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Número 397-398

Serie XL

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José Luis Gutiérrez García: Unidas hasta la muerte. Biografía de las siete beatas mártires del primer monasterio de la Visitación de Santa María en Madrid

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cumplir, pues poco después de la cena llegaron los milicianos a
buscarle.
La CNT y la UGT intentaron salvarle y llevarle a la cár­
cel
de Valencia donde pensaban estarla más seguro. Se despidió
de su esposa, a la que entregó la cajita que contenía las formas
consagradas
que llevaba encima, y cuando custodiado por mili­
cianos
que le conducían al coche que iba a llevarle a Valencia,
los comunistas,
al ver que se les escapaba la presa, dispararon
sobre él
en un callejón de Manises.
La consternación popular fue general. Los obreros de su
fábrica, que había sido incautada y
en la que él continuaba como
un trabajador más, hicieron en protesta una huelga de una sema­
na. Y
no había habitante de Manises que, en aquellos tiempos de
persecución,
al pasar por el callejón donde habla sido asesinado,
no se quitara el sombrero o la gorra o hiciera la señal de la cruz.
Todos pensaban que habían matado a un santo.
Es un libro sencillo, de muy fácil lectura, y que cumple perfec­
tamente su objetivo. Acercarnos
a la figura de un seglar ejemplar.
FRANCISCO Jos~ FERNÁNDEZ DE LA C!GO!' José Luis GuUérrez García: UNIDAS HASTA LA
MUERTE. BIOGRAFÍA DE LAS SIETE BEATAS
MÁRTIRES DEL PRIMER MONASTERIO DE LA
VISITACIÓN DE SANTA MARÍA EN MADRID '"
José Luis Gutiérrez, hoy uno de nuestros primeros especialis­
tas
en Doctrina Social de la Iglesia, ha abandonado momentánea­
mente sus áridos saberes para escribir
un libro realmente precio­
so. Precioso
por el tema y preciosamente escrito. La biografía de
las siete salesas que
en aquel Madrid trágico de 1936 partieron al
encuentro del Esposo, orgullosamente abrazadas, santamente abra­
zadas a
la palma del martirio. Como su mejor dote. Como la joya
más espléndida que cabía a su inmenso amor por
Él.
(') Edibesa, Madrid, 1998, 303 págs.
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Y es como si el profesor, experto en encíclicas y justicias
sociales, hubiera querido también labrar una joya primorosa
que
ofrecer, enamorado, a siete mujeres admirables, a siete religiosas
admirables que le
han cautivado. Es un libro emocionante y emo­
cionado. Y escrito, sin embargo, con un rigor histórico difícil de
superar. Todo está contrastado. No hay
ni una concesión a la ima­
ginación ni a la leyenda. Y todo parece leyenda. Una inmensa
leyenda de amor.
Quien comenta este libro
ha leído muchas vidas de santos.
Magníficas algunas, mediocres bastantes y varias deplorables.
Esta es, sin duda,
una de las primeras. No se podía hacerlo mejor.
Traza el autor como tres círculos concéntricos pasándose de
uno
a otro con gran facilidad pues están los tres plenamente integra­
dos. Nada sobra. Todo se articula
en una necesidad para enten­
der lo que pasó. Cuántas veces hemos leído
capí111los y capítulos
de historia externa que
no tienen otro sentido que el de dar una
mínima extensión a un libro incapaz de llenarse con el biogra­
fiado o la biografiada.
La mayor parte de las veces por ahorro de
trabajo y estudio pues la historia de España está al alcance de
cualquiera. Y en ocasiones se llega a utilizar la universal. Algunas
veces, las menos, porque el personaje da para poco. No ocurre
así
en esta ocasión. Los años trágicos de España de 1930 a 1936
eran imprescindibles para entender el drama.
Y están narrados magistralmente. Eso fue lo que ocurrió. Y sin
duda sorprenderán a más de
un lector intoxicado por lo que hoy
se lleva,
por lo políticamente correcto. Tras la lectura de esas pági­
nas de José Luis Gutiérrez, todos entenderán todo. Aunque sin
duda quedarán perplejos ante mucho de lo que hoy se escribe.
¿Qué perdón tiene que pedir la Iglesia? ¿Cuántos y cuántos miles
de perdones
tendrían que pedirle a la Iglesia? Por los miles y miles
de asesinatos de personas verdadera y absolutamente inocentes.
Por los miles y miles de saqueos, de incendios, de destrucción de
obras de arte ... Por el inicuo y espantoso sufrimiento causado a las
víctimas, a sus familias, a sus amigos. Por
la maldad desatada que
se abatió sobre España en aquellos días verdadera1nente trágicos.
Así fue. Tal como lo narra el autor. No exagera nada. Más
bien se contiene, pues alguna otra cosa queda también meridia-
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namente clara en las páginas que comentamos. La finura espiri­
tual de su alma. Este libro no se podía escribir desde el rencor y
el odio porque las siete salesas
no odiaron. Agradecieron. Y per­
donaron.
Los verdugos no iban a hacerles un mal sino el mayor
de los bienes.
Las llevaban al ansiado encuentro con el Esposo,
hermosas y radiantes, vestidas con la túnica resplandeciente del
martirio.
¿Es dificil entenderlo? Tras la lectura del libro resulta
muy fácil. No diré yo que el contacto con las siete mártires cam­
bió el alma del autor pues se necesitaba finura psicológica, honda
espiritualidad, amor por la belleza, recio catolicismo para escribir
tan bellas páginas. Eso era el bagaje del escritor. Pero también
estoy seguro que
la intimidad con las siete monjitas -"soy mon­
jita",
decia la última que llegó al martirio, temerosa de que fue­
ran a privarla de
la suerte de sus hermanas, no en un desafio a
sus verdugos sino solamente con ansias de cielo--, afinaron más
si cabe todo lo hermoso que el autor guardaba en su corazón.
La sublevación militar del 18 de julio de 1936, en cuya pre­
paración la Iglesia no tuvo nada que ver, era una necesidad por­
que en aquel clima irrespirable no se podía vivir. Fue ciertamen­
te legítima defensa. E incluso más. Puro instinto de conservación.
Se daban cuenta de ello hasta unas pobres monjas de clausura,
no pocas de ellas de escasísima preparación intelectual. La ino­
fensiva y pacífica comunidad babia sufrido
un calvario en Madrid,
en varias ocasiones habían tenido que dormir fuera del monaste­
rio, vestidas de seglares, ante el riesgo inminente de
que asalta­
ran su tranquilo refugio. Por dos veces la comunidad entera tuvo
que buscar refugio
en Navarra en unas vacaciones no deseadas.
Las· siete que se quedaron, en el segundo exilio, para conseivar
la casa, enseguida tuvieron que alquilar un piso ante la amenaza
permanente del asalto. Y ni eso las salvó. En la ingenua corres­
pondencia
que mantenian, mientras pudieron, con el resto de la
comunidad,
en los días anteriores al 18 de julio queda clara cons­
tancia de
que aun ellas eran conscientes de la gravísirna situación
por la que atravesaba España. Cómo no iban a estarlo si cada día
les llegaba la noticia de
un convento asaltado, una iglesia incen­
diada ...
El 7 de junio, la Madre María Engracia, una caserita que
iba a cumplir días después 39 años, escribía a las de Navarra: "La
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enferma (en sus precauciones epistolares se referian a España) ha
pasado dos días bastante grave y creíamos que tendriamos que
salir para velar (dormir fuera del monasterio), pero en medio de
la gravedad parece que está algo mejor; pero los especialistas de
esta enfermedad opinan que no sale de esta semana. Casi esta­
mos deseando, al ver tanto sufrir, pero ¡bU:ena nos espera, si se
nos muere!". Y la misma, el 2 de julio, insistía: "La enferma sigue
grave,
pero nosotras no velamos; la operan de hoy al sábado;
temo
que se quede en la operación".
Después
del 18 de julio la situación en Madrid fue ya espan­
tosa. José
Luis Gutiérrez la narra con pluma magistral. Los porteros
de
la casa en la que se refugiaron las monjas y en los que éstas
encontraron dos verdaderos Cirineos que, jugándose la vida
-y
eran padres de tres niños---, les ayudaron en lo que pudieron a lle­
var la pesadísima cruz. Dos muchachas del servicio del inmueble
en el que se habían refugiado las monjas, cuyos nombres calla ele­
gantemente el autor
-no así, evidentemente el de los ejemplares
porteros---, verdaderas arpías que, tras denunciarlas, reclamaban
su asesinato.
Las jóvenes que jugándose la vida, llevaban la comu­
nión a las dispersas comunidades religiosas ocultas
en pisos de
Madrid.
Los milicianos y sus registros, los paseos, las chekas ... Ese
era el retablo
en el que encajaron sus últimos días de vida terrenal
las siete salesas del Primer Monasterio de la Visitación de Madrid.
Evidentemente
no fueron sacerdotes, religiosos y religiosas sola­
mente los que vivieron aquella tragedia.
El autor refiere las vicisi­
tudes de los restantes inquilinos de imnueble de la calle González
Longoria,
4, en cuyo semisótano derecha estuvo por cuatro meses
alojado lo que quedaba
del primer monasterio de la Visitación. El
propietario del edificio, don Jesús Murga Ansuátegui, ocupaba el
principal.
Los milicianos lo saquearon y lo ocuparon. El primero
izquierda era el domicilio de
don Víctor Pradera. También fue
saqueado y ocupado y su dueño,
así como uno de sus hijos, fue­
ron asesinados
en San Sebastián. En el primero derecha vivía el
comandante don José
García Lomas, en esos días ausente de
Madrid. También el piso fue saqueado y ocupado
por las milicias.
En el segundo izquierda vivían doña Dolores Pando Valdés y sus
hijos, Dolores y Domingo
Dfez-Ganeja y Pando. Los tres fueron
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detenidos y su piso saqueado y ocupado. En el entresuelo izquier­
da vivía don
Vicente Castañeda, académico y secretario perpetuo
de la Academia de
la Historia, y su esposa. Don Vicente fue dete­
nido, su biblioteca incautada y
si salvó la vida se debió a que un
primo de su mujer era el presidente del Partido Republicano
Federal, que le sacó de
la dircel. ¿Cuántos inmuebles de Madrid
sufrieron parecida
suerte? Numerosísimos.
Este era el entorno político y social de los últimos días de
nuestras monjas. No
puede extrañarnos que, cuando las refugia­
das
en Navarra, que ya conocían la suerte de seis de sus compa­
ñeras, aunque abrigaran dudas sobre la séptima, conocieron
la
liberación de Madrid, se escribiese en la crónica del monasterio:
"El 28 fue la fecha memorable. Al recreo del mediodía llegó la
noticia: ,Madrid se ha rendido•. No lo podíamos creer, llorába­
mos de emoción, seguían llegando noticias
que lo confirmaban
cada vez más. Por fin, -un repique de campanas, cohetes, tiros,
vivas y gritos de entusiasmo nos lo confirmaban. Era verdad,
¡Madrid era
ya nuestro! Corrimos al coro y como pudimos, pues
la emoción apretaba· las gargantas, cantamos el Te Deum, reza­
mos algunas oraciones de acción de gracias, e invoca1nos a San
Isidro y a Santa Maña de la Cabeza ¡Creíamos soñar!" Hoy no fal­
tarán, sin duda, los que reclamen de las salesas una petición de
perdón por haberse regocijado de la caída de la capital republi­
cana, de
la capital del asesinato y el odio. Nosotros creemos, en
cambio, que el júbilo de las monjas era normal y obligado. Y que
ello no significa ningún aval de las religiosas a las barbaridades
que se hubieran podido cometer
en la zona nacional. Que no
fueron cometidas por causa de la religión sino por otras motiva­
ciones muy distintas.
Entremos
en el segundo círculo de los mencionados. Del
libro de
José Luis Gutiérrez se logra también un conocimiento
cabal de lo que
es la Orden y la espiritualidad de las visitandinas,
fundadas
en los comienzos del siglo XVII en Francia por dos colo0
sos del santoral católico: Francisco de Sales y Juana Francisca
Fremiot,
· baronesa viuda de Chanta!.
Y ya llegamos al tercero, inscrito
en los ·dos anteriores. Siete
salesas, hijas fieles de su Orden y que vivieron aquella España
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trágica. No entraré en su historia. Cuanto pudiera decir seria un
triste eco de la extraordinaria narración que hace el autor. La
clara conciencia del martirio deseado, si era la voluntad de Dios,
el amor de comunidad que no quisieron romper aun sabiendo
que
as! podrfan salvar sus vidas, las insistencias de un portero
ejemplar, la oración, el orden, la gracia
de Dios ... Leed el libro.
Leed el precioso libro.
Una última reflexión. Siete monjas que
no parecían gran
cosa. Y que se convirtieron en siete monjas admirables. Aun
antes, mucho antes, de ser mártires. Siete monjas de distinta con­
dición social, tres señoritas y cuatro campesinitas vascas y nava­
rra, alguna de las cuales
aun mal hablaba el castellano. Y de dis­
tintas categorfas dentro de la Orden.
La mayor, Maria Gabriela de
Hinojosa, hermana del famoso historiador, habfa sido superiora
del monasterio y tenía sesenta y cuatro años. Josefa María
Barrera era hija de
un oficial de la Annada, tenia cincuenta y
cinco años. Teresa Maria Cavestany, la tercera de las señoritas,
tenía cuarenta y ocho. Maria Ángela Olaizola, de cuarenta y tres
años, era tornera, la categorfa inferior
en la Orden. Dos años
antes de su martirio hizo la profesión perpetua, que hasta enton­
ces
no hacían las torneras. Antes de hacerse salesa habla sido
muchacha del servicio.
Maria Inés Zudaire tenía treinta y seis
años. María Engracia Lecuona, también tornera, tenía treinta y
nueve años y también había sido, antes de entrar en la Orden,
muchacha del servicio. Maria Cecilia Cendoya, de veintiseis
años, habfa sido obrera antes de hacerse salesa.
El sufrimiento
las hermanó
si cabe todavfa más. Cuando dispararon sobre ellas
estaban todas cogidas de la mano. Juntas. En comunidad
de her­
manas y
en comunidad de ansias de volar hacia el Esposo.
Juntas. Como
hablan querido vivir. Como unos mal nacidos no
querian que vivieran.
Leed el libro. Leed el precioso libro.
FRANCISCO ]OSÉ FERNÁNDEZ DE !A CIGO]\)A
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