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Número 377-378

Serie XXXVIII

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Derecho, guerra y justicia

DERECHO, GUERRA Y JUSTICIA
POR
EsTANISLAO CANTERO <~
Respondiendo al título de esta mesa redonda enmarcada en
el tema más general de este Seminario sobre "derecho y fuerza
en las relaciones internacionales', conforme a lo que constituye
la base de
AEDOS y a mi propia dedicación durante muchos
años,
con toda brevedad, voy a tratar de la doctrina social de la
Iglesia
en relación con el enunciado de nuestra intervención,
limitando la
exposición a la doctrina pontificia. Y dentro de ella,
desde los tiempos de Benedicto
XI/ a nuestros días, es decir,
prácticamente a su manifestación
en el presente siglo, incluyen-.
do en dicha enseñanza al" Vaticano II y al nuevo Catecismo.
Intentaré sistematizar la cuestión, sin distinguir muchas veces si
lo expuesto lo dijo éste o aquél Pontífice -si bien, quienes más
se ocuparon de la cuestión fueron los dos Papas durante cuyo
pontificado tuvieron lugar las dos guerras mundiales, Benedicto
XI/ y Pío XII-, dado que parto de la base, que ha de admitirse
como incontrovertida, de la unidad
y, por tanto, no contradic­
ción,
así como de la permanencia de la doctrina social de la
Iglesia expresada
por el Magisterio Pontificio.
El primer aspecto que considero necesario destacar en el
magisterio pontificio, es el
de la existencia de un orden natural
(*) Texto desarrollado en la Mesa Redonda que sobre este tema se celebró
en la mañana del día 10 de julio de 1999 en Soto del Real, durante el XII Semi­
nario Juridico organizado por AEDOS sobre "Relaciones internacionales: derecho
y fuerza". Los demás participantes en la Mesa Redonda fueron: Salvador Rus
Rufmo, Antonio Troncase de castro y, en sustitución de Miguel Ayuso Torres,
Juan Manuel García !.abajo, actuando como moderador, Carlos García Lozano.
Verbo, núm. 377-378 (1999), 591-597. 591
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que ha sido querido por Dios, común a toda la humanidad, que
los hombres hemos podido conocer con nuestra razón y tenemos
la obligación de obrar en conformidad con él. Conocimiento que
se produce, como expresó Pío XII, en un texto por demás tomis­
ta, atendiendo a
la naturaleza del hombre, a la naturaleza de las
cosas y a las relaciones y exigencias
que de ello se derivan.
Ese orden natural, en su aspecto más general, es decir, inter­
nacional, supone que no existen tan sólo comunidades políticas
-Estados, decimos hoy-que se relacionan entre sí, sino ade­
más
una auténtica comunidad internacional de los diversos pue­
blos, una familia de pueblos, como decía Benedicto XV, o una
común familia humana según expresión de Pío XII, cuyas rela­
ciones
han de ser de cooperación para la obtención de un bien
común a toda la humanidad y que supera a los bienes comunes
de los respectivos Estados. Esa comunidad jwidica de los Estados
no es un nuevo y único conjunto estatal impuesto por la fuerza,
sino
una comunidad superior de los hombres, que respeta las
diferentes comunidades políticas, querida
por el Creador y arrai­
gada en la unidad del origen del hombre, de su naturaleza y de
su destino, en expresión de Pío XII.
La expresión de ese orden natural se manifiesta, y ese es el
modo de conocerlo, mediante la naturaleza de toda la creación y
por medio de la revelación, que constituye la doble manifesta­
ción del .orden natural
según León XIII o los dos arroyos conver­
gentes
que nacen de la misma fuente divina, según expresión de
Pío
XII. Esto no supone menoscabo de la razón humana para
descubrir el orden natural, sino tan sólo un mayor auxilio y una
mejor luz para percibirlo, al tiempo que una barrera y unos lími­
tes ante
una razón humana que se declarase autónoma respecto
a toda norma, incluida
la de su sumisión al objeto de su conoci­
miento. Para la doctrina pontificia el
orden natural, base del orden
cristiano por ella propugnado, es la base mínima para una con­
vivencia pacífica,
para las relaciones internacionales y para la
paz,
pero no es condición suficiente. Los Pontífices señalan, ade­
más,
que es necesario -y en su predicación se compaginan la
exigencia
con la exhortación, segun los destinatarios y las cir-
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cunstancias lústóricas--, la ley de Cristo, el mensaje del Evan­
gelio, la ley
de la Gracia, para conseguir un verdadero orden
internacional
en el que la auténtica paz posibilite unas justas rela­
ciones internacionales. Con ello, naturalmente,
no caen en la uto­
pia de suponer que todo conflicto o toda fricción
dejará de exis­
tir, dada la naturaleza falleciente y caída del género humano,
pero señalan con reiteración que no podrá haber cimiento más
sólido que ese para conseguirlo.
Esa combinación de naturaleza
y gracia,
en la forma sucintamente expuesta, no debe sorpren­
demos, pues de otro modo caeriamos
en el pelagianismo más o
menos puro.
La gracia, tanto en su expresión externa -como es
la divina revelación--- como
en su expresión interna Oa fe teolo­
gal) es relativamente conveniente o necesaria para el conoci­
miento de la verdad; también es relativamente necesaria para
obrar el bien, para la honestidad natural.
Con tal premisa del orden
natura~ el derecho es lo acorde
con la justicia consistiendo ésta en dar a cada uno lo suyo, que
también rige
en las relaciones internacionales. Los principios nor­
mativos del derecho natural son reguladores de la convivencia y
de la armonia internacional.
El derecho y la ley no son arbitra­
riedad del poder sino conformidad con la ley natural
y la natu­
raleza de las cosas.
El positivismo juñdico es un error causa de
los más grandes males.
No se trata de un orden ideal, sino de un
orden real, objetivo, por eso, también se rechaza el idealismo, el
formalismo, el sociologismo o
el relativismo jurídico, asi como el
relativismo moral, cuestiones
en las que han insistido continua­
mente, especialmente Pío
XII o Juan Pablo U. La constitución de
una comunidad de los pueblos o de las naciones tiene como
norma suprema la naturaleza; y el derecho positivo y las normas
del derecho internacional,
con su función propia, han de estar en
consonancia y en adecuación con aquella. Por otra parte, se afir­
ma la prioridad de los deberes respecto· a los derechos.
Las relaciones internacionales en el seno de esa comunidad
universal de los pueblos,
de esa comunidad internacional de
naciones, se rigen y han
de regirse por una serie de principios
que los Papas han enumerado a modo
de ejemplo en diversas
ocasiones, pero que se derivan de dos principios fundamentales
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que reiteran continuamente: el sometimiento a la ley moral y a la
ley de Cristo.
A veces lo
han hecho exponiéndolo en forma negativa -así,
por ejemplo, Benedicto XV y Pío XII en relación a las dos gue­
rras
mundiales--al indicar que la causa profunda de la quiebra
de la paz estriba
en el abandono de la fe cristiana por parte de
los Estados, o al referirse al agnosticismo de la sociedad moder­
na, a la progresiva descristianización individual y social o al
rechazo del orden cristiano y de las enseñanzas de la Iglesia.
Pero siempre,
en la expresión de su forma positiva reclaman
el retorno a un orden cristiano; en ello insistió continuamente
Pío XII durante toda la segunda guerra mundial y tras su térmi­
no, reclamando que el orden nuevo del mundo tenía
que fun­
darse sobre el inconcuso y firme fundamento del derecho natu­
ral y de la revelación divina. Por
eso1 este mismo Papa que fue
tan proclive a los organismos internacionales y la unión de
Europa, manifestaba
que para que esa unión fuera frucUfera no
bastaba con la referencia a una común herencia de la civilización
cristiana, sino que era necesario el reconocimiento expreso de la
ley de Dios en donde están anclados los derechos del hombre; y
Juan Pablo
II no cesa de reclamar y de exhortar el regreso de
Europa a sus auténticas raíces, que son las raíces cristianas.
Podemos enumerar, a modo de ejemplo, algunos de estos
principios, alguno de los cuales tienen la misma raíz, como son,
según indicaban Benedicto XV o Pío XII: los derechos intangi­
bles
de los diversos Estados; la justicia, empleando la misma
medida para todas las naciones (tanto para la propia como para
las ajenas); la sustitución
de la fuerza material de las armas por
la fuerza moral del derecho; la estima mutua y recíproca; la con­
fianza mutua; el retomo a la fidelidad como base del derecho
internacional; la solidaridad de todos los pueblos; la
unidad de
la familia humana; el perdón de las injurias; la solución de las
controversias
por medios pacíficos; el respeto de los derechos
de las minorías nacionales;
Iá participación en los bienes eco­
nómicos abierta a todas las naciones; la libertad de las vías de
comunicación;
el respeto de la persona. Juan XXIII los resumía
al establecer como sus fundamentos la verdad, la justicia,
el
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amor y la libertad; y el verdadero respeto por la naturaleza del
hombre.
En forma negativa se enuncian también de otro modo, como
por ejemplo: el rechazo del nacionalismo exhacerbado, como
contrario
al espfritu de paz y provocador de guerras; el rechazo
de la opresión a las minorías nacionales; el rechazo de los aca­
paramientos y monopolios económicos; el falso pacifismo,
que
somete al débil a la fuerza del agresor injusto; el materialismo,
generador de
la codicia de los bienes materiales; el odio o la ven­
ganza.
La primera consideración relativa a la guerra de la que me
parece necesario partir, es
de la afirmación de que la guerra es
un hecho moral, es decir, constituye materia del orden moral y
resulta inadmisible y erróneo considerar
que es tan sólo un error
político, tal como recalcó Pío
XII. Por ello, para tomar cualquier
decisión relativa a ella o a
su ejecución es preciso proceder con
criterios morales basados en la ley natural.
La guerra constituye un recurso extremo al que no cabe acu­
dir más que cuando se han agotado los medios pacíficos para
intentar llegar a la solución
de los conflictos. No es, por tanto, un
medio idóneo para dirimir los litigios. Por ello se condena la gue0
rra de agresión, es decir, la agresión injusta a otro país. Pero, al
mismo tiempo, se mantiene la legitimidad de la guerra defensiva
frente a la agresión injusta, pudiendo constituir
un deber, no sólo
para la nación agredida, sino para el resto
de las naciones, basa­
do en la solidaridad respecto al injustamente agredido, Así, reco­
noce el uso legítimo de la fuerza contra la agresión ilegítima,
que
se condensa en la concurrencia de las tres clásicas condiciones
de la guerra justa
ya sentadas por Santo Tomás: justa causa (daño
grave, verdadero o cierto y prolongado o duradero), autoridad
competente para declararla, y rectitud de intención,
que abarca
que el mal que se cause no sea mayor que el que se trata de evi­
tar, así como probabilidad fundada de éxito, condiciones
que han
sido puestas de manifiesto también en el nuevo Catecismo.
En cuanto al modo de hacer
la guerra, o de prevenirla, la
doctrina pontificia reitera la necesidad de frenar la carrera de
armamentos mediante un desarme recíproco, consentido, orgáni-
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co y progresivo; prohibe las atrocidades fruto del uso ilícito de
los medios de destrucción, las violencias contra los inocentes o
los
no combatientes; el rechazo de unos medios que escapen
enteramente
al control del hombre y la guerra total basada en
ellos, pues ya no seña una defensa contra la injusticia ni la pro­
tección necesaria de bienes legítimos, sino la aniquilación de
toda vida humana. También rechaza, como falsa, la alternativa de
plena victoria o destrucción completa. Y
exige la distinción entre
quienes declaran y hacen las guerras y los pueblos
que se ven
compelidos a ellas y las sufren, lo que no supone suprimir el
justo castigo de los culpables
por sus acciones contra personas o
cosas
no exigidas por la dirección de la guerra.
La doctrina pontificia rechaza tanto la fórmula si vis pacem
para bellum,
sin limitaciones de ningún tipo, como la de "paz a
toda costa". No es, pues, ni partidaria de la belicosidad ni del
pacifismo a cualquier precio.
Para el mantenimiento de esa paz, y la erradicación de la
guerra, la doctrina pontificia ha defendido con reiteración
la
creación de instituciones juñdicas internacionales que sirvan
para garantizar los tratados y mantener la
paz y arreglar los
posibles conflictos
que surjan entre diversas naciones. Desde las
instituciones de arbitraje, propuestas
por Benedicto XV, que
sustituyan a los ejércitos, según normas adoptadas de común
acuerdo y el establecimiento de sanciones a quienes rehusen
someterse al arbitraje o
no acepten sus decisiones, hasta la for­
mación de
un órgano internacional, investido de una suprema
autoridad por consentimiento común, sin que consagre la injus­
ticia ni lesione los derechos de ninguna nación. Pero mientras
tal autoridad no exista o no cuente con los medios eficaces,
sigue
en pie el derecho a la legítima defensa, como recordaba
la Constitución
Gaudium et spes del Concilio Vaticano II y ha
vuelto a reiterar el nuevo Catecismo.
En resumen, si las causas profundas de la guerra
son mora­
les, es decir, infracciones del orden moral1 sus remedios tam­
bién son morales, no siendo suficiente para evitarlas y para
mantener
un orden de justicia y a ser posible de caridad, las
causas meramente materiales, como el desarme o el desarrollo
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económico; por eso Pío XII decía que el llamado mundo libre
sufre la debilidad de
no aceptar ese orden cristiano.
A modo de conclusión
me gustaría señalar el contraste entre
la predicación de la Iglesia y lo excelso
de sus fundamentos y
motivaciones,
es decir, la grandeza de su doctrina, y la realidad
de la comunidad internacional. No hay tiempo para ello,
pero
tan sólo qúisiera indicar que el mundo vive todavía gracias a los
restos, muchas veces distorsionados, de los principios cristia­
nos, y a veces
de la vuelta a principios que se habían abando­
nado y aunque no se invoquen como cristianos, como ocurre
con el principio de no intervención, condenado en el Syllabus
por Pío IX y hoy parece ser desterrado, al menos en parte, con
el llamado deber de injerencia humanitaria o con la denomina­
da guerra humanitaria. Otra cosa
es en qué ocasiones se acude
a él y
en cuáles no. Qué causas motivan intervenciones y otras
inhibiciones y si continúa jugando la destructiva dialéctica
amigo/enemigo.
Por otra parte, la proscripción de las guerras de agresión, la
proclamación de la ilicitud
del empleo de medios masivos de
destrucción indiscriminada, o el establecimiento
de un sistema
de seguridad colectiva reservando el
Jus ad bellum a la comu­
nidad de naciones, así como la reglamentación del
Jus in bello,
son cuestiones proclamadas por la Iglesia, que es de desear se
asienten
en la ley natural y el derecho natural y, a ser posible,
se retome, como
un plus necesario, a la ley de Dios. Y es que,
como dijo Pío
XII, "para la Iglesia", por tanto, en ello hemos de
comulgar los católicos, "el cristianismo es el único sistema de
pensamiento y acción que puede asentar con firmeza los fun­
damentos seguros
de una paz estable".
En cualquier caso, siempre habrá
que contrastar el orden
mundial al que se apela hoy día, con el orden internacional que
defiende y proclama la Iglesia.
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