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Número 415-416

Serie XLII

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Juan López Tabar: Los famosos traidores

INFORMACIÓN BIBLIOGRÁFICA
sos tropiezos precisarían bastantes más detalles que los que
aporta su hermano de Orden.
Libro sencillo, propagand!stico e interesante
que propor­
cionará a los lectores más conocimientos sobre
una Orden que
fue, hasta no hace muchos años, importante y prestigiada.
Ojalá aparezca pronto
un nuevo P. Cámara que la devuelva al
lugar
que nunca debió perder.
FRANCISCO )OSÉ FERNÁNDEZ DE IA CIGOÑA
Juan López Tabar: LOS FAMOSOS TRAIDORES (•)
López Tabar, historiador para mi desconocido hasta el
momento,
pues no recuerdo haber leido o visto citado ningún
trabajo suyo, ha publicado un libro muy importante sobre los
afrancesados,
que en adelante tendrán que utilizar quienes
quieran referirse a la cuestión. Excelente
en la aportación de
datos y nombres, cae en las tan conocidas porturas irenistas de
comprensión y aun de sublimación del caso, si bien hay que
reconocer que no es de los más exagerados en ello.
Comenzaré
por exponer mi opinión sobre el tema, que es
la de la traición. En cualquier situación politica en la que una
nación se ve invadida
por otra suele haber tres tipos de perso­
nas.
Los patriotas que rechazan la invasión y se juegan la vida
combatiéndola; los que rechazando
en el fondo de su corazón
la invasión extranjera, no se atreven, bien por falta de valor,
bien
por creer con fundamento que toda resistencia es inútil, a
oponerse activamente a los invasores, destacando entre éstos
por su compromiso, muchas veces mucho más formal que mate­
rial, aquellos que
por ser funcionarios o militares se ven en la
precisión
de prestar al invasor, o bajo el invasor, los seivicios
que venían prestando en la situación anterior: jueces, militares,
obispos, alcaldes, administradores, funcionarios, canónigos, párro-
(•) Biblioteca Nueva, Madrid, 2001, 406 págs.
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cos o simples administrativos. Por último están aquellos que,
identificados intelectual y políticamente
con los nuevos dueños
de la situación se entregan a ellos de todo corazón.
Y luego viene la clave.
Que hace de la traición; traición, o
brillante carrera política:
la victoria. Si Francia hubiera triunfa­
do, y de modo permanente, el mapa político europeo seria
otro.
La frontera, hoy pirenaica, estarla tal vez en el Ebro. El
Sur de España habria sido un Estado satélite de Francia en el
que hubiera reinado José Bonaparte y, después, una de sus
hijas y hoy sería seguramente una República
en la que se
seguirla hablando el castellano mientras que en los territorios
de
la ribera izquierda del Ebro se hablarla el francés. Los nom­
bres de Azanza, O' Farrill, Cabarrús... tendrian la consideración
de padres
de la Patria y Castaños hubiera muerto en el exilio
inglés sin
que nadie recordara su nombre. Todas estas fantasías,
y muchas más, serian posibles. Pero Napoleón fue derrotado.
Y una de las causas de esa derrota, de peso fundamental,
fue la heroica resistencia de España, de toda España, a la inva­
-sión francesa. Porque fue toda la nación, desde el Bruch has­
ta Cádiz, desde Galicia y Navarra hasta la Serranía de Ronda,
la que se levantó en una resistencia que algunos, o bastantes,
seguramente los más ilustrados y también los más cobardes,
consideraron imposible. Y decidieron
no arriesgar sus vidas y
las de sus familias, ni sus haciendas, combatiendo al invasor.
La guerra fue cruelísima, hubo ciudades arrasadas, pueblos
incendiados como represalia, mujeres y monjas violadas, patrio­
tas asesinados sobre el terreno o muertos en sangrientas bata­
llas, riquezas robadas en iglesias y palacios y hasta en pobres
viviendas rurales, el grano y los ganados requisados
...
Todo ello hizo que colaboradores de corazón o por las cir­
cunstancias creyeran
que sus vidas estaban en peligro y siguie­
ron a los franceses derrotados en su huída a Francia. Y natu­
ralmente lo pasaron mal. Como lo pasaron mal todos los
vencidos en todas las guerras a lo largo de la historia. El Vae
victis clásico se repitió una vez más. Y es utópico lamentar fal­
tas de perdón y generosidades en los vencedores. Había dema­
siado odio como para reclamar abrazos.
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El primer capítulo del libro (págs. 23-102) nos parece el
más trabajado e interesante. Encontramos en él una completí­
sima nómina de afrancesados, bastante sistematizada, servicios
que prestaron, modos de captación, bastante infructuosos por
cierto, conjeturas, bastante fundadas, sobre el número de los
tocados
por esa tacha, clases que aportaron elementos impor­
tantes: ejército, clero, nobleza... Repito
que es lo mejor del
libro y será
de consulta en el futuro.
El segundo capítulo trata del exilio (págs. 103-179) y es
también excelente, si bien en exceso irenista. La disposición
fernandina de 30 de mayo de 1814 abría las puertas de la
patria aquellos huidos
con escasas responsabilidades pero las
cerraba a cal y canto a las figuras más representativas.
Las peti­
ciones
de clemencia, bastante serviles por otra parte, no halla­
ron eco alguno en el primero de nuestros afrancesados, que
fue Fernando VII. Tampoco consiguieron nada las reclamacio­
nes del gobierno francés
que quería librarse de la pesada car­
ga económica que suponía alimentar a aquellos refugiados que,
en su mayoría, carecían de todo.
Dedica especial atención a los escritos de aquel complica­
do personaje que terminaña sus días como effmero obispo de
Málaga (1825-1827), el mercedario Fray Manuel Martinez, cuyo
título más conocido, Los famosos traidores, sirve de cabecera a
la obra de López Tabar.
El Trienio liberal supuso la posibilidad del regreso pero
nada más. El nuevo régimen no contaba con ellos. Es el argu­
mento del capítulo tercero (págs. 181-269) y
da la impresión
que el autor, fatigado del esfuerzo de las páginas anteriores,
limita el foco
de atención a media docena de afrancesados:
Miñanoi Reinoso, Burgos, Lista, el marqués de Almenara ... , con
especial atención a los periódicos que editaron en estos días y
a la influencia
de Bentham en España. La Miscelánea, El
Censor, El Imparcial y El Universal son estudiados con deteni­
miento, así como las actividades docentes
de Alberto Lista. El
alejamiento progresivo de las tesis exaltadas supone una apro­
ximación a Palacio que rendirá sus frutos en la década poste­
rior.
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El último capítulo "La hora de los afrancesados (1824-
1833)" (págs. 271-353) se nos antoja excesivo
en su pretensión.
Mas bien podríamos decir que fue la hora de aquellos afran­
cesados a los
que dedicó su atención en el capítulo anterior,
más algún otro como Sáinz
de Andino. Fueron todos eficaces
colaboradores del ministro
de Hacienda, López Ballesteros, y
de la política moderada que se fue imponiendo en la "omino­
sa década" y
que llevarla a la desilusión, a la conspiración y
hasta a la sublevación a los ultrarrealistas desengañados con las
contemporizaciones de Fernando Vil. Que no resulta de estas
páginas un monstruo sanguinario sino persona más bien dedi­
cada a ir alejando de su entorno a los que le habían repues­
to
en el trono en dos ocasiones y que constituían la inmensa
mayoria
de la nación.
El testimonio que el autor aduce de Alberto Lista, en el últi­
mo año de la vida del monarca (1833), nos parece definitivo: "o
mi ausencia de cuatro años me induce en error, o el espíritu de
nuestra nación está en el día tan lejos de las preocupaciones del
siglo x como
de la democracia del XIX. Pero en caso de optar
precisamente entre estos dos sistemas, más bien se inclinarian
los españoles al yugo apostólico a que están acostumbrados que
al de la tiranía demagógica que vislumbramos en 1822 y que
detestan" (pág. 351). Que terminaran aceptando el otro yugo,
tras una guerra cruelisirna
que se prolongó hasta 1840, es otra
cuestión, por otra parte bastante estudiada.
Estamos, pues, ante
un libro muy importante cuya lectura
recomiendo a quienes estén interesados
no sólo en la cuestión
de los afrancesados sino en la historia de nuestra patria en el
primer tercio del siglo XIX.
Errores he detectado pocos y de escasa importancia. El tan
repetido
en tantos libros de desconocer el santoral y hacer que
santos de nombre compuesto: Pedro de Alcántara, Juan
Nepomuceno, Tomás de Villanueva, Miguel de los Santos, Simón
de Rojas ... pasan a hacer de la segunda parte del nombre, el pri­
mer apellido del personaje
en cuestión. En este caso concreto,
ocurre con el afrancesado Simón
de Rojas Clemente (pág. 222).
De
más importancia nos parece llamar "un tal José Imaz" (pág.
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312), como si fuera algún desconocido, a quien fue ministro de
Hacienda en los "seis mal llamados años" femandinos, en
el Trienio y tras la muerte del rey, con Martínez de la Rosa.
O decir que, tras
la muerte del rey, los personajes a los que
dedicó especial atención, Miñano, Burgos, Reinoso y
Lista, desa­
parecieron prácticamente
de la vida activa. Concretamente, del
segundo, dice:
''.Javier de Burgos llevó igualmente una vida reti­
rada entre Granada, Pañs y Madrid, donde murió
en 1849" (pág.
358). Ministro
de Fomento con Cea Bermúdez (1833-1834), lo
seña de la Gobernación con Martínez de la Rosa (1834) y toda­
vía con Narváez
en 1846. No nos parece una vida tan retirada.
Más grave encontramos alguna otra afirmación como la de que
"tras los golpes 1808 y 1820, buena parte de las instituciones del
Antiguo Régimen
han quedado seriamente tocadas, e incluso algu­
nas, como el
tribunal de la Inquisición, definitivamente hundidas"
(pág.
280). La Inquisición resultó hundida no porque lo estuviera,
sino porque fue el tributo
que Femando VII tuvo que pagar a su
restauración por los Cien
Mil Hijos de San Luis, ya que era una
de las exigencias francesas
en contra de las reclamaciones de su
reposición que hacían clero, nobleza y pueblo español.
Y, sobre todo, que el autor se alinee con las tesis eximen­
tes de la traición de algunos historiadores. Una cosa es que la
podamos comprender y hasta juzgarla con benevolencia los que
no fuimos víctimas de los horrores de aquella guerra, y otra es
negarla.
Los patriotas fueron Palafox y Álvarez de Castro, Daoiz,
Velarde y
Ruiz, Espoz y Mina, Merino y El Empecinado, los
héroes del Dos
de Mayo, los del Principado de Cataluña, los de
la Junta de Burgos, los habitantes de Zaragoza y de Gerona, de
Astorga, Ciudad Rodrigo y Molina de Aragón, los soldados de
Bailén, los Arapiles, Vitoria y San Marcial, el obispo de Orense
y los prelados
que huyeron, con riesgo de sus vidas, de la
dominación francesa
... Azanza, O'Farrill, el marqués de Alme­
nara, el duque
de Frias, los obispos Arce y Santander, Urquijo,
Arribas, Meléndez Valdés, Moratín, Lorente
... , mal que le pese a
López Tabar, fueron traidores. Los famosos traidores.
FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA C!GOÑA
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