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Número 415-416

Serie XLII

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Teófilo Aparicio López: Agustinos españoles en la vanguardia de la ciencia y la cultura (Volumen II)

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pulada poco a poco por Manuel Godoy, eliminaba a políticos
tan significativos
como Floridablanca y al mismo Campomanes,
para pasar a desplazar también a obispos del monarca anterior,
como Climent y Bertrán" (pág. 53). Esto lo
debe decir
Rodríguez
de Coro "impávido y vegetal". Porque Clirnent fue
obligado a dejar la mitra barcinonense
por el mismo Carlos III
en 1775, cuando Godoy tenía ocho años -ya sería precocidad
en el favorito-, y Bertrán murió como obispo de Salamanca en
1783, reinando en Madrid la Católica Majestad de Carlos III.
Por todo lo expuesto,
es un libro totalmente prescindible.
Lástima
que la BAC, que deberla cubrir esa inmensa laguna
que es la historia de nuestros obispos, lo esté haciendo con
tan mediocres resultados. El libro sobre Gandásegui, que no
me había entusiasmado, está a años luz sobre el de Rodríguez
de Coro. Esperemos que las biografias de Segura, Herrera Orla
y García Lahiguera, que tengo en lista, mejoren lo anterior.
FRANCISCO ]OSÉ FERNÁNDEZ DE !A C!GOÑA
Teófilo Aparicio López: AGUSTINOS ESPAÑOLES
EN
LA VANGUARDIA DE LA CIENCIA
Y LA CULTURA (Volumen II)
(*)
El agustino Aparicio López, que no hace constar tras su
nombre las conocidas siglas OSA y que en el no muy afortu­
nado dibujo
en el que se nos muestra en la contraportada no
luce el menor signo de su condición de fraile, ha proseguido su
labor, iniciada más de diez años antes, suministrándonos noticias
de otro manojo de agustinos, de mayor o menor nombradía
pero ciertamente dignos todos ellos del recuerdo histórico.
La Orden agustiniana, en claro declive -3.847 en 1974,
3.374
en 1987 y 2.888 en 2001, según datos que tomo de los
Anuarios Pontificios de esos años-, ha dedicado numerosos tra­
bajos a recordar a sus hijos ilustres, en un esfuerzo que real-
(') Estudio Agustiniano, Valladolid, 1996, 254 págs.
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mente no tiene parangón en otras órdenes religiosas. Además
de los libros citados del P. Aparicio, tengo sobre mi mesa de
trabajo, y tal vez dé cuenta de ellos, el del que supongo tam­
bién agustino Rafael Lazcano,
Generales de la Orden de San
Agustín.
Biogra.íias. Documentación. Retratos (Roma, 1995); el
de quien no tiene reparo en manifestarse como agustino,
Teófilo Viñas Román, Agustinos en Salamanca. De la Ilustra­
ción a nuestros días
(El Escorial, 1994); la exhaustiva y apa­
bullante
-.son tres tomos de 1201, 1189 y 1335 págs.-, Historia
del Real Colegio de Alfonso
XII, del P. Felicisimo Castaño de la
Puente
(El Escorial, 1996) y el volumen colectivo Los agustinos
en El Escorial, conmemorativo del primer centenario de su pre­
sencia en aquel Real Sitio (El Escorial, 1985), que completan el
estudio macizo y colectivo,
La comunidad agustiniana en
el Monasterio
de El Escorial. Obra cultural (1885-1963) (El
Escorial, 1964), aparecido ya hace casi cuarenta años.
Nada tengo que objetar, pues es digno
de aplauso, al inten­
to
de mostrar con orgullo las glorias de la Orden y se puede
comprender también, por el amor a la misma, el presentarlas
si
cabe más gloriosas de lo que en realidad fueron. Pero nos gus­
tarla más que ese amor a
la Orden se tradujera además en una
imitación
de las virtudes religiosas y humanas de los hermanos
recordados,
de sus afanes apostólicos, de la prodigiosa expan­
sión
que conoció en España durante casi un siglo. Porque
mucho nos tememos que aquella gloria eclesial jerónima que
fue el Monasterio
de El Escorial, panteón de los reyes de España
por voluntad del segundo y más grande de los Felipes, sea, a
no tardar mucho, panteón también de la Orden agustiniana.
Y esa muerte anunciada, hoy ya agonía, es una herida
dolorosísima en la Iglesia de Cristo. En la Iglesia universal y,
muy concretamente, en la española, que no puede olvidar que
vistieron tan santo hábito glorias imperecederas de nuestro
catolicismo. San
Juan de Sahagún, Santo Tomás de Villanueva,
San Alonso
de Orozco, Fray Luis de León, Malón de Chaide,
Juan Márquez, el P. Flórez y otros muchos más, son nombres
demasiado gloriosos como para
que se pierda la Orden en que
profesaron, como se ha perdido ya el hábito que vistieron.
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Aquella desgracia eclesial que fue la desamortización de
Mendizábal y la consiguiente desaparición de la vida religiosa en
España, salvo algún escaso colegio de misioneros de Ultramar,
se compensó
en las últimas décadas del siglo que había cono­
cido su muerte, con un renacer asombroso de las Ordenes desa­
parecidas y con la aparición de congregaciones nuevas que
vivieron días de verdadero esplendor. La Agustiniana entre ellas.
La figura inmensa del P. Cámara no fue caso aislado y otros
muchos, si bien con no tanta excelencia, hicieron que el hábi­
to agustino volviera a tener peso considerable en nuestra Iglesia.
Ocho son los frailes que Aparicio trae a estas páginas,
mucho más hagiográficas
que críticas. Fermín de Uncilla (1852-
1904) fue
un vasco, discreto historiador y de vida poco apa­
sionante. Vasco también, Eustaquio Uriarte (1863-1900), musi­
cólogo discutible y discutido, apasionado del gregoriano
francés
-bien podemos decir que fue su gran propagandista en
España-, a quien la pronta muerte impidió mayores realizacio­
nes. Ignacio Monasterio (1863-1944), asturiano, fue hombre
de
inquieta vida y muchas realizaciones en Filipinas, China, Perú
y España, también discutible y discutido, además de sus
muchas obras prácticas,
aun encontró tiempo para estudios his­
tóricos interesantes. Manuel Fraile Miguélez (1844-1928), hijo
de La Bañeza, fue el ángel bueno que encontró el genial poe­
ta Jacinto Verdaguer
en sus momentos más desesperados y el
critico
de Menéndez Pelayo en algunos puntos de sus
Heterodoxos. Su libro Jansenismo y regalismo en España sigue
siendo hoy
de obligada consulta. Jerónimo Montes (1865-1932),
leonés también, fue
un penalista ilustre, aunque tal vez de
menos quilates de los que le atribuye Aparicio. Jesús Delgado
(1872-1967), asturiano, fue
un santo fraile a quien no poco
debe la restauración jerónima, hoy a punto de expirar. Incluso
durante cinco años convivió
con ellos los fríos de El Parral
segoviano. Bruno Ibeas (1879-1957), burgalés, fue realmente
"un fraile batallador", que requería bastantes más precisiones
en su agitada vida que las que proporciona Aparicio. Por últi­
mo, David Rubio Calzada (1883-1962), otro leonés, fue
un
agustino inquieto y andariego, cuya agitada vida y sus diver-
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sos tropiezos precisarían bastantes más detalles que los que
aporta su hermano de Orden.
Libro sencillo, propagandístico e interesante
que propor­
cionará a los lectores más conocimientos sobre una Orden que
fue, hasta no hace muchos años, importante y prestigiada.
Ojalá aparezca
pronto un nuevo P. Cámara que la devuelva al
lugar
que nunca debió perder.
FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE !A C!GOÑA
Juan López Tabar: LOS FAMOSOS TRAIDORES (')
López Tabar, historiador para mí desconocido hasta el
momento, pues no recuerdo haber leído o visto citado ningún
trabajo suyo, ha publicado un libro muy importante sobre los
afrancesados, que en adelante tendrán que utilizar quienes
quieran referirse a la cuestión. Excelente en la aportación de
datos y nombres, cae en las tan conocidas porturas irenistas de
comprensión y aun de sublimación del caso, si bien hay que
reconocer que no es de los más exagerados en ello.
Comenzaré
por exponer mi opinión sobre el tema, que es
la de la traición. En cualquier situación politica en la que una
nación se ve invadida por otra suele haber tres tipos de perso­
nas.
Los patriotas que rechazan la invasión y se juegan la vida
combatiéndola; los
que rechazando en el fondo de su corazón
la invasión extranjera, no se atreven, bien por falta de valor,
bien por creer con fundamento que toda resistencia es inútil, a
oponerse activamente a los invasores, destacando entre éstos
por su compromiso, muchas veces mucho más formal que mate­
rial, aquellos que por ser funcionarios o militares se ven en la
precisión de prestar al invasor, o bajo el invasor, los servicios
que venían prestando en la situación anterior: jueces, militares,
obispos, alcaldes, administradores, funcionarios,
canónigos, párro-
(+) Biblioteca Nueva, Madrid, 2001, 4o6 págs.
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