo
señalar una vez más que los tres únicos
fundamentos de realeza descubiertos en
la historia de la Huma­
nidad
se verifican en forma sublime y eminente en la realeza de
Nuestro Señor. Como
se ha indicado, un hombre gana su corona
heredándola, conquistándola, o por el público reconocimiento de
su derecho a
ella a causa de su sabiduría. Parece no haber una
cuarta forma de llegar a
ser rey. Esta verdad se apoya en el más
exhaustivo estudio histórico y en el más cuidadoso de los análisis
filosóficos.
La :jurisprudencia española, remontándose al período visigodo
y
a los escritos de San Isidoro de Sevilla, distingue dos tipos de
legitimidad política,
la legitimidad de origen y la legitimidad de
ejercicio,
es decir: de dónde procede el poder de un rey,.y cómo
ejerce ese poder. El
origen de la Realeza de Nuestro Señor reside
en haberla recibido de su Padre, incluso aunque también en sen­
tido humano su linaje pueda atribuirse a
la Casa de David. El
ejercicio o utilización de Su poder se identifica con su Sabituria.
Como el mismo Pío XI señaló: jqué suave es su yugo! jcuántas
bendiciones y beneficios
recibiría la sociedad si Su Realeza fuese
reconocida por los hombres! (n. 9).
«Mi reino no es de este mundo» (Juan 18, 36) no significa
que Él solamente reine y gobierne en la eternidad, más allá del
tiempo. Más bien significa que Nuestro Señor no tiene

intención
de establecer una política teocrática sobre
la tierra dirigida direc­
tamente por
Él mismo. La Iglesia ha reconocido siempre la dife­
rencia entre
el poder espiritual y el temporal, y sus denominacio­
nes específicas datan de la Alta Edad
Media. La Iglesia guía a
los hombres hacia su salvación: esa es su finalidad. El gobierno
humano guía a los hombres hacia su felicidad temporal, en la
medida en que esa felicidad puede hallarse aquí abajo.
La Iglesia
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no es el orden político, y el orden político no es la Iglesia. Estas
enseñanzas son comunes a toda la Tradición Católica. Perd el
orden político debe ser animado y · vivificado por los principios
morales proclamados por la Iglesia,
cuya Cabeza es Cristo.
Se ha hablado demasiado en Estados Unidos y en Europa so­
bre una «separación absoluta de la Iglesia y el Estado», y ha exis­
tido
una secularización excesiva en la que Cristo es desterrado
de
la plaza pública. Este llamado «muro de separación» es una
herejía y como tal debe ser designado. Una oosa es distinguit y
otra separar. Por ejemplo, durante nuestra vida aquí abajo
se
distinguen el cuerpo y el alma, perd no se separan hasta la muerte.
El hombre
y la mujer son distintos, pero no están separados en
el matrimonio. Una cosa es la separación ( una especie de espada
que disocia
un ente de otro¡ y otra la distinción, que es un reco­
nocimiento de los distintos papeles y funciones que deberían
sintetizarse en
la unidad. Para el mundo secularizado de hoy día,
la distinción siempre parece consolidarse como separación. Mi
maestro Santo Tomás de Aquino nos advierte
una y otra vez con­
tra la confusión entre separación y distinción, pero esclarecer
completamente la solución
me obligaría a impartir ahora un curso
completo de metafísica. Por ejemplo, él distingue esencia y exis­
tencia, cuerpo y alma, o política
y fe; pero en ningún momento
las separa.
Se deduce que la Realeza de Cristo es absolutamente univer­
sal
y debe ser reoonocida por el orden político. Es razonable que
este reconocimiento pudiese. ser tácito cuando todo el orden
po­
lítico estaba animado por Su Ley y Su Gobierno y no había ne­
cesidad de explicitar lo que ya era operativo en la sociedad. Ésta
era ciertamente la situación en Europa occidental antes de la
Re­
forma protestante. Ningún rey consideró necesario proclamar for­
malmente su fidelidad a la Realeza de Cristo, pues aquel gobierno
estaba tan entrelazado con la vida diaria del hombre que la gente
no necesitaba pensar en ello formalmente. Una vez que el
pro­
testantismo, y más certeramente la Revolución Francesa, se re­
belaron oontra Roma, se hizo psicológica y políticamente necesario
establecer formalmente que una sociedad dada estaba gobernada
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FREDERICK D. W:ILHBLMSEN
por principios cristianos, y que la sociedad en cuestión reconocía
una ley anterior a ella misma (la
ley natural) y a su autor, Dios.
El «suave yugo» del Señor!o de Cristo, nuevamente en palabras
de Pío XI, atraería bendiciones sobre toda la' sociedad.
Méjico, España y Cuba en defensa de Cristo Rey.
En los tiempos modernos la realeza de Cristo parece haber
surgido espontáneamente
del corazón de los pueblos católicos al
hacer frente a la persecución por su lealtad a la Iglesia y a Nuestro
Señor. Durante toda la década
de los treinta, la Iglesia en Méjico
padeció una cruel persecución a manos del gobierno masónico­
comunista de Plutarco Elías Calles. Como se sabe, bajo la égida
de la Liga por la Libertad Religiosa brotaron milicias católicas
en todo el norte y el centro de Méjico. En un momento dado
salieron al campo
más de 15.000 hombres armados, con sus car­
tucheras recubiertas por camisas con el Sagrado Corazón de Jesús
bordado,
y con rosarios colgando del cuello. Fueron a la batalla
al grito de
¡Viva Cristo Rey! Pero es menos conocido que si bien
estos rudos soldados
se manruvieron en campaña durante años
( ciertamente sin ganar nunca batallas decisivas contra el ejército
de los federalistas, pero también sin perderlas), fueron traiciona­
,dos por algunos de sus propios obispos, quienes les instaron a
negociar con
el gobierno, que les prometió respetar su· libertad
religiosa si deponían las armas. Fueron llamados
cristeros por sus
.enemigos, y ellos se apropiaron del término. Su último general,
que obedeció a los obispos, advirtió a su ejército que. sería ma­
sacrado y el pacto no se respetaría. Tenía razón .. Los mataron a
millares después de haber mantenido la
tregua y entregado las
armas.
Sus jefes fueron todos asesinados. Unos cuantos escapa­
wn y se desplazaron a Houston y El Paso, donde sus hijos y nie­
tos habitan hoy populosos barrios. Pero en la hora de la verdad,
mando las armas apuntaban a la Iglesia, el grito de batalla fue
¡Viva Cristo Rey.'
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Apenas unos años después, en julio de 1936, los nacionales se
alzaron en España contra el gobierno social-comunista cuando pare­
ció evidente que éste no podía controlar a sus propias turbas. Igle­
sias, conventos, hospitales
y seminarios ardieron en llamas, y todo
el que fuese a Misa era constitutivamente culpable
y presa fácil
en las calles para cualquier pistolero. En su
Historia de ia perse­
cuci6n religiosa en España, 1936-1939,
Monseñor Antonio Mon­
tero, tras un exhaustivo estudio, incluye una lista de
los mártires
(sacerdotes, monjas o religiosos) por órdenes y por provincias.
Más de cuatro mil sacerdotes y tres mil religiosos fueron asesina­
dos por los comunistas. No está registrada
ni una sola apostasía
cuando se enfrentaron al pelotón .de fusilamiento. España se salvó
gracias
al Ejército de Africa y al alzamiento en el norte y el este
de los
requetés carlistas. En Navarra, su plaza fuerte arropada
por los Pirineos,
ni un solo sacerdote o religioso. fue asesinado.
Esta pequeña provincia era
una. fortaleza ca.tólica y el 18 de julio,
cuarenta
mil de ellos vaciaron los pueblos y se reunieron en Pam­
plona en lo que sería la última Cruzada conocida. Llevando ca­
misas color caqui con el Sagrado Corazón cosido sobre sus propios
corazones
y luciendo boinas rojas, encabezada cada compañía, por
un hombre que llevaba una gran cruz, fueron a la
batalla cantando
sus viejas canciones y gritando ¡Viva España! ¡Viva Cristo Rey!
Su heroísmo fue legendario y salvaron a España (por el momen­
to) del espantoso caos marxista en que la nación
habla caído.
Más próximos a nuestra época,-muchos contrarrevoluciona.':'
rios cubanos, al encontrarse ante el peldtón de fusilamiento tras
el desembarco en
Babia de Cochinos, murieron también al grito
de
¡Viva Cristo Rey!., sus últimas palabras mientras se precipita­
ban en la .eternidad.
Nadie habla de estas cosas
hoy día. Nadie parece conocer que
el primer tercio del siglo
XX fue uno de los tiempos más gloriosos
en la historia de la Iglesia. El subsiguiente colapso de la civiliza­
ción católica desde dentro de sus propios límites
ha oscurecido
el esplendor, la magnitud y la gloria de estos soldados de Cristo.
Es interesante señalar que la teología de Cristo
Rey parece
surgir en forma de vívidas e incluso violentas acciones cuando
la
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FREDERICK D. WILHELMSEN
Fe está amenazada y cuando los poderes laicistas desafían no s6lo
a
la Iglesia, sino los fundamentos básicos de una sociedad honrada.
Cuando
Pío XI escribi6 Quas Primas, la Guerra Ovil Espa­
ñola aún habla de esperar una década, y los problemas en Méjico
acababan de
empezar. La labor del fil6sofo y del te6logo cat6lico
hoy
es re-pensar los principios que informan la encíclica.
Poder y Autoridad en la Realeza de Cristo.
Así comencé a
ha=lo en este artículo, y con mayor detalle
en otros publicados tanto en español como en inglés. Llevando
tales especulaciones aún más lejos en estos últimos párrafos, debo
puntualizar que la Realeza de Nuestro Señor ( que es una verdad
religiosa) tiene enormes repercusiones en la especulaci6n pura­
mente filos6fica sobre el orden político. Aquí solamente puedo
hacer una pequeña
introducción a ellas. Se centran en tomo a
dos aspectos fundamentales
y distintos de la existencia humana:
el Poder y la Autoridad.
Como ha señalado el jurista carlista español Alvaro d'Ors,
Poder
y Autoridad se cortesponden con dos actos humanos fun­
damentales. La Autoridad dice la verdad a quienes deben cono­
cerla. Así, un mecánico tiene autoridad sobre mi automóvil cuando
se lo entrego porque algo le ha sucedido; del mismo modo, un
médico tiene autoridad sobre
el bienestar del cuerpo humano
cuando un paciente le consulta porque está físicamente enfermo;
o un sacerdote en confesión tiene autoridad sobre la vida moral
de su penitente, que le presenta
los problemas de su alma. La
autoridad siempre contesta, responde. Por otro lado, el Pdder
siempre pregunto a la Autoridad cuál es la verdad, especulativa o
práctica.
El Poder actúa siendo especificado por la Autoridad.
Apliquemos esta distinción en nuestras propias vidas:
el núcleo
de nuestra capacidad de acci6n como seres humanos está especifi­
cado o determinado por una serie de autoridades que
nos propor­
cionan la verdad en esta o en aquella dimensión de lo real.
Ahora bien, el Poder sin la Autoridad
es ciego. En realidad,
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QUA.S PRIMAS (MBDITACION DE UN FILOSOFO)
nunca falta la Autoridad durante mucho tiempo, aunque sea falsa.
A su vez,
la Autoridad carece de poder. Ella responde al Poder,
y a no ser que encuentre una acogida positiva en
él, la Autoridad
existe (literalmente, no imaginariamente) pero es inútil.
El moderno Estado laicista, nacido a grandes rasgos al final
del Renacimiento, asumió para sí todo el Poder y toda
la Autori­
dad. Hasta entonces se creía que ambas sólo se identificaban en
Dios, cuyo Ser
es totalmente simple y sin división: Su Autoridad
es Su Poder. La vida política medieval reconoció con agudeza las
diferencias entre el poder y la autoridad humanas. Aunque a
me­
nudo en forma abusiva1 corno ocurre con todas las cosas concre~
tas, la disrinción fue mantenida y más o menos vivida. Cuando el
orden político moderno ( el Estado), se secularizó, se declaró a
sí mismo a un tiempo Autoridad y Poder en todas
las cosas con­
cernientes
al hombre. Esta divinización de la política está detrás
de todos los esfuerzos por reducir la ley, tanto la positiva como
otras, a lo que el Estado declare ser ley.
Por tanto el hombre
moderno carece de Autoridad a la que acudir.
Si el Estado de­
clara malo el aborto, es malo. Si lo declara bueno, es bueno. La
identidad entre Poder y Autoridad, propia sólo
de Dios en la
simplicidad del Ser divino, ha sido ahora transferida a la política
por hombres que querrían ser Dios.
Ante esto, la única respuesta
es la reafirmación de la Realeza
de Cristo. Todo
el Poder y toda la Autoridad le han sido otorga­
dos en el cielo y en
la tierra (y por consiguiente, para poner un
ejemplo notable, por Su Autoridad él delega su Poder
al sacerdote
para resetvar y perdonar pecados).
Si Su Soheranía fuese hoy
reconocida públicamente, la tiranía se marchitaría, el sentido mo­
ral florecería de nuevo, y el hombre caminaría por la via recta,
libre bajo
el manto de su Rey.
Conclusión.
En la plaza de San Pedro en Roma existe un enorme obelisco,
el más majestuoso de los siete u ocho que hay en la ciudad, traído
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-FREDERICK D. WILHELMSEN
hace cientos de años desde Oriente Próximo. Los jeroglíficos pa­
ganos tallados en su base fueron. borrados por los cristianos hace
siglos. Sobre este obelisco que
se alza en Piazza di San Pietro
están inscritas,
más o menos a la altura del ojo de un adulto, fas
pafahras Christus vincit: Christus regnat: Christus imperat. Este
articulo
ha sido simplemente un comentario sobre estas verdades
grabadas en la piedra.
(Traducción de Carmelo López-Arias Montenegro).
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