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Número 397-398

Serie XL

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Ignacio Hernando de Larramendi Montiano

INMEMORIAM
IGNACIO HERNANDO DE LARRAMENDI
MONTIANO
Me entero del fallecimiento de Ignacio Remando de Larra­
mendi a mi vuelta de un largo periplo hispanoamericano, en lo
que he convertido
en una personal (y modesta) cruzada de alen­
tar relaciones con esas gentes tan nuestras que habitan en esas
tierras enormes, y al tiempo de lucrarme de lo que unas y otras
atesoran de hispano, convencido como estoy desde hace tiempo
que es aquélla más que ésta la orilla más favorecida espiritual­
mente de
la Hispanidad. No puedo dejar de pensar en ello al
saber del temido fallecimiento del amigo, pues a Ignacio Larra­
mendi lo que desde la revolución liberal llaman España se le
quedaba pequeño. Apenas
un enteco espacio "nacionalizado" y
"estatizado", desnaturalizado en suma, al margen de una "tradi­
ción" desbordante de pueblos hermanados en lo que fue la
monarquía federativa y misionera de las Españas. Por eso, dentro
del amplio aliento de sus empresas -y utilizo la expresión en .su
sentido más lato, más clásico-, tanto de las de la primera hora
-en puridad las de todas las horas--, aquellas por las que fue
más famoso, como de las de la última hora
-que también según
se mire fueron de toda hora-, las intelectuales, en que sobre
todo desbordó su tenacidad y su capacidad de trabajo ingentes
tras su jubilación de aquéllas, siempre hubo
un hueco para esas
Españas. También
en eso fue un tradicionalista cabal y no un
liberal de cualquier laya. Un tradicionalista, además, de su tiem­
po, tradición hecha progreso, depurada pues de algunas adhe­
rencias decimonónicas y acogedora de lo que estando siempre en
el depósito yacía quizá sepultado por los combates del momen­
to. Y es que, en lo que toca a la visión pl.enaria de la Hispanidad,
Verbo, núm. 397-398 (2001), 611-614. 611
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habrá que llegar al siglo xx. A Vázquez de Mella, Maeztu y
Morente. A Elías
de Tejada. El carlismo decimonónico no llegó a
percibir lo que
en su mochila había de solución para los pueblos
de allende los mares. Sólo el del vigésimo siglo lo sacó con natu­
ralidad, con la naturalidad
de quien ha convivido con él quizá sin
darse cuenta. Una vez más la vivencia a veces oculta la concien­
cia. Pero cuando ésta se agudiza por el decaimiento de aquélla
no todos son motivos de alegría ...
Ignacio también en esto, lo acabo de decir, era un tradicio­
nalista cabal, y es que el tradicionalismo le venía de casta, aun­
que también fuera interiorizado y hecho propio.
Su padre, don
Luis Remando de Larramendi, hombre decisivo en la sobrevi­
vencia del carlismo
de principios del siglo XX, es uno de los
arquetipos
de carlista. El profesor Rafael Gambra, amigo de
Ignacio desde la infancia, como amigos habían sido sus padres,
y como lo
han seguido siendo sus hijos y hasta sus nietos, ha
dejado a este propósito páginas espléndidas. En concreto, a pro­
pósito
de realizar un estudio de las tres actitudes polftico-religio­
sas distintas que ha producido el carlis1no, encarnadas a su vez
en tipologías humanas diferenciadas, a saber la carlista auténtica,
la integrista y la vergonzante, Gambra
encamaba en don Luis (y
en Melchor Ferrer) la primera, la del carlista auténtico en su más
genuina versión:
en la que brilla -ha escrito--la entrega sin
reservas a
una lealtad polftica y dinástica, con la consiguiente
"renuncia al mundo" que una tal adscripción entraña. Fue don
Luis quien precisamente inspiró el Real Decreto de S. M. el Rey
Don Alfonso Carlos I de 23 de enero de 1936, cuyo articulo 3. º
cifraba los fundamentos de la legitimidad española en la unidad
católica, la constitución natural
de la sociedad tradicional, la fede­
ración histórica de las distintas regiones con sus fueros, la 1nonar­
quia tradicional con legitimidad de origen y de ejercicio y los
principios, espíritu
y -en cuanto posible-la legislación ante­
riores
al mal llamado derecho nuevo. Texto de capital trascen­
dencia
-no lo olvidemos-y donde se instituye la Regencia en
la persona de S. A. R. Don Javier de Borbón Parma. Así pues, don
Luis Remando de Larramendi está detrás de la ejemplar codifica­
ción
de los principios del legitimismo español y de la concreción
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de éste en la persona de Don Javier. Su hijo Ignacio, a inicios de
los años cincuenta, tras superar la prohibición disparatada de la
censura, mantenida desde 1937, con el título de Cristiandad, tra­
dición, realeza, editó una de las obras más notables de don Luis
y del pensamiento tradicionalista del primer tercio del siglo xx.
Y es que también Ignacio, entre las turbulencias de la vida
española
y mundial -eclesial incluida-, y fueran cuales fueran
las singularidades de sus personales tomas
de posición, y en
todas ellas, consideró siempre timbre de gloria su lealtad y servi­
cio a
la Causa. El, además, por singular disposición de la
Providencia, fue preservado del fracaso connatural al carlismo,
que en su propio padre sintiera y muchos años después había de
narrar en sus torrenciales y "heterodoxas" memorias, y en cam­
bio conoció el éxito, que administró con generosidad y con
sobriedad. Su peripecia en Mapfre, uno de los milagros empre­
sariales de la España de los milagros, lo muestra bien a las cla­
ras.
Por la apelación constante a la vitalidad social sin necesidad
de oposición alguna al Estado. Por el rigor en la administración.
Por su vida 11igual a sí mismo", sin cambios, en su casa de siem­
pre, con la discreción de siempre.
Su perseverancia lo ha
sido hasta el final. Desde los escar­
ceos colegiales frente a la izquierda,
si, pero también -tanto
Gambra como él lo han recordado muchas veces----frente a la
naciente y fascistizante Falange
y frente a la democracia-cristiana
del "propagandismo" católico. Y durante la guerra, alistado
pese
a su corta edad en diversas unidades de requetés. Y en la pos­
guerra,
donde el combate proseguía contra el totalitarismo falan­
gista, lo
que le valió no pocos disgustos y represalias, con deten­
ción y procesamiento incluidos. Y
en Mapfre. Y últimamente en
la Fundación que exhibe su apellido en honor de su padre, y que
ha de serlo sin duda también en su honor, y que administra con
entusiasmo, Luis, el hijo de Ignacio, que lleva el nombre de su
abuelo. No en vano Ignacio siempre tuvo presente la conciencia
del linaje, de la estirpe, mucho más honda y relevante que la de
la generación. Fundación que está llamada a desempeñar un
papel señero en el panorama de los estudios del carlismo.
Precisamente uno de esos proyectos, en que Ignacio me había
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embarcado, la elaboración de una completisima Biblioteca Virtual
de Pensadores Tradicionales Hispanos, determinó mi última visi­
ta a su casa
de General Oráa, a principios de agosto. Salía Ignacio
de
una estancia hospitalaria, los médicos le hablan deshauciado,
y él
en su interior lo sabia. En cama, devorado por el cáncer, me
recibió pocos días antes de
que yo saliera para el periplo con el
que comenzaba esta deslelda nota. En presencia de su hijo, y mi
amigo, Luis, dio instrucciones, sugerencias, consejos, órdenes.
Todo mezclado en su estilo de empresario de raza que no se
resigna a dejar
de mandar. Como un viejo capitán en el puesto
de mando mientras el
buque se va a pique. Salí conmovido, y asl
se lo dije a Luis. ¡Qué raza de hombres! ¡Qué diferencia con los
que les hemos seguido! También,
por no guardarme nada, ¡qué
raza de mujeres! Y ¡qué diferencia con las siguientes! A cualquie­
ra que haya tenido ocasión
de cruzar media docena de veces la
palabra con Lourdes, su novia y esposa de sesenta años, como la
calificó en uno de sus últimos escritos, no le habrá_ pasado inad­
vertida la importancia capital de su papel.
Ignacio colaboró durante los primeros años
de la Ciudad
Católica, participó en algunas de nuestras reuniones anuales, en
las que animó "foros" de empresarios y con su firma se estam­
paron algunas colaboraciones en Verbo. Luego se espaciaría y
desaparecería. Con todo, no dejarla de seguirnos, y en algunos
de
mis últimos encueptros, volvieron a salir aquelloi recuerdos e
intereses. Por eso, no podía faltar el saludo postrero al amigo
desde esta Casa del pensamiento tradicional y de la doctrina
social
de la Iglesia que es Verbo y la Ciudad Católica. Descanse
en paz.
MIGUEL AYUSO
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